Mark Bradley cruzó el paso de Death’s Door en el ferry y condujo hacia su mercado al aire libre preferido, entre los pueblos de Ellison Bay y Sister Bay. Era uno de los pocos mercados de productores agrícolas que abría todo el año, con pasteles recién horneados y productos envasados en la cocina de la parte trasera de la tienda, alineados en los estantes. Le encantaba el olor a azúcar y flores, y los platos con catas de mostaza y quesos que había entre las paradas de madera. Llevaba consigo una bolsa de papel que iba llenando a medida que avanzaba por el pasillo. Se dio cuenta de que algunos de los lugareños le observaban, pero no hizo caso. No le importaba lo que nadie pensara de él.
Sólo le importaba lo que pensara una persona: Hilary.
La mañana había constituido un punto de inflexión entre ellos, después de una mala, muy mala noche. Había dormido solo, consciente de su ausencia. No la culpaba por dudar de él, pero le preocupaba que la duda fuera como un genio al que no puedes devolver a la lámpara una vez ha salido de ella. Durante el resto de sus días, viviría con el temor de que ella le mirara y un solo pensamiento cruzara por su mente, aunque nunca lo dijera en voz alta: «¿Fue él?».
Entonces, Hilary había vuelto a casa. Llegó a la isla con el primer ferry de la mañana y no les había hecho falta hablar; los dos tenían algo dentro que querían sacar. Ella le besó, él la tocó por encima de la ropa, y acabaron desnudándose sobre la alfombra nueva que había puesto en el salón y haciendo el amor desenfrenadamente, sin más sonido que el compás de su respiración. No importaba el dolor de los moretones. No importaba el graffiti oculto debajo de una capa de pintura fresca. Estaban solos y conectados por primera vez en días, y después, mientras acariciaba su espalda desnuda, Mark se sintió como si hubiera conseguido que ella recuperara su fe en él.
Ahora Hilary dormía. Le había dejado una nota diciéndole que se iba unas horas a la península.
En el mostrador de la panadería, Mark pidió una rebanada de pan de romero y ajo, y un pastel de cereza recién horneado. En Door County todo era de cereza. Cerezas crudas, pastel de cereza, refresco de cereza, caramelos de cereza, mermelada de cereza, zumo de cereza, helado de cereza, vino de cereza… Añadían cereza a la salsa de tomate, al queso, al relleno de los pimientos, las olivas y el rosbif. En realidad, a Mark ni siquiera le gustaban, pero era igual que vivir en Chicago y no ser seguidor de los Bears. Se había convertido en un fanático de las cerezas por pura necesidad, porque allí era imposible escapar de ellas.
Sostuvo la caja del pastel en la mano y notó el molde caliente a través del cartón. Al final de un pasillo, dejó en el suelo la bolsa de papel y mojó un palito salado en mostaza. Era de cereza, por supuesto. Lo cierto es que le gustó, así que cogió un bote y lo metió en la bolsa.
Oyó sonar el móvil. Tenía un tono especial para Hilary, el tema «Dude Looks Like a Lady» de Aerosmith. Una noche, en Chicago, ella se había emborrachado a base de bien en un bar del centro y había bailado el solo de guitarra; Mark no iba a dejar que lo olvidara nunca.
—La verdad es que necesitaba dormir —dijo ella.
—Me lo he imaginado.
—Ha sido una manera muy agradable de volver a casa.
—¿Voy a recibir el mismo trato esta noche?
—Ven y descúbrelo.
—Enseguida. Tengo que pasar por el Pig a comprar algo de comida y luego iré a la tienda de licores a pillar vino. Después cogeré al ferry. ¿Necesitas algo?
—A ti.
—Tienes una cita.
Al cortar la comunicación, se dio cuenta de que estaba sonriendo. Vislumbraba un atisbo de la vida que habían llevado durante el primer año. Antes de Tresa. Antes de Glory. Cuando se mudaron a la isla e iban juntos cada día a trabajar a la escuela, Mark se preguntaba qué había hecho para merecer esa clase de felicidad. En el fondo, siempre había temido que un día el destino decidiera arrebatárselo todo y equilibrara el marcador.
Sin duda lo había hecho.
Ni siquiera ahora podía escapar de él.
Mark alzó la vista con el móvil en la mano, sonriendo todavía ante la perspectiva de ir a casa con Hilary, y se encontró frente a frente con un hombre mayor con el pelo negro azabache muy bien peinado. Si bien la estatura de ambos era muy similar, los hombros de aquel individuo se habían redondeado con la edad y se mantenía en pie en un ángulo extraño, como si una pierna fuera más corta que la otra. El hombre agitó un dedo frente a la cara de Mark.
—Sé quién es —le dijo.
Mark no tenía ningún interés en enfrentarse a un desconocido. Recogió su bolsa de la compra y trató de escabullirse por el pasillo.
—Disculpe —dijo.
—¿Sabe quién soy yo? —preguntó el hombre en tono cortante.
—No tengo ni idea.
—Me llamo Peter Hoffman.
Mark se detuvo y respiró hondo.
—Muy bien, de acuerdo. He oído hablar de usted. ¿Qué quiere, señor Hoffman?
—Sé la clase de hombre que es usted —le espetó Hoffman. Su voz había subido de volumen, con un tono más beligerante, y la gente del mercado se volvió para mirarlos.
—Me voy —dijo Mark, pero Hoffman le bloqueó el paso y le puso la mano sobre el pecho.
—Usted se quedará y me escuchará —dijo.
Mark notó que se le aceleraba el corazón y su puño se cerró sobre el teléfono. Se imaginó que Hilary estaba a su lado, y lo que diría: «Mantén la calma. No lo empeores».
—¿Qué quiere? —preguntó—. Porque si sólo desea acusarme de cosas que no he hecho, tendrá que coger número para ponerse a la cola.
—¿Se cree que es gracioso? ¿Cree que esto es divertido?
—No, la verdad es que no.
—¿Tiene idea de lo que he perdido? ¿A mi hija? ¿A mis nietos? ¿Sabe lo que es ver cómo muere tu familia?
Mark sintió que se ruborizaba. Se estaba congregando una multitud, y él no era el favorito del público en aquel concurso.
—Señor Hoffman, estoy al corriente de lo que le ocurrió. No puedo ni imaginarme lo terrible que debió de ser para usted. Tiene toda mi compasión, de verdad.
—No quiero su compasión.
—Entonces apártese a un lado, por favor. Así los dos podremos irnos en paz.
—He matado a hombres, Bradley; más de los que deseo recordar. Hice lo que mi país necesitaba que hiciera, y no me arrepiento de nada. Pero usted… No sé cómo puede mentirse a sí mismo.
—Eso es todo. Hemos terminado.
—Y entonces tiene el condenado valor —prosiguió Hoffman, mientras su voz ronca adquiría un tono estridente— de esconderse tras el hombre que mató a toda mi familia. Cómo se atreve. No se lo permitiré, no dejaré que salga impune de esto.
Mark se abrió paso por el costado de Hoffman, y sus hombros chocaron. Para tratarse de un hombre mayor, era sólido y, a pesar de estar borracho, rápido. Mark no vio venir el puñetazo. El puño izquierdo de Hoffman se elevó desde sus caderas e impactó en la parte inferior de la mandíbula de Mark, cuya cabeza salió disparada hacia atrás. Mark se tambaleó. El pastel se le escurrió entre las manos y se salió de la caja mientras caía al suelo, desparramando cerezas y relleno por el suelo como si fuera sangre. El teléfono voló por los aires. Mark perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, sobre los estantes en los que se alineaban los botes de conserva. Las estanterías se desprendieron y docenas de botes cayeron con gran estrépito, despidiendo una lluvia de salsa y cristal. Mark acabó con la cara y la ropa llenas de manchas.
Recuperó el equilibrio, se frotó la mandíbula, que estaba dolorida, y se pasó la lengua por los dientes para ver si había perdido alguno. Al sacudirse la ropa, los añicos de cristal cayeron a su alrededor. La multitud que los rodeaba permanecía petrificada y en silencio. Hoffman levantó los puños, esperando que Mark contraatacara, pero éste no tenía ninguna intención de golpear a un anciano. Lo único que quería era largarse del establecimiento.
Hoffman pegó los pies al suelo de modo que Mark no pudiera pasar.
—Nadie cree que tenga el coraje suficiente, pero lo tengo. Voy a asegurarme de que entiende lo que se le viene encima.
Mark intentó controlar su rabia, que amenazaba con desbordarle. Se sintió atrapado a medida que la gente los rodeaba entre los pasillos.
—Señor Hoffman, mi mujer y yo estuvimos a punto de morir ayer. Se lo voy a decir sólo una vez: si alguien vuelve a venir por nosotros, será la última cosa que haga.
—No puede amenazarme, y no puede asustarme.
—Se lo prometo —insistió Mark.
—No tengo miedo de alguien que va por ahí con adolescentes.
Mark estaba harto de negarlo. Harto de defender su inocencia. Enfadado con el mundo.
—Apártese de mi jodido camino —soltó.
—Su mujer sabe la verdad; yo se la conté. Sabe qué clase de hombre es usted.
Algo se rompió dentro de Mark, que fue incapaz de contenerse. Al mencionar a Hilary, Hoffman había cruzado una línea que nadie podía cruzar. Los músculos de Mark se tensaron, listos para atacar, y dio un golpe de revés con su brazo izquierdo, como si fuera un palo de golf, que impactó en el pecho y los hombros de Hoffman. A pesar de su porte militar, Hoffman no era contrincante para la fuerza de Mark. El golpe elevó al hombre por los aires hacia un lado, y cayó sobre una mesa que se hundió bajo su peso. Hoffman se desplomó sobre el suelo, donde los cristales le alcanzaron el rostro, y empezó a sangrar.
—Mierda —masculló Mark entre dientes.
El anciano trató de ponerse en pie, pero no pudo recuperar el equilibrio. Mark se arrodilló y le tendió la mano para ayudarle, pero Hoffman se la apartó. Mark vio la rabia y la humillación reflejadas en su rostro.
La multitud les rodeó por todos lados murmurando amenazadoramente. La sensación de claustrofobia de Mark aumentó, y de pronto el establecimiento le pareció muy pequeño. Necesitaba salir de ahí. Necesitaba salir a respirar al aire libre. Sintió unos brazos que trataban de agarrarlo, de derribarlo al suelo como si fuera un prisionero, pero logró abrirse paso a empujones entre la gente y echó a correr hacia su furgoneta.