32

Cuando se despertó, Amy se dio cuenta de que sus sentidos no le respondían. Abrió los ojos y no vio nada. Intentó gritar, pero tenía un trapo arrugado en la boca que la hizo toser y la ahogaba. Al moverse, se dio cuenta de que tenía las muñecas y los tobillos atados con fuerza. Estaba tendida de espaldas sobre lo que parecía un colchón blando. Volvió la cabeza hacia un lado y descubrió que seguía doliéndole y aún estaba mareada. Trató de recomponer las piezas de su memoria, pero tenía la mente en blanco, y se encogió confundida y aterrorizada antes de recordar a Gary Jensen.

Él le había hecho esto.

Le había tendido una copa de vino y ella había bebido. Fue entonces cuando empezó todo, cuando empezó a sentirse desorientada. Le había echado algo en el vino. Estúpida, estúpida, estúpida. Había oído multitud de historias sobre la «droga de los violadores», pero había bebido sin ni siquiera pensar en ello. Se preguntó qué le habría dado. Éxtasis. Ácido gammahidroxibutírico[6]. Fuera lo que fuese, los efectos persistían. Aún se sentía como si la cabeza le flotara.

«Piensa». No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí. Afuera, tanto podía ser mediodía como medianoche. Respiró por la nariz y trató de no pensar en la saliva que se acumulaba en la parte de atrás de la garganta y que le producía arcadas. Olía a flores y polvo. Era el mismo olor a casa victoriana de la noche anterior, y concluyó que seguía en casa de Gary Jensen.

Oyó el ruido de una caldera y sintió el aire caliente que salía de una rejilla junto a la cama. Afuera, mientras el viento soplaba, oyó un sonido fantasmal en el tejado, sobre ella. Estaba en el piso de arriba. El ruido lo provocaban las ramas de los árboles que rozaban los canalones metálicos. Dentro de la casa, debajo de ella, le pareció oír voces. Podía ser la radio o la tele, pero notó vibrar los suelos y supo que no estaba sola. Gary seguía en la casa con ella. Amy no sabía de cuánto tiempo disponía antes de que regresara.

No había forma de soltarse. Al tirar de la cinta adhesiva de las muñecas y los tobillos, tan sólo conseguía apretarla más. Intentó escupir el trapo áspero de la boca, pero la cinta que lo cubría lo mantuvo en su sitio. Sólo podía emitir gruñidos ahogados y guturales, y temía que el esfuerzo la hiciera vomitar y la asfixiara. Frustrada, se retorció frenéticamente en la cama, peleándose con sus ataduras, y notó cómo toda la estructura se levantaba de la superficie para al instante volver a caer.

«Mierda». Él la había oído.

Notó unos pasos en el piso de abajo que se acercaban y luego le oyó en las escaleras. En el pasillo. Al otro lado de la puerta. Cuando entró, Amy se quedó estirada, inmóvil, haciéndose la dormida, pero sabía que no le engañaba. Sintió cómo se inclinaba sobre ella; escuchó su respiración y olió su colonia de almizcle. Él encendió la luz de la habitación y ella reaccionó de forma involuntaria, abriendo los ojos y parpadeando.

—Hola, Amy —dijo Gary. Hablaba en susurros y parecía casi triste—. Me alegro de que te hayas despertado.

Ella se revolvió, desesperada por escapar.

—Ahora te voy a sacar la mordaza para que podamos hablar —continuó él—. No grites. Nadie te va a oír y tendré que ser malo, y no es mi intención, créeme.

Sintió sus uñas en un lado de la cara, que despegaban la cinta adhesiva.

—Lo mejor es hacerlo rápido —dijo él.

Al mismo tiempo, le arrancó la cinta de la cara y ella hizo un gesto de dolor al sentir cómo le arrancaba la piel. Él tiró del largo pedazo de tela y se lo sacó de la boca, y ella tomó aire a bocanadas. Le ardían las mejillas, y notó el sabor de la sangre en la boca.

—¡Pedazo de cabrón! —chilló—. ¡Déjame marchar!

Gary le cruzó la cara de una bofetada, y Amy enmudeció.

—Por favor, no me lo pongas más difícil, Amy.

—¿Qué coño quieres? —preguntó ella mientras seguía retorciéndose para librarse de las ataduras.

Gary arrastró una silla de madera desde el extremo opuesto de la habitación y se sentó junto a ella. Se hallaban en una habitación de invitados, lúgubre y amenazadora como el resto de la casa.

—Me gustas, Amy. Desearía de todo corazón que no te hubieras metido en todo esto.

—¿Meterme en qué? —preguntó ella.

Él no respondió. Le acarició la cara y la zona por debajo de la barbilla con el dorso de los dedos. Ella volvió la cabeza para apartarse, pero no pudo. Él la tocó con las yemas de una mano, dibujando una línea entre sus pechos y siguiendo luego la elevación hasta su pezón derecho.

—Para —siseó ella.

Él apoyó la mano sobre su pecho.

—Tengo que decirte que eres una de las chicas con las que fantaseaba. Te lanzaba indirectas a ver si me devolvías alguna.

—Sigue soñando.

—¿Es porque soy mayor? A muchas chicas eso les parece excitante.

—Estoy segura de que cuando tenías veintidós también eras un pervertido.

Los dedos de Gary se cerraron con fuerza hasta que ella gimió por el dolor.

—Sé buena, Amy.

La liberó de su garra y ella respiró entrecortadamente.

—¿Qué quieres?

—Tengo algunas preguntas para ti —dijo Gary—. Más que nada, quiero saber a quién se lo has contado.

—¿Contar el qué?

—Para empezar, me viste con Glory en Florida. ¿Quién más lo sabe? ¿A quién se lo has contado?

Amy se quedó petrificada. La cara de su compañera de habitación se le apareció en la mente. Katie. Ahora iría a por ella. También recordaba —o creía recordar— haber llamado a Hilary antes de desvanecerse. Oh, Dios, ¿qué había hecho? Había puesto a ambas en peligro.

—La policía —dijo—. Se lo he contado a la policía.

Él le dedicó una sonrisa burlona.

—Buen intento.

—Es verdad. Tengo un amigo que es poli en Green Bay. Le dije que iba a venir aquí, por si hacías algo.

—¿En serio? ¿Cómo se llama?

—Lo sabrás cuando llame a la puerta, gilipollas.

—Muy inteligente por tu parte, pero no va a venir. No has llamado a la policía. Quiero saber a quién se lo has contado.

Amy suspiró.

—Vale, tú ganas. No se lo he contado a nadie. Nadie lo sabe.

—Me gustaría creerte, pero no te creo.

—No se lo he contado a nadie. Ni siquiera sabía si tenía razón, capullo. Podrías haber mentido y yo te habría creído; no tenías por qué hacer esto.

—El problema es que te conozco, Amy —dijo Gary—; te he visto entrenar y actuar. Eres obstinada, y no dejas nada al azar hasta que lo resuelves. No importa lo que te hubiera dicho, tú no te habrías detenido.

—Entonces dime por qué mataste a Glory.

—Si supieras lo que ocurrió no te sentirías mejor, Amy. Créeme. Glory Fischer estaba en el sitio equivocado en el momento inoportuno. Vio algo que habría sido mejor que no viera nunca y, como tú, no iba a guardar el secreto. Antes o después se lo habría explicado a alguien. Así que vamos a intentarlo otra vez, Amy. ¿A quién se lo has contado? ¿Tienes compañera de habitación? ¿Alguna amiga en el equipo?

—No lo sabe nadie.

—Sólo te lo preguntaré una vez más. ¿Quién sabía que ibas a venir a verme ayer por la noche?

—Nadie.

—Dios, detesto hacer esto, Amy.

Gary apartó las manos de su cuerpo y volvió a golpearla con fuerza y fiereza; su puño casi le rompió los huesos de la cara y le torció el cuello hacia un lado. Amy le oyó mascullar de dolor por el ímpetu del ataque. A Amy le latían el ojo y la mejilla, y se echó a llorar involuntariamente.

—Para —le suplicó.

—Intentémoslo de otra forma. ¿A quién llamaste? ¿Qué dijiste al teléfono ayer por la noche?

—No me acuerdo —respondió entre sollozos. Sus emociones alternaban entre la impotencia y la rabia. La cabeza le daba vueltas por el dolor.

—He visto el número al que llamaste. ¿Quién era?

—No recuerdo haber llamado a nadie.

—Te oí hablar en el baño. ¿Qué dijiste? ¿Mencionaste mi nombre?

—Me drogaste. No sabía lo que hacía.

Gary suspiró.

—Podrías hacer que esto fuera mucho más fácil para ti, Amy.

—No recuerdo nada.

Pero sí lo recordaba. Entre la neblina de la droga, recordaba el sonido de la voz de Hilary, y recordaba haberle hablado de Gary. Esperaba que Hilary no se hubiera tomado la llamada como las divagaciones de una antigua alumna borracha. Esperaba que se lo contara a alguien, que enviara a alguien. Era lo único por lo que podía rezar: ayuda.

Katie se preguntaría dónde estaba. Hilary trataría de ponerse en contacto en ella. Una de ellas, o las dos, mandarían a la policía a la casa. Tenía que permanecer con vida hasta entonces, y eso significaba que no podía darle a Gary lo que él quería.

Fue como si él le hubiera leído el pensamiento.

—Nadie vendrá a rescatarte —le aseguró Gary—. Si eso es lo que esperas, olvídalo. Cuando lleves desaparecida el tiempo suficiente como para que la policía intervenga, esto ya habrá terminado. No pretendo ser desagradable. Antes o después me contarás la verdad, y lo único que consigues alargándolo es hacerte daño a ti misma.

—Que te folien.

Amy se encogió, esperando otro golpe que no llegó. Él se sentó en la silla en silencio, sin moverse.

—Si no me lo cuentas, tendré que empezar a elegir yo. Comenzaré por la gente que más te importa: tus padres, tus amigos. A lo mejor te da igual lo que a ti te pase, pero ¿y ellos? ¿Quieres que sufran también? No tienen por qué hacerlo, Amy. Puedes ahorrárselo. Dímelo.

—No se lo he contado a nadie. Es la verdad.

—Estás mintiendo —replicó Gary—. No te va a servir de nada.

—¿Por qué demonios haces esto? —le preguntó Amy mientras la sangre le salía por la boca—. ¿Por qué? ¿Es por tu mujer? A ella también la mataste, ¿verdad?

Gary inspiró hondo.

—Yo quería a mi mujer.

—Así que la empujaste por un precipicio. ¿Qué pasa, tal vez Glory lo descubrió?

—No trates de entenderme —la advirtió él—. Esto no es una clase de psicología. Estamos hablando de la vida o la muerte de la gente a la que quieres. Créeme, sé lo doloroso que es ver morir a alguien a quien quieres.

—Todo el mundo sabe que teníais una aventura.

Él se inclinó hacia delante.

—¿Todo el mundo? ¿Quién es todo el mundo? ¿Quién te lo contó?

Amy se mordió el labio y no dijo nada, aunque se maldijo mentalmente. No quería proporcionarle ningún mapa de carreteras que le llevara a algún lugar cercano a Katie. O a Hilary. «Cuéntaselo a alguien. Envía a alguien».

—Muy bien, Amy, lo haremos por las malas.

Él se puso en pie y Amy sintió su presencia sobre ella, cada vez más siniestra. Se puso tensa, a la espera de lo que viniera a continuación, con la certeza de que no sería nada bueno para ella. Aun así, se juró a sí misma que no lloraría ni suplicaría. No a él. No delante de ese monstruo. Sólo tenía que ganar tiempo y esperar a que alguien la buscara. Que apareciera en la puerta. Que la encontrara.

En ese momento, alguien lo hizo.

Oyó un ruido ahogado en el piso de abajo y se dio cuenta de que era el sonido del antiguo timbre de la puerta. Gary retrocedió. Amy tomó aire para gritar, pero él se anticipó a sus intenciones, se abalanzó sobre ella y le tapó la boca con la mano. Luego le abrió la mandíbula a la fuerza para que separara los labios y volvió a meterle el jirón de tela mojado en la boca, asfixiándola y ahogando cualquier sonido de su garganta. Una vez hubo terminado, se la cubrió con cinta adhesiva. Amy se había quedado muda de nuevo, aparte de un leve silbido de su nariz.

—Ahora vuelvo —dijo Gary.

Cerró la puerta de un portazo al salir.

Amy oyó sus pasos apagados mientras él corría escaleras abajo y se retorció en un intento de mover la cama y hacer ruido, pero se estaba quedando sin fuerzas. Siguió respirando por la nariz, intentando llenar los pulmones, pero empezó a toser bilis en la gruesa mordaza. El pánico se apoderó de ella y empezó a jadear en busca de aire. «Que alguien me ayude». Oyó a Gary hablando en algún lugar de la casa. Había abierto la puerta. Le entraron ganas de llorar al pensar que la ayuda estaba tan cerca y aun así fuera de su alcance.

«Que alguien me encuentre».