19

—¿Mark?

Hilary vio a su marido en la entrada del porche. Él se detuvo al oír que ella le llamaba y se volvió en dirección a la casa.

—¿Va todo bien? —preguntó ella.

—He oído algo fuera.

Se quedó en el marco de la puerta y ella le vio flexionando las manos, como si se le hubiera despertado el instinto protector. La tensión de su marido alimentaba sus propios nervios, pero al no ver nada, Mark dejó que la puerta se cerrara tras él y corrió el gancho.

—¿Has visto algo? —quiso saber ella.

—Supongo que no.

Hilary soltó el aire. El hecho de vivir en una zona remota implicaba que en un momento u otro se generaban instantes de temor. En Chicago siempre había gente a su alrededor, y a pesar de lo claustrofóbico que le resultaba en ocasiones, se daba cuenta de que también le proporcionaba una cierta seguridad. Aquí, con sólo unos cientos de personas desperdigadas a lo largo y ancho de cincuenta y cinco kilómetros cuadrados, no había nadie cerca si sucedía algo malo.

Tampoco sabía si podía seguir fiándose de quienquiera que acudiera en su ayuda. Había empezado a ver a todo el mundo como una amenaza potencial.

Mark percibió su intranquilidad y la abrazó. Su presencia resultaba reconfortante, y también un poco sensual. La besó en la frente y deslizó una uña sobre la piel de su torso, entre los pliegues de la bata de seda. Sabía cómo tocarla. No se había enamorado de él por eso, pero era un plus.

—Estás muy guapa —le dijo.

Ella detectó el timbre erótico de su voz.

—Después. Ahora salgamos a cenar.

—No tengo hambre —objetó él.

—Sí que tienes. Ve a darte una ducha mientras yo me visto.

Él le dio una palmadita en el culo y se quitó la camiseta al tiempo que se dirigía hacia el baño.

—Aún tienes el pelo mojado —le dijo—. Podrías meterte conmigo.

—Vete —repitió ella.

Hilary se dirigió con los pies descalzos a su dormitorio, un cuadrado de cuatro por cuatro metros, pintado de color burdeos y con grietas en las paredes. El suelo de madera estaba frío, y lo primero que hizo fue sentarse en la cama extragrande y enfundarse unos calcetines. Metió las piernas en las braguitas al levantarse y se quitó la bata. Vio de reojo su reflejo en el cristal de cuerpo entero de la puerta del armario: sin sujetador, con braguitas y calcetines deportivos negros.

—Muy sexy —murmuró en voz alta al tiempo que meneaba la cabeza.

Para cuando terminó de vestirse, Mark ya había salido de la ducha, dejando un reguero de gotas a su paso. Estaba desnudo, igual que ella antes. Miró hacia la ventana de la habitación, con los estores subidos como siempre. El aislamiento los había vuelto despreocupados, hasta el punto de no pararse siquiera a pensar en los demás cuando estaban en casa. Para una mujer que antes cerraba la puerta del baño cuando se encontraba sola en la habitación de un hotel, alcanzar este punto de despreocupación le había llevado pocos años. Se vestía, se desnudaba, se duchaba, hacía pis y practicaba el sexo, todo con la convicción de que no había nadie ahí afuera observándola.

Extrañamente, en ese momento, mientras miraba por la ventana, no se sintió sola. La sensación la atenazó como un sueño perturbador y se le puso la piel de gallina.

—Vámonos —murmuró cuando Mark terminó de vestirse.

Cogieron los abrigos y salieron a la gélida noche. Se dio cuenta de que Mark no apagaba las luces y que cerraba la puerta con llave tras ellos. Mientras conducían y los cristales se empañaban, ella se encontró temblando de frío. Ahuecó las manos frente a la nariz para calentar el aire. Mark permanecía en silencio a su lado. Hilary sabía que la llegada de Cab Bolton le había alterado.

—¿Quieres hablar de ello? —preguntó.

Mark hizo una pausa antes de responder. Puso las largas para iluminar el tramo de carretera lleno de curvas.

—Creo que debería contarle a Bolton que estuve en la playa —dijo al fin.

Hilary negó con la cabeza.

—Ni hablar.

—Si las muestras de ADN coinciden, Bolton lo descubrirá de todos modos y concluirá que tengo algo que ocultar.

—¿Recuerdas lo que nos dijo Gale? Si no pueden probar que estuviste en la playa, no hay caso. Punto. No puedes renunciar a tu mejor baza legal, Mark. Tenemos que ser prácticos con esto. Por lo que sabemos, no podrán recoger muestras de ADN; el cuerpo de Glory estuvo en el agua.

Mark miró de reojo el retrovisor.

—En la playa, Glory habló de fuego —le confesó.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando la encontré estaba tarareando esa canción de Billy Joel, «We Didn’t Start the Fire». Mencionó el poema de Robert Frost, «Fuego y hielo», y habló del fin del mundo, consumido por las llamas. Me dijo… me preguntó por qué no quería jugar con fuego. Sacaba el tema una y otra vez.

—Así que a lo mejor es verdad —dedujo Hilary—. A lo mejor ocurrió algo en Florida relacionado con el incendio.

—¿Harris Bone?

—Es posible. Está por ahí, en alguna parte.

—Si le cuento a Bolton lo que dijo Glory, a lo mejor se dará cuenta de que no soy la única diana del pueblo.

—Sé cómo te sientes, pero no podemos decir nada que te ponga en peligro. Mira, averiguaré todo cuanto pueda sobre el incendio. Intentaré que Peter Hoffman hable conmigo; Harris Bone era su yerno, a lo mejor está al corriente de algo que nos ayude a saber si Bone podría haber estado en Florida. Si descubro alguna cosa, se lo diré a Bolton. ¿De acuerdo?

No obtuvo respuesta de su marido y se dio cuenta de que tenía la mirada fija en el retrovisor. Hilary se dio la vuelta y vio lo que estaba mirando: unos faros.

Otro vehículo los seguía por la carretera.

—La furgoneta lleva ahí desde que hemos salido —murmuró Mark—. He visto las luces al girar en el cementerio.

—¿Tienes idea de quién es?

Él negó con la cabeza. De noche y en temporada baja, era poco habitual ver otros coches circulando por las carreteras de la isla; además, sólo un puñado de residentes vivía todo el año en las tierras remotas más allá de Schoolhouse Beach. Redujo la velocidad y la furgoneta se acercó hasta que sus faros quedaron justo detrás de ellos, como unos gigantes ojos blancos. El vehículo no hizo ninguna maniobra para adelantar.

Hilary entornó los ojos ante el resplandor que la cegaba.

—No puedo ver al conductor ni la matrícula.

Mark pisó el freno y aminoró la marcha hasta que el Camry avanzó a apenas treinta kilómetros por hora. La furgoneta también redujo la velocidad y se mantuvo tras ellos, abarcando todo el parachoques trasero.

—Sujétate —dijo Mark.

Pisó a fondo el acelerador y el Camry salió disparado hacia delante, pero el motor de la furgoneta también rugió. La carretera se extendía en línea recta en esta parte de la isla, y Mark aceleró a noventa y cinco y luego a ciento quince, antes de que el exceso de velocidad resultara peligroso. A pesar de ello, la furgoneta volvió a acercarse a ellos, y a medida que lo hacía el conductor puso las largas, lanzando un rayo de luz deslumbrante a través de su luna trasera. Junto a ella, Mark cerró los ojos y giró el retrovisor.

Luego frenó.

La furgoneta aceleró, y Mark apenas tuvo tiempo de lanzar un grito de advertencia antes de que Hilary sintiera un impacto que le estremeció los huesos, cuando la furgoneta chocó contra la parte trasera del Camry. Su cabeza sufrió una sacudida hacia atrás y rebotó en el asiento. El Camry viró bruscamente y empezó a colear mientras Mark trataba de recuperar el control. El vehículo bandeó de una cuneta a otra, acercándose a los riscos de ambos lados. Al final Mark consiguió reducir la velocidad e hizo avanzar el coche por el arcén de la derecha, levantando oscuras nubes de grava y hojas.

La furgoneta pasó como una exhalación a su lado. Hilary apenas pudo ver qué forma tenía; no distinguió el color ni al conductor, tan sólo pudo observar como sus luces traseras se perdían en la distancia.

Mark respiraba con rapidez. Tenía la cara roja como un tomate, y el cuerpo tenso por la rabia.

—Hasta aquí hemos llegado.

—Mark, no lo hagas.

Él no la escuchó, puso el motor en marcha y emprendió la persecución de la furgoneta. Hilary se agarró a la puerta y se mordió el labio hasta que le pareció notar el sabor de la sangre en la boca. Vio las luces rojas de la furgoneta a un kilómetro y medio, pero Mark recortaba la distancia de cien metros en cien metros. El chasis del Camry vibraba, y el límite del bosque era una imagen borrosa.

—¡Reduce! —gritó ella—. Por el amor de Dios, Mark, vas a hacer que nos matemos los dos.

Mark mantuvo las manos aferradas al volante y no apartó la vista de la carretera. El motor del coche rugía en sus oídos, el viento silbaba en las junturas de las ventanas. Estaban a poco más de medio kilómetro de la furgoneta, cuando de repente las luces traseras se desvanecieron. Mark redujo la velocidad de forma abrupta, pero aún iba a sesenta y cinco kilómetros por hora cuando alcanzaron el punto en que la recta se desviaba en una curva cerrada hacia la derecha. El coche derrapó hacia la izquierda y Mark se agarró al volante. Hilary temió que dieran una vuelta de campana, pero los neumáticos se agarraron al pavimento; Mark aceleró y les alejó con seguridad de la curva.

Fue entonces cuando Hilary vio un gran bulto negro justo delante de ellos. La furgoneta estaba estacionada de través, bloqueando la carretera allí donde terminaba el haz de sus faros.

No tenían tiempo de frenar.

—Oh, no —gimió Hilary.