Peter Hoffman aparcó al final de Juice Mill Lane, donde una verja de metal oxidado cortaba el paso del viejo camino que llevaba hacia el bosque. Se hallaba en los límites del parque de Newport State, que se extendía por el extremo oriental de NorDoor y se adentraba en el lago Michigan como el perfil de la barbilla de un monstruo. Aún era el propietario de varios acres de tierra allí, que habían pasado de sus abuelos a sus padres a lo largo de medio siglo. Ahora apenas las visitaba. Hacerlo le traía demasiados recuerdos de épocas y personas que ya habían muerto.
Estaba borracho. Sabía que no debería estar bebiendo, pero no había nadie cerca que se lo impidiera, y la tierra baldía se encontraba a sólo unos kilómetros al sur de Timberline Road desde su propia casa en la costa norte. Salió del coche y no vio nada a su alrededor aparte de los campos invernales y el bosque enmarañado que se extendía detrás de la carretera vallada. El sol casi se había puesto. El mundo oscurecía minuto a minuto.
Hoffman se llevó consigo la botella medio vacía. Pasó junto a la verja con la señal de «Prohibido pasar» y bajó renqueando por el viejo camino de leñadores. Una cresta de hierba aletargada dibujaba una línea entre los surcos de los neumáticos, pero hacía años que ningún vehículo pasaba por allí. Había carteles de «Propiedad privada» colgados en los troncos de los árboles cada veinte metros. Él mismo los había clavado. No quería que los paseantes del parque acabaran en sus terrenos y se volvieran curiosos.
Al llegar al camino que llevaba a la cabaña de caza de su abuelo, trató de recordar la última vez que había estado allí. Hacía por lo menos tres años. El cobertizo estaba escondido detrás de un ejército de frondosos árboles con los troncos cubiertos de musgo. Había pasado incontables noches y amaneceres allí dentro, antes de que las paredes se pudrieran y el techo se derrumbara durante una nevada invernal. Allí había tomado su primera cerveza. Había escuchado a su abuelo despotricar contra Kennedy. Había olido la sangre de los animales que mataban. Había brindado con Felix en memoria de los amigos muertos, desde que ambos volvieran de la guerra.
En una ocasión había traído a Harris y a los chicos para pasar una noche de hombres en los bosques. Hacía más de una década de eso. Recordaba lo contento que estaba entonces con su vida, rodeado por la familia, con una mujer en casa a la que quería, en un hermoso lugar del mundo donde tenía una historia y amigos.
Ahora todo había desaparecido.
Contempló las ruinas de la cabaña frente a él y pensó que eran como las ruinas de su propia vida. La naturaleza se adueñaba de ella año tras año. Hacía mucho tiempo que los vándalos habían roto las ventanas. Las vigas de madera estaban combadas e hinchadas, y la estructura, que su padre había construido con sus propias manos, se derrumbaría por completo en un año o dos. No tenía planeado estar presente para ver su desaparición final. Ya era un lugar embrujado, y él estaba preparado para convertirse en uno de sus fantasmas.
Hoffman desenroscó el tapón de la botella y le dio un trago, sin prestar atención al ardor en su garganta. Le costaba mantenerse en pie. El gélido viento soplaba a su alrededor y le calaba los huesos mientras la oscuridad aumentaba, convirtiendo el bosque en un nido de sombras y escondites. Aspiró el olor de la madera putrefacta. Mientras estaba allí, en el claro, los recuerdos irrumpieron en su mente. Los había buenos, y los había terribles.
Habría sido fácil matarse allí mismo. La muerte no tenía ningún misterio para él ni le asustaba. Había considerado la posibilidad de llevar una escopeta al húmedo sótano y usar los dedos de los pies para alcanzar el gatillo. En algún momento, alguien habría tropezado con la trampilla de la escalera y lo habría encontrado. En algún momento, habrían sabido qué había ocurrido.
Así era como actuaría un cobarde. Pero Hoffman nunca había sido un cobarde. Tenía una deuda con Delia Fischer y Glory, y no podía desentenderse de ella. Había llegado el momento de enfrentarse a la verdad.
La botella le resbaló entre los dedos entumecidos y aterrizó en el suelo blando sin romperse, pero no la recogió. El líquido ambarino corrió como un río hacia la trampilla del refugio para las tormentas. Dio media vuelta, dejando la cabaña y sus recuerdos atrás. Sus botas imprimían huellas en la nieve. Se sentía en paz por primera vez en mucho tiempo y pensó que esa noche podría dormir, que era algo que por lo general no conseguía hacer.
Regresó por el camino con surcos hasta que vio la valla de metal en el camino sin salida, a unos cincuenta metros. El último rayo de luz diurna iluminaba el hueco entre los árboles, en contraste con el sombrío interior del bosque. La luz del sol se reflejaba en algo. Un espejo. Un cristal. Unos prismáticos.
Hoffman oyó el motor de un coche. No pudo verlo, pero lo oyó. El ruido era fuerte, pero se desvaneció a medida que se alejaba por Juice Mill Lane con un rugido sobre la grava. Al llegar a la verja, donde estaba aparcado su propio vehículo, no vio nada más que una estela de polvo elevándose del camino de tierra. El coche había llegado y se había ido mientras él permanecía en el bosque.
Alguien le había observado. Le habían seguido.
No importaba. No le importaban las consecuencias para él mismo ni para nadie más. Sabía lo que tenía que hacer.
Había ocurrido cuando Delia tenía dieciséis años, la misma edad que Glory.
El chico se llamaba Palmer Ford, la clase de nombre que unos padres pondrían a un hijo cuando el dinero era un derecho adquirido de nacimiento, cuando todas las escuelas a las que acudiría ese hijo serían privadas y elitistas. Era originario de Kenilworth, uno de esos enclaves ricos de Chicago, con fincas deslumbrantes y terrenos junto al lago. Tenía la misma edad que Delia. Ese verano, sus padres alquilaron una casa en Mansion Road, en Fish Creek, durante las dos últimas semanas de julio. Palmer tenía su propio coche, y sus padres le dejaban a su aire mientras se iban a comprar obras de arte y antigüedades.
Él hizo lo que suelen hacer los niños ricos en sitios como Door County: buscó a un joven lugareño para comprarle droga. Delia lo conoció un viernes por la noche en una fiesta en Clark Lane, donde un montón de adolescentes colocados amarraron entre sí las barcas de pesca, se tumbaron de espaldas y contemplaron las estrellas. Delia y Palmer acabaron uno junto al otro, mezclando cerveza y marihuana y con los pies colgados sobre el agua fría. Hablaron. Rieron. Se besaron.
Él era alto y guapo, con el pelo negro ensortijado peinado hacia atrás, una nariz ganchuda y un físico musculoso. Un deportista. Jugaba a fútbol americano en el instituto y los ojeadores de las universidades ya habían anotado su nombre en la lista. Iba bien vestido, con camisas Izod, pantalones caquis y náuticas sin calcetines. Gastaba el dinero a espuertas. Era imposible que no te gustara alguien que siempre pagaba la cuenta de todos. Eso era lo que hacían los j.bis: venían y se iban del pueblo, poniendo la miel en los labios y trabando amistad con chicos que no serían adecuados en su ambiente.
Tras esa primera noche, Palmer y Delia se vieron cada tarde. Jugaron al minigolf. Compraron helados. Se besaron más, y ella le dejó que le metiera la mano bajo la blusa, donde él le frotó los pezones con manos ansiosas. Delia no era virgen. Se había acostado con un par de chicos, uno al año desde los catorce. Más tarde, los abogados habían querido demostrar que pareciera una guarra que se liaba con cualquiera, pero eso no era cierto. La mayoría de sus amigas se pasaban el verano de chico en chico; Delia no.
Palmer era un caballero, o así lo creía ella. No la presionaba y detenía sus avances cuando ella se lo pedía, aunque podía notar su erección a través de los pantalones, como una barra de acero contra el muslo. Suponía que la última noche, la noche antes de que él la dejara para siempre y regresara a Chicago —que era como acababan siempre estas relaciones—, cedería. Se abriría de piernas para darle su premio por todo el dinero que se había gastado en ella. No se hacía ilusiones de que la quisiera o fuera a invitarla a Mansion Road para conocer a sus padres. Era un rollo de verano, como un caramelo: lo desenvolvías, te lo comías y desaparecía. A ella ya le iba bien; no esperaba nada más.
Delia no tuvo ocasión de aguardar a la última noche, ya que Palmer perdió la paciencia con ella. Cuatro noches antes del final de sus vacaciones, aparcó en una carretera secundaria desierta mientras la llevaba a casa, a la una de la madrugada. No se dio por satisfecho con sentir sus pechos; le levantó la camiseta y los dejó al descubierto. Sus dedos se lanzaron sobre la hebilla de los tejanos, y luego sobre la cremallera. Debería haber resultado agradable, pero no lo era, y Delia se dio cuenta de que sentía terror y claustrofobia mientras el peso del cuerpo de atleta de él la mantenía sujeta. Le pidió que parara, pero no le hizo caso.
Veinticinco años después, aún podía cerrar los ojos y sentirlo. La presión sobre su pecho, la dificultad para respirar. Sus manos cerradas con fuerza sobre sus muñecas, hasta el punto de dejarle moretones. La cabeza de Delia colgando hacia un lado, entre el asiento de piel y la puerta de metal del coche, con el pelo sobre la cara. El aliento en su oreja. El dolor, el sudor, la sangre, la saliva y la descarga.
Al día siguiente, entre murmullos, le contó a la policía todos los detalles de la violación y arrestaron a Palmer. Felix Reich, que por entonces era ayudante, no el sheriff titular, les había jurado a su madre y a ella que aquel chico pagaría por lo que había hecho. Era joven; se equivocó: Palmer no pagó, fueron sus padres quienes lo hicieron. Compraron a un abogado. Compraron a los políticos y al fiscal del condado. Delia consiguió aguantar hasta la declaración, cuando una abogada de mediana edad le preguntó en un terrible tono monocorde sobre su historial sexual, su período, su consumo de drogas, sus notas en la escuela, sus preferencias en métodos contraceptivos, su experiencia en el sexo oral y cada cuánto se masturbaba. Al final de esos noventa minutos, Delia se sentía como si la hubieran violado una segunda vez. Mientras salía del despacho de la abogada, tuvo un ataque de pánico y se despertó en el hospital.
Nunca se presentaron cargos contra Palmer Ford, y ella jamás volvió a verlo. Felix Reich fue a su casa y se disculpó personalmente, pero Delia sabía que él no tenía la culpa. No es posible luchar contra un sistema engrasado con dinero y poder. Los niños ricos, los deportistas consentidos, pueden hacer lo que les plazca. Había aprendido una lección que se confirmaría una y otra vez a lo largo de su vida.
La justicia no existía.
Delia pensó en Palmer mientras permanecía de pie en el muelle de cemento que se adentraba en las aguas erizadas del lago Michigan, cerca del parque de Cave Point. El chico se había convertido en abogado y defendía a víctimas de acoso sexual en el trabajo. Tenía gracia. No podía evitar preguntarse qué pensarían sus clientas si supieran la verdad.
De pronto se echó a llorar. No por ella, sino por Glory. Y también por Tresa. Aun después de los años transcurridos, nada había cambiado. Seguía sin haber justicia.
Delia oyó unos pasos detrás de ella, se volvió y vio a Troy Geier. Ni siquiera le había oído llegar en su Pontiac Grand Am de los ochenta, estacionado junto a su coche en el enorme descampado al final de Schauer Road. Estaba demasiado absorta en sus propios pensamientos. Troy se acercó y a ella le incomodó su presencia. Nunca había pensado que el chico tuviera algo en la cabeza; era lento y bobalicón, tal como decía su padre. Ni por un momento había creído que Glory sintiera algo serio por él.
Permanecieron en silencio, de pie junto al lago. El agua estaba casi negra más allá de la tierra. Cerca, en la orilla, Delia distinguió conchas blancas y colonias viscosas de algas verde esmeralda. Las olas chapoteaban entre los neumáticos sujetos al muelle. Sus ojos se fijaron en los amarres en forma de T que moteaban el cemento; parecían pequeñas cruces que le recordaron a un cementerio. Delia se estremeció y perdió la paciencia.
—Bien, Troy, aquí estoy —le espetó—. ¿Qué quieres? ¿Para qué querías que nos viéramos?
Troy echó un vistazo detrás de él con un gesto nervioso, para asegurarse de que estaban solos.
—Sólo he pensado que nadie debería vernos hablando.
—Oh, por el amor de Dios, trabajamos en el mismo maldito bar cada día.
—Lo sé, pero esto es diferente.
—Estoy cansada. Tengo ganas de irme a casa y tomarme algo, ¿de acuerdo? Dime qué es eso tan importante.
Troy movió los pies y se ajustó el pantalón. Delia se sentía culpable por tratarle mal, pero todo el mundo trataba mal a Troy. Era tan blando que daban ganas de gritarle.
—Lo siento, Troy —continuó—. Sólo estoy enfadada con el mundo. También siento todo lo que te dije en Florida; lo que le pasó a Glory no fue culpa tuya.
—No, usted tenía razón —dijo él—. Debería haber estado pendiente de ella, debería haberla protegido.
—Sólo dime lo que tengas que decirme, y así los dos podremos irnos a casa.
—He estado pensando en algunas cosas —murmuró Troy—. No sé, nada está saliendo como debería y no me gusta ese detective. Actúa como si yo lo hubiera hecho, lo cual es una locura.
—Los polis tratan a todo el mundo como si fuera culpable —dijo Delia—. Eso no significa nada.
—Sí, pero ¿cuándo va a arrestar a Mark Bradley? ¿Cuándo va a pagar ese cabrón por lo que hizo?
Delia pensó en Palmer Ford. En Harris Bone. Personas que nunca habían pagado.
—No tengo ni idea, Troy. Las normas no son las mismas para la gente como ellos que para nosotros.
Troy se golpeó la mano con el puño.
—Sí, eso es lo que me temo. Creo que al final se va a ir de rositas.
—Ojalá te equivoques, pero no podemos hacer nada excepto esperar y rezar —le dijo Delia con un suspiro. Se sentía frustrada. Indefensa—. A lo mejor esta vez Dios nos asiste.
—Sí que podemos hacer algo —insistió Troy.
—¿Qué?
—Encargarnos de ello.
Delia apartó la vista del lago y observó al chico, cuya cara redonda reflejaba una violencia pueril que nunca antes le había visto. Se le aceleró el corazón.
—¿Qué quieres decir con eso?
Los ojos de Troy vagaron de nuevo por el aparcamiento vacío.
—Sólo hemos de esperar una noche en que esté solo en la isla. Tengo un amigo que trabaja en el ferry y me avisará cuando la mujer de Bradley se marche. Yo mismo puedo navegar hasta allí y encargarme de ello; sólo necesito una coartada, alguien que declare que yo estaba con él esa noche.
Delia pensó en todas las cosas que debería decirle. «Te has vuelto loco. Esto está mal. No vuelvas a hablar de ello nunca más». Sabía que tenía que cortarlo de raíz antes de que llegara demasiado lejos. Antes de que todo se descontrolase. Debía detener a ese chico antes de que cometiera un terrible error.
Pero la verdad era que no quería detenerle.
—Cuando dices que te encargarás de ello —murmuró Delia—, ¿qué tienes planeado hacer exactamente?
Troy se abrió la chaqueta y se lo mostró.
—Tengo una pistola —dijo.