Cab condujo por las calles desiertas de Fish Creek y aparcó en el exterior de la casa de huéspedes que había cerca del muelle. Se trataba de un pintoresco pueblo con tiendas de velas y cafeterías, ubicado en la costa oeste de la península, abarrotado por los turistas en agosto pero silencioso en una tarde laborable de marzo. Había alquilado un apartamento de dos plantas. El aroma dulce de la bahía le recibió al bajar del Corvette, pero no se entretuvo en el aire helado. Entró y subió las escaleras hacia la planta principal del apartamento, equipado con una cocina completa, chimenea y un balcón con vistas al lago.
Él mismo se hacía cargo de los gastos. No se disculpaba por los lujos que había conocido toda su vida. Su dinero —o el dinero de su madre, para ser precisos— le ayudaba a lidiar con la fealdad del mundo. A veces, cuando estaba lo bastante borracho para ser sincero consigo mismo, también reconocía que su dinero le permitía construirse una guarida allí donde fuera. Una bonita jaula.
Cab encendió el horno de la cocina del apartamento. Había encontrado un restaurante en el norte del pueblo que vendía quiche vegetariana y había comprado una para llevar, junto con una botella de Chardonnay Stag’s Leap. Cubrió la bandeja del horno con papel de plata, depositó la quiche encima y la puso a calentar; luego localizó el sacacorchos y abrió la botella de vino. Encontró una copa en un armario encima de los fogones y la llenó hasta el borde.
Con el Chardonnay en la mano, bajó la intensidad de la luz del apartamento y encendió la chimenea de gas. Se acomodó en el sofá de piel, apoyó en la mesa sus largas piernas y se bebió el vino a sorbos mientras contemplaba el fuego.
Pensó en llamar a su madre. Se enviaban mensajes de texto varias veces al mes, pero llevaba seis semanas sin oír su voz. En Londres era plena noche, así que utilizó el móvil para enviar otro sms.
«Aquí hace un frío de mil demonios. Es solitario pero hermoso. Mira la foto. C.»
Adjuntó una fotografía que había tomado con el teléfono en la travesía desde Washington Island, con el agua embravecida contra el cielo gris y la línea costera arbolada de la península dibujada delante de él. Su Corvette era el único vehículo del ferry. En ese momento, en la casa de huéspedes, se sentía como si fuera el único hombre vivo en Fish Creek.
Estaba acostumbrado a esa sensación de soledad. Siempre se había sentido como un vagabundo con un techo sobre la cabeza. Si hubiera estado en su propio piso en Florida, la sensación habría sido la misma.
Su madre le había invitado a irse a vivir con ella a Londres. Ninguno de los dos tenía en su vida a nadie que realmente les importara; aun así, Cab se resistía a mudarse, porque no sabía si estaba preparado para dejar de correr. Siempre que miraba atrás, veía a Vivian Frost persiguiéndole. Todavía tenía que exorcizar a su fantasma. Era algo que su madre era incapaz de entender, tal vez porque él nunca le había contado la verdad sobre la muerte de Vivian.
Cab se terminó la copa de vino, se levantó y comprobó la quiche del horno; luego se sirvió más vino antes de volver a sentarse. Contempló la chimenea de gas, que ardía de un modo controlado, sin alteraciones. El fuego no era así. Era volátil e impredecible, se retorcía con el viento y absorbía su energía del aire. Cab también sabía que constituía un modo particularmente atroz de morir. Tal vez, con su historia sobre Harris Bone, Hilary Bradley pretendía lanzar una cortina de humo; no obstante, tenía razón en una cosa: alguien capaz de quemar a su mujer y a sus hijos debía de tener un alma fría y muerta, y sentiría pocos remordimientos al contemplar cómo la vida de una chica se desprendía entre parpadeos en la playa.
Sin embargo, él mismo no había sentido ningún remordimiento al ver morir a Vivian. El remordimiento llegó después.
Cab se puso en pie, inquieto, y cogió la copa de vino. Se dirigió hacia el extremo oeste del apartamento y abrió las puertas de cristal que daban al balcón. Salió afuera, donde el viento aullaba y le cortó la cara. El muelle huérfano de barcos quedaba debajo de él, y el halo de la luz de las farolas brillaba a lo largo de la dársena.
Al pensar en Hilary Bradley se dio cuenta de que estaba molesto con ella. Se había acostumbrado a ser el más listo de la clase, y tenía la sensación de que ella era igual de lista o incluso más que él. No le gustaba que hubiera puesto el dedo en la llaga, en su punto más vulnerable, sin ni siquiera conocerle. También le fastidiaba experimentar una punzada de celos al pensar que estaba tan profundamente enamorada de otro hombre. Constituía un desagradable recordatorio de que su propia vida era emocional y sexualmente yerma. Cuando se acostaba con alguien, por lo general eso significaba el final de la relación, no el principio. Había llegado hasta el punto de pagar por sexo en algunas ocasiones, cuando vivía en el extranjero, para evitarse complicaciones.
—Cab.
Oyó la voz, pero no se movió ni miró a su alrededor, porque sabía que no era real. Era tan sólo el eco de un fantasma. Vivian siempre envolvía su nombre con aquel acento británico con deje español, de manera que brotaba de sus labios como una plegaria. Tantas veces lo había pronunciado de ese modo: cuando reconocía su voz al teléfono, cuando estaba debajo de él y su cuerpo se arqueaba con uno de sus violentos orgasmos. Cuando se arrodilló en la playa y le suplicó que no la matara, que le perdonara la vida.
«Cab».
Fue la última palabra que pronunció.
Vivian desapareció un martes.
Habían acordado encontrarse para comer una paella regada con unas Mahou en un terraza por encima de la Diagonal barcelonesa, pero Cab se pasó allí una hora solo, intentando reconocer su rostro entre la multitud. Ella nunca llegó. Al dirigirse a su piso, a seis manzanas de distancia, Cab descubrió que habían desaparecido todos los objetos personales de ella. La cocina y el lavabo apestaban a lejía. Era como si nunca hubiera existido. No había dejado nada tras de sí.
A la mañana siguiente, una nube de humo negro se elevó hacia el cielo desde las ventanas destrozadas de la estación de trenes de Sants. Murieron veintisiete personas.
A la policía española le bastaron cuatro horas para encontrar al terrorista responsable de la explosión. Cab supo que le habían engañado cuando visionó las imágenes del interior de la estación procedentes del circuito cerrado de televisión. En las secuencias, con mucho grano, se veía a Diego Martin, un fugitivo norteamericano en busca y captura por asesinatos entre bandas, cogido del brazo de Vivian Frost.
Diego Martin, que había llevado a Cab y al FBI a perseguirlo en Barcelona. Diego Martin, que había utilizado a Vivian para espiar a Cab.
Vivian nunca había sentido amor. Su corazón sólo albergaba sexo y traición. Mentiras.
Esa noche, Cab condujo en dirección norte. Llevaba su arma con él. Sabía lo que nadie más sabía: adónde habían ido. Unos días antes, había encontrado la reserva para una casa de alquiler en una playa remota cerca de la costa rocosa de Tossa de Mar. Era el escondite perfecto para dos criminales huidos.
Vivian y Diego.
Llegó pasada la medianoche, en una de las noches más serenas que se pueda imaginar. La ligera brisa del Mediterráneo era cálida, el aire olía a flores y la luz de la luna se derramaba sobre la playa. Bajó por la escarpada ladera hasta alcanzar la cala que quedaba al abrigo de las rocas, y no tardó en darse cuenta de que no estaba solo junto al agua en calma. Ellos también estaban allí. Los vio en la arena, enroscados. Vivian estaba encima, ofreciendo a sus ojos la extensión de marfil de su espalda desnuda, desde la nuca hasta la hendidura de sus nalgas. Oyó los sonidos guturales de su garganta, tan íntimos y familiares para él, e incluso entonces, después de todo, su abandono le excitó. Se hallaban a poco más de cuarenta metros, sobre la arena mojada, lo bastante cerca del agua para que las olas les salpicaran.
Levantó el arma a medida que se acercaba. Creía disfrutar de la ventaja del elemento sorpresa, pero era joven y la ira le nublaba el pensamiento.
La mano de Diego se movió a la velocidad de una serpiente. Cab se lanzó al mar en cuanto las balas empezaron a silbar junto a su cabeza. Al darse la vuelta y apuntar con su propia arma, vio que Diego ya había colocado a Vivian frente a él, con la pistola sobre su sien, y se alejaba por la arena dando traspiés y arrastrando a Vivian con él.
—Si quieres matarme —dijo—, antes tendrás que matarla a ella.
—¿Crees que eso me supone algún problema? —preguntó Cab.
—Conozco a esta mujer. Sé lo que te hace.
—Cab —suplicó Vivian—. Cab, lo siento. Déjanos marchar.
Él la miró. Estaba desnuda, su cuerpo iluminado por la luz de la luna, con sombras bajo los pechos. La arena se le había pegado a la piel desnuda. Lo más natural habría sido cogerla en brazos, llevarla a la playa y hacerle el amor.
—Baja el arma —ordenó Cab— u os mataré a los dos.
—No creo que lo hagas —replicó Diego en tono tranquilo—. Dejarías que te matara si con ello pudieras salvar a esta hermosa puta.
—Cab, por favor —suplicó Vivian.
Cab mantuvo el largo brazo extendido y la pistola agarrada firmemente.
—Viv, sabes que va a matarte, ¿no?
—Cab —susurró ella—. Vete.
—¿Por qué crees que ha traído el arma a la playa, Viv? ¿Sólo por si venía la policía? Venga, tú eres lista. Este tipo viaja solo; iba a dejar que le hicieras el amor una última vez, y luego te metería una bala en la cabeza.
Diego empezó a retroceder por la arena.
—En cuanto él esté a salvo, estás muerta, Viv —insistió Cab.
Podía ver sus ojos azules, iguales que siempre: inteligentes, fríos e infinitamente calculadores. Viv sabía que él tenía razón. Cab se sintió tranquilo con su conciencia al darse cuenta de que a ella también la habían traicionado. Viv bajó la vista hacia la arena, y él entendió lo que ocurría: iba a liberarse de sus brazos. Dobló las rodillas y se dejó caer, y ahí estaba Diego, con el torso y la cabeza a tiro. Cab disparó cuatro veces: en el pecho, el cuello, el ojo y la frente. Con lo que más disfrutó fue con el efecto sorpresa. La incredulidad. Como si a Diego nunca se le hubiera pasado por la cabeza que esa mujer pudiera traicionarle.
Diego cayó boca arriba en el agua, muerto. Viv se puso en pie de un salto, llorando, como si se sintiera aliviada, como si se hubiera librado de un monstruo.
—Oh, Dios mío, Cab, gracias, gracias.
Dio un paso hacia él con los brazos abiertos.
—Quieta.
Vivian se quedó inmóvil.
—¿Cab, qué haces?
Él volvió a levantar el arma, y esta vez apuntó a su cabeza.
—De rodillas —le ordenó.
Ella permaneció de pie en la arena.
—Cab.
—¡Ahora! —gritó.
Vivian hincó las rodillas en la oscura arena e inclinó los hombros hacia delante, como si quisiera ocultar sus pechos. Era hermosa, incluso con su blanca piel salpicada por la sangre de Diego.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella.
—Ahora te llevaré a comisaría y pasarás el resto de tu vida en un agujero apestoso.
—No puedes hacerme eso.
—Mírame.
—Te mentí, Cab —admitió—. Te engañé con otro, te traicioné. Pero ¿todo lo demás? No lo sabía. Diego huía de ti, pero yo no tenía ni idea de lo que planeaba. Si lo hubiera sabido te lo habría contado.
—Han muerto veintisiete personas, Vivian. A la policía no le importará. No le importará a nadie.
—Deja que me vaya. Ya tienes a Diego; está muerto.
—Puedes llorarle mientras estés en tu pequeña caja.
La cara de Vivian se torció en un gesto de rabia.
—¿Así que es esto? ¿Yo te he jodido, y ahora tú me jodes a mí?
—Esto no tiene nada que ver con nosotros.
—Oh, claro, y una mierda. —Vivian separó las rodillas, dejando a la vista la zona sombreada entre sus piernas. Se inclinó hacia delante y se apoyó en las palmas de las manos, estirando el torso—. ¿Esto es lo que quieres? ¿Quieres un último polvo, como Diego?
Cab notó como la ira volvía a apoderarse de él.
—Cierra la boca.
—Vamos, Cab, sólo soy una puta. Haré todo lo que me pidas.
—Para. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—Lo siento. Los dos hemos sido unos idiotas.
—Yo te quería —gritó Cab—. Aún te quiero.
Ella agachó la cabeza, y el cabello le cayó por la cara.
—Entonces deja que me vaya. No me metas en la cárcel durante el resto de mi vida sólo porque te mentí.
—No tengo elección, Vivian.
—Cab —suplicó ella una vez más.
Él sólo deseaba que aquello terminara y no volver a verla.
Quería comenzar el proceso de desmantelar su rostro de su memoria. Cab bajó el brazo y apuntó el arma hacia la playa. No había contado con la desesperación de Vivian, con su disposición a traicionarlo de nuevo: ella recuperó de la arena la pistola de Diego, pillándolo por sorpresa. No vaciló; no era una sentimental. Con un solo movimiento, levantó el brazo desnudo y disparó.
Falló. Era una aficionada. La bala silbó al pasar junto a la oreja de Cab, pero Vivian no cometía nunca el mismo error dos veces. Levantó el brazo, apuntó de nuevo y él supo que la siguiente bala iría directa a su cerebro.
Cab alzó el brazo y apretó el gatillo contra la mujer que amaba. Él no falló.
La copa de vino estaba vacía, y Cab tenía el cuerpo entumecido por el frío. Le dio la espalda a la bahía y regresó al interior. En la calidez del apartamento percibió el olor de quiche quemada, y al abrir el horno le recibió una nube de humo: su comida estaba chamuscada e incomible. No importaba, ya no tenía hambre. Se sirvió más vino; más de la mitad de la botella estaba vacía.
Oyó sonar el teléfono, se lo sacó del bolsillo y comprobó el identificador: era Lala Mosqueda, que llamaba desde Florida. Se alegraba de poder mantener una conversación con alguien que no fuera Vivian, y la verdad era que echaba de menos a Lala. Cuando salía con ella se había dado cuenta de que se estaba enamorando. No sabía si su relación habría llegado a alguna parte, pero no había querido correr el riesgo de mostrarse vulnerable, como ya le había ocurrido una vez. Por eso la había apartado de él. Como siempre.
—Mosquito —saludó de manera automática, y al momento torció el gesto. Había vuelto a hacerlo—. Lo siento. Lala.
—Hola, Cab —contestó ella—. Te he llamado dos veces. ¿Dónde estás?
—En el Ártico, creo. Estoy bastante seguro de que he visto un oso polar. El caso es que aquí la cobertura viene y va. ¿Sigues en la oficina?
—No, estoy en casa.
—Bien. Trabajas demasiado.
Lala tardó en contestar. Él sabía que se estaba preguntando si iba a pincharla con alguna bromita. Cualquier cosa para mantener las distancias.
—Ya, bueno, estar en casa tampoco es ninguna maravilla. El jodido perro de mi vecino no para de ladrar, alguien no ha sacado la basura esta semana y el aire acondicionado está estropeado, así que esto parece un montón de abono en una selva tropical.
—Florida.
—Exacto.
—Puedes quedarte en mi casa durante mi ausencia —le ofreció Cab.
Lala se quedó en silencio.
—Está justo en la playa —añadió él.
—Lo sé —respondió ella con frialdad.
—Ya sé que lo sabes. Era por decir algo. El aire acondicionado funciona, y podrías dar de comer a mis peces.
—¿Tienes peces?
—La verdad es que no.
—¿Estás borracho, Cab?
—Un poco.
—¿Y qué es esto, un juego o algo así?
—No, hablo en serio. Si quieres ir, tengo una llave en mi escritorio. Deberías hacerlo.
—Gracias —replicó ella—, pero creo que voy a pasar. Los dos decidimos que con ir una vez a tu casa era más que suficiente, ¿lo recuerdas?
Cab sabía que merecía el reproche. También sabía que resultaba más sencillo abrirle la puerta a una mujer cuando ella estaba a miles de kilómetros de distancia.
—Claro.
—No es nada personal —añadió ella en tono seco.
—No.
—Sólo llamaba para ponerte al día de cómo van las cosas por aquí —le explicó.
—Adelante.
Cab escuchó su silencio a través de la línea. Ambos tensaban demasiado la cuerda; se había convertido en un deporte para ellos, que los dejaba llenos de moretones. Medio esperó a que se disculpara, pero ella no lo hizo, y de todos modos él tampoco quería una disculpa. Eso sólo haría que sintiera lástima por sí mismo.
—Tomaste una buena decisión; al ir a Door County, quiero decir. Hasta ahora, las cosas siguen apuntando en esa dirección.
—¿Te refieres a Mark Bradley?
—Sí, pero no sólo a él.
—¿A quién, entonces?
—El novio, Troy Geier.
—¿Qué pasa con él? —quiso saber Cab.
—Encontré a una chica que estuvo en la piscina del hotel el sábado por la noche, cuando Glory y Troy estaban allí. Según ella, Glory estaba ligando con otros chicos ante las narices de Troy. Por lo que dice, parece que les metía mano debajo del agua. El chico perdió la cabeza, se la llevó a un lado y discutieron. La chica no pudo oír las palabras exactas, pero captó lo fundamental. Cuando Troy se marchó hecho una furia, dice que parecía a punto de explotar. Ésas fueron sus palabras.
—No me dio la impresión que Troy tuviera huevos para enfrentarse a nadie —comentó Cab.
—Bueno, ¿y si se despertó a media noche y Glory aún no había regresado a la habitación? Sabemos que había bebido, y ya estaba bastante cabreado con ella.
—Eso es cierto. ¿Te ha dicho algo el forense? ¿Ha encontrado indicios de relaciones sexuales?
—No puede decir ni que sí ni que no —contestó Lala—. Ésas son las malas noticias. El golfo bañó su vagina en agua salada.
—¿Cuáles son las buenas noticias?
—Las buenas noticias son que dos de sus dedos estaban lo bastante enterrados en la arena como para que el agua no arrastrara toda la materia orgánica. Ha encontrado algunas células cutáneas, las suficientes para buscar coincidencias con otras muestras de ADN, incluida la que le tomamos a Mark Bradley. Tendremos que conseguir una del novio, también.
—Voy a trabajar con el departamento del sheriff local —la informó Cab—. Sólo por si acaso, intenta conseguir una muestra del camarero. Ronnie Trask.
—Ya lo hemos hecho. El señor Trask estuvo encantado de colaborar para limpiar su nombre.
—Bien. Ah, hay algo más que puedes hacer por mí. Por lo visto, Glory fue testigo del escenario de un crimen cometido hace varios años. La cosa pinta mal: un marido que prendió fuego a su casa con su familia dentro. El tipo aún anda suelto; se llama Harris Bone. Averigua todo lo que puedas sobre él y el incendio, ¿de acuerdo?
—Claro —dijo Lala—. ¿Hay alguna posibilidad de que estuviera en Florida?
—No lo sé. En cuanto tengamos el perfil, empezad a compararlo con el de los huéspedes del hotel. Glory vio a alguien que conocía y se asustó. Si se trataba de Bone, tenía muchas razones para correr.
—Vale —dijo ella. Y añadió—: ¿Quieres más buenas noticias?
—Sin duda.
—He recibido otra llamada. Otro testigo.
—Dime que alguien vio a Mark Bradley en la playa esa noche —le pidió Cab.
—Eres un hombre con suerte —contestó Lala—. El tipo tenía una habitación en el décimo piso, con vistas al golfo. Dice que no podía dormir y que salió al balcón en mitad de la noche a fumarse un cigarrillo. Vio a un hombre que se dirigía a la playa desde la habitación de la planta baja que quedaba debajo de él, alrededor de las dos y media.
—¿Ha podido identificarlo?
—No, el hombre le daba la espalda. Pero ha dicho que llevaba una camiseta amarilla sin mangas.
—¿También vio a Glory? —quiso saber Cab.
—No exactamente, pero vio al mismo tipo en la playa un rato después. También reconoció la camiseta. No pudo distinguirlo todo desde la distancia, pero está seguro de que el hombre se encontró con una chica ahí abajo. Y escucha esto: dice que se estaban besando.