13

El sheriff Felix Reich bajó con su Chevy Tahoe del ferry de Washington Island, mientras el vehículo repiqueteaba sobre la rampa metálica en dirección a tierra en el extremo de Door County, en Northport. La travesía por Death’s Door había sido tempestuosa pero Reich había realizado el trayecto miles de veces en su vida y era inmune al vaivén de las olas. Durante el invierno, en las mañanas laborables, la mayoría de los viajeros eran lugareños que tenían un estómago de hierro incluso en las peores condiciones meteorológicas. En esta ocasión, Reich había compartido el ferry con sólo tres vehículos más que se dirigían a la península.

Reich abandonó la carretera 42 más allá del puerto y tomó otra de tierra conocida como el camino de Port des Morts. Conducía entre los árboles invernales, que arañaban la furgoneta con sus ramas desnudas. A través de la telaraña de árboles, distinguió lujosas casas aisladas, pegadas a la cima del acantilado junto al agua, pero casi no había nadie en ellas para admirar el panorama que se extendía a sus pies. La mayoría de los propietarios sólo iba durante la temporada alta, dejando la tierra deshabitada el resto del año para la pequeña tribu de residentes fijos. Incluso en verano, la mayor parte de los turistas no se aventuraba más allá de la carretera principal ni viajaba al norte de las poblaciones turísticas, como Fish Creek, Ephraim y Sister Bay. Una vez llegabas a Gills Rock y Northport, por lo general estabas solo.

Condujo hasta el final del camino de Port des Morts y aparcó en un claro protegido. Salió de su Tahoe y subió por el embarrado camino que llevaba a la cabaña de Peter Hoffman. Era una pequeña casa ubicada en un extenso terreno donde crecían abundantes robles viejos. Pete vivía allí desde que Reich y él volvieron juntos de Vietnam. Su amigo la mantenía impecable; la casa era su hobby y su pasión. En la vida de Pete no había muchas más cosas, no desde que su mujer muriera de cáncer siete años atrás. No desde que se jubiló.

No desde el incendio.

Llamó al timbre, pero por el silencio dedujo que Pete había salido a dar su paseo matinal. Sabía dónde encontrarlo. Volvió al todoterreno, retrocedió medio kilómetro y giró en dirección al agua por Kenosha Drive, que llevaba al parque del condado. Al final del corto sendero, se veía la bahía a través del bosquecillo de abetos gigantes y, bajo el cielo oscuro, el agua era tan azul que casi parecía negra. Aparcó sobre la hierba aletargada, donde algunos vestigios de nieve aún se aferraban a la tierra en las zonas sombrías. Un poco más allá había dos bancos grises, colocados en diagonal al agua. Peter Hoffman estaba sentado en uno de ellos.

Reich bajó de su todoterreno. El aliento se convertía en vaho al respirar. La mañana era fría, con un viento racheado que había sacudido el ferry como si fuera una ballena subiendo y bajando por las olas. Allí hacía frío incluso en verano, pero él nunca lo notaba, y si lo hacía, lo apartaba de sus pensamientos. A sus sesenta años, se levantaba cada día con dolor de huesos en las extremidades, pero no permitía que eso le impidiera realizar sus tareas cotidianas: sacar la nieve del camino de entrada, cortar y partir leña para la chimenea o levantar pesas religiosamente en el gimnasio del sótano. Por lo que a él respectaba, podría haber tenido cuarenta y cinco.

Vestía un uniforme marrón del departamento del sheriff que le sentaba como un guante, planchado con las rayas bien marcadas. No había engordado un kilo en años. La placa refulgía en su pecho como si fuera de oro, y cada noche lustraba sus botas para limpiar la mugre del trabajo, que le llevaba a los rincones más enlodados y polvorientos del condado. Llevaba el pelo rapado al dos, tan tieso como en su época en la Marina. No era alto, medía alrededor de un metro setenta y cinco, pero había luchado y vencido a hombres treinta años más jóvenes y que pesaban veinte kilos más. Se imaginaba que aún era capaz de hacerlo.

Reich contempló el agua con gesto adusto. Podías vivir aquí toda tu vida, como había hecho él, y descubrir cada día un matiz nuevo en el color de las olas. Distinguió en el horizonte el perfil rocoso de Plum Island y, más allá, la tierra llana de Washington Island, donde había comprado su casa en los setenta y donde había vivido, solo, sin casarse, desde entonces. Se sentía unido a la isla y al estrecho paso hacia la península, pero no era un soñador. Cada temporada sacaban del agua los cadáveres de aquellos que subestimaban el poder de Death’s Door.

Sin mediar palabra, Reich se sentó en el banco frente a Peter Hoffman, que no le miró. El claro que les rodeaba estaba salpicado de tocones. Las delgadas sombras de los abedules dibujaban una red sobre la hierba. Pete bebía café de la copa de plástico de un termo, y Reich vio la nube de vapor que se formaba sobre ella. También percibió el olor a whisky en el aliento de su amigo.

—Un poco pronto para darle, Pete.

Éste le tendió el termo.

—¿Quieres uno?

Reich lo rechazó con un gesto de la cabeza. Le gustaba beber, pero nunca si estaba de servicio y nunca si tenía que conducir o volar. Y no a las nueve de la mañana.

—¿Te has enterado? —preguntó Reich.

Pete dio un trago a su café y se secó la boca. Tenía la vista fija en la distancia de la bahía. Asintió, pero no dijo nada.

—Glory Fischer —murmuró Reich—. Como si la chiquilla no hubiera sufrido suficiente.

Pete inspiró de forma ruidosa y entrecortada. Reich pensó que su amigo se iba a echar a llorar. Estaba preocupado por Pete, y lo había estado durante la mayor parte del último año. Cuando servían juntos, Pete era como él, un tipo duro al que podías golpear sin lograr doblegarlo. Ambos eran autóctonos, lo que los convertía en una rara avis en Door County. Prácticamente podían ver la casa del otro a través de los seis kilómetros y medio del estrecho. Habían cazado, pescado y se habían emborrachado más veces de las que Reich era capaz de enumerar. Tenían los mismos valores sobre Dios, la vida y el mal, que habían permanecido sólidos como una roca mientras el resto del mundo se iba al infierno.

Pero éste no era el Pete que él conocía. El viejo que bebía en un banco a primera hora de la mañana, dejándose ir, ahogando sus penas, cojeando por su casa vacía debido a la bala que había recibido al interponerse entre Reich y un fusil en 1969. Su porte erguido había empezado a desplomarse, y sólo su pelo, que seguía siendo curiosamente negro, le recordaba al hombre que había sido su mejor amigo durante toda su vida. Pete era ocho años mayor y parecía estar, como el agua, a las puertas de la muerte.

—He hablado con Delia —le contó Reich—. Ha estado un par de días en Florida con Tresa y Troy Geier, intentando que la policía local moviera el culo. Hoy llegará a casa. Tresa no va a volver a River Falls este trimestre. Se quedará aquí.

—Eso está bien —murmuró Pete.

—Delia y la poli creen que ha sido ese hijo de puta que acosaba a Tresa —añadió Reich—. El profesor, Mark Bradley. Estaba allí, en el hotel, y los polis están bastante seguros de que se vio con Glory en la playa.

Pete se volvió hacia él con los ojos inyectados en sangre.

—¿Le van a dar su merecido esta vez?

—Si depende de mí, puedes apostar que sí.

Los dos hombres permanecieron sentados en silencio. El viento rugía entre ellos, despertando los árboles. Los pájaros de principio de la estación piaban alborotados. Peter Hoffman se dio impulso para levantarse del banco, y su cuerpo se balanceó, vacilante. Reich hizo ademán de ayudarle, pero Pete lo apartó con el brazo, se apoyó en su bastón y vació su termo, dejando que el líquido cayera hasta formar un charco en la tierra. Se irguió tanto como pudo y miró a Reich con una inmensa tristeza.

—Va a volver a salir, ¿verdad? —preguntó Pete—. Lo del incendio.

—Me imagino que sí.

—Creía de corazón que ya habíamos acabado con eso. Creía que se había terminado.

Reich no dijo nada. Sabía que no era el tipo de acontecimiento que se podía superar. No importaba cuánto te esforzaras por encerrar el pasado en el sótano bajo llave: siempre encontraba un camino para salir. Eso era lo que le había ocurrido a Peter desde entonces, y resultaba difícil culparle. Había perdido a su hija mayor y a dos de sus nietos, y todo ello después de que su mujer sucumbiera a una larga y terrible enfermedad. Era como si el napalm hubiera reducido su vida a escombros.

—Supongo que después de todo, el fuego alcanzó a Glory.

Reich sacudió la cabeza.

—Esto no tiene nada que ver con el fuego ni con Harris Bone. Mark Bradley es quien le ha hecho esto a Glory, y no voy a dejar que levante una cortina de humo.

Peter Hoffman se metió las manos en los bolsillos y contempló el cielo a través de la maraña de árboles.

—Harris Bone —repitió en un tono fiero.

Reich se dio cuenta que se estaba enfadando con su amigo.

—Pete, no podemos cambiar el pasado. Se trata sólo de hacer justicia con Glory, ¿de acuerdo? Se lo debemos a esa chica. Fuimos nosotros quienes la encontramos.

Era antes de que nadie lo supiera.

Antes de las sirenas y las luces, y antes de que las mangueras anti-incendios lanzaran agua a presión sobre los escombros ardientes. Para cuando un vecino que vivía cerca de Kangaroo Lane se despertó en plena noche, distinguió el intenso olor de la madera quemada en el aire y llamó a emergencias, la casa de los Bone había desaparecido, sus paredes reducidas a cenizas, el tejado derrumbado sobre piedras y capas de yeso quemadas. El fuego había completado su destrucción.

Esa noche, Felix Reich y Peter Hoffman habían estado jugando al póquer con dos de los ayudantes de Felix en una granja al este de Egg Harbor. El aire, húmedo y cálido, tenía la falta de vida propia del verano. Los mosquitos y las polillas se aferraban a las mosquiteras. Tenían las camisetas empapadas en sudor. Se encontraban en la carretera E, a sólo cinco kilómetros al este de donde vivía el yerno de Pete. Harris Bone estaba casado con su hija Nettie, y era el padre de sus nietos Karl, Scott y Jen. Eso era lo único que lo redimía a ojos de Pete.

Reich sabía que Pete tenía poco tiempo para su yerno de diecisiete años. Éste se había hecho cargo de la tienda de licores de su madre en Sturgeon Bay tras la muerte de ésta, pero el negocio había quebrado cuando un competidor mayor se estableció en la localidad. Desde entonces, había pasado la mayor parte de su vida en la carretera, reuniendo a duras penas algo de dinero como vendedor de máquinas expendedoras por todo Wisconsin. Ni siquiera cuando estaba en casa disfrutaba de tranquilidad. Nettie y él se lanzaban uno sobre el otro como gatos salvajes. Era una casa repintada con gruesas capas de amargura y hiel.

En realidad, Reich sabía que Nettie no era una bicoca, pero no era algo que pudiera decírsele a un amigo. La había oído denigrar a su marido durante años. Harry era un desastre. No era lo bastante religioso. No tenía suficiente éxito. No sabía trabajar con sus manos. Siempre se equivocaba. Reich, que nunca había deseado una esposa ni la había echado de menos, sentía cierta lástima por él cada vez que estaba en la casa, oyendo cómo el ego de ese hombre se encogía ante aquella mujer pequeña y autoritaria que dominaba su vida desde su silla de ruedas. Los chicos habían comenzado a adquirir los mismos hábitos, y criticaban a su padre con el beneplácito de la madre. Harris debía de sentirse en esa casa como en una jaula.

Reich sabía que nunca se divorciarían. Las parejas devotas no hacen eso. Sencillamente, jamás había imaginado cómo terminaría todo cuando Harris estalló al fin.

Oyó la llamada en la radio mientras la partida de póquer languidecía. El aviso del incendio. Saltó a toda prisa en el todoterreno para responder, y Pete, que había ido a la partida con él, le acompañó en el coche. No tenían la dirección, pero a medida que se acercaban a Kangaroo Lane se guiaron por el humo, hasta que vieron una columna negra que se elevaba por encima de los árboles y que era aún más oscura que la noche. Ninguno de los dos había pensado en la procedencia del fuego, y fue sólo al girar en la carretera que llevaba al lago, donde vivía la familia de Pete, cuando Reich tuvo un mal presentimiento y aceleró mientras la grava se levantaba bajo sus neumáticos.

Pudo percibirlo también en Pete. El miedo. El horror.

A medio kilómetro de distancia vio el resplandor del fuego, pero era demasiado tarde. Aparcó en la carretera y ambos hombres salieron del coche y echaron a correr; mientras avanzaban entre los escombros, vieron que las llamas habían arrasado con todo, chisporroteando y escupiendo fuego. Un centenar de focos diminutos brillaban entre las ruinas, extendiéndose por el terreno arbolado. Reich sintió el calor en el rostro, y tosió con violencia al inhalar humo. Olía a gasolina y a madera, y por encima de todo distinguió un hedor nauseabundo que no había olido en décadas y que habría deseado no volver a oler nunca.

El olor a carne humana quemada.

Pete, a su lado, empezó a derrumbarse. Tenía los ojos abiertos como platos por la incredulidad, como si le hubieran acompañado al corazón del infierno para ser testigo de la conflagración. Gritó con un gemido los nombres de su hija y de sus nietos. Se derrumbó en el camino de entrada, y luego echó a correr tambaleante hacia el centro en llamas de lo que había sido la casa. Reich corrió tras él, sabiendo que no se detendría; se metería en el fuego y dejaría que lo matara. Con un grito, se abalanzó sobre la espalda de su amigo y lo hizo caer al suelo, donde le sujetó mientras él lloraba y golpeaba la tierra. Reich se estremeció al escuchar el alarido de agonía primario que brotó de la garganta de Pete y que se convirtió en un sollozo desesperado.

Cuando Reich se puso en pie de nuevo, cubierto de tierra y cenizas, vio a Harris Bone.

Se hallaba a unos treinta metros de distancia, en silencio, inmóvil, contemplando el trabajo del fuego. Su Buick estaba aparcado sobre la hierba. Las chispas caían a su alrededor como fuegos artificiales, aterrizaban en su pelo y le dejaban marcas negras de quemado en la ropa, como las de un cigarrillo. Parecía ajeno a la presencia de Reich y ala atormentada desesperación de su suegro. Reich se acercó a él lentamente, y mientras avanzaba se dio cuenta de que el hombre apestaba a gasolina y tenía manchas de hollín en la cara. Sus ojos, en los que se reflejaba el fuego, estaban vacíos y desprovistos de emoción.

—¿Qué ha ocurrido aquí, Harris? —preguntó Reich.

Harris Bone meneó la cabeza y murmuró:

—Lo siento.

—¿Estaban dentro? ¿Estaba dentro tu familia?

—Lo siento —repitió él mientras seguía contemplando el fuego como si fuera algo distante y ajeno.

Reich oyó a Peter Hoffman bramar detrás de ellos:

—¡TÚ HAS HECHO ESTO! ¡TÚ LO HAS HECHO!

Antes de que Reich pudiera detenerle, Pete y Harris estaban en el suelo. El hombre mayor apretó con fuerza la garganta del más joven, mientras golpeaba el cráneo de su yerno contra las piedras y le exprimía todo el aire de la tráquea. Harris apenas oponía resistencia. Reich agarró a Pete por los hombros, apartó a su amigo de un empujón y se puso delante para bloquearle el camino si volvía a cargar contra Harris.

—¡Detente, Pete!

Éste, llorando y jadeando, retrocedió y apoyó las manos en las rodillas. Reich cogió a Harris del cuello de la camisa y lo sujetó. Sin pensar, cerró la mano izquierda y le dio un puñetazo en la cara, donde oyó el ruido del cartílago al romperse. La sangre empezó a brotar de la nariz y Harris se tambaleó hacia atrás y cayó de rodillas.

Reich se frotó los nudillos, rojos y doloridos, y se maldijo en silencio por haber perdido el control. Pete le observaba sin decir nada.

Fue entonces cuando Reich lo oyó. Un hilillo de voz, ahogado por el bramido del fuego.

—¡Ayuda!

Alzó la vista con un apremio repentino.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó—. ¿Lo has oído?

Pete negó con la cabeza. A kilómetro y medio de distancia, oyeron acercarse las sirenas de los camiones de bomberos.

—Hay alguien vivo —le dijo Reich.

Avanzó por la hierba, esquivando los fragmentos en llamas que salían disparados de la casa. Rastreó el jardín quemado, abriéndose paso entre la alta hierba, y aguzó el oído, pero no volvió a oír la voz.

—¡Eh! —llamó—. ¡Eh! ¿Dónde estás?

Nadie respondió.

Reich avanzó penosamente hacia los bosques del lado oeste de la casa. Rodeó la estructura quemada del viejo garaje, que se había desplomado excepto por una pared que parecía desafiar la gravedad y cuya sombra se alargaba por la pradera. Entornó los ojos, tratando de ver algo en la oscuridad. El campo estaba cubierto de matorrales y flores, pero más allá del círculo de llamas vio un destello rosa entre los tallos de zanahoria silvestre.

Mientras lo miraba, el bulto rosa se movió y distinguió la cara de una niña. El miedo se reflejaba en sus ojos mientras el fuego se acercaba a ella.

Reich corrió.

—No quiero oírte hablar del incendio —le advirtió Reich a Pete Hoffman.

Éste asintió lentamente.

—Ya lo sé, Felix.

—Mark Bradley no pagó por lo que le hizo a Tresa, pero por todos los diablos que pagará por lo que le ha hecho a Glory. No ayudará mucho que tú y yo empecemos a desenterrar el pasado.

Reich se alisó el uniforme y se dirigió al Tahoe, dejando a Pete solo junto al sendero, contemplando el agua. Antes de que hubiera subido al todoterreno, oyó que Pete le llamaba.

—¿Felix?

Reich se detuvo.

—¿Qué pasa?

—Sabes que no importa lo que digamos o dejemos de decir. Antes o después, alguien lo relacionará con el incendio.

Reich no contestó. Sabía que Pete tenía razón.

—Dirán que fue Harris Bone quien mató a Glory —continuó Pete, con la voz rota de un viejo—. Dirán que al final ha vuelto.