25

Al final de la jornada escolar, Hilary condujo el Ford Taurus que le había prestado Terri Duecker en dirección norte, por la carretera 42 del condado. Se había tragado los comprimidos de Advil como si fueran caramelos, pero aún le dolía el cuerpo. Lo único que quería era coger el ferry de vuelta a la isla, sumergirse en un baño caliente espumoso y quedarse ahí tres horas.

Al acercarse a la terminal en Northport, recordó que tenía que hacer una cosa más antes de ir a casa. Comprobó la hora y vio que aún le quedaba una oportunidad para cruzar el paso esa noche si perdía el siguiente ferry. Dejó la carretera y dio marcha atrás por el camino de Port des Morts. Al llegar al final, en un claro rodeado por coníferas gigantes, aparcó frente a la casa de Peter Hoffman.

No estaba segura de si querría hablar con ella. Sabía que los rumores sobre Mark y Glory se habían extendido por todo el condado, y Hoffman estaba unido a Delia Fischer. Pero una vez más, si había alguien que tuviera razones para odiar a Harris Bone y desear que lo encontrara, sería el padre y abuelo de las personas a las que Harris había matado.

Bajó del vehículo y avanzó por el camino mullido. Al acercarse a la cabaña con techo a dos aguas de Hoffman, vio a un hombre atareado en el amplio porche delantero. Olió a madera recién cortada, y oyó el ruido de su martillo. El hombre estaba de rodillas, y alzó la mirada cuando ella llegó a los escalones de entrada. Por su aspecto tendría unos setenta años, aunque su pelo era negro azabache y parecía aún más negro en contraste con su pálido rostro lleno de arrugas. Se puso en pie lentamente, apoyándose en una pierna. Llevaba una camisa de franela con las mangas arremangadas y pantalones cargo negros, con años de manchas de pintura sobre la tela. Su mirada era recelosa.

—¿Señor Hoffman? —preguntó ella—. Me llamo…

—Ya sé quién es usted —la interrumpió él—. ¿Qué quiere, señora Bradley?

—Me gustaría hablar con usted.

La cara de Hoffman se tensó en un gesto de desagrado. Tomó aire e irguió la espalda. Era un hombre alto.

—¿Sobre Harris y el incendio?

—Eso es.

—No puedo contarle nada —replicó él.

—Tal vez no, pero le agradecería que me dedicara cinco minutos.

Hoffman gruñó, dejó el martillo en el alféizar de la ventana delantera, cogió una botella de whisky de encima de la caja de herramientas y se acercó lentamente a los escalones de entrada. Hilary se sentó a su lado. Él desenroscó el tapón de la botella y, sin ofrecerle, le dio un trago largo. Por cómo le olía el aliento a whisky, Hilary dedujo que había estado bebiendo antes de que ella llegara.

—No hablo sobre el incendio —la advirtió—. Está perdiendo el tiempo.

—Lo entiendo.

—Me he enterado de lo que les ha ocurrido y lo lamento, pero eso no significa que vaya a ayudarla.

Hilary se apartó la solapa de seda de la blusa lo justo para enseñarle el borde del moretón que decoraba su pecho.

—Esto es del accidente de ayer por la noche. Aquí hay gente que quiere aplicarnos la pena de muerte a mi marido y a mí, señor Hoffman, aunque Mark no es culpable de nada.

—Lo cree en serio, ¿verdad?

—Sí.

Hoffman dio otro trago.

—La confianza es una gilipollez.

—Sé por qué se siente así —dijo Hilary.

—Usted no sabe nada.

Hilary dejó vagar la vista por el enorme terreno arbolado. El jardín circular y la casa en perfecto estado constituían una especie de pequeña zona de orden en la lucha contra el caos.

—Oiga, señor Hoffman, no pretendo desenterrar recuerdos dolorosos para usted; sólo quiero que considere la posibilidad de que mi marido no matara a Glory Fischer. No tiene que creerlo del modo en que lo hago yo; ni siquiera tiene que creer que Harris estaba allí. Pero si estuvo, si Glory le vio, ambos sabemos que él habría tenido todos los motivos para matarla y proteger así su secreto.

Hoffman se apretó con fuerza las rodillas.

—Está haciendo que me enfade, señora Bradley.

—Lo siento, no era mi intención.

—Sé exactamente cuál es su intención. Trata de aprovecharse de la tragedia que destruyó a mi familia para proteger a su marido, quien es muy probable que sea un asesino. No voy a permitírselo.

Hilary se echó hacia atrás.

—No quiero aprovecharme de su dolor.

—No me trate como si fuera idiota. A usted no le importa Harris Bone; no quiere encontrarle. Lo único que quiere es que sea el hombre misterioso, para que el abogado de su marido pueda representar un baile ante el jurado y él se libre. No espere que la ayude. No quiero que me pongan delante la zanahoria de que van a coger a ese tipo. ¿Quiere saber la verdad, señora Bradley? La última persona a la que quiero volver a ver es Harris Bone. Nadie aquí quiere desenterrar lo que ocurrió hace seis años.

—¿Así que él queda libre?

—Yo creo en Dios. Harris Bone nunca será libre, ni en esta vida ni en la otra. No voy a ayudarla a agravar sus crímenes usándolo para que su marido no reciba su merecido por lo que hizo.

—Mark no mató a Glory.

Hoffman se frotó la barbilla con la mano izquierda cerrada en un puño. Todavía llevaba la alianza de casado. Cuando habló, su voz estaba embargada por la emoción.

—Deje que le explique algo —le dijo con voz tranquila—. En esta parte del mundo, los vínculos son muy fuertes; tenemos raíces. No sé si alguien de la ciudad puede entenderlo. Las personas que han crecido aquí se preocupan las unas de las otras, y si no fuera por una buena mujer como Delia Fischer, la única nieta que me queda habría muerto en ese incendio. Para mí, Delia es un ángel. Así que cuando pierde a su niña, me duele tanto como si Glory fuera mi propia hija. Créame, no voy a dejar que Delia sufra en vano. Voy a asegurarme de que se le hace justicia.

—¿Por qué ha decidido tan deprisa que mi marido lo hizo?

—Quizá la pregunta sería mejor ¿por qué cree usted que es inocente?

Hilary meneó la cabeza y se puso en pie. Había cometido un error yendo allí.

—Adiós, señor Hoffman. Siento mucho haberle molestado.

—Por aquí no tenemos secretos —le gritó él mientras ella se alejaba por el camino de acceso—. Felix y yo nos conocemos desde hace décadas. Ya me lo ha contado.

Hilary se paró.

—¿Contarle qué?

—Ese detective de Florida tiene un testigo. Sabe que su marido estuvo en la playa con Glory Fischer.

—Que estuviera o no con ella no significa nada —replicó ella.

—Se estaban besando, señora Bradley.

Las palabras la atravesaron como balas.

—Eso es mentira.

—Llame al sheriff si quiere —dijo él, y añadió—: Siento tener que ser yo quien se lo explique, pero no puede vivir siempre en la ignorancia.

Hilary se alejó del hombre sin decir una palabra; no quería que le viera la cara. Mientras trataba de volver sobre sus pasos, ponía una y otra vez los pies en el sitio equivocado, porque le costaba ver a través de las lágrimas que le nublaban los ojos. Su respiración era rápida y ruidosa. Se metió de nuevo en el Taurus y aferró el volante con dedos temblorosos. De repente, su fe le parecía muy frágil. Creyó que iba a perderla por completo, como una roca que se desprende por un precipicio.

En lugar de eso, pensó en su marido. Sabía la clase de hombre que era. Fuera lo que fuese lo que ocurría, o lo que esa persona hubiera visto, existía otra explicación. Él no la había tocado, no la había besado. Mark no.

Aun así, algo nuevo y desagradable se metió en su cerebro y empezó a alimentarse como un parásito mientras conducía hacia el ferry.

La duda.

Tresa estaba sentada sola al final del camino sin salida que había cerca de Kangaroo Lane. No se sentía preparada para volver a casa; seguía llena de Mark Bradley. No había estado tan cerca de él desde hacía casi un año, y deseaba rememorar su cara, la sensación de su cuerpo y el sonido de su voz mientras aún estaba fresco en su memoria. El tiempo que llevaba alejada en la escuela de River Falls no había cambiado en nada sus sentimientos. Le amaba.

Quería salvarlo.

Tresa sujetó el teléfono en su mano fría. Mientras el sol se hundía en el horizonte, las sombras se alargaron sobre el agua. No estaba segura de hacer la llamada; llevaba casi dos años sin hablar con ella. Así era como funcionaba la vida: la gente se distanciaba. Hasta donde sabía, el número también habría cambiado, como el resto de la vida de su amiga.

Aun así, lo marcó. Mientras escuchaba el tono se sintió extrañamente nerviosa, como si llamara a una desconocida. Pensó en colgar, pero entonces oyó la voz al otro lado de la línea. Se sintió triste y avergonzada, y toda la antigua culpa la embargó de nuevo. No creía que fuera capaz de hablar.

—Hola —dijo al final.

Hubo un largo silencio mientras esperaba que Jen Bone escarbara en su memoria y desenterrara un nombre de su pasado.

—¿Tresa?

—Sí, soy yo.

—¡Dios mío! ¿Cómo estás?

—Bien.

—Ha pasado un montón de tiempo…

—Lo sé, lo siento. No quería molestarte; ya sabes, con tu nueva vida. Ni siquiera estaba segura de que quisieras recordarme… Quiero decir, con todo lo que pasó.

—Ya.

—Siempre le pregunto al señor Hoffman por ti —continuó Tresa—. Me tiene al corriente de lo que haces y a veces me manda el periódico de la universidad; esas cosas…

—Yo también le pregunto por ti.

—¿Ah, sí? Vaya.

—Oye, me he enterado de lo de Glory —comentó Jen—. Las chicas de la universidad estaban hablando de ello. Lo siento mucho, Tresa.

—Gracias.

—Tu madre debe de estar destrozada.

—Sí, lo está.

—¿Has vuelto a River Falls?

—No, me he tomado el trimestre libre. Mi madre me necesita aquí.

—Eso está bien.

Tresa se preguntó cómo decirlo. ¿Cómo le sueltas a alguien que una vez fue tu mejor amiga: «Si alguien sabe dónde está tu padre, ésa eres tú»? Se encogió en silencio hasta que éste resultó incómodo para ambas.

—En los periódicos se dice que la policía tiene un sospechoso —continuó Jen al ver que Tresa no hablaba—. Por lo que leí, parece que tiene alguna relación contigo. ¿Es verdad?

—Él no lo hizo.

Tresa percibió la duda al otro lado de la línea.

—Claro, vale. Lo que tú digas.

—Es cierto.

—Te creo —dijo Jen, y añadió—: ¿Qué quieres, Tresa? ¿Por qué me has llamado?

Tresa empezó, pero las palabras se negaban a salir.

—Está relacionado con Glory.

—¿Qué pasa con ella?

—De hecho, supongo que en realidad no está relacionado con Glory. Escucha, tengo que saberlo.

—¿El qué?

Tresa tragó saliva.

—¿Has sabido algo de tu padre?

—¿Mi padre? ¿Estás de broma? ¿Por qué?

—Era sólo curiosidad.

—No, claro que no. No se pondría en contacto conmigo. Oh, por favor; crees que él lo hizo, ¿verdad? Por eso me has llamado.

—Bueno, como sigue desaparecido y eso… La policía aún va tras su busca. Pensaba que si Glory lo vio en Florida…

—Eso es una locura, Tresa.

—¿Lo es? No estoy segura.

—Él no haría algo así.

—¿Cómo lo sabes?

Oyó la respiración de su amiga y percibió su indecisión. Aun después de tantos años, seguía existiendo un vínculo entre ellas. Habían sido como hermanas.

—Tresa, ¿puedes guardar un secreto?

—Sabes que sí. ¿Cómo puedes preguntarme eso?

—Júralo.

—Lo juro, lo juro.

—Pues escucha. Mi padre no lo hizo, así que no te dediques a difundir rumores, ¿vale? Déjalo. No sé, a lo mejor tratas de ayudar a tu novio, pero no tengo ninguna necesidad de que me vuelvan a echar esto a la cara. He dedicado demasiado tiempo a superarlo. Ahora soy una chica diferente.

—Sí, pero no lo sabes, ¿verdad? Quiero decir que es posible.

—No lo es, créeme. El caso es que sé dónde está mi padre. Me llamó el año pasado; está viviendo en México. Él está a salvo, y yo también. No quiero que todo aquello vuelva a salir en las noticias y que alguien le encuentre. ¿Lo entiendes? Así que hazlo por mí, Tresa: por favor, déjalo correr. Mi padre no mató a Glory.