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Hilary colgó el teléfono con una punzada de preocupación. Había tratado de hablar con Amy Leigh en Green Bay media docena de veces desde la noche anterior, y en cada ocasión le había saltado el buzón de voz.

Dondequiera que estuviera, no contestaba a su llamada.

Sabía que eso no quería decir que algo fuera mal. Durante su extraña conversación, la chica parecía borracha. Era posible que se hubiera avergonzado de haberla llamado y ahora evitara los intentos de Hilary por ponerse en contacto con ella. En las fiestas de la universidad ocurrían cosas así; bebías tanto que al final ya no sabías lo que hacías ni por qué. Aun así, ésa no era la chica que Hilary recordaba.

Su antigua alumna siempre le había recordado a ella misma en su época del instituto: segura, llena de vida, decidida y un poco ingenua a veces. La chica era muy consciente de que era más corpulenta que las demás, y estaba resuelta a que todo el mundo lo olvidara cuando estaba en el escenario. Amy era religiosa, igual que Hilary, y provenía de una sólida familia de Chicago. Por otra parte, también era joven, y divertida, y propensa a cometer errores, como cualquier estudiante lejos de su hogar.

Hilary sólo quería asegurarse de que Amy estaba bien. Volvió a marcar el número. Buzón de voz. Dejó otro mensaje.

—Amy, soy Hilary. Oye, siento ser tan pesada, pero ¿podrías devolverme la llamada? Estoy un poco preocupada.

No le habría prestado tanta atención al tema si no fuera porque, en medio de sus desvaríos, la chica había mencionado Florida. Más aún, había dicho un nombre que hizo que Hilary se sentara y prestara atención.

Glory.

¿De verdad lo había pronunciado? Todo había ocurrido tan deprisa; la voz de Amy al teléfono era apenas un susurro de borracha, y Hilary casi no había entendido las palabras. Amy estaba hablando de su entrenador de baile, Gary Jensen, y entonces lo dijo. Glory. Aunque a lo mejor era sólo que Hilary tenía a la chica en la cabeza, y cuando Amy dijo el nombre de Gary lo entendió mal. Tal vez había oído lo que quería oír. Tal vez.

Hilary fue a la cocina y se sirvió la tercera taza de café. Llevaba una sudadera holgada, pantalones cortos de correr y calcetines blancos. El pelo rubio le caía suelto por los hombros, limpio y húmedo de la ducha. Le dolía el cuerpo, pero ahora en su mayor parte era un dolor agradable. El típico de después del sexo. Al volver a casa no se había dado cuenta de hasta qué punto se necesitaban Mark y ella, como si ambos se agarraran a un salvavidas. El resultado fue un coito salvaje, casi animal, igual que al principio, consagrados como estaban a conocer el cuerpo del otro. Aún podía sentirle allí donde él la había agarrado y había estado dentro de ella.

Eso había hecho que volviera a creer en él. Mark no podía fingir lo que sentía por ella. Hubo un tiempo en que Hilary, como Amy, fue una ingenua con sus relaciones, pero esa parte de su vida había quedado muy atrás, en los veinte. Ahora había abierto los ojos respecto a los hombres y respecto a Mark. Si Cab Bolton tenía un testigo, éste se equivocaba. Hilary no sabía lo que había ocurrido en Florida, pero no era lo que todo el mundo pensaba.

Florida. Glory.

Hilary estaba segura de que Amy había pronunciado su nombre.

Se llevó el café a la habitación, encendió el ordenador portátil y se identificó en Facebook para acceder a su página. Abrió la ventana con la lista de sus amigos y encontró a Amy en la tercera página. Clicó en su perfil y vio que la chica había actualizado su estatus a las 18.47 del día anterior.

En él se leía: «Voy a meterme en la boca del lobo».

A Hilary, esa frase no le sonaba como la que diría una chica que se iba a una fiesta universitaria. Revisó el resto de la página y descubrió un comentario que otra estudiante de Green Bay le había dejado en el muro esa misma mañana: «Eh, Ames. Hoy te he echado de menos en clase».

A Hilary todo aquello no le gustaba en absoluto.

Rememoró mentalmente la breve conversación susurrada con Amy. No sabía si le serviría de algo, pues la llamada apenas había durado unos segundos. Aun así, hubiera dicho Gary o Glory, no había duda de que Amy había mencionado Florida y, más importante aún, Amy había estado allí cuando todo ocurrió. Participaba en el torneo de baile, como Tresa, así que a lo mejor vio algo, o sabía algo. ¿El qué?

Amy había hablado de su entrenador. «Mi entrenador. ¿Le conoces?». Hilary conocía a la mayoría de los entrenadores universitarios que trabajaban con bailarinas en el Medio Oeste, dado que una de sus funciones había sido aconsejar a alumnas en su elección de universidad, sobre todo en Illinois, Michigan, Wisconsin y Minnesota. Conocía a Gary Jensen por referencias, pero no en persona. Se había hecho un nombre en el mundillo de la danza cuando le contrataron como profesor auxiliar de Educación Física en Green Bay y le pusieron al frente del equipo de baile. Hilary no sabía qué había hecho antes de eso, pero por lo que había visto, llevaba a cabo un buen trabajo con las chicas. Recordaba que dos años antes, Amy le había enviado un correo electrónico en el que le hablaba del nuevo régimen de entrenamiento físico que había implantado su entrenador, una cuestión en la que Hilary también hacía mucho hincapié. No todo era coordinación y práctica; la preparación física también era sumamente importante.

Recordaba también otro detalle que se mencionaba en aquel correo. El típico comentario que haría una chica universitaria.

«Es un buen entrenador, si dejas de lado la grima que da». Ésa era la palabra que había utilizado. Grima.

Hilary quería saber más cosas de Gary Jensen.

Entró en la página web de la Universidad de Wisconsin en Green Bay y fue a la sección de deportes. Encontró un enlace a la biografía del entrenador en la lista de personal docente. La primera cosa en la que reparó fue que, a diferencia de la mayoría de los profesores, en la página de Jensen no había fotografía. Según su biografía, llevaba cuatro años ejerciendo en la universidad, y Hilary pensó que era extraño que hubiera conseguido evitar las sesiones fotográficas durante tanto tiempo.

Encontró poca información sobre su pasado. Era licenciado en Educación Física y había hecho un máster en liderazgo educativo, ambos en la Universidad de Alaska en Anchorage. Basándose en la fecha de su graduación, Hilary calculó que Gary debía de estar en la mitad de los cuarenta. En Green Bay daba clases de Educación Física a los estudiantes de primer año y era entrenador de baile y de lucha. En su biografía no se incluía información detallada sobre la actividad profesional previa a su llegada a Green Bay. El resumen era vago: «Gary ha sido profesor ayudante y entrenador en universidades de Alaska, Oregon, Dakota del Sur y Canadá».

A pesar de la falta de concreción, no había nada sospechoso. Aun así, Hilary continuó indagando, buscando más información sobre el pasado de Jensen. Encontró alguna referencia suya —o de alguien que se llamaba como él— en varios artículos sobre equipos deportivos en Anchorage y Portland, pero la mayoría eran de hacía más de una década. Además, el nombre era lo bastante común para encontrar miles de páginas de «Garys Jensen» que no tenían ninguna relación con el entrenador de Amy.

Entonces, un titular en una de sus búsquedas le llamó la atención.

«Mujer de un entrenador muere en una caída». Leyó el breve artículo del periódico de Green Bay. No hacía ni cuatro meses, Gary Jensen había perdido a su mujer durante unas vacaciones en el parque nacional de Zion, mientras escalaba. La pareja sólo llevaba tres años casada. La descripción de Gary hablaba de un ser destrozado, hundido. La policía de Utah había investigado el incidente y no encontró ninguna prueba que sugiriera que la muerte se había producido de modo distinto a como había relatado Jensen. Un trágico y terrible accidente.

Hilary reflexionó. Dos muertes violentas en cuatro meses, y en ambos casos Gary Jensen andaba cerca. ¿Coincidencia?

Ella más que nadie sabía que, cuando se trataba de culpabilidad o inocencia, el humo no siempre indicaba la presencia de fuego. Mark había sufrido en sus propias carnes los efectos de las conclusiones precipitadas. Hilary no tenía nada en concreto que sustentara sus sospechas sobre Jensen. El entrenador no tenía relación con Glory y no había nada sospechoso en su pasado. Hilary tan sólo disponía de la inquietante llamada de Amy y una esposa muerta.

Volvió a la página de perfil de Amy. Sabía que subía fotos de forma compulsiva, y encontró un álbum dedicado al equipo de baile, que incluía cerca de un centenar de imágenes de Amy y sus compañeras de equipo en diversas actuaciones y torneos durante los últimos tres años. Hilary las repasó una a una, observando el fondo, intentando encontrar alguna en la que saliera Gary Jensen.

Halló tres. Jensen no era el protagonista de ninguna, sino que se limitaba a permanecer de pie tras las chicas. Al ampliar las fotos, lo único que consiguió fue una imagen pixelada, demasiado vaga para distinguir su cara en detalle. Entornó los ojos y fijó la vista en su rala mata de pelo y su cara alargada. Una de las fotos le mostraba de perfil, poniendo de relieve su nariz ganchuda. Se le veía en forma, sin un gramo de grasa. Imprimió la imagen más nítida, y luego hizo otra búsqueda.

Esta vez quería encontrar una foto de Harris Bone.

«Un hombre sin identidad podría ser cualquiera —razonó—. Incluso un fugitivo con otra esposa muerta en su pasado».

Todos los periódicos habían publicado la misma foto de Bone en la época del incendio, una imagen frontal de su comparecencia en el juicio. Hilary la imprimió y la comparó con la otra. Los resultados no fueron concluyentes. Había cierto parecido entre ambos hombres, pero Hilary no podía estar segura de si estaba mirando a un fantasma o a un desconocido. Si Gary Jensen era Harris Bone, había perdido peso en los últimos seis años y probablemente se habría sometido a alguna operación quirúrgica para alterar sus rasgos. Lo máximo que podía decir es que no era imposible. Por otra parte, quizás el leve parecido no fuera sino el resultado de sus propios deseos.

Hilary frunció el ceño y se reclinó en la silla. La única forma de asegurarse era descubrir qué había estado haciendo Gary Jensen seis años atrás, antes de llegar a Green Bay, mientras Harris Bone prendía fuego a su casa en Door County. Realizó otra búsqueda y esta vez encontró un breve apunte sobre la contratación de Jensen. El artículo apenas tenía tres párrafos, pero le proporcionó el dato que necesitaba: cuando la universidad le había contratado, Jensen era entrenador en un instituto privado de Fargo.

Una de las mejores amigas de Hilary en Northwestern era la directora financiera de esa escuela.

Marcó el número. Llevaba casi tres años sin hablar con Pamela Frank, pero aún se enviaban postales en Navidad y algún correo de vez en cuando. Cuando Pam cogió el teléfono en su escritorio, Hilary respiró aliviada al descubrir que las noticias de los problemas de Mark no habían llegado a Fargo. Lo último que quería era revivir los acontecimientos de la semana pasada. En lugar de eso, tras cinco minutos de charla superficial, fue al grano.

—Oye, hay un nombre por el que te quería preguntar —dijo—. Alguien que podría haber sido profesor del instituto hace unos años. Gary Jensen.

Pam se quedó un buen rato en silencio.

—Vale.

—¿Le conoces?

—Me acuerdo de él, claro.

—¿Cuánto tiempo estuvo ahí? —quiso saber Hilary.

—Tres o cuatro años, por lo que recuerdo. —Pam parecía extrañamente reacia a hablar.

—¿Qué recuerdas de él?

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó Pam—. ¿Está relacionado con alguna solicitud de trabajo?

—No, nada que ver. Es personal.

—Oh. —Sonaba aliviada—. Tengo que ir con pies de plomo con lo que digo, Hilary. Hoy en día cualquiera te puede poner una demanda.

—Me conoces, Pam. Esto quedará entre nosotras.

—Digamos que no nos entristeció mucho que se fuera a Green Bay. Eso fue hace cuatro años.

—¿Qué problema había con él? —preguntó Hilary.

—No teníamos ninguna prueba real —explicó Pam—. Sólo eran rumores.

—¿Qué clase de rumores?

—Sexo con estudiantes —soltó Pam muy deprisa—. Lo investigamos, pero no pudimos demostrar nada. Según la ley, está prohibido mencionar acusaciones no probadas en una carta de recomendación, así que no pudimos contarles nada a los colegas de Green Bay. Pero era lo bastante consistente para que su mujer se divorciara de él.

«Su segunda esposa no tuvo tanta suerte», pensó Hilary.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Pam—. ¿Jensen ha vuelto a meterse en líos?

—No lo sé.

—Bueno, has dicho que era personal. No estarás liada con ese tipo, ¿no?

—No, por Dios.

—Bien. Nunca he oído nada malo sobre su trabajo como entrenador, pero si me preguntas, el tipo daba grima.

—Te agradezco mucho la información, Pam.

—¿Cómo está Mark?

—Bien, muy bien.

—Salúdale de mi parte.

—Lo haré.

Hilary colgó el teléfono. No sabía cómo interpretar la información que acababa de descubrir. Pam conocía a Jensen de sus años en Fargo, que coincidían con el episodio del incendio. Eso significaba una cosa: Gary Jensen no era Harris Bone.

¿Quién era entonces?

Amy y Pam habían usado la misma palabra para describir la sensación que les producía: «Grima». Si Pam estaba en lo cierto, el entrenador también tenía un historial de relaciones sexuales con chicas menores de edad.

Como Glory.

Hilary observó la imagen borrosa de Gary Jensen en la fotografía de Amy. Ojalá la conversación con ella no hubiera terminado tan abruptamente.

Ojalá supiera dónde estaba.