18

Hilary vislumbró el Corvette púrpura entre los coches que hacían cola para embarcar en el último ferry del día, y vio a un hombre larguirucho vestido con traje y sentado en el respaldo de uno de los bancos del parque que había junto al embarcadero. Reconoció el pelo rubio engominado y el aspecto de estrella de cine, y apretó las manos sobre el volante con preocupación. Se apartó de la carretera con una maniobra abrupta.

Cab Bolton la saludó con un movimiento de cabeza mientras ella salía del coche. Sujetaba el móvil con la mano por encima de él, enfocado hacia el cielo.

—Hola, señora Bradley —la saludó—. Esta isla es muy bonita, pero la cobertura es una mierda. Me está volviendo loco.

Hilary no perdió el tiempo con parloteos.

—Espero que no haya estado molestando a mi marido, detective.

—Dios me libre —contestó Cab en un tono agradable. Luego se bajó del banco y se irguió en toda su estatura. Hilary, que no era baja, no estaba acostumbrada a que nadie le sacara más de una cabeza, como le ocurría con Cab. Éste le dedicó una sonrisa cautivadora mientras se cerraba las solapas del traje—. ¿Aquí siempre hace tanto frío a finales de marzo?

—Si es demasiado para usted, vuelva a Florida.

—Oh, sólo me gusta quejarme. —Echó un vistazo a la isla, a las aguas salpicadas de rocas que se extendían más allá del puerto y la densa barrera de árboles perennes pegados a la línea de la costa—. Es un lugar inhóspito para vivir. ¿Por qué se mudaron?

—No todo el mundo quiere vivir en un barrio residencial —replicó Hilary.

—¿Huían de algo?

—Sí. Del humo, de las multitudes, del tráfico, del asfalto. De la monotonía.

Cab se sacó las gafas y las balanceó entre los dedos. Sus ojos eran de un azul irresistible.

—He hecho mis deberes con usted, señora Bradley. En las escuelas de Chicago me contaron que era una de las mejores profesoras que habían tenido. Les supo muy mal que se marchara.

—¿Y?

—Y me pregunto por qué lo dejaría para trabajar en una pequeña escuela en medio de la nada.

—Me encanta enseñar, no importa si la escuela es grande o pequeña. —Y añadió—: A Mark también le encantaba, hasta que le crucificaron.

—Debe de ser difícil ir a trabajar cada mañana, sabiendo que la gente cree que su marido la engañó con una alumna.

—No me hace ninguna falta su compasión, detective.

—Sigo sintiendo curiosidad por las razones que les llevaron a mudarse aquí. ¿Tuvo Mark problemas con alguna chica en las escuelas de Chicago? Será mejor que me lo diga; lo descubriré de todos modos.

—No hay nada que descubrir —repuso Hilary con brusquedad.

Estaba harta de que la gente que no conocía cuestionara sus motivos. Cab Bolton no era el primero, y no sería el último. Su familia, sus compañeros de trabajo y sus vecinos, todos eran iguales. Todos querían intervenir en cómo elegían Mark y ella vivir su vida.

—¿Sabe lo que me dijo mi madre, detective? —prosiguió Hilary—. ¿Cuando le conté que Mark y yo nos íbamos a vivir a Door County? Me preguntó cómo podía haber sido una mujer independiente durante tantos años y ahora dejarlo todo por un hombre.

—¿Qué le contestó? —quiso saber Cab.

—Le dije la verdad, que no estaba renunciando a nada. Mark y yo habíamos tomado una decisión sobre lo que queríamos. Eso es todo, ése es el gran secreto. No me importa si lo entiende o no.

—Estaban locamente enamorados —dijo Cab, y Hilary percibió el cinismo en su voz.

—Ahórreme el sarcasmo, detective. No estoy de humor para jueguecitos.

—No intento jugar con usted, señora Bradley, créame. Pienso que es inteligente, y respeto el ahínco con el que defiende a su marido.

—Pero cree que soy estúpida.

—Creo que la gente no siempre es quien piensa ser —le dijo Cab—. Mientras protege a su marido, podría empezar también a protegerse a usted.

—Si trata de hacerme dudar de Mark, ya puede olvidarse.

—Creo que tiene dudas, pero usted misma no quiere admitirlas.

—Entonces no sabe lo que significa tener fe en alguien —replicó Hilary.

—Tiene razón. No lo sé.

—Si eso es cierto, lo lamento por usted.

—No se preocupe por mí. —Cab se metió las manos en los bolsillos y se encogió por el frío—. Mire, vamos a dar por hecho que su marido le ha contado que estuvo en la playa con Glory. No le estoy pidiendo que me diga si es así o no, pero si estuvo allí con ella, hay muchas posibilidades de que la matara. Es usted lo bastante inteligente para darse cuenta de ello. A lo mejor no quería hacerlo, a lo mejor las cosas se descontrolaron. No importa.

—Veo que estoy perdiendo el tiempo —le cortó Hilary—. Es usted como todo el mundo de por aquí; da por hecho que Mark es culpable. Se ha autodesignado juez y jurado.

—No doy por hecho que sea culpable, pero tampoco que sea inocente.

—Buenas noches, detective. —Hilary señaló hacia el barco, donde uno de los operarios de cubierta hacía señas para captar la atención de Cab—. Supongo que no querrá perder el ferry. No me gustaría que se quedara toda la noche atrapado en un lugar tan inhóspito como éste.

Cab sonrió y se sacó las llaves del coche del bolsillo.

—He hablado con el sheriff Reich. No es muy fan de su marido.

—Yo tampoco soy una gran fan del sheriff —replicó Hilary—. No ha levantado un dedo para evitar que los residentes locales nos acosaran.

—Dice que Delia Fischer tenía razón, que su marido, Mark, se acostaba con Tresa.

—Tresa era una chica adorable que se equivocó. No hubo nada más.

—Resulta muy fácil seducir a un hombre —le recordó Cab—. Por lo general, las mujeres encuentran la forma de conseguir lo que quieren.

A Hilary se le daba bien interpretar a las personas, y le pareció ver más allá del escudo de los ojos azules del detective. Su cinismo no era sólo profesional.

—¿Con quién tiene que ver esto, detective, con usted o conmigo?

—¿Disculpe?

—Tengo la sensación de que una mujer le engañó. Usted la quería, y ella le hirió.

Una expresión sombría se cernió sobre el rostro de Cab.

—¿Quién juega ahora?

—Lo siento —se disculpó Hilary—, pero no nos eche el pasado en cara, ni a Mark ni a mí.

—No estaba haciendo eso.

—¿Ah, no?

—No. Ya le he dicho que no doy por sentado que su marido sea culpable. Si las pruebas apuntan en dirección a otra persona, las seguiré.

—Si eso es cierto, cuénteme algo. ¿Mencionó el sheriff Reich a Glory y el incendio?

—¿Qué incendio?

—Glory era vecina de un hombre que quemó su casa, con toda su familia dentro —le explicó Hilary—. Ella estaba allí cuando ocurrió. Estuvo a punto de morir.

Cab frunció la boca.

—No lo sabía.

—Hasta hoy, yo tampoco. ¿No le parece interesante? Esa chica fue testigo de un asesinato hace seis años, y ahora la asesinan a ella. Es una gran coincidencia.

Observó cómo Cab procesaba mentalmente las implicaciones de esta información, sopesaba su significado y valoraba si ella estaba tratando de levantar una cortina de humo.

—¿Por qué cree que hay una conexión? —quiso saber—. No tengo muy claro cómo puede un crimen cometido hace seis años, por muy terrible que fuera, tener relación alguna con lo que le pasó a Glory en Florida.

—Si no fuera porque el asesino escapó —declaró Hilary—. Y sigue huido de la justicia.

—¿El hombre que provocó el incendio está en libertad? ¿Es eso cierto?

—Es cierto. Se llamaba Harris Bone. Compruébelo.

Hilary regresó a su Camry y se quedó de pie junto a la puerta del conductor. Estaba satisfecha consigo misma. Mientras miraba a Bolton y escrutaba su rostro, decidió que tal vez nunca fuera su aliado, pero tampoco tenía por qué ser su enemigo.

—Si puede dejar a un lado su obsesión con mi marido —le gritó—, debería hacerse la pregunta que llevo haciéndome yo todo el día, detective. ¿Y si Harris Bone estaba en Florida? Piense en ello. ¿Y si Glory le reconoció? ¿Qué cree que le habría hecho él?

La noche cayó sobre la isla dos horas después. Sin luz solar, las temperaturas caían en picado más allá del punto de congelación. Las ráfagas de viento procedentes de la bahía asolaban la tierra y hacían que los árboles oscuros se balancearan. Nadie atravesaba las olas como cañones de Death’s Door. No había ferrys hasta la mañana, y las embarcaciones privadas que transportaban pasajeros permanecían al abrigo de sus embarcaderos. El destacamento de Washington Island estaba aislado de la civilización, desolado y deshabitado.

Condujo con los faros apagados. Por la noche, bajo las nubes bajas, apenas distinguía las lápidas del cementerio de la isla, que se alineaban en filas de granito junto a la carretera, que desaparecía en el bosque allí donde terminaba el camposanto. Redujo la marcha. Los neumáticos de la furgoneta robada se deslizaban sobre la grava como si fueran papel de lija. Un poco más adelante, distinguió el pálido claro entre los árboles donde la carretera se detenía en Schoolhouse Beach. Giró a la derecha en un cruce a menos de cien metros del agua y avanzó a ciegas por las curvas que seguían la línea de la costa. Sabía dónde vivía Mark Bradley. No estaba lejos. Cuando llegó a trescientos metros de distancia, vio brillar las luces de la casa entre los árboles, como si fueran antorchas. Se detuvo.

Aparcó en el camino de una casa que permanecía cerrada durante el invierno. Salió del coche con una pesada palanca agarrada en la mano enguantada. Mientras se dirigía hacia las luces por el camino, resultaba invisible. Se mantuvo cerca de la cuneta, donde los abedules se alineaban sobre la grava y balanceaban sus dedos hacia él. El viento ahogaba el crujido de sus botas sobre el suelo. Cerca de la casa, se metió entre los árboles y se arrastró entre las delgadas ramas sobre el suelo blando, hasta quedar a apenas veinte metros de las ventanas.

Desde allí podía ver a los Bradley. Estaban los dos dentro.

Mark Bradley estaba de pie junto al cristal, contemplando la oscuridad justo en su dirección. Si hubiera sido de día se habría sentido expuesto, pero sabía que en ese momento la ventana no era sino un espejo lleno de reflejos. Detrás de Mark Bradley vio a su mujer, que sostenía una copa casi vacía de vino tinto. Hilary Bradley aún llevaba la ropa del trabajo, una blusa gris satinada y pantalones negros, que realzaban sus largas piernas. Se acercó a su marido por la espalda y le susurró algo al oído, pero él no reaccionó.

Hilary se acabó el vino y apretó el hombro de su marido, pero él permaneció en el mismo lugar, petrificado con una estatua. Ella abandonó la habitación y, un momento después, la luz iluminó el pequeño cuadrado de la ventana del baño al final del pasillo. No había cortinas. En la privacidad de la isla, nunca había nadie que espiara; excepto ahora. Vio la silueta del torso dibujada sobre el blanco álamo y la contempló con interés indiferente mientras ella se desvestía. Se desabrochó los botones de la blusa, la dejó caer por los brazos y la colgó detrás de la puerta. Sus dedos, con las uñas pintadas de un rojo brillante, apartaron los mechones de pelo rubio de la cara; se soltó la melena y dejó que el pelo le cayera sobre los hombros. Se sacó las gafas y las dobló. El efecto de ese gesto inocente resultó extrañamente lascivo. Con ambas manos en la espalda, se desabrochó el sujetador y lo dejó caer. Sus pechos eran dos globos pálidos e hinchados. Bajó la cremallera de los pantalones, se los sacó y luego hizo lo mismo con las medias; para ello se inclinó hacia delante, y sus pechos quedaron colgando y se balancearon. Ahora estaba desnuda, pero él sólo veía su pálida piel hasta las caderas. Mientras la observaba, ella se metió en la ducha, donde ya corría el agua, y desapareció de su campo de visión.

Mark Bradley estaba solo.

Avanzó hacia la parte trasera de la casa. La hierba mullida amortiguaba el ruido de sus pasos. De vez en cuando, una ráfaga de nieve se le derretía sobre el rostro. Se agachó bajo el alféizar y se arrastró de lado. La ventana del salón, entreabierta un par de centímetros, quedaba justo a su derecha. Asomó la cabeza por el marco para mirar al interior. Mark Bradley estaba junto a la chimenea, observando detenidamente un cuadro que colgaba de la pared. El óleo era un caos de brochazos rojo escarlata y extraños ángeles gigantescos. Bradley le daba la espalda, así que cruzó el espacio de la ventana con dos pasos silenciosos. Ahora se encontraba cerca de la esquina de la casa, donde una puerta permitía el acceso al porche con mosquitera. Todo lo que tenía que hacer era atraer a Bradley al exterior.

Se dijo que estaba haciendo lo correcto. No podían permitirse que les descubrieran.

La puerta combada se abría hacia fuera desde el porche, proporcionándole protección. Cuando Bradley la empujara, podría dar un paso y estamparle la punta ahorquillada de la palanca directamente en la parte posterior del cráneo. Un solo golpe, no haría falta más. Había hecho cosas mucho más difíciles en su vida.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un petardo del Cuatro de Julio, apenas más grande que una vela de cumpleaños. Prendió la mecha con un encendedor y lo lanzó con el pulgar. El petardo salió volando y aterrizó a tres metros de la puerta del porche, pero la llama chisporroteó y se consumió sin estallar. Hurgó en el bolsillo en busca de otro artefacto; sólo le quedaba uno, y era tan viejo que tenía muchas probabilidades de que le explotara en las manos. Acercó la mecha a la llama y volvió a lanzarlo, al tiempo que observaba como su leve resplandor dibujaba un arco sobre el cielo. Al aterrizar, vio como la mecha ardía hasta el final.

Crack.

Explotó con un destello de luz blanca, pero el sonido resultó extrañamente amortiguado. No estaba seguro de que hubiera sonado lo bastante alto. Hubo un largo y tenso momento de silencio, pero entonces la vieja casa se agitó con el movimiento de unos pasos cautelosos en el porche. Mark Bradley se acercaba para investigar el ruido.

Levantó la palanca.

La puerta del porche se abrió frente a él.