Mark Bradley se había puesto una mascarilla blanca mientras reparaba los daños ocasionados por los vándalos en su hogar. Le habría gustado que los muy cobardes hubieran venido cuando él estaba en casa, para así darle la oportunidad de pelear. El martes, mientras Hilary se reincorporaba a la escuela, había barrido los cristales y añicos, sacado los muebles rotos a la calle y rascado las paredes. A última hora del miércoles, había arrancado la moqueta y aplicado dos capas de pintura en el salón. Por lo menos, aquella palabra ya no le miraba a los ojos.
ASESINO.
Mientras la pintura se secaba, cogió una cerveza de la nevera y se la llevó al porche cubierto de mosquitera que había en la parte de atrás, y que utilizaban durante tres estaciones al año. Se sentó en la silla de hierro forjado, que chirrió bajo su peso. Antes de beber, se dio cuenta de que aún llevaba puesta la mascarilla blanca. Se la apartó de la cara, se llevó la botella a la boca y dio un trago largo. Se frotó el cuello entumecido con los dedos.
Fue entonces cuando notó el pequeño bulto de dos costras sobre su piel. Arañazos.
Mark cerró los ojos y sintió que un sudor frío, un sudor terrorífico, le cubría el cuerpo.
—Hija de puta —murmuró.
Recordó a Glory en la playa y volvió a sentir cómo se colgaba de él agarrándolo por el cuello. Le había clavado las largas uñas en la piel, haciéndole daño. Y le había dejado una marca.
Sabía lo que eso significaba.
La policía de Florida le había tomado una muestra de células cutáneas del interior de la boca con un bastoncillo de algodón, la había metido en una bolsa de pruebas y la había marcado con una etiqueta. Cuando buscaran debajo de las uñas de Glory encontrarían piel, analizarían el tejido y hallarían la correspondencia. El resultado sería un nombre: Mark Bradley.
Sabrían que había estado allí. En la playa. Con Glory.
Mark dejó la botella. Se le habían quitado las ganas de beber cerveza. Contempló a través de los lánguidos árboles el agua gris de la playa, a unos noventa metros. Sabía que dentro de dos meses, cuando los árboles reverdecieran, sería imposible verla tras los abedules. No pudo evitar preguntarse si estaría ahí para verlo, y si para entonces ya lo habrían arrestado.
«Pueden probar que estuviste ahí. No pueden probar que la mataste». No estaba seguro de que la diferencia influyera en el dictamen de un jurado, si llegaban a ese punto. Cuando moría una adolescente, todo el mundo quería que alguien pagara.
A Mark lo asaltó una oleada de cólera. Últimamente le ocurría cada vez más a menudo. Momentos de ira. Era claustrofóbico por naturaleza, y cuando las paredes empezaban a cerrarse sobre él, las golpeaba y trataba de buscar el modo de huir. Si no encontraba una salida, deseaba castigar a quienes lo habían metido allí.
El teléfono que había en la mesita junto a él empezó a sonar. Era Hilary, y se relajó al oír su voz. A veces, ella tenía un sexto sentido para saber cuándo la necesitaba.
—Estoy en Northport, esperando el ferry —le informó—. Llegaré a casa dentro de una hora.
—Muy bien.
—¿Cómo va?
—Mejor. La casa tiene mejor aspecto.
Ella escuchó su voz, y él notó como intuía su estado de ánimo.
—¿Estás bien?
—No mucho.
—¿Qué pasa?
—Por teléfono no —dijo él.
Se había vuelto paranoico, y creía que tal vez la policía había pinchado sus llamadas.
—¿Por qué no vamos a cenar fuera? —propuso ella.
—¿Estás segura? Ya sabes cómo será.
Se había vuelto reacio a salir y encontrarse con la gente de la isla. Estaba harto de las miradas sombrías y la hostilidad muda de la gente de su entorno.
—Que les den a todos —le dijo Hilary—. No vamos a dejar que nos impidan vivir nuestras vidas.
Mark sonrió.
—Tienes toda la razón.
—Enseguida nos vemos.
Hilary colgó. Él cogió su cerveza, continuó bebiendo y se recordó, como hacía la mayoría de los días, lo afortunado que había sido de conocer a Hilary Semper. Algunos hombres no se sentían lo bastante seguros para casarse con una mujer más lista que ellos, pero él ya había tenido un montón de experiencias con mujeres que sólo querían alardear de él ante sus amigas. Incluso se había casado una vez, cuando tenía veinticinco años, con una morena efervescente que le había seguido durante todo el circuito profesional, lo había seducido, se lo había llevado a la cama y luego a los juzgados. Él era joven; ella era joven. Ella siempre andaba hablando de todo lo que compartían, cuando en realidad lo único que quería era un anillo y un marido que hiciera morirse de celos a sus amigas.
Duró dos largos años. Al divorciarse de ella, se juró a sí mismo que nunca más.
Poco después de la ruptura, se había bebido diez cervezas de más e incrustado su coche en una mediana de la autopista Kennedy. Una estupidez. Podría haber muerto. En lugar de eso, la cirugía le devolvió la vida, pero no su carrera. Tras el proceso de rehabilitación le quedó un noventa por ciento de movilidad en el hombro izquierdo, pero un jugador de golf profesional necesitaba al menos un ciento diez por cien. Un ciento veinte si era Tiger Woods. No iba a volver a jugar profesionalmente. El golf había muerto para él.
Lo que parecía una maldición, con el tiempo resultó ser una bendición. Cuando saltaba al campo era competitivo hasta la locura, pero descubrió que era algo más que un golfista, un jugador, un deportista. Retomó algo que no había vuelto a hacer desde la adolescencia: pintar. Volvió a leer y devoró los clásicos. Descubrió que se sentía atraído por la enseñanza porque era muy distinta a su vida de antaño; además, le dejaba tiempo para convertirse en alguien que le gustaba bastante más que Mark Bradley, el jugador de golf profesional.
También le convertía en pobre. Ésa era la parte mala.
A medida que el dinero se agotaba dio por sentado que dejaría de triunfar con las mujeres; sin embargo, descubrió que para muchas y de todas las edades, bastaba con la apariencia física. Podría haberse conformado con una vida cómoda, pero ya había vivido un matrimonio sin amor. Aceptaba las aventuras ocasionales, pero nada que llegara a ser serio para ninguno de los dos. Hasta que apareció Hilary. Hilary, que era atractiva y no era consciente de ello. Hilary, que le deslumbró porque todo lo que decía era tan jodidamente interesante, y porque no parecía importarle lo que los demás pensaran de ella.
Hilary. A veces se quedaba sin respiración al pensar que ella se había casado con él.
Era eso lo que despertaba su ira: el miedo a perder todo cuanto tenía. Ya había perdido su trabajo, y ahora le preocupaba que pasara lo mismo con su casa, su libertad y la única mujer a la que había amado de verdad.
Y todo por haber dado un paseo por la playa. Todo por Glory Fischer.
Mark volvió a entrar en la casa, donde el olor del empalagoso ambientador cubría el hedor de la porquería que habían lanzado contra las paredes. Decidió salir a correr para descargar la frustración. Por primera vez, cogió la llave y cerró al salir. Estaban en Washington Island, un lugar donde nadie cerraba con llave; no había nada que temer, porque el resto del mundo estaba a media hora de distancia, al otro lado de Death’s Door.
Ya no era así.
Realizó los estiramientos sobre las hojas caídas que cubrían el camino de entrada, destensando los músculos. El bosque que le rodeaba estaba en calma. Al arrodillarse y tocarse los dedos de los pies, vio su Ford Explorer inclinado en un ángulo extraño en el claro entre los árboles. Al mirar más de cerca, se dio cuenta de que dos de las ruedas estaban deshinchadas. Habían rajado el neumático, y el hacha oxidada que había causado el daño estaba tirada entre las hierbas, junto al todoterreno.
Le estaban mandando un mensaje. Podía cubrirlo con pintura, pero nadie iba a dejar que lo olvidara: «Asesino».
Mark recogió el hacha, que era pesada y vieja. La sopesó con la mano. Notó que la ira se adueñaba de nuevo de él, y la lanzó contra el tronco moteado de blanco de un abedul joven, donde se quedó clavada mientras el mango temblaba. La sacó y volvió a lanzarla, realizando un profundo corte en el costado del árbol. Lo repitió una y otra vez, mientras la madera y la corteza salían volando, hasta que se quedó sin aliento y el tierno árbol quedó sostenido sobre una enésima fracción de su tronco. Lo rodeó con los brazos, como si fuera la garganta de alguien, y empujó hasta que el árbol gimió, se partió desde la base y cayó sobre el bosque con gran estruendo.
Regresó tambaleándose al camino de entrada, con la respiración agitada y la cara enrojecida. El hacha le cayó de la mano.
Oyó un ruido procedente del camino y se dio la vuelta con un gesto violento, esperando a que vinieran por él. Los vándalos. Los punkis. Estaba preparado para enfrentarse a ellos cuerpo a cuerpo.
Pero no era nadie de la isla.
Había un Corvette de color púrpura aparcado al principio del camino, que parecía extrañamente fuera de lugar en medio de la naturaleza de la isla. Junto a la puerta vio a un hombre ridículamente alto con traje de ejecutivo, apoyado en el coche y que le miraba desde detrás de unas gafas de sol que no tenían ningún sentido en un día nublado. Había estado observando mientras Mark estallaba de rabia. Era Cab Bolton.
Aún bajo la mirada hostil de Bradley, Cab volvió a meterse en el Corvette alquilado. En aquel momento no tenía ningún interés en mantener una conversación con él, pero quería que supiera que le había seguido hasta su casa. La investigación no había terminado, y si Bradley creía que se había librado con tanta facilidad, se equivocaba. Cab también sabía, tras observar el estallido de furia con el hacha, que su primera opinión sobre aquel tipo había sido la correcta.
Mark Bradley tenía mal genio. Si le apretabas lo suficiente, perdía el control.
Cab dio media vuelta con el coche y regresó al camino que pasaba junto a Schoolhouse Beach y llevaba a la carretera principal de la isla, más allá del cementerio. De pronto se le ocurrió que había estado en todos los rincones del mundo, pero creía que en ninguno tan remoto como aquél, aquella isla en el extremo de la península de Door County. Al conducir por la franja de tierra que quedaba al norte de Sturgeon Bay, tuvo la impresión de estar atravesando un pueblo fantasma, con los escaparates de las tiendas cerrados con postigos y amplias extensiones de bosque y tierras de cultivo en barbecho. Era hermoso y siniestro a la vez, como si alguien hubiera trasplantado un rincón de Nueva Inglaterra y hubiera colocado señales de «Prohibido pasar» para mantener alejado al resto del mundo.
Nunca había pasado mucho tiempo en el Medio Oeste, y siempre había pensado en él como un lugar en el que el invierno duraba nueve meses, las vacas superaban en número a las personas y la tierra era plana e interminable. Nada de lo que había visto hasta entonces le había hecho cambiar de idea.
En el trayecto de vuelta al embarcadero del ferry, encontró un saloon decorado al estilo del oeste necesitado de una buena mano de pintura, justo junto a la carretera. En el cartel podía leerse «Bitters Pub». Aparcó en la grava frente al bar, donde su Corvette destacaba como un coche de Hot Wheels junto a la hilera de furgonetas oxidadas y monovolúmenes descomunales. En el interior, el olor rancio a tabaco impregnaba el bar. Se sacó las gafas de sol y vio una larga barra de roble con taburetes a la izquierda, unas cuantas mesas cuadradas diseminadas sobre el suelo de madera y dos mesas de billar al fondo. Las paredes estaban atiborradas de cachivaches, como sierras de madera y esquís.
Tres hombres con unas barrigas imponentes bebían cerveza, jugaban al billar y exhalaban anillos de humo. Una camarera aburrida, joven y guapa, contempló su caro traje con una sonrisa de curiosidad. Un hombre con cuello de extintor y el pelo entrecano estaba sentado en la barra frente a una taza de café. Cab se aproximó a la barra y la camarera se acercó a él. Llevaba el pelo moreno suelto, un jersey de lana color teja y unos pantalones desgastados.
—¿Puedo ayudarle?
—Estoy buscando al sheriff Felix Reich —le dijo Cab—. Uno de sus ayudantes me ha dicho que probablemente le encontraría aquí.
La chica señaló con la cabeza al extintor sentado al final de la barra.
—Sheriff —le llamó—, alguien le busca.
La cabeza del sheriff Reich se volvió lentamente, y repasó a Cab de arriba abajo con la expresión de un hombre que muerde un limón. Sus ojos empezaron en el pelo rubio de punta y descendieron por su largo cuerpo, asimilando su traje de raya diplomática, la corbata y los mocasines lustrosos, para deshacer luego el trayecto recorrido y concentrarse en la manicura de las uñas y el pendiente de oro. Una vez hubo terminado, Reich se dio la vuelta para observar detenidamente el vapor que se elevaba de su taza de café, como si fuera mucho más interesante que cualquier cosa que Cab tuviera que decir.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó. Su voz era tan áspera como la grava de las carreteras secundarias de la isla.
Cab se sentó a dos taburetes del sheriff, dándole la espalda al mostrador y con sus piernas zancudas extendidas sobre el suelo de madera. Apoyó los codos en la barra. Los puños blancos de su camisa, cerrados con unos gemelos de ónice, asomaban por las mangas de la chaqueta del traje. Estaba acostumbrado a sentirse como un extraño y era inmune a las miradas y el silencio con que le recibían cuando iba a algún sitio donde no lo conocían. Aquél no era distinto de otro centenar de lugares en los que había estado.
—Sheriff, me llamo Cab Bolton —se presentó—. Soy detective de la policía de Naples, en Florida.
Reich, que llevaba una gruesa camisa de franela remetida por dentro de unos pantalones de pana, suspiró y se volvió sin levantarse del taburete. No era un hombre grande, pero llevaba la ropa muy ceñida. Tenía la cara erosionada, como si fuera un caso de congelación crónica, y sus ojos azules eran duros e impasibles.
—¿Un detective? —preguntó.
—Así es.
—Bien, detective, si uno de mis polis viniera a trabajar con un pendiente, tendría dos opciones: arrancárselo y largarse a casa hasta que se cerrara el agujero, o renunciar a la placa.
Cab esbozó una sonrisa, pero Reich no se la devolvió. Vio cómo el viejo sheriff le escrutaba e imaginó lo que pensaba: «Menuda dentadura más blanca».
—Supongo que me alegro de no trabajar para usted —replicó.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Cab Bolton.
—¿Cab? ¿Qué clase de nombre es ése?
—Me lo pusieron por mi abuelo —contestó Cab, inventando una nueva explicación y un nuevo nombre para acompañarla—: Cornelius Abernathy Bolton.
—¿Abernathy?
Cab se limitó a sonreír.
Reich gruñó y alargó la mano para coger la taza de café.
—¿Está aquí por Glory Fischer?
—Así es.
—¿Piensa arrestar a Mark Bradley?
—Por el momento sólo quiero saber más sobre él. Y también sobre Glory.
La camarera pululaba a su alrededor y le dedicó a Cab una sonrisa de interés. Tendría unos veinticinco años, y no llevaba alianza. En su rostro de mejillas redondeadas brillaban dos grandes ojos marrones.
—¿Quiere beber algo? —le preguntó la chica a Cab.
Reich hizo un gesto en dirección a las botellas de licor alineadas tras la barra.
—Sí, ¿qué es lo que bebe la gente en Florida? ¿Mojitos? —preguntó en tono despectivo.
—No, gracias —dijo Cab.
La camarera le guiñó el ojo.
—Entonces, a lo mejor quiere hacerse socio del club.
—¿Qué club?
Reich sonrió a hurtadillas hacia los hombres que jugaban al billar. Éstos se acercaron, y el humo del local se volvió más denso.
—Detective, no está usted sólo en un bar —le explicó el sheriff—. Ésta es la sede internacional del Bitters Club.
—¿Ah, sí?
—Así es. Tom Nelson lo fundó en la isla en 1899. Estaba convencido de que la amargura de la angostura era un elixir de salud. Más o menos como ustedes los de Florida con el zumo de naranja. Se bebía por lo menos medio litro al día.
—¿Medio litro de angostura?
—No es como la Guiness, pero te acostumbras al sabor. Está ahí abajo, con el aceite de motor. Aunque no tiene que ser medio litro; si puede tragarse un vaso de chupito, está admitido en el club.
Cab no pensaba dejar que ese tipo le ganara con su juego de machitos.
—Claro. Sírveme.
La camarera sonrió con suficiencia y buscó debajo del mostrador. Colocó un vaso de cristal frente a Cab y lo llenó con un líquido negro que guardaba un sospechoso parecido con el aceite de motor. Cab se lo llevó a la nariz y lo olió. Reich le observaba con atención, igual que los demás, esperando a que su cara se contrajera en una mueca de desagrado. Él no reaccionó, a pesar del aroma tóxico que habría despertado a un paciente en coma. Se imaginó que era o todo o nada. No se trataba de un brandy que pudiera sorber y saborear. Hizo girar el líquido en el vaso, se lo llevó a los labios y se lo bebió de un solo trago. Apretó los labios de forma involuntaria y se le contrajo la garganta. El sabor le recordaba al de colillas aplastadas recogidas de las alcantarillas.
—¿Le gusta? —preguntó Reich.
—Delicioso —graznó Cab.
—Bienvenido al club.
—Llamaré a mi madre —replicó Cab.
Reich se relajó y sonrió, como si Cab hubiera superado una prueba de resistencia propia de Door County.
—Suelte toda la porquería, detective. ¿Qué tiene contra Mark Bradley?
Cab jugueteó con el vaso vacío. La boca seguía sabiéndole a herbicida.
—¿Honestamente? No mucho.
—Lamento oír eso —replicó el sheriff—. El año pasado no pude enchironar a Bradley por abuso sexual, porque Tresa estaba tan colgada por ese cabrón que no dijo nada contra él. Por lo que a mí respecta, si un profesor se acuesta con una de sus alumnas, deberían llevarlo a una granja de cerdos y castrarlo. Así no tendríamos que preocuparnos por los reincidentes.
—¿Está seguro de que se acostaban?
—Leí el diario de la chica. No tiene tanta imaginación.
—¿Se le ocurre una razón por la que Bradley quisiera matar a Glory Fischer? —preguntó Cab.
—Se me ocurren muchas. A lo mejor intentó violarla y ella se resistió. A lo mejor se limitó a descorchar su «botella» y se corrió encima de ella. Usted elige.
—Tal vez tenga razón —le dijo Cab—, pero ahora mismo ni siquiera puedo demostrar que Bradley estuviera en la playa con la chica. Aún no he recibido el resultado de los análisis forenses; espero que la suerte nos sonría. Si no, tenemos que encontrar a alguien que viera algo.
—Entonces ¿qué viene a hacer en mi territorio, detective? —preguntó Reich en tono mordaz—. Va a provocar a mucha gente que ya está sufriendo por lo que ha ocurrido.
—Me gustaría averiguar si Mark había tenido algún tipo de relación previa con Glory Fischer. Me gustaría saber si estaba ocurriendo algo más en la vida de esa chica.
Reich dejó la taza de café sobre la barra.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Glory vio en Florida a alguien a quien conocía. Quiero saber quién era y si tiene algo que ver con su muerte.
—¿Alguien a quien conocía? —repitió Reich—. ¿Cree que era alguien de aquí?
—Eso es lo que quiero averiguar.
Reich frunció los labios en un gesto de desaprobación.
—Le sugiero que no pierda de vista su objetivo, detective. Pasé mucho tiempo con Mark Bradley el año pasado, y no me sorprende en absoluto que esté implicado en todo esto.
—¿No?
—No. Ese hombre es un cartucho de dinamita.
—¿Qué hay de Glory?
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Reich.
—He oído que tenía problemas. Robos, drogas, sexo. Para ser una buena chica de campo, parece que corría bastante.
Reich se encogió de hombros.
—No hay mucho que hacer por aquí en la temporada baja. Los chicos se meten en problemas, y Glory no era una excepción. Si empieza a arrastrar el nombre de una buena chica por el barro, la gente no se lo va a tomar muy bien. La víctima aquí es ella. No lo olvide.
—No lo haré.
—Delia Fischer es una buena mujer. No se merece que traten así a sus hijas.
—¿La conoce bien? —quiso saber Cab.
—Los dos somos de aquí. Quienes hemos vivido aquí toda nuestra vida nos conocemos todos, detective.
Cab se apartó de la barra del bar.
—Ya le he robado bastante tiempo, sheriff; tengo que coger el ferry. Sólo quería presentarme antes de meter las narices en su jurisdicción.
—Muy inteligente por su parte —aprobó Reich—. Si mis ayudantes o yo podemos ayudarle a encerrar a Bradley, dígamelo, ¿de acuerdo? Le tengo muchas ganas.
—Lo entiendo. —Cab señaló con la cabeza el vaso de chupito, en el que aún quedaban restos de angostura—. Gracias por la bebida. No creo que la olvide.
—Seguro que no.
—Dígame algo, sheriff —añadió Cab—. Usted está al tanto de todo lo que ocurre por aquí. ¿Hay algo que debiera saber de Glory Fischer? ¿Algo que pudiera haberla llevado a la muerte?
Reich terminó su café y se secó la boca.
—Ni una maldita cosa, detective. Usted concéntrese en Mark Bradley.