Gary Jensen vivía en lo alto de una colina, en un cruce donde se juntaban cinco calles al final de la zona edificada de la ciudad. Frente a su casa, que hacía esquina, la tierra daba paso a campos de hierba y tierras de cultivo. Al caer la noche, Amy aparcó junto al camino de entrada de Gary, al abrigo de los gigantescos robles y los dulces arces que llenaban la propiedad. Apagó el motor. La radio, en la que sonaba una canción triste de Adele titulada «Hometown Glory», se quedó en silencio en las notas finales.
Permaneció sentada y le envió un mensaje a Katie. «Ya he llegado».
Luego salió del coche. Las luces estaban encendidas en los dos pisos de la casa de ladrillo, pero habían corrido las cortinas. Las ramas de los árboles colgaban tan cerca de las ventanas que rozaban casi todos los cristales. Amy avanzó por la cuneta de hierba hacia la parte frontal de la casa, y una farola dibujó su sombra sobre la carretera que bajaba por la colina detrás de ella y llevaba a la alejada playa. Delante de ella, a poco más de medio kilómetro, oía el rugido del motor de los vehículos que circulaban por la carretera 57, que aceleraban para alejarse o entrar en el centro de Green Bay. Distinguió una pequeña parcela arbolada en diagonal con la casa, que señalaba el límite del parque de Wequiock Falls. Amy había ido allí de excursión para ver el salto de agua cada temporada, sin saber que Gary vivía a tiro de piedra de la pista.
Se oyó la melodía de una canción en su móvil. Katie le había contestado el mensaje. «No cometas ninguna estupidez». Amy se preguntó si ya la había cometido al estar ahí. Avanzó entre el laberinto de gruesos troncos hacia la puerta delantera. Cuando llamó al timbre, Gary abrió enseguida. La estaba esperando.
—Amy —la saludó con una sonrisa—. Entra.
La casa olía a cerrado, a polvo y a antiguo, como las viviendas de los ancianos. Como olía siempre la casa de la abuela de Amy. El papel de las paredes era estampado, y en algunas partes se había despegado. La alfombra era densa, de felpa marrón chocolate. Gary la acompañó a la sala de estar, donde la luz de techo procedente de un viejo aplique de latón iluminaba tenuemente la estancia. Vio un piano arrimado contra una de las paredes, un sofá con estampado de cachemir y un sillón con patas. La habitación daba a la calle, pero las pesadas cortinas estaban bien corridas.
—Da escalofríos, ¿verdad? —dijo Gary—. Creo que la familia Addams vivía aquí.
Amy se encogió de hombros.
—Sólo es anticuada.
—La dueña era una mujer de ochenta años. Vivía sola; probablemente era una de esas vírgenes de toda la vida que tienen dieciocho gatos. La cantidad de polvo que había era increíble. Nos salió bien de precio porque la familia estaba ansiosa por desprenderse de ella tras la muerte de la anciana. Mi mujer pensó que podíamos deshacernos de todo, pero nunca tuvimos ocasión de hacerlo.
—Lo siento.
—Alguna vez he pensado en quemarla entera —comentó Gary— y empezar de nuevo.
La miró como si esperara una reacción. Ella le dirigió una sonrisa incómoda.
—Me imagino que a la compañía de seguros no le gustaría mucho.
—Supongo que no. —Señaló el sofá con un gesto—. Siéntate, ponte cómoda. Me alegro mucho de que hayas venido.
Amy se sentó en el borde del sofá, con las manos en el regazo. Pensó que parecía una mujer tomando el té de las cinco, con el palo de una escoba metido por la espalda. «Relájate», se dijo.
Gary se sentó en el sillón y cruzó las piernas. Llevaba una camisa color burdeos, pantalones negros y zapatos de vestir. La piel de su cabeza casi calva estaba bronceada. Amy distinguió un brillo plateado en su mano izquierda, donde aún llevaba la alianza. Él no apartó los ojos de ella en ningún momento. Ella cruzó los brazos sobre los pechos al darse cuenta de que su mirada bajaba hacia éstos, pero no sirvió de nada; era como si estuviera en cueros.
—Lo hiciste muy bien en Naples —comentó Gary—. Introduces verdaderos ejercicios atléticos en tus números. Es un placer verte actuar. Es decir, seamos honestos, el baile tiene una cualidad sensual, y las mejores bailarinas saben cómo explotarla.
—La verdad es que no he pensado en ello —replicó Amy.
—No, claro que no, es algo que sale de manera natural. Lo noto en la gracia con la que mueves el cuerpo.
Amy jugó con sus rizos, incómoda.
—Gracias.
Gary volvió a ponerse en pie.
—Estaba a punto de abrir una botella de vino. ¿Quieres una copa? Será nuestro secreto.
—Mm, claro; supongo. Pero no mucho; tengo que conducir.
—Enseguida vuelvo —dijo él—. La tele está dentro de ese armario grande. He puesto el DVD con las actuaciones del equipo en el reproductor. Míralo.
—Sí, vale.
Gary salió de la sala y Amy oyó sus pasos sobre el suelo de madera del recibidor. Se apresuró hacia la puerta y oyó a Gary en la cocina, en el otro extremo del pasillo, tras una puerta batiente. A su izquierda nacía una escalera de caracol con un pasamanos de hierro forjado que llevaba al piso superior. En el recibidor había un secreter de cortinilla con sobres que salían de los huecos, y tiró de varios para ver qué eran. En su mayor parte se trataba de facturas y extractos del banco. Buscaba algo, cualquier cosa que relacionara a Gary con Glory Fischer, pero no sabía dónde mirar. Sacó con rapidez la factura de Verizon del sobre abierto, pero antes de que pudiera revisar los números de teléfono oyó el tintineo del cristal en la cocina. Volvió a meter la factura y el sobre en el hueco y corrió de vuelta a la sala. Su respiración era entrecortada y sabía que se había ruborizado.
Gary entró en la estancia con una copa de vino en cada mano.
—¿No has encendido el televisor? —preguntó.
—No he encontrado el mando —explicó Amy.
—Está justo encima del armario —replicó él con una sonrisa.
—Ups. Es verdad.
—¿Estás bien? —preguntó él al advertir su nerviosismo.
—Sí, estoy bien.
Gary abrió las puertas de nogal del armario y dejó a la vista el televisor de pantalla plana que había en el interior. Le dio al botón de encendido y pulsó el play del reproductor de DVD. Amy vio el escenario del hotel de Naples y oyó el parloteo de la multitud en las gradas. En la pantalla, las chicas de su equipo de Green Bay entrenaban antes de su primera actuación. Se vio a sí misma realizando estiramientos sobre la colchoneta, con las piernas separadas. La cámara de Gary parecía centrarse en su cuerpo.
Éste le tendió una de las copas de vino.
—Aquí vamos.
—Gracias.
Gary brindó, haciendo tintinear el cristal.
—Por ti, Amy.
Ella bebió un sorbo; el vino estaba frío y seco.
—Está bueno.
—Me alegro de que te guste.
—Qué semana pasamos en Florida… —comentó Amy.
—Me encanta Naples. Algún día tengo que conseguirme un piso allí.
—Sí, eso sería fantástico. —Dio otro trago nervioso al vino—. ¿Te has enterado de lo que pasó el sábado por la noche? Mataron a una chica de Wisconsin. Da bastante miedo.
Gary se sentó de nuevo en el sillón e hizo girar el vino en su copa.
—Sí, lo he oído. Es terrible.
—Era de Door County. Eso no está muy lejos.
—No.
—Su foto salió en el periódico, y creo que la vi en el hotel.
—¿De verdad? ¿La viste?
—Sí. ¿Y tú? ¿La recuerdas?
Gary negó con la cabeza.
—No.
—Supongo que cuando estás rodeado de doscientas adolescentes todas acaban pareciéndose.
—Si fuera una de las chicas de los otros equipos, estoy seguro de que la recordaría.
—Sí, es probable. Da que pensar, ¿no? Por lo que parece, la mataron en la playa el sábado por la noche. Yo estaba demasiado nerviosa para dormir, así que me quedé estirada en la cama. Si hubiera mirado por la ventana… ¡uf! A lo mejor habría visto algo.
—Bueno, no creo que debas culparte, Amy —le aconsejó Gary.
—Oh, sí, ya lo sé —dijo ella, y añadió—: Siempre me cuesta conciliar el sueño después de una competición. ¿A ti también te pasa?
—Yo soy igual que tú. No paro de dar vueltas en la cama.
—Sí, mi habitación estaba junto a la tuya. Me pareció oírte llegar, así que imaginé que tampoco podías dormir.
Gary esbozó una sonrisilla extraña.
—Debiste de oír otra cosa. Yo estuve toda la noche en mi habitación.
—¿En serio? Estaba segura de haber oído como se abría y se cerraba tu puerta.
—En algún momento fui a buscar hielo; se me había olvidado. Seguramente eso fue lo que oíste.
—Claro.
Gary le aguantó la mirada sin pestañear. Su voz era tranquila, no había elevado el tono ni hablaba más rápido. No mostraba ninguna señal externa de culpa o sospecha. Aun así, Amy estaba convencida de que no le contaba la verdad. La explicación se le había ocurrido demasiado rápida y fácilmente. Era casi como si hubiera previsto sus preguntas y hubiera practicado las respuestas correctas para eludir sus preocupaciones.
A medida que daba sorbos al vino, se dio cuenta de que le estaba entrando dolor de cabeza. No acostumbraba a beber, así que dejó la copa para no empeorarlo.
—El hotel era bonito —continuó.
—Precioso. Muy elegante.
—Me pasé tanto tiempo en la piscina que pensaba que me iban a salir branquias —comentó ella con una risita. Era una broma lamentable. ¿Por qué había dicho eso?
—Sí, recuerdo que te vi. Te quedaba muy bien el bañador.
Le sonrió con los ojos brillantes.
—Era mi biquini de poder —dijo ella mientras se reía en un tono demasiado alto—. ¿Es posible que te viera hablando con una chica junto a la piscina el sábado por la noche?
—No lo recuerdo.
—No era de Green Bay, por eso me fijé.
—Si tú lo dices, Amy —replicó él sin dejar de sonreír.
—Llevabas tu camiseta blanca de Phoenix.
—Bueno, allí hay muchos hombres que llevan camiseta blanca.
—Sí, supongo.
El teléfono de Gary empezó a sonar, y él miró el identificador de llamadas.
—Lo siento, tengo que contestar. Tardaré un par de minutos, ¿te importa? Ponte cómoda.
Amy le hizo un gesto con la mano.
—Sin problema. Es una casa antigua increíble. ¿Te importa si echo un vistazo?
—A tu aire —dijo él—. Pero no mires la ropa sucia que hay tirada en el suelo.
Contestó el teléfono mientras salía de la sala. Igual que había hecho antes, se fue por el recibidor y se dirigió a la cocina. Amy le siguió. Estaba enfadada consigo misma por haber bebido; notaba que el vino le había subido a la cabeza. La habitación le daba vueltas, y se sacudió para poder concentrarse. Oía la voz de Gary al otro lado de la puerta batiente.
Se agarró a la barandilla y empezó a subir las curvadas escaleras. Por dos veces puso el pie en el sitio equivocado y tuvo que sujetarse para no perder el equilibrio y caer. Al llegar al descansillo, se tambaleó y se mordió los labios mientras examinaba las habitaciones del piso superior. A su izquierda, a través de una puerta abierta, vio el gran dormitorio principal. La decoración era lúgubre y deprimente, como en el resto de la casa, empapelada de un color rojo oscuro y con pesadas cortinas que impedían el paso de la luz. Una lámpara Tiffany difundía un resplandor amarillo por la habitación desde la mesita de noche.
Como Gary había dicho, la habitación estaba hecha un desastre. Había ropa apilada en un montón junto al armario. El equipaje no estaba deshecho, y la maleta permanecía abierta y apoyada en la pared. Se inclinó sobre ella y se puso de rodillas; el dolor de cabeza empeoraba, y al frotarse la frente advirtió que estaba sudando. Hurgó entre los artículos metidos en la maleta, apartando algunas prendas de ropa sucias. Vio una libreta amarilla con anotaciones sobre el torneo de baile. Dos libros de tapa dura sobre deporte. Una cámara. Unos prismáticos.
Al levantar unos shorts de safari, se fijó en un trozo de encaje rosa que asomaba de un bolsillo lateral. Con la punta de un solo dedo extrajo lo que había en el interior, y descubrió que era un tanga. Transparente y provocativo. Mientras lo balanceaba en el dedo, también vio la camiseta blanca que Gary llevaba el sábado por la noche junto a la piscina. La cogió y se la acercó a la nariz: olía a crema protectora y sudor, pero además percibió un intenso aroma salobre a agua de mar.
—¿Amy?
Era Gary que la llamaba desde abajo.
—Enseguida voy.
Se quedó paralizada con las prendas en la mano, preguntándose si debía sustraerlas para la policía. Antes o después, él lavaría la camiseta. ¿Las bragas? Las encontraría y las tiraría. Amy sujetó las prendas mientras decidía qué hacer, pero los engranajes de su cerebro no funcionaban bien. Volvía a sentir que la habitación daba vueltas, y se mareó al ponerse en pie.
—¿Estás bien, Amy?
—Oh, sí —gritó ella—. Tengo que ir al baño.
Regresó al pasillo y vio una puerta abierta al otro lado del pasillo que daba al lavabo; entró y cerró a su espalda. Casi se cayó encima de la puerta al hacerlo, y al intentar correr el pestillo, los dedos le resbalaron. Hizo una mueca mientras sentía un dolor punzante en la cabeza. Vio un armario para la ropa blanca que iba de pared a pared y, sin pensárselo, abrió la puerta y escondió la camiseta y el tanga debajo de una pila de toallas limpias.
Luego se metió la mano en el bolsillo para coger el móvil.
Hilary estaba sentada a la mesa de la cocina de la casa de Terri Duecker en Fish Creek, frente a una taza de té de zarzamora que desprendía una nube de vapor. Conocía bien la casa de alquiler. Era su residencia entre semana durante el invierno, cuando los ferrys dejaban de circular a una hora demasiado temprana para que pudieran volver a casa. En ese momento transmitía una sensación de vacío y tranquilidad excesiva, y era muy consciente de su soledad. Hilary sabía que había cometido un error. Un error inmaduro e impulsivo.
Después de encontrarse con Peter Hoffman se había dirigido al ferry, pero había contemplado cómo se marchaba en lugar de subir el coche a la cubierta. Quince minutos después, había llamado y mentido a Mark, diciéndole que lo había perdido. Cab Bolton estaba en lo cierto: ella nunca perdía un ferry. Si algo la definía, era que era organizada y eficiente con su horario.
Terri le había dedicado una mirada de extrañeza al verla regresar a Fish Creek, pero no había hecho preguntas. Cuando Hilary le pidió si podía quedarse en la casa esa noche, se limitó a contestar: «Claro». Con una expresión de preocupación, también le había preguntado a Hilary si necesitaba algo, y ella había vuelto a mentir al contestar que no. La verdad era que necesitaba recuperar la fe. Necesitaba a Mark. Necesitaba saber la verdad.
Él la había llamado dos veces, y en ambas ocasiones ella había ignorado la llamada. No quería hablar con él hasta que no supiera lo que iba a decirle. Ahora, en el silencioso apartamento, con el aroma a té flotando en la cocina, se dio cuenta de que estaba eludiendo el camino difícil y escondiendo la cabeza ante lo que debía hacer. También estaba cometiendo un error que hacía mucho tiempo se había jurado no cometer: juzgar a Mark basándose en el testimonio de otra persona, en lugar de confiar en su instinto.
Cogió el móvil, que descansaba junto a la taza frente a ella, y pulsó el número de marcación rápida de su casa.
—Hola, te he llamado antes —dijo Mark.
—Ya, lo siento. Estaba recogiendo la cena en un restaurante, y luego me he puesto a hablar con Terri. No podía cogerlo.
—Ningún problema. Te echo de menos.
—Yo también.
—¿Va todo bien? Te noto rara.
—No, estoy bien —murmuró ella, pero no lo estaba, y no quería que él pensara que sí—. La verdad, cariño, es que ha sido una tarde dura.
—¿Y eso?
Hilary se armó de valor. «Dilo». Así era como se suponía que funcionaban las cosas entre ellos: sin secretos.
—Por lo visto Cab Bolton tiene un testigo. Alguien te vio en la playa con Glory.
—Hijo de puta —maldijo Mark—. Me lo temía.
—Hay más.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, el testigo os vio besándoos.
Mark se quedó callado; Hilary podía oír su respiración.
—Por eso no has venido a casa —dijo él al fin—. Crees que es cierto.
—No se qué creer.
—¿Quieres que lo niegue? Muy bien, lo negaré. No ocurrió; no la toqué. Pero si no estás segura, no sé de qué servirá. ¿Cómo te lo voy a demostrar?
—No tienes que demostrarme nada.
—Por lo visto, sí. —La voz de Mark era fría y traslucía su decepción.
—Me he equivocado al dudar de ti. Me he equivocado al no regresar a casa. Sólo me ha cogido por sorpresa, de repente. Necesitaba poner mi cabeza en orden.
Él tardó en responder. Al hacerlo, el tono de enfado había desaparecido.
—Hil, lo siento. Has permanecido a mi lado durante todo este año, cuando la mayoría de las mujeres me habría puesto la maleta en la calle. No has vacilado ni un momento. Así que no puedo culparte por preguntarte si te he engañado cuando te enteras de una historia así. Todo lo que puedo decirte es que no me importa quién sea el testigo: él o ella se equivoca. Yo no besé a Glory. En absoluto. Te dije que me rodeó el cuello con los brazos y me arañó porque iba borracha; a lo mejor eso es lo que vio esa persona y lo malinterpretó.
—Probablemente sea así.
—Me desquicia que nos ocurra esto, porque lo único que puedo hacer siempre es pedirte que confíes en mí.
—Confío en ti.
—Te siento muy lejos —dijo él.
—Lo sé. Lo siento. —Hilary oyó el bip de su teléfono, que le indicaba que entraba otra llamada—. ¿Puedes esperar? Me está llamando alguien. No cuelgues; quiero seguir hablando.
—Aquí estaré.
Hilary pulsó la tecla iluminada de su teléfono y contestó.
—¿Sí?
Escuchó una voz juvenil que hacía años que no oía.
—¿Hilary? Gracias a Dios. Soy Amy, Amy Leigh.
Amy hablaba en susurros al teléfono, en el baño del piso superior de casa de Gary. ¿Qué estaba haciendo? Tenía la voz pastosa, y temió que Hilary pensara que había bebido y le estaba gastando una bromita. Unos cuantos tragos de vino y ya estaba borracha. Trató de concentrarse en las palabras, pero se dio cuenta de que su cerebro y su boca no terminaban de conectar.
—Estaba en el… Quiero decir que estaba… en Florida. La semana pasada.
—Sí, ya lo sé, Amy, yo también estuve allí. Lo hiciste muy bien. Felicidades.
Amy intentó pensar. ¿Qué debía decir?
—Sé lo que os está pasando. Lo disculpo mucho. Siento. Quiero decir que lo siento.
—Amy, ¿estás bien?
—No lo sé.
—¿Has bebido?
—Supongo. Eso… eso debe de ser. Mi entrenador.
—¿Qué?
—Mi entrenador. Mi entrenador. ¿Le conoces?
—He oído hablar de él —contestó Hilary—. ¿Cómo se llama? ¿Johnson?
—Jensen. Gary Jensen. Sí. Gary.
—¿Qué pasa con él?
Amy volvió a oír la voz de Gary; estaba al pie de la escalera. De pronto sonaba alta y suspicaz.
—¿Amy? —la llamó de nuevo—. Amy, ¿estás ahí arriba? ¿Qué haces?
Le oyó subir los escalones. Acercándose a ella.
—Florida —dijo al teléfono.
—Amy, lo que dices no tiene ningún sentido.
Amy se golpeó la cabeza con los nudillos. No le salían las palabras; tenía ganas de vomitar y notaba la lengua hinchada.
—Gary —murmuró. Y añadió—: Glory.
—¿Qué? —El tono de Hilary era apremiante—. Amy, ¿has dicho Glory? ¿Estás hablando de Glory Fischer? ¿Qué pasa con ella?
Amy no sentía tacto en los dedos. El móvil le resbaló de la mano y cayó sobre el suelo embaldosado. La cubierta de plástico se abrió y la batería salió disparada. Estaba muerto. Oyó a Gary llamando a la puerta; se hallaba a centímetros de ella.
—¿Amy? —la llamó.
Ella retrocedió y el pomo giró. Gary estaba a punto de entrar. Amy se agarró a la cortina de la ducha, cuyas anillas se desprendieron de la barra una tras otra, y acabó en el suelo. La puerta se abrió y él se quedó ahí de pie, contemplándola desde el umbral. Su cara no reflejaba ninguna emoción o sorpresa. Así que lo sabía; estaba esperando que ocurriera. Amy tenía que correr. Ponerse en pie, pasar por su lado. Excepto por el hecho de que no había ningún lugar al que ir.
Amy dio dos pasos vacilantes y las rodillas le fallaron. Perdió el conocimiento mientras su cara golpeaba el suelo.