Mark Bradley trataba de pintar las rocas blanco hueso que asomaban por el lago Michigan. Llevaba una hora de pie frente al lienzo, y tenía los dedos entumecidos y en carne viva. Los fríos y débiles rayos del sol iluminaban la mañana del jueves. El viento procedente del lago ahogaba cualquier sonido excepto el graznido de las gaviotas, que se congregaban cerca de la playa y se sumergían en el agua en busca de pescado. Al alzar la vista al cielo entre pincelada y pincelada, distinguió la herrumbrosa torre blanca del faro de Cana Island, que asomaba por encima de las copas de los árboles aletargados.
No le importaba que Cana fuera el lugar más conocido, fotografiado y pintado de Door County. Lo que él creaba casi nunca se parecía mucho al original. Su trabajo era oscuro, con remolinos de colores primarios e imágenes borrosas de ángeles recortados contra cielos negros. No era un hombre religioso, al contrario que Hilary, y no sabía por qué su cerebro le pedía que pintara ángeles. Aun así, no se lo cuestionaba.
Su familia y sus amigos nunca habían entendido su arte. Era un deportista, y eso significaba que sus intereses debían limitarse a la última página de la sección de deportes. Una de las cualidades que le atrajo de Hilary era que no le encasillaba ni tenía una noción preconcebida de él. Ella nunca había creído que tuviera que ser una cosa y no otra.
Mark volvió la cabeza y sintió un pinchazo de dolor en el cuello. Tenía el hombro izquierdo dolorido allí donde el cinturón de seguridad se le había clavado durante el accidente. El doctor del centro médico de la isla les había sugerido que se tomaran un día libre para recuperarse, pero ambos declinaron el ofrecimiento al no tener heridas graves. Mark había cambiado las ruedas de su Explorer, y los dos habían cruzado el estrecho en el ferry de media mañana. Su amiga Terri Duecker se había ofrecido a prestarles un coche.
Hilary se dirigió a la escuela con el Taurus de Terri. Mark condujo hacia Cana.
Se dio cuenta de que estaba hambriento. Había guardado algo de comida en la mochila, así que cubrió el lienzo y se llevó los materiales más allá de la playa, al claro que rodeaba el faro. Se estaba mucho más tranquilo y caliente al sol. Se sentó en un banco de picnic rojo en el extremo más alejado del césped, y sacó un bocadillo de pavo y una bolsa con uvas. Colocó el lienzo cerca del banco y examinó su último cuadro mientras comía.
Casi había terminado el bocadillo cuando una sombra se dibujó sobre la hierba marrón, desde la pista que llevaba a la carretera elevada. Se dio la vuelta y descubrió a una chica que le observaba.
Era Tresa Fischer.
Mark se puso tenso.
—Tresa, no deberías estar aquí.
—Lo sé.
Aun así, se acercó a él. El banco estaba encarado hacia la torre del faro, y ella se sentó a unos centímetros de él y frotó la pintura roja con la yema de los dedos en un gesto nervioso. Llevaba un jersey de chándal lila que le cubría el delgado torso, y sus muñecas parecían cerillas que asomaran por los puños. De perfil, la melena pelirroja ocultaba casi toda su cara.
—No hay nadie por aquí —murmuró—. Sólo nosotros.
Mark experimentó una nube de emociones encontradas. Una parte de él deseaba levantarse e irse. Otra quería enfadarse, pero no sentía cólera alguna hacia esa chica. Apenas se habían dirigido la palabra desde el año anterior, cuando Delia Fischer le prohibió a su hija que le viera. La única vez que habían hablado fue cuando ella le llamó para pedirle perdón, y él le dijo lo que sentía: que no tenía que disculparse por nada.
La chica le gustaba, y a Hilary también. Era una joven solitaria, dulce, inteligente y sensible. Tan sólo resultaba complicado asimilar todo lo que había hecho para destruir la vida de Mark. Seguía siendo tóxica para él, un peligro.
—Lo siento, Tresa. Tengo que irme —declaró.
Ella se volvió hacia él con apremio; sus ojos azules transmitían una expresión desesperada. Luego extendió las manos y las retiró. Estaba claro que seguía enamorada de él, lo cual hacía que fuera todavía más importante que él se marchara.
—Por favor, no te vayas. No voy a causarte ningún problema.
—¿Qué quieres? —le preguntó él.
—No lo sé —balbuceó Tresa—. Me he enterado de lo que pasó anoche. Me alegro mucho de que estéis bien. Me he sentido como… no lo sé, sólo quería verte. Con todo lo que está pasando…
—Lo sé.
—En Florida le dije a la policía que se equivocaba, que tú jamás, jamás habrías hecho daño a Glory. Tú no.
—Gracias.
—No estoy segura de que me creyeran. Es como el año pasado: nadie me cree.
—No importa.
—Seguro que me odias —se lamentó Tresa.
—No te odio. No deberías pensar eso, porque no es cierto. —Sintió el impulso de alargar la mano y tocarla, pero no lo hizo. Se limitó a añadir—: ¿Cómo estás? Seguro que está siendo duro. Lo lamento.
—Sí, mamá está destrozada. Yo no lo sé. A veces lloro y a veces me cabreo con Glory. —Agachó la cabeza y cambió de tema, como si no fuera capaz de soportar hablar sobre su hermana—. Me gusta venir al faro. Se está bien cuando no hay nadie.
—A mí también.
—¿Nunca te has preguntado cómo debe de ser? —Tresa señaló la casa adyacente a la torre del faro—. El farero, su mujer y sus hijos, ahí solos. Creo que me gustaría.
—Es una vida dura.
—Ya, pero tú siempre has dicho que estar solo puede ser bueno.
—A veces sin duda.
—Sería romántico. Un poco como Hilary y tú viviendo en la isla.
Seguía siendo una adolescente idealista, y a Mark le gustaba eso de ella. No quería contarle la verdad: la realidad tenía su propio modo de erosionar el romanticismo día a día, y si querías conservarlo, debías agarrarte a él con uñas y dientes, y ponerte anteojeras ante las tragedias de la vida.
—Tengo que irme, de verdad —insistió Mark.
Tresa alargó el brazo y puso la mano sobre la suya. Tenía la piel cálida.
—Por favor, aún no.
Él le apartó la mano con delicadeza.
—Tresa.
—Ya lo sé. —Empezó a juguetear con sus mechones pelirrojos y se los pasó por la boca. Luego señaló su cuadro—. Me gusta.
—Gracias.
—Uno de los ángeles, el que está cerca de la torre, parece muy, muy triste.
—Creo que tienes razón —convino él.
—Ojalá supiera pintar así.
—Tú eres escritora. Ojalá pudiera yo escribir como tú.
El rostro de la chica se iluminó.
—¿De verdad?
—Sí, tienes mucho talento, y un gran futuro.
—Uau. Es muy amable por tu parte. —Se quedó mirando el banco y murmuró—: Pero esas cosas que escribí sobre nosotros…
—No hablemos de eso.
Tresa asintió sin mirarle.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
—Nunca te acostaste con Glory, ¿verdad?
Mark se echó hacia atrás.
—No.
—Bien —dijo ella, que parecía satisfecha—. No creía que lo hubieras hecho, pero sé cómo podía ser ella. Glory siempre conseguía lo que quería. Leyó mi diario, y pensé que se había fijado en ti sólo porque yo me había fijado antes. Me alegro de que no lo hicieras.
Él quería desviar la conversación del tema del diario. Las explícitas descripciones seguían vividas en su mente, con todo su terrible erotismo.
—¿Por qué nunca me explicaste lo del incendio? —quiso saber.
Tresa se encogió.
—¿El incendio? No lo sé, quería olvidarlo. Todos nos comportamos como si nunca hubiera ocurrido.
—Esas cosas no pueden olvidarse.
—Puede intentarse —replicó Tresa—. A veces es necesario ponerse anteojeras, ¿sabes? Todo el mundo perdió algo ese día, pero nadie se preocupó de lo que yo había perdido. Ya sé que suena muy egoísta.
—¿Qué perdiste? —preguntó Mark.
—Cualquier cosa que se te ocurra. Glory nunca volvió a ser la misma, y mamá se entregó a la tarea de recuperarla, así que se olvidó de mí. El señor Hoffman envió a Jen a vivir con su hija en Minneapolis y me quedé sin mi mejor amiga. En realidad nunca he vuelto a tener a nadie, hasta que llegasteis Hilary y tú. Y entonces fui y fastidié eso también.
Tresa pestañeó y se secó las lágrimas de los ojos.
—Lo siento —dijo Mark.
—No es culpa tuya.
—Debió de ser una mala noche.
—Oh, sí. No sabíamos que Glory estaba allí hasta que el sheriff Reich vino a decírnoslo. Mamá se puso como una loca. Glory estaba… bueno, en el hospital, estaba confundida, creía que era nuestra casa la que se había incendiado, y quería asegurarse de que estábamos todas bien. Luego lo apartó de su mente, pero mi madre nunca lo olvidó.
—Y tu amiga Jen perdió a su familia.
Tresa apartó la mirada, como si siguiera doliéndole pensar en ello.
—Sí.
—¿Sintió odio por su padre?
—¿Jen? Creo que fue más duro perder al señor Bone como lo hizo. Ella le quería. Ya sé que parece una locura, pero los chicos estaban de parte de su madre, y ella siempre apoyaba a su padre.
—Pero si hubiera estado en casa, también la habría matado —le recordó Mark.
—No, el señor Bone nunca le hubiera hecho daño a Jen —insistió Tresa—. Él sabía que esa noche dormía en nuestra casa. Habló con mamá.
—¿Harris habló con Delia? —preguntó Mark.
—Sí, venía muy a menudo a casa. Creo que quería escapar de la suya. No sabes cómo era esa familia, ni las cosas terribles que ocurrían en su casa.
—Por como hablas, parece que les conocías bastante bien.
—Sí, supongo que sí.
—¿Y Glory?
—Claro.
Mark vaciló.
—¿Crees que habría reconocido a Harris si le hubiera visto ahora?
Tresa ladeó la cabeza, confundida.
—¿Qué significa eso? —Entonces casi pegó un salto y cogió a Mark de los hombros—. Dios mío, ¿crees que pudo estar allí?
Mark contempló sus ojos azules llenos de esperanza. Era como si estuviera buscando una respuesta, una explicación, cualquier cosa que reemplazara las dudas. De pronto lo entendió: Tresa se preguntaba si él había matado a su hermana. No importaba cuánto le quisiera o le defendiera, en su fuero interno creía que era culpable.
—¿Qué habría hecho Glory en caso de verle? —preguntó él.
Tresa se mordió el labio.
—No estoy segura. Vaya, no lo sé.
—¿Viste a alguien en Florida que pudiera haber sido Harris Bone?
—No, no. Habría dicho algo. Pasé mucho tiempo sola; no creo que hubiera visto a nadie en cualquier caso.
—Vale.
—Voy a contárselo a mi madre. Se le ha metido en la cabeza que fuiste tú, pero tienes razón. A lo mejor fue Harris, a lo mejor estaba allí.
—No le expliques a Delia que me has visto —le aconsejó Mark—. No nos ayudaría a ninguno de los dos.
La chica asintió.
—Es verdad.
—Deberías irte, Tresa.
—Sí, vale.
Como si obedeciera a un impulso irresistible, Tresa rodeó con sus flacuchos brazos el pecho de Mark. Mientras apretaba el cuerpo contra él, Mark notó su mejilla y el pelo sobre su cara. Ella permaneció en esa postura más tiempo del debido, y él tuvo que apartarla y vio su cara arrobada por la pasión.
—Aún noto el sabor de tus labios —le susurró ella—. Incluso después de tanto tiempo.