El jueves por la mañana, Cab encontró al sheriff Reich detrás de su escritorio en el edificio de la administración del condado en Sturgeon Bay, la población más meridional de la península. Allí era adonde la gente se dirigía en coche para ir a las cadenas de tiendas, a grandes superficies y restaurantes de grasienta comida rápida. Al norte de la ciudad, todas esas cosas desaparecían. El trayecto de una hora larga que llevaba desde Sturgeon Bay hasta la punta de Northport constituía un viaje de kilómetros a través de campos de nudosos cerezos, ferias locales y poblaciones costeras con los edificios vacíos. Para Cab, era como un mundo encerrado en una botella de cristal, como un barco en miniatura.
El sheriff Reich estaba sentado en un sillón de cuero demasiado grande para su complexión compacta. Llevaba unas gafas negras de lectura apoyadas en la punta de la nariz, que parecía el tocón de un árbol, y una camisa blanca de uniforme con botones plateados. Su abrigo marrón de sheriff, perfectamente almidonado, colgaba detrás de la puerta. Sobre las paredes, Cab vio fotos y condecoraciones del servicio de Reich en Vietnam, y artículos de periódico enmarcados sobre los principales sucesos acontecidos en Door County durante los últimos treinta años. También había un cartel de «Se busca» con una foto de frente y de perfil de un detenido, en la que se veía a un hombre en forma y con entradas, de casi cuarenta años.
El nombre que había escrito en el cartel, con letras en negrita, era «Harris Bone».
Reich, que leía atentamente el periódico, se sacó las gafas negras y se apoyó en el respaldo del sillón al ver a Cab en la puerta.
—Detective Bolton —dijo.
—Buenos días, sheriff —le saludó Cab—. Me sorprende verle aquí tan pronto. El trayecto desde la isla es bastante largo.
Reich se encogió de hombros.
—La mayoría de los días vengo volando con mi Cessna. También tengo un lugar para quedarme en el pueblo si hace mal tiempo. Aparte de eso, no suelo estar mucho en mi escritorio. Creo que un sheriff sirve de bien poco si se queda encerrado en su despacho.
—Es una buena filosofía.
—He llamado a su teniente para informarme sobre usted, detective —le dijo Reich mientras balanceaba las gafas entre los dedos.
—Debe de haber sido una conversación interesante.
—Lo ha sido. Me ha dicho que es usted listo, pero no muy considerado con los demás.
—Es justo —convino Cab.
—También dice que es usted cabezota, indiferente a la autoridad y condescendiente.
—Culpable.
—También me habló de su madre: eso lo explica todo. Me imaginaba que o bien era rico o bien corrupto. La mayoría de los polis no alquila un Corvette.
—Tampoco son propietarios de un Cessna —señaló Cab con una sonrisa.
—No estoy diciendo que tener dinero sea un crimen —replicó Reich—. Tengo un avión, un barco y un par de automóviles. Mi familia fue lo bastante inteligente para hacerse con un montón de terrenos por aquí cuando aún eran baratos. Podría jubilarme, pero no quiero pasarme el día con el culo pegado al sofá.
—Entonces, tenemos algo en común —comentó Cab.
—Será lo único, detective. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me he enterado de lo del accidente en la isla.
—¿Se refiere a los Bradley?
—Sí. ¿Están bien?
—Magullados, pero bien.
—¿Tiene alguna idea de quién es el responsable? —quiso saber Cab.
—No tengo muy claro en qué le afecta a usted eso. Se trata de una investigación local.
—El señor Bradley es sospechoso en mi caso de homicidio.
—Bueno, por lo visto alguien casi acaba con su caso. Hay polis que no perderían el sueño por eso.
—No quiero que un tipo que se toma la justicia por su mano mate a un hombre y a su mujer basándose en rumores —replicó Cab—. Si es culpable, quiero probarlo y meterlo entre rejas.
Reich asintió.
—Estoy de acuerdo.
—Washington Island no es muy grande. Nadie llegó ni se fue de la isla ayer por la noche, a menos que tuviera una embarcación grande. Dado el historial de lo que ocurre por aquí, creía que ya sabría quién lo había hecho.
Reich frunció el ceño hasta que sus arrugas se convirtieron en surcos.
—No puede mostrarse indiferente a la autoridad y condescendiente en mi propia jurisdicción, detective. No conmigo. No en mi territorio.
—Me parece justo, tiene razón. Lo lamento.
—Para su información, la furgoneta utilizada en el accidente la robaron de una granja de la isla. Estamos investigándolo. Se me ocurre media docena de exaltados que conocen a Delia y podrían haberlo hecho, pero es poco probable que sean lo bastante estúpidos para admitirlo frente a mí. No se preocupe, los atraparé.
—Estoy seguro de que sí.
—¿Eso es todo, detective? Porque si es así, estoy bastante ocupado esta mañana.
—Le prometí que le mantendría al corriente de mi investigación —explicó Cab—. Hemos localizado a un par de testigos nuevos entre la gente que estaba el sábado en el hotel. Por lo que parece, Glory tuvo una fuerte discusión con su novio, Troy Geier, pocas horas antes de que la asesinaran.
Reich resopló.
—¿Troy? Pierde el tiempo.
—A lo mejor, pero el chico no fue sincero conmigo. Voy a volver a hablar con él.
—¿Qué más tiene? —preguntó Reich.
—Otro testigo vio a un hombre en la playa con una chica, a la hora y el lugar de los hechos; se estaban enrollando. Por la descripción, creemos que era Mark Bradley. Quiero hablar yo mismo con el testigo, y si todo sale bien, es significativo. Si podemos añadirlo a las pruebas de ADN, estaremos en camino de construir un caso que se sostenga.
—Excelente. Gracias por ponerme al día, detective. Como le dije, mis hombres y yo estaremos encantados de ayudar en lo que podamos.
—Hay algo más —añadió Cab.
—¿Qué?
—Ayer por la tarde me encontré con Hilary Bradley; me contó lo de Glory Fisher y el incendio. —Cab señaló con la cabeza el cartel de «Se busca» que colgaba de la pared—. También me habló de Harris Bone.
—¿Y?
—Me sorprendió que no me lo hubiera mencionado, sheriff —observó Cab—. Le pregunté si había alguna cosa más que debiera saber sobre Glory Fischer.
—No veo en qué puede ser relevante para su investigación un crimen que se cometió hace seis años.
—Harris Bone sigue en libertad. Eso lo convierte en sospechoso.
Reich meneó la cabeza con un gesto despectivo.
—¿Harris? ¿Sospechoso? ¿Cree que estaba por casualidad en Florida y se cruzó con Glory Fischer?
—Las cosas más extrañas pueden ocurrir. Glory vio a alguien a quien conocía, y tenemos a un testigo que dice que parecía asustada.
Reich echó hacia atrás el sillón de cuero y se puso en pie. Tenía una cafetera en el aparador de la pared opuesta, y se sirvió en una taza demasiado grande de un restaurante llamado Vikin Grill. Olía fuerte. Le hizo un gesto con la cafetera a Cab, pero éste negó con la cabeza. Reich volvió a sentarse y dio un sorbo al café negro.
—¿Qué le hace pensar que fue Harris? —preguntó Reich.
—Francamente, no pienso que fuera él. No creo en un hombre de paja cuando tengo a un sospechoso como Mark Bradley, que estaba en la playa y relacionado con la familia. Aun así, quiero conocer las dudas razonables, y sé lo que haría un buen abogado defensor con esta información. Si no la investigo, tendré que explicar el porqué en el estrado de los testigos.
—Abogados —masculló Reich, como si escupiera—. Muy bien, ¿qué necesita? ¿Qué quiere que le cuente?
—Antes que nada, cualquier cosa que nos ayude a dilucidar si Harris Bone se alojaba o trabajaba en el hotel de Naples bajo una nueva identidad. Fotos, huellas dactilares, ADN, antecedentes, lo que tenga.
Reich asintió.
—Mi ayudante puede reunir la información de nuestros archivos. Estoy seguro de que lo tendrá al mediodía.
—Gracias. En segundo lugar, quiero saber más sobre él. ¿Qué ocurrió esa noche? ¿Qué clase de hombre prende fuego a su familia?
Reich miró el cartel de Harris Bone que colgaba de la pared y su expresión se ensombreció.
—Seré sincero con usted: Harris es la última cosa del mundo de la que quiero hablar. Mucha gente de por aquí esperaba que ya hubiéramos pasado página con el incendio. Ya sabe lo que un crimen de ese tipo provoca en una comunidad. Las cicatrices persisten.
—Lo sé.
Reich señaló una fotografía de los sesenta colgada cerca del cartel de «Se busca», en la que se veía a dos hombres cubiertos de polvo y vestidos de uniforme, las caras pintadas de camuflaje y cogidos por los hombros.
—Somos Pete Hoffman y yo. Pete me salvó la vida cuando estábamos allí; en más de una ocasión, de hecho. Harris mató a su hija y a dos de sus nietos, y lo hizo de un modo atroz. Pete nunca lo superó; eso destrozó su vida. No me gusta ver cómo mi mejor amigo tiene que enfrentarse de nuevo a todo ese dolor.
—Lo entiendo. Si puedo evitarlo, no hablaré con él, pero no puedo prometerle nada. En este momento, el mayor obstáculo entre mí y un caso contra Mark Bradley es Harris Bone. Tal vez sea una distracción, pero es real.
—Lo entiendo. Conozco las reglas del juego.
Cab se levantó y examinó la foto de Bone. Sus ojos carecían de emoción, como los de un robot. Era guapo pero vacuo.
—¿Le conocía bien?
—¿A Harris? Claro. Era un chico bien parecido, pero tímido y callado desde pequeño. También conocía a sus padres, Lowell y Katherine; tenían una tienda de licores aquí en el pueblo. Harris se la quedó al morir Katherine, pero no tenía mucho olfato para los negocios. Pete le dijo a Nettie desde el principio que era un perdedor, pero ella no le escuchó. Los jóvenes nunca lo hacen, ¿verdad?
Cab volvió a sentarse.
—¿Qué hay de su mujer? ¿Cómo era?
—Nettie era una monada. Una especie de devota, como Pete. Iba a misa cada domingo, siempre les leía la Biblia a sus tres hijos, organizaba reuniones para rezar en su casa. Harris le seguía la corriente. Nunca supe si él también era creyente o sólo un charlatán; con él nunca podías estar seguro. Aunque eso tampoco le impedía salir por ahí. Nettie le contó a Pete que Harris la engañaba, aunque tampoco se le puede culpar por ello. Por lo que parece, ella no tenía mucho interés en el sexo, ni siquiera antes del accidente.
—¿Accidente? —repitió Cab.
Reich asintió.
—De coche. Harris conducía y el marido de Delia Fischer, Arno, iba en el asiento del acompañante. Las mujeres iban detrás. Habían salido todos a cenar aquí, en Sturgeon Bay, y regresaban a casa. Habían bebido demasiado. Harris perdió el control en una curva resbaladiza y chocó contra un árbol a gran velocidad. Arno murió y Nettie acabó en una silla de ruedas. Delia tuvo suerte, sólo se rompió un par de huesos. Y Harris también. Después de eso, Nettie se volvió incluso peor. Convirtió la vida de Harris en un infierno.
—Espere un momento, ¿está diciendo que Glory Fischer perdió a su padre en ese accidente? —preguntó Cab—. ¿Harris Bone mató a su padre?
—Sí. Algunas familias son afortunadas, y a otras no paran de caerles rayos. Ésa es la de Delia. Supongo que entiende por qué quiero que se le haga justicia con sus hijas.
—Pero esto lo dificulta todo muchísimo —señaló Cab—. Cuantas más conexiones haya entre los Fischer y los Bone, más se preguntará un jurado si Glory pudo ver a Harris en el hotel esa noche. Le da una razón extra para querer verlo detenido. Y para temerle.
Reich resopló.
—Esas familias eran vecinos. Vivian enfrente una de la otra, separados por la carretera, y sus hijos jugaban juntos. No hay nada más. Glory era demasiado pequeña para entender que la muerte de su padre tenía algo que ver con Harris. Ni siquiera Delia le culpó; todos habían bebido.
Cab no estaba convencido.
—Continúe —le pidió—. ¿Qué hay del incendio?
—¿Qué quiere saber? ¿Espera que psicoanalice a ese hijo de puta? Prendió fuego y luego miró cómo ardía todo, igual que si fuera una barbacoa en el jardín. Nettie y los chicos murieron. Si no hubiera sido por Delia, Jen también habría muerto.
—¿Qué quiere decir?
—Jen se había quedado a dormir en casa de los Fischer. Delia sabía lo mal que lo pasaba la niña en su casa, con todas las peleas que había. No eran sólo Harris y Nettie, sino también los chicos. Habían heredado el veneno de su madre. Delia se compadecía de Jen, y por suerte fue así. Pete sigue mandándole flores a Delia cada año para agradecérselo.
Cab se quedó callado un buen rato.
—Esto tiene muy mala pinta, sheriff —dijo al final, al percatarse de la impaciencia de Reich—. Usted ya lo sabe.
—Lo sé.
—Vine aquí convencido en un noventa y nueve por ciento de que Mark Bradley había matado a Glory Fischer.
—Confíe en su instinto —le aconsejó Reich.
—Ése es el problema. A mi instinto no le gusta nada todo esto. Si Glory vio a Harris…
—No lo vio.
—A veces uno se reencuentra con su pasado en el peor momento posible —señaló Cab.
—Ha dicho que tenía un testigo. Bradley y Glory estaban besándose en la playa.
—Aun así, sigue sin gustarme la coincidencia.
El sheriff se inclinó hacia delante con los codos apoyados en la mesa.
—Detective Bolton, no voy a decirle cómo tiene que hacer su trabajo; éste es su caso, no el mío. Yo sólo estoy interesado en asegurarme de que Delia Fischer no tenga que llorar a su hija sin que su asesino reciba el castigo que merece. No me gustaría nada que el fantasma de Harris Bone se entrometiera en todo este asunto.
—A mí tampoco.
Reich volvió la cabeza hacia un lado y se señaló con el índice una cicatriz de unos cinco centímetros donde no crecía el pelo.
—¿Ve esta cicatriz?
Cab asintió.
—Tiene mal aspecto. ¿Se lo hizo en Vietnam?
—No, me lo hice en un campo a sesenta kilómetros al sur de aquí. Allí fue donde Harris Bone me abrió la cabeza con una piedra al dejarle salir a mear, mientras yo me disponía a llevarlo a una cárcel de máxima seguridad para el resto de su apestosa vida. Así que, ¿sabe una cosa, detective? Una parte de mí desea que yo esté equivocado y usted tenga razón, desea que Glory viera realmente a ese hijo de puta en Florida, y que usted descubra debajo de qué roca se esconde, lo traiga aquí y me deje cinco minutos a solas con él. Eso es todo lo que quiero, cinco minutos. Harris Bone y yo tenemos asuntos pendientes.