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La habitación de Amy Leigh en la residencia Downham de la Universidad de Wisconsin en Green Bay daba a los vestigios de la última cosecha de un maizal. Más allá de las hileras de tallos rotos, ella podía distinguir la línea de árboles caducos y desnudos por el invierno señalizando el Cofrin Arboretum que rodeaba todo el campus, cercándolo como si se tratara de una isla protegida por un bosque encantado. Era última hora de la tarde del martes, pero el cielo ceniciento invitaba a pensar en una hora más tardía. Se habían reanudado las clases, y los libros de Psicología que debía leer se amontonaban en su cama, pero le resultaba muy difícil concentrarse. En lugar de estudiar, se pasaba el rato mirando hacia fuera, al campo desolado, y pensando en Glory Fischer y Gary Jensen.

Le había sido imposible quitárselos de la cabeza desde que el autobús llegó a Green Bay: la chica hallada muerta en la playa de Florida y el entrenador que siempre parecía desnudarla mentalmente cuando la miraba.

—Gary y su mujer fueron a escalar a Utah en diciembre —murmuró Amy mientras leía atentamente el artículo que había encontrado en internet.

Ni siquiera se dio cuenta de que había hablado en voz alta, hasta que su compañera de habitación rodó sobre la cama para tenderse boca arriba y gruñó.

—¿Otra vez a vueltas con eso? —preguntó Katie.

Amy se sacó el boli de la boca.

—Su mujer murió, perdió el agarre mientras escalaba; una caída de más de sesenta metros. No había nadie en esa zona del parque excepto ellos. Si quisieras matar a alguien y salir impune, ¿se te ocurre una manera mejor? ¿Quién sabe qué ocurrió en realidad?

Katie apoyó el libro de texto en su estómago desnudo. Llevaba un sujetador deportivo y unos holgados pantalones de chándal.

—Recuerdo que me dijiste que, cuando viste a Gary en el campus, en enero, estaba destrozado.

—La gente puede fingir. ¿Y si ella se dio cuenta de la clase de hombre que era?

—¿Qué clase de hombre es?

—Un cerdo. Intenta ligar con todas las chicas.

—Igual que la mitad de los tíos mayores del mundo.

—Lo de su muerte salió en los periódicos —señaló Amy—. La policía de Utah lo investigó.

—La policía investiga siempre que alguien se cae de un precipicio. No le acusaron de nada, ¿no?

—No.

Katie se sentó y dejó las piernas colgando por el borde de la cama.

—Mira, Ames, sólo porque tu entrenador sea un capullo no quiere decir que sea un asesino en serie o algo parecido. Primero mata a su mujer, ¿y ahora a una chica en Florida a la que ni siquiera conoce? ¿Qué sentido tiene?

—Sólo me pregunto si debería contárselo a alguien. El caso es que creo que vi a Gary con Glory Fischer.

—¿Crees?

—Vale, no estoy segura. —Y añadió—: Ahora es algo personal para mí. Por Hilary.

—Era tu entrenadora. No has hablado con ella en siete años.

—Sí, pero ya has visto las noticias —replicó Amy—. Su marido es el principal sospechoso.

—Bueno, conocía a la chica y su habitación estaba cerca del lugar donde la mataron, y además le guardaba rencor a esa familia. A primera vista, se merece ser sospechoso.

Amy cogió un mechón de su pelo rubio y rizado y se lo enrolló entre los dedos mientras meneaba la cabeza.

—Le recuerdo. Era un tipo simpático. Hilary no se casaría con alguien capaz de hacer algo así; es demasiado inteligente.

—¡Uau! No me digas que eres tan ingenua —se burló Katie—. Si vas a ser psicóloga, será mejor que aprendas que no puedes confiar en la gente a primera vista, ¿sabes?

—Sí, lo sé.

Su compañera de habitación bajó de la cama, cogió una camiseta de Green Bay del cesto de la ropa sucia y se la metió por la cabeza, cubriendo su escuálido torso. Se sacó los pantalones del chándal y se enfundó las piernas en unos tejanos ceñidos. Volvió a sentarse en la cama para anudarse las deportivas; al inclinarse, las gafas le resbalaron por la nariz.

—Voy a cenar —le dijo a Amy—. ¿Quieres venir conmigo?

—No tengo hambre.

—¿Estás segura?

—Sí. Ve tú.

—Vale, como quieras. Te veo luego.

Katie se marchó y dejó a Amy sola en la habitación. Se levanto y empezó a andar de arriba abajo, y luego trató de aclararse la mente con varias posturas de yoga. No funcionó. Amy volvió a sentarse al escritorio y releyó el artículo del periódico de Green Bay sobre la muerte de la mujer de Gary Jensen, cuatro meses atrás. Era el tipo de accidente trágico que ocurría cada día, no había nada sospechoso en él. Estaba convirtiendo a Gary en un monstruo sin ninguna razón.

Abrió la página de Facebook en su ordenador. Tenía casi cuatrocientos amigos, incluido todo el mundo de su instituto y docenas de bailarinas de todo el país que había conocido. Hizo una búsqueda, encontró el perfil de Hilary Bradley, que era amiga suya, y clicó sobre la fotografía de su ex entrenadora.

En la foto del perfil de Hilary se la veía montada en bicicleta, circulando en una carretera bordeada de árboles en algún lugar. Mostraba una gran sonrisa mientras la larga melena volaba al viento tras ella; sus ojos azules estaban ocultos por unas gafas de sol. Parecía feliz. Amy se imaginaba que la foto se habría tomado donde vivía ahora, en las tierras rurales de Door County. Apenas había cambiado en los trece años transcurridos desde que Amy la conoció en el instituto de Chicago. Era guapa y rubia, como ella, alta y corpulenta, también como ella. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de Hilary: no era un palillo ni se disculpaba por su cuerpo. Siempre le decía a Amy que se podía ser grande y aun así, elegante y atractiva.

Amy leyó el estado de Hilary en Facebook, colgado desde un móvil sólo unos minutos antes. «Vuelvo a tener la misma pesadilla, y me encantaría despertarme», había escrito Hilary.

No le costaba entender lo que quería decir. El año anterior, había seguido la sucesión de acontecimientos en la página de Hilary, mientras su marido se enfrentaba a la acusación de tener una aventura con una estudiante. Debía de ser como un déjà vu.

Amy clicó en las fotos del perfil, en las que aparecía Mark Bradley pintando en una playa de Door County. Amy apenas le había conocido en Chicago, pero las chicas que lo habían tenido como profesor sustituto se habían enamorado de él. Era el tipo de profesor por el cual las alumnas perdían la cabeza. Fuerte y sensible, atractivo, creativo. Lo tenía todo. Una buscaba romanticismo, pero también quería a alguien que te hiciera sentir segura en un callejón oscuro. Mark Bradley era así.

Amy pensó en lo que había dicho su compañera de habitación: no se puede juzgar a la gente a primera vista. Le desagradaba la idea de que la muerte de Glory la hubiera trastornado tanto. Era posible que Gary Jensen no fuera más que un hombre inocente cuya esposa había muerto en un accidente, dejándolo solo y abatido, y que Mark Bradley, fornido, atractivo y casado con el ídolo de Amy, fuera el malvado, el asesino. Ésa era la respuesta más obvia, y la respuesta más obvia solía ser la verdad.

No se podía confiar en el instinto; seguramente Katie tenía razón también en eso. Amy sólo disponía de su instinto para decidir qué hacer. Conocía a Hilary; a través de ella, era como si conociera a Mark, y también conocía a Gary.

Instinto.

Amy pensó en enviarle un mensaje a Hilary por Facebook, para que supiera que pensaba en ella y Mark. Se preguntó si debería mencionar sus sospechas, pero no lo hizo. En lugar de eso, cerró el ordenador, cogió el móvil de la mesa y vaciló antes de marcar. Se le aceleró la respiración. Se sentía como en los instantes previos a salir a la pista para una actuación.

—Amy, ¿qué demonios estás haciendo? —se preguntó a sí misma en voz alta.

En lugar de responderse, pulsó las teclas del teléfono y esperó. Al oír la voz de él contestando, notó el encanto escurridizo del tono y deseó que la tierra se la tragara.

«Te vi con Glory Fischer. Sé que era ella».

—¿Gary? Soy Amy Leigh.

A Gary Jensen no le costó imaginarse la cara y el cuerpo de Amy cuando ella llamó. Era una de las chicas a las que más le gustaba mirar durante las sesiones de entrenamiento en el gimnasio. Le gustaba cuando la cara le brillaba de sudor por los ejercicios, y sus brazos y piernas repletos de fuerza. Tenía los pechos grandes, lo cual por lo general constituía un inconveniente para bailar, y ni siquiera un sujetador bien ceñido podía evitar que se balancearan de forma seductora. El pelo se le quedaba adherido a la piel en mechones húmedos. Era muy atractiva.

Sabía que a ella no le gustaba, nunca lo había ocultado. Como entrenador, le escuchaba y seguía sus instrucciones, pero siempre que hablaba con él se mostraba fría. La mayoría de las chicas le seguían el juego y tonteaban con él cuando les tiraba los tejos, pero Amy no lo había hecho nunca. Le sorprendió que le llamara, y despertó su curiosidad.

—Hola, Amy —respondió—. ¿Qué pasa?

—Tengo algunas ideas para unos pasos nuevos —le explicó ella—. Algo muy atrevido. Supongo que tendremos que subir un poco el listón para ganar el año que viene, ¿no?

—Eso es cierto —dijo él, que había notado la tensión en su voz. Hablaba entrecortadamente, lo cual no era habitual en Amy, una de las bailarinas más seguras del equipo.

—Estaba pensando que a lo mejor podría comentarlo contigo —continuó ella—. Tal vez podríamos vernos.

—Por supuesto —accedió Gary—. Me encantaría.

—¿Te va bien quedar mañana?

—Ojalá pudiera, pero no es un buen día. Tengo una reunión fuera de la ciudad. ¿Qué te parece el jueves por la noche? Voy a revisar los vídeos de las actuaciones del torneo de baile. ¿Por qué no vienes a mi casa y los miramos juntos? Me gustaría conocer tu opinión.

La oyó dudar al otro extremo de la línea telefónica.

—Sí, de acuerdo —respondió al final—. Así lo haré.

—Sabes dónde vivo, ¿verdad? Está cerca del final de Bay Settlement, al otro lado del parque del condado.

—Lo sé. —Gary esperó a que ella colgara, pero tras una larga pausa añadió—: Oye, Gary, sé que tendría que habértelo preguntado antes, pero ¿cómo estás?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, no hace tanto que… ya sabes, que perdiste a tu mujer, y sé lo difícil que debió de ser. Lo lamento por ti. Sólo quería asegurarme de que estabas bien.

—Es muy amable por tu parte, Amy. Yo no diría que esté bien, pero estoy aprendiendo a vivir con ello.

—Me alegro.

—Nos vemos el jueves.

Gary colgó el teléfono y se acarició la barbilla con dos dedos, mientras pensaba en la actitud nerviosa de la chica y se preguntaba por sus verdaderas intenciones. Por una parte sospechaba por el momento en que se había producido la llamada, tan poco después de volver de Florida. Por otra, había mencionado a su mujer, y eso no le gustaba.

Se encontraba en el dormitorio principal de su casa de principios de siglo, que había comprado cinco años atrás al mudarse a Green Bay. El papel de las paredes tenía un estampado en cenefas color burdeos y dorado. Los muebles del dormitorio, que venían con la casa, eran de nogal, con un imponente baldaquín en la cama tamaño extragrande, y una ornamentada cómoda a juego que se alzaba junto a la ventana como un soldado sombrío. Michelle le había suplicado que vendiera los muebles, para que pudieran redecorar la habitación con un estilo más ligero y alegre, pero nunca habían tenido oportunidad de hacerlo.

Gary miró entre las cortinas que colgaban desde el techo, hacia el camino vacío más allá del jardín.

Los recuerdos de la caída de Michelle todavía le perseguían; podía ver el terror en sus ojos mientras gritaba. Él había llorado al verlo, al verla morir, y en ese momento pensó en lanzarse tras ella. Seguía habiendo días en que el dolor y la sensación de pérdida eran casi imposibles de soportar.

Si hubiera habido otro camino… Si ella no hubiera descubierto la verdad…

Gary marcó un número en el móvil y contempló el camino, que se iba oscureciendo a medida que caía la noche.

—Soy yo —dijo al oír aquella voz que le resultaba tan familiar—. Es posible que tengamos un problema.