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Cinco años atrás, los rumores en el instituto de Hilary Semper en Highland Park no hablaban más que del nuevo y atractivo profesor sustituto que acababa de incorporarse. El «pajarito» ya lo había fichado: metro ochenta, pelo castaño muy corto, un ex golfista profesional que había abandonado el circuito debido a una lesión. Casado en una ocasión, rápidamente divorciado, ahora sin compromiso. En una escuela donde la mayoría de las profesoras eran veinteañeras rubias ávidas de cazar un marido, constituía una noticia bomba.

Hilary no sentía ningún interés. Y no era que no hubiera tenido relaciones en su vida: se había enamorado por lo menos dos veces, pero en ambos casos se había dado cuenta de que estaba saliendo con alguien que quería una esposa, no una compañera. En aquella época había intentado cambiar para convertirse en alguien más parecido a lo que buscaban los hombres, pero al final decidió que no valía la pena fingir ser otra persona por amor. Sabía que su inteligencia intimidaba a los hombres. Sabía que era franca hasta el punto de ahuyentar a la gente. Si no existía el hombre capaz de vivir con esa combinación de cualidades, que así fuera.

Era la única de los seis hermanos Semper que no había pasado por el altar. Dos se habían divorciado y vuelto a casar, y el matrimonio de los otros tres había sobrevivido a duras penas a la llegada de los hijos. En las reuniones familiares siempre le preguntaban con asombro por qué no se había casado todavía. No les hacía tanta gracia cuando ella les preguntaba por qué lo habían hecho ellos.

En realidad sí quería casarse. Quería enamorarse, tener hijos. Si se presentaba una relación, se lanzaría a ella de cabeza. Si no sucedía nunca, no iba a llorar por ello ni dedicar un minuto a lamentarse por lo que no había encontrado. Se limitaba a seguir con su vida y no perdía el tiempo buscando a un hombre que tal vez nunca apareciera.

Su familia, que ya la miraba como a un bicho raro por seguir soltera, tampoco había entendido su decisión de convertirse en profesora. Se había graduado summa cum laude en Northwestern con una especialización en finanzas. Las agencias de inversión y los bancos de Chicago y Nueva York le habían ofrecido sueldos de seis cifras, y ella los había rechazado todos. En lugar de eso, había hecho lo que siempre había dicho que haría: enseñar Matemáticas y baile en un instituto. No era el mejor camino para hacerse rica, pero tenía pocos gastos y había invertido bien. Sus enérgicas críticas a todo lo que funcionaba mal en el sistema público de educación no le habían generado muchas simpatías entre los miembros del distrito escolar y el sindicato de profesores, pero los alumnos la adoraban. Ella también les adoraba. Estaba exactamente donde creía que quería estar en la vida.

Entonces, Mark Bradley entró a trabajar como profesor suplente en su instituto.

Hilary ya se había preparado para que no le gustara. Cuanto más se derretían sus ingenuas compañeras por él, más se preparaba ella para encontrarse con un mujeriego egocéntrico encantado de haberse conocido. Él había trabajado durante seis meses en el distrito antes de que le llamaran para sustituirla. No varió un ápice sus planes y procedió del mismo modo que siempre que un profesor suplente debía ocuparse de su clase: conocerle previamente para repasar la planificación de los temas durante una hora y media, indicarle lo que quería que hiciera y proporcionarle información sobre los puntos fuertes y débiles de cada alumno. Debía ocupar su puesto durante dos días, mientras ella acudía a una conferencia sobre educación en Nueva Orleans. La mayoría de los sustitutos se quejaba de su meticulosidad, y pocos cumplían las directrices que ella les había dado para su clase. Esperaba que Mark Bradley, licenciado en Lengua inglesa y Arte por la Universidad de Illinois, ex golfista profesional, fuera de lo peorcito, y que demostrase un escaso o nulo interés en lo que ella esperaba de sus estudiantes de Matemáticas. Ya había llegado a la conclusión de que sólo era un deportista estúpido.

Sabía —porque él se lo contó más adelante— que se había comportado de forma brusca y condescendiente con él. Apenas le había mirado, aunque le bastó una simple ojeada para darse cuenta de que era tan atractivo como habían dicho las demás profesoras. Si quería una oportunidad, ella no estaba preparada para dársela, y dudaba de que un ex deportista acosado por todas las guapas veinteañeras de la escuela tuviera mucho interés en una profesora alta y prepotente de treinta y tantos, con grandes dosis de terquedad extra que aportar.

Mark la sorprendió cuando se vieron. Controló decididamente su ego y se guardó los chistes, escuchó sus instrucciones y tomó notas con detalle. Era listo y tenía la misma pasión por la enseñanza que ella. Al regresar a la escuela al cabo de dos días, tras la conferencia, le sorprendió descubrir que Mark había seguido punto por punto sus indicaciones y que el temario estaba al día. No le sorprendió tanto que la mitad de sus alumnas se hubiera enamorado ya de él y le suplicaran que Mark volviera.

Unos días más tarde, mientras tomaban un café en la cafetería, Mark esperó hasta el final de la conversación para preguntarle si quería cenar con él.

Hilary tuvo que admitir que estaba intrigada y un poco excitada. Aun así, no era estúpida y no tenía ningún interés en una cita si el único objetivo de Mark era el sexo. Así que con su habitual brusquedad, le preguntó por qué quería salir con ella. No era exactamente el mejor modo de empezar una relación, pero sí la mejor manera de cortarla de raíz. Él volvió a sorprenderla.

—Cuando jugaba al golf nunca me gustó jugar a lo seguro y relajarme —le contó Mark—. Siempre iba por el green. Pensaba que no valía la pena conformarse con el segundo puesto.

Si cualquier otro hombre le hubiera entrado de esa manera, lo habría ignorado como un halago vacío, pero vio algo distinto en Mark Bradley. Sinceridad. Era una cualidad que apreciaba más que ninguna otra, y a lo largo de su vida le habían fallado suficientes personas para creerse capaz de reconocerla cuando la veía. Mark era un hombre que decía lo que sentía, que no fingía ser otra persona ante el mundo. Ésa era también la filosofía de Hilary.

Decidió que valía la pena arriesgarse con él. Una noche. Sin sexo. Sin compromiso. No esperaba que les llevara a nada más profundo, lo cual era un modo de controlar sus expectativas. Sin duda no esperaba que menos de dos años después estaría casada, y que Mark y ella se marcharían de Chicago en busca del tipo de vida idílico que ambos creían desear. Un lugar más silencioso y menos poblado. Un lugar con carreteras solitarias y bordeadas de árboles, donde el resto del mundo quedara muy lejos. Donde renunciar a los viejos sueños por otros nuevos, y vivir aislados.

Así fue como empezó todo. Cinco años atrás.

Ahora esos sueños se estaban marchitando.

Según el calendario el invierno había terminado, pero nadie se lo había contado a los dioses del tiempo en Wisconsin. El viento procedente de la bahía era cortante y el pronóstico anunciaba nevadas durante la noche. La única señal de la llegada de la primavera era la ampliación del horario del ferry de Northport, lo que significaba que ahora podían ir y venir de la isla casi cuando quisieran. Durante los meses más crudos del invierno, desde enero hasta marzo, se veían obligados a pasar la semana en una pequeña casa de alquiler cerca de Fish Creek, y sólo volvían a su verdadero hogar el fin de semana. Hilary se alegraba de poder dormir cada noche en su propia cama otra vez.

Mark conducía en silencio por la costa sudoeste de Washington Island en dirección a su casa. Había sido un día muy largo; primero el vuelo de Florida a Chicago y luego el trayecto en coche de cuatro horas siguiendo la costa del lago Michigan, hasta llegar a Door County. Casi habían perdido el último ferry. Ambos estaban agotados y lo único que querían era dormir.

Mark avanzó por la carretera principal que cruzaba el pueblo, lo cual constituía una generosa descripción de la comunidad rural de Washington Island. Ésta constaba de un puñado de tiendas y restaurantes, la mayoría de ellos en el lado oeste, granjas aisladas y árboles. La isla era plana como una tabla, medía apenas cincuenta kilómetros cuadrados y la mayor parte de su superficie estaba cubierta de un denso bosque y rodeada de aguas bravas. Todo lo que se vendía allí tenían que traerlo en barco desde la península, razón por la cual apenas había lo imprescindible para cubrir las necesidades de los residentes, sobre todo en temporada baja. Como los precios eran altos, la mayoría de la gente prefería esperar y hacer la compra una vez al mes en el extremo más alejado del condado, en Sturgeon Bay, en el establecimiento de la península que más se parecía al de una verdadera ciudad, a menos que quisieras conducir sesenta kilómetros más hasta Green Bay.

Pasaron junto al viejo bar de la isla, el Bitters Pub, y Hilary vio al propietario de uno de los moteles locales de pie junto a su furgoneta con una botella de cerveza en la mano. Le conocía, y él les conocía a ellos. Así era como funcionaban las cosas en una isla cuya población apenas alcanzaba las setecientas personas. No les saludó ni les dirigió una sonrisa; en lugar de eso, observó su Camry y su cara reflejaba una patente hostilidad mientras se llevaba la botella a los labios. Hilary supo que la noticia de lo ocurrido en Florida ya se había difundido entre los lugareños.

Cuando se mudaron a la isla, los habían recibido con educación, aunque no con cariño. Si no eras de allí, en realidad nadie te aceptaba, pero la gente era cordial y amable, aunque no te abrieran las puertas de su vida. A Hilary y Mark tampoco les interesaba ese tipo de amistad, pero al menos no se sentían como intrusos. Todo cambió al conocerse la historia de Tresa. A partir de ese momento, la cortesía mudó a fría desconfianza. No era fácil vivir en una localidad pequeña donde te rechazaban, sobre todo en una comunidad apartada del resto del mundo por el agua.

A Hilary le preocupaba lo que iba a ocurrir ahora que todos sabían lo de Glory. ¿Hasta dónde podían llegar los vecinos para dejarte claro que no te querían aquí?

Mark también lo vio. El hombre de la puerta del bar tenía una expresión mortífera.

—Bienvenida a casa —le dijo Mark a Hilary con una sonrisa cansada.

Continuó hacia la costa norte de la isla y tomó el camino del puerto a la altura del cementerio, sembrado de lápidas grises entre los pinos y la nieve. El camino de grava se adentraba entre los árboles desde el camposanto y terminaba en la playa de Schoolhouse, uno de los lugares más concurrido por los turistas durante el verano. Sin embargo, en temporada baja, la cala estaba desierta la mayoría de los días. El porche trasero de su casa se hallaba a ciento cincuenta metros de la orilla, y durante el invierno, cuando los árboles desnudaban sus ramas, podían ver las aguas del lago.

En lugar de girar a la derecha por el camino que llevaba a su casa, Mark continuó hasta la playa. Aparcó el coche, bajó y echó a andar hacia la orilla, que no era de arena sino que estaba compuesta de miles de diminutos cantos rodados. El puerto natural creado por la ensenada en forma de media luna estaba más en calma que las impetuosas aguas del lago que se extendía más allá del borde de tierra, pero aquí la calma era relativa. Se metió las manos en los bolsillos y contempló las olas encrespadas que surcaban las aguas como pequeños icebergs.

Hilary se unió a él. Permanecieron de pie uno junto al otro, sin hablar. El fuerte viento le despeinó el pelo alrededor del rostro, y los labios se le pusieron blancos por el frío. Toda la franja curvada de la playa estaba vacía. En medio de aquella desolación, podrían haber sido los dos únicos habitantes de la isla. Eso era lo que habían deseado: recogimiento en plena naturaleza, las carreteras desiertas, el silencio perpetuo sólo interrumpido por los pájaros y el viento. Hasta ahora nunca le había parecido siniestro, pero por primera vez, Hilary se sintió amenazada por lo remoto del lugar.

—¿Sabes qué es lo más duro? —preguntó Mark—. Sigue encantándome este sitio. Es el lugar más hermoso del mundo.

—A mí me pasa lo mismo.

Se volvió hacia ella, la cogió de la nuca y la besó dulce pero intensamente. Había muchos tipos de besos entre una pareja: el beso de despedida, el de reconciliación, el beso de amor y el de buenas noches. Esta vez la sensación de sus fríos labios sobre los suyos le resultó nueva, como si en aquel beso ambos reconocieran la necesidad de que los rescataran y que tendrían que salvarse el uno al otro. Era un beso con un claro mensaje: «Aférrate a mí, porque esta travesía va a ser dura».

Regresaron al coche. Su casa se encontraba setecientos metros hacia el norte. Era pequeña, con tres habitaciones como cajas de cerillas y un porche trasero de madera con mosquitera que se estaba ablandando con el tiempo. La pintura azul celeste necesitaba una nueva capa. Las corrientes de aire se colaban por las ventanas. Teniendo en cuenta su tamaño y antigüedad, la vivienda había resultado absurdamente cara, pero allí pagabas por el terreno y las vistas. Habían reunido un depósito de las inversiones de Hilary y los ahorros de Mark de su época de golfista, pero aun así habían tenido que pedir una hipoteca que apenas estaba al alcance de sus posibilidades. En su presupuesto se contemplaban dos ingresos. Ahora sólo trabajaba uno de ellos.

No obstante, cuando giraron por el camino de tierra, Hilary sintió que estaba en casa. No había tenido esa sensación en ningún otro lugar, de ahí su negativa a marcharse a pesar de lo feas que se habían puesto las cosas y de lo que les costaba mantenerla. Cuando salió del coche y olió la nieve que se acercaba, y sintió la capa blanda y acolchada de hojas bajo los pies, la embargó una oleada repentina de bienestar. Al mirar la cara de Mark, se dio cuenta de que él sentía lo mismo. Aquél era su refugio.

Su evasión de la realidad duró poco.

Dejaron el equipaje en el maletero y se dirigieron a la puerta principal; Hilary se detuvo al verla abierta y Mark echó un vistazo al interior, sumido en la oscuridad. El barro y las hojas se habían amontonado en la entrada. Un fétido aroma se extendía como una nube tóxica por el aire fragante y frío.

—Espera aquí —dijo él en voz baja.

Ella lo observó mientras él entraba. Estaba tenso, con el cuerpo flexionado como un muelle. Segundos más tarde oyó algo que brotaba de su garganta, una exhalación de cólera que no se parecía a nada que hubiera oído de su marido antes. Era como si fuera lo que fuese aquello que había encontrado lo hubiera superado.

—¿Mark? —le llamó.

No obtuvo respuesta.

—¿Va todo bien? —insistió en tono apremiante.

Al ver que seguía sin responder, entró en la casa. Tras dejar atrás el recibidor de parqué, giró y entró en la sala, con su alfombra enmohecida y su chimenea y los muebles que habían reunido de su vida antes de casarse. Mark estaba de pie en medio de la estancia, con la cara contraída en una mueca violenta. En las tinieblas de la oscuridad casi absoluta, vio los daños y entendió qué era lo que iba a ocurrir ahora. Captó el mensaje que les estaban enviando sus vecinos.

La casa había sido violada; era la única palabra que se le ocurría. Las paredes de pladur estaban llenas de agujeros, suponía que hechos con un bate de béisbol. Las figuritas que había coleccionado desde niña estaban desparramadas por el suelo hechas añicos y las lámparas, tiradas y rotas. Habían lanzado excrementos de animal a las paredes, que habían resbalado dejando un asqueroso reguero marrón. Habían rajado con cuchillos las fundas de los cojines y habían sacado el relleno de espuma, que cubría el suelo como si fuera un chopo.

Por todas partes habían escrito con espray una palabra. Sobre las paredes, en el cristal de las ventanas, en el techo, en el suelo. Había medio centenar de ellas.

Una sola palabra repetida una y otra vez, escrita con pintura rojo sangre.

ASESINO