15

—Llevo veinte años viviendo aquí —le dijo Terri Duecker a Hilary, mientras se sacaba el cigarrillo de la boca y observaba el humo disiparse en el aire frío—, y sigue siendo igual. No naciste aquí, así que nunca serás una de ellos. Si tienes hijos los aceptarán desde el primer día, pero a ti no.

Las dos mujeres estaban sentadas en las gradas del exterior de la escuela Fish Creek. Ambas llevaba abrigos gruesos, y Hilary tenía las manos metidas en los bolsillos con borreguito. El césped del campo de fútbol estaba blanco por la escarcha, y el cielo era un manto moteado de carboncillo. Una hilera de píceas bordeaba el extremo más distante del campo, cual si fueran espectadores, ocultando el agua de Green Bay más allá del risco. Detrás de ellas el aparcamiento de la escuela estaba mojado por el aguanieve intermitente que había caído durante la noche.

—Eso no me importa —replicó Hilary—. Cuando vinimos ya lo sabíamos, pero ahora es distinto. Están intentando echarnos, asustarnos para que nos marchemos.

Terri se encogió de hombros.

—Pueblos pequeños… —comentó—. Si pudieran construirían un muro para mantener alejados a los de fuera. Además, sois de Chicago. La gente de aquí necesita culpar a alguien por los cambios que se han producido en el condado, y se imaginan que éstos se deben a los ricos que se mudan desde Chicago.

—Nosotros no somos ricos.

Terri meneó la cabeza.

—No importa. Mientras vivas aquí, te mirarán y verán una matrícula de la tierra de Lincoln en tu coche. J.bi una vez, j.bi para siempre. Yo tuve suerte; Chris y yo vinimos desde Fargo. Seguimos siendo extraños, pero al menos no somos seguidores de los Bears. Aun así, nunca verás a un lugareño confesándome sus secretos.

Hilary contempló la escuela que se hallaba tras ellas y vio otras dos profesoras charlando en el camino de acceso, en el exterior de las puertas de cristal. Se dio cuenta de que las miraban y las señalaban, y supo que hablaban de Mark y de ella.

El edificio de la escuela, a unos doscientos metros de distancia, era de una sola planta, alargado y bajo, y construido con ladrillo color vainilla. Oyó la bandera americana flamear en el viento, mientras la cuerda del mástil golpeaba contra el metal. Podría haberse tratado de cualquier otro instituto rural. Fácilmente podría haberse encontrado de vuelta en Highland Park, con la diferencia de que en el aparcamiento no había caros monovolúmenes Audi y BMW. Siempre se había sentido cómoda al cruzar las puertas de la escuela, oler la comida de la cafetería, escuchar la tormenta de gritos y canastas en el gimnasio. Sin embargo, entrar significaba ahora enfrentarse a las miradas de un centenar de espías. Allí se escenificaba el abismo que ahora separaba a Mark y a Hilary de los profesores, administradores y padres que deseaban su marcha.

—¿Y por qué os quedáis si te sientes así? —le preguntó Hilary a Terri.

—Somos como vosotros: siempre quisimos vivir en un lugar así. Si vas al norte de Surgeon Bay es como viajar en el tiempo. No hay franquicias de tiendas ni restaurantes de comida rápida. Los paisajes son espectaculares, y hay espacio para respirar. Si no fuera por los turistas en verano, sería un paraíso todo el año. Todos sabemos que los turistas pagan las facturas, pero no esperes que nadie de aquí se alegre por ello.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—¿Has tenido algún problema por ser amiga mía?

Terri se encogió de hombros.

—Sí.

—Bueno, gracias por estar a mi lado.

—Mark y tú me recordáis a Chris y a mí cuando nos mudamos aquí —le explicó Terri—. Los forasteros también necesitamos una comunidad.

Terri era bastante mayor que Hilary, pero se habían hecho buenas amigas. Era una morena delgada, cuyo mayor vicio era su cigarrillo de media mañana, que se fumaba en el borde de los campos de la escuela. Hilary solía acompañarla. Terri llevaba dos décadas enseñando Ciencias en el instituto. Su marido y ella eran propietarios de una serie de casas rurales y apartamentos en la zona de Fish Creek que alquilaban durante el verano, lo cual constituía su principal fuente de ingresos. Su marido, Chris, se ocupaba de las propiedades. Durante el invierno, cuando la mayoría de ellas estaban vacías, les alquilaban un piso a Mark y a Hilary por poco más que el precio de coste. Era un trato perfecto. Hilary y Mark podían quedarse cerca de la escuela y coger el ferry de vuelta a Washington Island los fines de semana.

—¿Qué dicen de nosotros? —preguntó Hilary.

—Sabes exactamente lo que dicen —replicó Terri. Su mirada era triste pero dura—. Ayer por la mañana no se hablaba de otra cosa en el instituto. Mark ha matado a Glory. No es un rumor ni una sospecha. Por lo que se refiere a la mayoría de la gente, es un hecho.

—Me alegro de no haber estado aquí.

—No te lo dirán a la cara, pero hablarán a tus espaldas. Sólo en la sala de un tribunal eres inocente hasta que se pruebe lo contrario. En la vida real no funciona así.

—Me van a poner de patitas en la calle, ¿verdad? —preguntó Hilary—. Nunca conseguiré otro trabajo.

Terri negó con la cabeza.

—No, lo encontrarás. Eres buena, y todo el mundo lo sabe. Además eres una mujer, no un hombre, y eso siempre ayuda. Te darán trabajo, pero harán todo lo posible para que te sientas tan miserable que no desees quedarte.

—Fantástico.

—Sería comprensible que Mark y tú quisierais marcharos; yo lo entendería —añadió Terri—, pero espero que no lo hagáis.

—Me pone nerviosa que la gente me diga lo que tengo que hacer —dijo Hilary.

Terri sonrió.

—A mí también.

—Por cierto, gracias por no preguntar.

—¿Preguntar el qué? —quiso saber Terri.

—Si estoy segura. Si creo que Mark lo hizo.

Terri aplastó el cigarrillo en la estructura metálica de las gradas y contempló el horizonte gris.

—Parece como si quisieras que te lo preguntara. Como si necesitaras decirlo.

—Tal vez —admitió Hilary.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿No lo hizo él?

—No.

—Con eso me basta —concluyó Terri—. Mira, he visto a Mark en clase, con los chicos. Es imposible que le levantara una mano a una adolescente. Y tampoco se acostaría con ellas, porque ese hombre te quiere. No estoy diciendo que no fuera capaz de matar a alguien que se metiera con cualquiera de los dos, pero ¿una chica inocente? Mark no haría eso. Chris y yo hemos hablado de ello, y él piensa lo mismo.

—Gracias.

—Ojalá hablara por la mayoría, Hilary, pero no es así.

—Lo sé.

Terri comprobó la hora mientras temblaba de frío. Ambas mujeres bajaron por las gradas, vigilando para no resbalar en los mojados escalones metálicos. El suelo cubierto de escarcha crujió bajo sus pies mientras regresaban a la escuela caminando junto a la carretera 42, que recorría la costa oeste de la península de norte a sur. La vía de dos carriles estaba tranquila.

—Esto no tiene que ver sólo con Mark —le confió Terri, alzando la voz para que el rugido del viento no la ahogara—. Lo entiendes, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que también tiene que ver con Glory. Habría pasado lo mismo con cualquier otra chica de aquí, pero con Glory es peor. Todos lo sentimos mucho, por lo que le pasó.

—¿Qué le paso? —quiso saber Hilary.

Terri se detuvo.

—¿No sabes nada del incendio?

—No, ¿de qué hablas?

—Oh, demonios. —Terri volvió a mirar el reloj.

—Cuéntamelo —le pidió Hilary—. Por favor.

—Te daré la versión abreviada. Ocurrió hace seis años; Glory tenía diez. Sabes que Delia tiene una vieja casa cerca de Kangaroo Lane, ¿no? Bueno, pues ella y las niñas vivían justo enfrente de un hombre llamado Harris Bone. ¿Te suena de algo el nombre?

Hilary pensó un momento y negó con la cabeza.

—Creo que no.

—Vaya, qué sorpresa. Creía que la noticia habría llegado a los periódicos, incluso en Chicago; fue terrible.

—¿Qué pasó?

Terri suspiró.

—Harris Bone estaba casado con una chica de aquí, Nettie, miembro de una conocida familia de la localidad, los Hoffman, que viven en Door County desde hace décadas. Eran una pareja extraña. Harris era hijo único y vivía con su madre en Surgeon Bay, encima de una pequeña tienda de licores. No era un gran partido, pero sí un chico guapo, y creo que lo que Nettie quería era un niño de mamá al que pudiera mangonear. Era una pieza. Trataba a Harris como un trapo, pero se volvió diez veces peor tras quedarse paralítica en un accidente de coche. Estaba enfadada con el mundo, y la tomaba con él. Oí hablar a sus hijos de cómo eran las cosas en casa. Las discusiones. Los gritos. Muy desagradable.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Glory? —preguntó Hilary.

—Glory acabó en medio de todo eso la noche equivocada —respondió Terri—. Había encontrado un gatito en el garaje de los Bone y empezó a escaparse por la noche para darle de comer. Una de esas noches, Harry regresó a casa mientras Glory estaba escondida en el garaje. El hijo de puta roció la casa entera con gasolina, por fuera y por dentro, y le prendió fuego como si fuera una antorcha. Nettie y los niños murieron, y Harris se quedó ahí sentado viendo cómo ardían. Sin avergonzarse, sin arrepentirse; sin culpa. Recuerdo que el sheriff Reich dijo que era como si estuviera en trance.

—¿Qué pasó con Glory?

—Estaba en el garaje y el fuego casi la alcanzó. Se escabulló por un agujero en la pared, pero inhaló mucho humo. Se pasó varias semanas en el hospital. Al final se curó, pero este tipo de cosas afectan tanto a la cabeza como al cuerpo. La gente siempre decía que Glory era como era por culpa del incendio. Salvaje. Temeraria. Promiscua. Como si tratara de huir del pasado.

A Hilary le costaba respirar. Terri tenía razón: lo que había ocurrido habría sido terrible con cualquier chica, pero ahora entendía lo que significaba para la comunidad perder a Glory. Recordó las palabras de Delia en Florida: «Casi la perdí una vez, y se me concedió una segunda oportunidad».

Ésta era la chica a la que todo el mundo creía que Mark había asesinado.

—Lo siento —murmuró Hilary—. Tresa nunca nos habló de ello.

—Bueno, no me sorprende. Todos actuamos como si no hubiera sucedido. Supongo que la idea era que, si no se hablaba de ello, no habría existido. Todo el mundo trataba de compensar a Glory. ¿Quién quiere recordar los chillidos de una familia que muere consumida por las llamas?

—¿Hizo terapia?

—Eso espero, pero la gente de por aquí no es muy abierta. Si vas al psicólogo es como si tuvieras un trastorno de personalidad.

—Supongo que también habrá sido difícil para Tresa —comentó Hilary.

—Mucho. Se convirtió en la hermana olvidada.

Hilary meneó la cabeza mientras pensaba en el naufragio de los Fischer y los Bone. Las personas eran frágiles; si rascabas la superficie, no encontrabas más que dolor. Cuando a alguien le ocurría algo malo, era como una onda expansiva que arrasaba con otras vidas a medida que los círculos se ampliaban.

Las dos mujeres siguieron andando lentamente hacia el edificio de la escuela. Llegaban tarde a su siguiente clase.

—Así que Mark está pagando los platos de Harris Bone —continuó Terri—. Eso forma parte de lo que está ocurriendo. La gente de por aquí es muy sensible a la idea de que un hombre no reciba su merecido tras un asesinato. No quieren que vuelva a ocurrir.

Hilary se paró y puso una mano sobre el hombro de Terri.

—¿No recibir su merecido? ¿De qué estás hablando? Has dicho que encontraron a Harris Bone entre las ruinas.

—Así fue. Le juzgaron y fue condenado a cadena perpetua. A mucha gente le habría gustado que en Wisconsin se aplicara la pena de muerte; la mayoría pensábamos que la cadena perpetua era demasiado poco para él.

—Eso no es lo mismo que no recibir su merecido.

—Lo sé, pero Harris escapó —explicó Terri—. Se escabulló mientras lo trasladaban a las instalaciones de máxima seguridad en Boscobel. Sigue en busca y captura desde entonces. Está en algún lugar, escondido.