28

La calle que salía del centro de Fish Creek terminaba más allá del White Gull Inn, en una playa desde la que se divisaban las aguas de Green Bay. Cab se compró un bocadillo de pan de focaccia con brie y col, y encontró un banco donde sentarse a contemplar la puesta de sol. Por fin se había comprado un abrigo de lana gris que debía llegarle a los tobillos, pero sólo le caía hasta las rodillas. Por primera vez desde su llegada, no tenía frío.

La playa no se parecía a ninguna de las que conocía en Florida o España, donde los dioses del sol se tumban en la toalla junto a un agua clara y tranquila. En lugar de una extensión llana de arena, el viento creaba dunas con picos y valles. La marea había traído consigo residuos que cubrían la orilla. El agua parecía inmersa en una lucha consigo misma y las olas rompían con violentas salpicaduras. El sol poniente se veía imponente desde donde él estaba, y cuando finalmente desapareció apenas quedó una larga franja de melancólico gris.

Notó la vibración del móvil que indicaba la recepción de un mensaje. Al abrirlo, vio que su madre le había escrito desde Londres, donde era medianoche pasada. Su humor sombrío se animó al pensar en ella.

Hola, cariño. Estoy en un taxi y he pensado en ti, ja, ja[5]. ¿Cuándo te veré? Hace demasiado. Te quiero, T. P. D.: Bonito sitio ese donde estás. ¿Vive alguien ahí?

Tarla tenía un sexto sentido para leerle la mente. A Cab le desorientaba pensar en sí mismo en un rincón del planeta, en aquel lugar solitario, e imaginarse a su madre al otro lado del océano, en medio de las luces urbanas y el ruido de Londres. Ella tenía razón; Cab se sentía como si allí no viviera absolutamente nadie. La soledad era apabullante, tal vez porque aquella tierra baldía reflejaba sus sentimientos. Siempre había asumido que lo que deseaba era un aislamiento como aquél, pero empezaba a darse cuenta de que no era saludable; se propagaba como un virus. Echaba de menos a su madre en Londres. Echaba de menos a Lala en Florida. No le gustaban tanto las islas como había creído.

—Hola, detective.

Cab miró sorprendido por encima del hombro y vio a alguien que vivía ahí. Alguien que aseguraba disfrutar de la soledad de la que él deseaba escapar.

—Señora Bradley —dijo, y miró su reloj—. ¿No debería estar ya en casa?

—He perdido el último ferry —le explicó—. Una amiga mía tiene una casa de alquiler cerca de aquí y me deja que me quede en ella.

—¿Cómo me ha encontrado?

—Le he visto pasar por el pueblo con el coche. Resulta difícil no reparar en su Corvette; todo el mundo sabe ya quién es usted.

—Eso parece.

—Bienvenido a la vida en un pueblo pequeño.

—Me he enterado de lo de su accidente en la isla —dijo Cab.

—No fue un accidente.

—Ya. Me alegra ver que se encuentra bien.

—Tengo un dolor de mil demonios. Mañana me quedaré en la cama.

—Me alegro por usted. ¿Tiene hambre? ¿Le gustaría la mitad de un bocadillo vegetariano?

—¿Tengo aspecto de que me guste la comida de chicas? —preguntó Hilary—. Debería volver cuando el Stillwater abra para la temporada alta y pedirse la mejor chesseburger del mundo.

—Le tomo la palabra.

Hilary se sentó junto a él en el respaldo del banco. Contempló el horizonte, donde el cielo azul se hundía en la noche, se sacó las gafas y se apartó un mechón de pelo rubio de los ojos, un sencillo gesto que a Cab le pareció extrañamente erótico. Era consciente de que esa mujer le resultaba atractiva, y eso le incomodaba. Sabía lo que veía Mark Bradley en ella. Fuerza. Determinación. Profundidad.

Aun así, su cara reflejaba preocupación. Algo la inquietaba.

—¿Está bien? —le preguntó él.

Ella le dedicó una mirada de «¿y a usted qué le importa?».

—Estoy bien —respondió—. ¿Por qué lo pregunta?

—Doy por hecho que soy la última persona sobre la faz de la tierra con la que querría hablar —dijo él.

—Si vives aquí, a veces te das cuenta de que tienes ganas de hablar con alguien, no importa con quién.

—Es muy buena con los halagos.

Ella reparó en lo que acababa de decir.

—Lo siento.

—No se preocupe.

Hilary parecía estar buscando algún tema inocuo de conversación, y Cab sospechaba que era porque no quería decirle lo que en realidad estaba pensando.

—¿Qué se pone en el pelo? —preguntó ella al final.

A él le hizo gracia.

—Es un gel moldeador. Mi madre me lo manda desde Londres.

—Me gusta.

—Gracias.

—No es usted el típico poli, ¿verdad?

—No exactamente —convino Cab.

—Hablando de su madre —dijo Hilary—, al principio no caí en quién era; me llevó un tiempo reconocer el nombre. Creo que no he visto ninguna de sus películas. Me van más las pelis de chicas.

Cab arqueó una ceja.

—¿A usted?

—¿A mí? No —respondió Hilary con una sonrisa—. Ya le he dicho que no soy muy femenina.

Cab casi quería creer que estaba tonteando con él.

—Es una vida artificial, ¿no? —preguntó ella—. Me refiero a Hollywood.

—Mucho.

—¿Por eso no se metió en ello?

—Sí.

—No le gusta hablar de usted mismo, ¿verdad?

—No.

Ella asintió.

—A mí tampoco. Lamento el comentario que hice en la isla, sobre que una mujer le había engañado. No es asunto mío.

Cab se preguntó si esperaba que él se abriera y admitiera la verdad. «Estaba en lo cierto —le diría—. Deje que le hable de Vivian Frost». En lugar de eso, permaneció en silencio. Volvió a sentirlo de nuevo, aquel viejo instinto de apartarse de las mujeres. Se preguntó, como había hecho con Lala, si valía la pena intentar superarlo. Si las circunstancias fueran distintas, Hilary Bradley era el tipo de mujer al que le habría gustado conocer. Pero las circunstancias no eran distintas. Ni para ella ni para él.

—¿Le importa si hago una observación de poli? —preguntó.

—Adelante.

—No me parece una mujer que ha perdido el ferry.

Ella pareció incomodarse.

—Pasa continuamente.

—Si usted lo dice.

Cab le concedió un minuto de silencio. Sabía que ella sentía la tentación de levantarse e irse. Fuera lo que fuese lo que le preocupaba, la hacía sentir vulnerable, y no había duda de que se trataba de una mujer a la que le desagradaba esa sensación.

—No he perdido el ferry —admitió—. Decidí no ir a casa esta noche.

—Ya veo.

Su expresión de angustia sólo contribuía a que estuviera más guapa. Le desagradaban las mujeres que esperaban que cuidaras de ellas, y Hilary Bradley no era así en absoluto. Parecía incapaz de hablar y admitir qué tenía en la cabeza.

—Sea sincero conmigo —le pidió—. ¿De verdad tiene un testigo que vio a Mark besando a Glory Fischer en la playa?

Cab lo entendió. Los fundamentos sobre los que ella había construido toda su vida de pronto le parecían muy frágiles. En una situación normal no habría revelado nada acerca de las pruebas del caso, pero fue incapaz de no decir nada. Eligió cuidadosamente sus palabras.

—No he hablado con el testigo en persona —reveló—, lo haré mañana. No puedo contarle con exactitud qué vio o dejó de ver.

—En la playa estaba oscuro. Podría ser un caso de identificación errónea.

—No puedo decir ni que sí ni que no.

—Las cosas no siempre son lo que parecen —insistió ella con convicción, y él pensó que hablaba tanto para ella como para él.

—Ya lo sé. Si le sirve de algo, señora Bradley, espero que su marido sea inocente. Me gustaría pensar que aún quedan relaciones sólidas en este mundo.

—Pensaba que usted sólo creía en la traición, detective. —Su voz volvía a ser fría.

—Así es, pero me encantaría equivocarme, entonces y ahora.

Hilary se levantó del banco e irguió los hombros.

—Ahora se equivoca.

—Quizá.

—Esto es lo que yo pienso —dijo Hilary—: su testigo no vio lo que cree que vio. O bien no era Mark o bien malinterpretó lo que estaba ocurriendo entre ellos.

—Discúlpeme, señora Bradley, pero si de verdad piensa eso, ¿por qué ha perdido el ferry?

—Váyase a la mierda —le espetó ella, sorprendiéndole con su mala leche. Giró sobre sus talones y luego se detuvo en medio del claro—. Lo siento. Mark no mataría nunca a nadie, no es esa clase de hombre.

—Tal vez no lo sea, pero eso no significa nada.

—¿Mataría usted a una chica inocente? —le preguntó ella—. ¿Sería capaz de hacer algo así?

«Ya lo he hecho», pensó él.

—¿Una chica inocente? Por supuesto que no.

—Entonces ¿por qué cree que Mark sí?

Hilary no esperó respuesta, y Cab no iba a darle una. Ella se dirigió a su coche y se alejó hacia el centro de Fish Creek con un rugido rabioso del motor. Él volvió a quedarse solo con la noche invasora y las aguas bravas de Green Bay bajo él. No le gustaba, no importaba lo bonito que fuera. Le hacía sentirse muerto. Coge-un-Cab Bolton estaba preparado para irse a cualquier lugar que no fuera aquél.