21

El Camry se empotró en la puerta lateral negra de la furgoneta.

El cristal se rajó. Los faros se hicieron añicos y se apagaron. El chasis se arrugó como un acordeón, absorbiendo la energía del choque mientras el metal se retorcía con estruendo. El coche se balanceó de un lado a otro con fuerza; no volcó, pero quedó hecho un amasijo de acero doblado. Delante de ellos, golpeada por el impacto, la furgoneta yacía bocabajo, hundida en la quebrada del extremo más alejado de la carretera.

Dentro del vehículo, el cuerpo de Hilary había salido despedido hacia delante, suspendido en el vacío. En una fracción de segundo, antes de que el cinturón de seguridad se tensara sobre su torso, el airbag explotó a trescientos kilómetros por hora y empezó a desinflarse cuando su cara se hundió en él. Luego, su cuerpo dio una tremenda sacudida hacia atrás entre el asiento y el cinturón, como si fuera una muñeca de trapo. Todo terminó tan rápido como había empezado. Las vueltas se ralentizaron. El coche perdió ímpetu y acabo por detenerse cruzado en diagonal sobre la carretera.

Oyó el siseo del vapor que emanaba de algún conducto, pero aparte de eso, reinaba un extraño silencio. Tenía los ojos cerrados con fuerza; parpadeó para abrirlos, pero no vio nada. El coche olía a alguna sustancia química. Los añicos del parabrisas estaban esparcidos por su regazo como si fueran palomitas, y el aire frío soplaba a través del hueco y se le clavaba como un aguijón en las abrasiones de la mejilla. A medida que enfocaba la vista, vio el airbag deshinchado sobre el salpicadero. En el exterior, por encima de la chapa doblada del capó, distinguió la silueta de las coníferas más allá del coche y un pedacito de cielo nocturno.

—Hilary.

Era Mark. El miedo y el apremio estrangulaban su voz. Hilary tenía la cabeza embotada, y por un momento se olvidó de hablar.

—Hil.

—Estoy bien —murmuró ella.

—No te muevas.

Le oyó forcejear con la puerta, haciendo palanca para abrirla. Cuando consiguió salir, las piernas le fallaron y se agarró al chasis para recobrar el equilibrio. Mientras rodeaba la parte trasera del coche, apartó con los zapatos trozos de metal y cristal. Luego se lanzó sobre su puerta y tiró para abrirla; ella sintió cómo desabrochaba el cinturón, se desvaneció sin fuerzas entre sus brazos y se colgó de él mientras la ayudaba a salir del chasis destrozado. Las rodillas se le doblaron como si fueran de mantequilla en cuanto pisó el suelo.

—Tienes que sentarte —le dijo él.

Ella no protestó. Se encontraban cerca del borde de la carretera, y la ayudó a dar varios pasos hasta que ella pudo derrumbarse sobre el suelo. Las piernas le colgaban del desnivel de la cuneta y tenía el pelo pegado a la cara. Mark se deslizó hacia abajo hasta quedar a su altura y le rodeó la espalda con el brazo.

Hilary se llevó la mano a la mejilla y se dio cuenta de que ésta estaba mojada.

—Estoy sangrando —dijo.

—Tienes un corte del cristal, no veo nada más. ¿Cómo estás?

Ella hizo un repaso general.

—Creo que no hay heridas graves. ¿Y tú?

—Igual.

Hilary contempló los restos del Camry, convertido en un amasijo irreconocible casi hasta el parabrisas. Al otro lado de la carretera, distinguió las ruedas de la furgoneta volcada, que sobresalían del desnivel de la cuneta.

—Dios mío, Hilary, lo siento tanto… —le dijo él—. Si te hubiera perdido…

—No lo has hecho —respondió ella, que añadió al instante—: ¿Puedes andar? Deberíamos comprobar si hay alguien en la furgoneta.

—Lo miraré.

Mark se apoyó en el coche para darse impulso e incorporarse. Hilary le contempló mientras rodeaba el vehículo cojeando y se deslizaba por la otra cuneta junto a la furgoneta. Distinguió su cabeza y sus hombros mientras la examinaba. Cuando subió de nuevo a la carretera, le gritó desde el otro lado:

—¡Está vacía!

Luego se dirigió a la puerta del conductor abierta y se agachó al suelo. Hilary vio como el maletero se abría con un leve clic, igual que si fueran a meter la comida de la compra. Cab alargó el brazo y sacó un kit de primeros auxilios, y una bolsa con las señales y los chalecos reflectantes. Hurgó en la bolsa, y enseguida se oyó un sonido chisporroteante y la noche se iluminó con un resplandor rojizo, cuando encendió una bengala para advertir a los posibles conductores que aparecieran.

Luego se acercó a Hilary y se arrodilló a su lado. Había cogido una manta de la camioneta con la que le cubrió los hombros. Le limpió la herida con un paño suave, y ella reaccionó con una mueca de dolor. La tela quedó teñida de rojo.

—Los cortes en la cara sangran mucho —dijo él.

—¿Es muy grande?

—No mucho. Más bien pequeño.

Sabía que el hecho de preocuparse ahora por una cicatriz sonaba superficial. Se preguntó si recordaría este momento cada vez que se mirara a un espejo.

—¿Sigo siendo guapa? —preguntó, esbozando una sonrisa triste.

—Preciosa.

Mark le aplicó una pequeña gasa sobre la cara y la cubrió con esparadrapo. Le acarició la otra mejilla con el dorso de la mano y ella la sujetó allí, saboreando su contacto. La luz de la baliza parpadeaba en su rostro.

—¿Has reconocido la furgoneta? —preguntó.

—No, no la había visto por aquí.

—¿Dónde está el conductor?

Mark meneó la cabeza.

—No lo sé.

—Podría estar cerca.

Quienquiera que condujera la furgoneta y la hubiera dejado en su camino había desaparecido a pie en los bosques. O a lo mejor seguía oculto entre los árboles, observándolos. Mark se puso en pie y giró sobre sí mismo lentamente, escudriñando el bosque. Hilary cerró los ojos y trató de oír algún ruido cercano, como el de una rama pisada. Nada. La sensación de ser observada que tenía en casa había desaparecido.

—Creo que ahora estamos solos —dijo—, pero antes estaba allí.

—¿Qué quieres decir?

—En casa; también ha estado en nuestra casa. ¿Te acuerdas? Has oído algo fuera.

Él asintió.

—¿Quién nos está haciendo esto? —preguntó.

—No lo sé.

—Intentaré llamar a emergencias —dijo Mark, que se sacó el móvil del bolsillo y comprobó la cobertura—. Dios bendiga a Verizon[4].

—Me gusta ese tipo larguirucho y con gafas —murmuró Hilary.

Esperó y escuchó cómo Mark daba su localización aproximada al operador de emergencias. A pesar de la manta sintió un escalofrío, y los pantalones estaban fríos allí donde entraban en contacto con el suelo. Cerró los ojos.

—Diez minutos —oyó decir a Mark.

No contestó; la cabeza le daba vueltas. Era consciente de que Mark estaba sentado en la carretera detrás de ella, y de unos brazos que la cogían por los hombros y la rodeaban para que se apoyara en su pecho. Él le acarició el pelo y le susurró al oído:

—Te quiero. Gracias a Dios que estás bien.

Ella trató de decir algo, de hablar, pero los impulsos nerviosos abandonaron su cerebro y se fragmentaron antes de alcanzar su boca.

Tuvo un único pensamiento consciente antes de desvanecerse.

Alguien intentaba matarlos.