Hilary Bradley salió del edificio de la policía de Naples y se puso las gafas de sol para protegerse de la brillante luz. Se detuvo en la pasarela embaldosada y vaciló; no sabía muy bien adónde ir. Mark estaba arriba, y suponía que el interrogatorio se prolongaría durante una hora o más. Al menos, no se enfrentaba solo a sus preguntas. Le gustaba el abogado que habían contratado; según su padre, era un bulldog. Buscar ayuda había sido lo más inteligente, aunque sabía que Mark estaba en lo cierto: en cuanto le vieran con un abogado, la primera palabra que les vendría a la cabeza sería «culpable».
También la había percibido en la voz de su padre. El año anterior sus padres se habían puesto de parte de Mark, porque Hilary les había convencido de que era inocente. Ahora había vuelto con las mismas, y en su reacción había detectado una duda implícita. Ya no sabían qué creer. Probablemente se preguntaban qué creía ella, y si estaba siendo honesta con sus sospechas. Pero habían guardado silencio.
Hilary permaneció frente al edificio de piedra rosa y vio un coche patrulla subirse al bordillo, a unos cinco metros. La puerta del asiento del acompañante se abrió, y Hilary se tensó de consternación al reconocer a la mujer que bajaba del vehículo.
Era Delia Fischer, la madre de Glory y Tresa.
Ésta alzó la cabeza para mirar el edificio de dos pisos con la mirada vacía, como si estuviera perdida y superada. Pasó la vista por encima de Hilary sin reconocerla, y entonces, de una forma lenta y terrible, se volvió y la fijó en ella, que seguía allí, inmóvil. Se enfrentaron una a la otra sobre la acera. Hilary se sacó las gafas de sol y le hizo un gesto con la cabeza a Delia. No tenía sentido disimular.
La madre de Glory se acercó sin decir palabra. Era varios centímetros más baja que Hilary. Parecía derrotada y exhausta; la preocupación había trazado líneas como surcos en su ceño y a ambos lados de la boca. Llevaba el pelo teñido de un rubio de bote barato recogido en una coleta. Era muy delgada, una mujer de cuarenta y tantos que parecía diez años mayor. Llevaba unos pendientes de espiral hechos con latas de aluminio; era uno de los negocios que Delia tenía en eBay, con los que se ganaba un dinero extra durante la temporada baja. En Door County, si no eras rico, tenías que buscarte la vida para llegar a fin de mes. Hilary le había comprado alguna pieza como un gesto amistoso el año anterior, antes de que explotara todo lo de Tresa.
A pesar de lo ocurrido entre ellas, Hilary nunca había sido capaz de odiar a Delia. Entendía las emociones que la movían. Era una madre soltera que trataba de sacar adelante a dos adolescentes, fieramente orgullosa y protectora. A Hilary no le costaba nada imaginarse la furia y el desconcierto que debía de haber sentido al leer el diario de Tresa, creyendo que un hombre en el que confiaba se había aprovechado de su hija y había abusado de ella. Había derramado toda su ira sobre la cabeza de Mark, a pesar de las negativas de Tresa. Si hubiera estado en su piel, Hilary habría actuado exactamente del mismo modo que Delia: emprender una cruzada para destruir al hombre que había robado la inocencia de su hija.
Hilary no creía que nunca la hubieran asaltado las dudas. Delia estaba convencida de que tenía razón, y nadie la haría cambiar de opinión. A sus ojos, Mark era un pederasta que merecía el ostracismo al que había sido desterrado. Ahora, como en una pesadilla, él había vuelto a su vida, profanando de nuevo a su familia de un modo aún más terrible.
—Señora Fischer, lo siento mucho —empezó Hilary—. Mark y yo…
—Ni se te ocurra —la cortó Delia con una voz desgarrada por el resentimiento—. Ni se te ocurra defenderle. Ni se te ocurra mencionar su nombre en mi presencia.
—Señora Fischer, por favor. Comprendo su dolor.
Las mejillas de Delia se enrojecieron.
—No tienes ni la menor idea, así que no pretendas que sí. Todos dicen que eres muy lista y atractiva, pero yo sólo veo a una idiota. Estás casada con un monstruo, y no quieres admitirlo. Tal vez, si hubieras abierto los ojos el año pasado, mi hija aún estaría viva.
—Mark no lo ha hecho —le dijo Hilary, pero sabía que sus palabras eran inútiles, y casi se arrepintió de haberlas pronunciado.
Delia retrocedió, como si fuera a darle un bofetón, pero entonces cerró los ojos y jadeó. Al abrirlos de nuevo, Hilary sintió una oleada de rabia que abría una brecha entre el escaso espacio que las separaba. El policía tosió, para llamar discretamente su atención, pero Delia lo ignoró.
—Casi me das lástima —dijo—, intentando convencerte de que no es un demonio. Pero luego pienso que tienes que saberlo, y que sencillamente no te importa. Porque no eres tonta, ¿verdad? Eres tan lista como todo el mundo dice. Así que supongo que has decidido protegerlo a pesar de lo que ha hecho.
Hilary se dio cuenta de que la gente que entraba y salía de la comisaría había empezado a detenerse y los miraba. La vergüenza la hizo ruborizarse. La sensación le resultaba familiar; se había acostumbrado a esperar miradas de los desconocidos. Sabía que el dolor y la desesperación flagelaban a Delia, y que no había manera de que ella construyera un puente para salvar la distancia que las separaba. Si alguien podía consolar a Delia, no era ella. De hecho, con su presencia sólo conseguía empeorarlo todo.
—Debería irme —dijo Hilary—. Sé que no me creerá, y no importa, pero lamento mucho lo de Glory. Tiene razón, no puedo comprender su dolor. No puedo imaginar lo que es perder a una hija. Viniendo de mí tal vez no signifique nada, pero me duele por usted. De verdad.
Delia permaneció impasible, aunque Hilary no esperaba ablandarla. El policía se acercó a ella y le puso la mano en el hombro para acompañarla a la puerta del edificio. Delia se dejó llevar, pero de pronto se soltó y agitó un dedo frente a la cara de Hilary.
—¿Tienes idea de lo que me ha quitado? —gritó—. ¡Glory era mi niña! Casi la perdí una vez, y se me concedió una segunda oportunidad. Pero ahora he vuelto a perderla por culpa tuya y de tu marido. Él me la ha quitado. No tuvo bastante con lo que le hizo a Tresa; también tenía que ir por mi niña.
Hilary no dijo nada. Se quedó ahí de pie y dejó que la mujer se desahogara.
—Señora Fischer —musitó el policía—. Entremos.
—Pues ¿sabes qué? —continuó Delia, dirigiéndose a Hilary a gritos—, ¡no se va a salir con la suya! Te lo prometo. Esta vez no. ¡Esta vez me aseguraré de que pague por lo que nos ha hecho!
Troy Geier estaba sentado en un banco de cemento en el vestíbulo de la comisaría. Tenía la espalda encorvada, los codos apoyados en las rodillas y las manos colgando entre las piernas. Tresa se sentó a su lado, tiesa como una tabla. Ambos contemplaron el altercado entre Delia Fischer y Hilary Bradley, y los gritos de Delia, claros y agudos, se filtraron por las ventanas de cristal.
Tresa no miró a Troy.
—Se lo has dicho a mi madre, ¿verdad? Le has dicho que creías que había sido Mark.
—¿Qué coño iba a decir? —masculló él.
—Eres un cabrón. Mark nunca le haría daño a Glory.
Él soltó el aire en un suspiro de rabia.
—Joder, Tresa, escúchate. Estás más preocupada por tu novio el profesor que por tu propia hermana. Glory está muerta y tú sigues protegiéndole. ¿Qué crees? ¿Que va a dejar a su mujer por ti?
—Tú no sabes nada —le espetó Tresa.
—¿No? ¿Quién diablos crees que ha hecho esto?
—No ha sido Mark.
Troy meneó la cabeza.
—Lo que te pasa es que estás celosa, ¿verdad? Por Dios, ese jodido pervertido acosaba a Glory, y tú sólo eres capaz de pensar en ti misma.
—No tienes ni idea de lo que estás hablando. Entre Mark y Glory no había nada.
—Venga ya, está claro que Bradley se empalmaba con ella, el muy hijo de puta.
Tresa le dio un empujón, que fue como empujar un camión o un árbol.
—Cállate, Troy, cierra la boca. ¿Te crees que Glory era tan buena? ¿Tienes idea de con cuántos tíos se acostó?
—¡No hables así!
—¿Qué? ¿Se supone que tengo que fingir que era una princesita sólo porque ha muerto? Lo siento, no voy a hacerlo. Lo más probable es que ligara con algún ciclista en la playa, o que intentara comprarle droga a la persona equivocada. Despierta, Troy. Glory te utilizaba igual que hacía con todo el mundo.
—Yo la quería —murmuró él.
—Yo también la quería, pero ella iba a su bola. Seguramente, mamá está ahí fuera ahora deseando que la muerta fuera yo.
—Pero qué dices, es una locura.
—¿Qué? Llevo seis años siendo invisible. Desde el incendio, la única que importaba era Glory.
—Por poco se muere —protestó Troy.
—Lo sé. Por poco se muere. Pobre Glory, está jodida por lo del incendio. Bueno, ¡pues que le den!
Tresa se mordió el labio; sabía que se había pasado.
La relación entre las hermanas siempre había sido así. A veces no estaba muy claro que se quisieran, debido a todos esos celos y resentimientos. Troy vio las lágrimas deslizarse por el rostro de Tresa, que se las enjugó con la camiseta. Él también tenía ganas de llorar, pero no había sido capaz de derramar una sola lágrima desde que se enteró de la noticia. Estaba paralizado, y se sentía culpable.
Vio irrumpir a la madre de Glory en la entrada. Cuando la señora Fischer se enfadaba, era mejor no estar en su línea de fuego; tenía muy mal genio. Se encogió al verla, porque sabía lo que le iba a decir. Sus ojos se encontraron y notó como todo el dolor y la rabia de la mujer se descargaban sobre él a través de la habitación. Antes de que pudiera hablar o explicarse, ella le hizo un gesto a Tresa y abrió los brazos. Tresa se lanzó a ellos, y ambas se fundieron en un abrazo mientras rompían a llorar juntas. Un minuto antes, Tresa había mostrado su resentimiento hacia Glory; ahora sollozaba en el hombro de su madre como si compartieran la pérdida.
Delia acarició la melena pelirroja de su hija. Troy permaneció sentado, ignorado por todos. Probablemente era mejor así, prefería que ella no le mirara. Sin embargo, al final la madre de Glory se separó y le pidió a Tresa que le trajera un vaso de agua. Delia Fischer esperó a que se fuera, y entonces se abatió sobre Troy.
Él se puso en pie y las lágrimas aparecieron por fin.
—Señora Fischer, escuche, yo…
—No me vengas con excusas, Troy —dijo Delia, prácticamente escupiendo las palabras—. Me lo prometiste, ¿te acuerdas? ¿Qué dijiste? Dijiste que la protegerías. Dijiste que no tenía que preocuparme.
—Lo sé, es sólo que no… vaya, Glory no volvía y… —A Troy se le quebró la voz. Se odiaba por ser tan débil. Se odiaba por haberle fallado.
—Sabías que ese pervertido, ese violador estaba aquí en el hotel, ¿y dejaste sola a Glory? ¿Estás loco?
—Tresa dice que no cree que Bradley lo hiciera —protestó Troy en tono lastimero.
—¿Tresa? ¿Y a mí qué demonios me importa lo que piense Tresa de Mark Bradley? Ese tipo le lavó el cerebro para llevársela a la cama. Conozco a los tipos como él, sé lo que les hacen a las chicas. Estoy hablando de ti, Troy. Confié en ti. Confié en ti. Me dijiste que protegerías a mi niña, y ahora está muerta. Tú has dejado que muriera.
Pese a ser un chico fornido, Troy sintió cómo se encogía y menguaba, hasta que pensó que podría meterse por el agujero más diminuto de la tierra y desaparecer.
—Lo siento mucho, señora Fischer —se lamentó—. De verdad.
La madre de Glory le dio una bofetada. Sus dedos se estamparon contra la mejilla con tanta fuerza que él se tambaleó hacia atrás. Troy se llevó la mano a la cara, que le escocía como si le hubiera atacado un enjambre de avispas. Abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, pero no se le ocurrió nada.
—Tu padre tiene razón sobre ti —le espetó la señora Fischer con desdén—. Eres un completo inútil de mierda.
Giró sobre sus talones y se alejó, dejándolo solo y sumido en el llanto. Troy se dejó caer de nuevo en el banco y se cubrió la cara con las manos. Pensó en Glory, y se dio cuenta de que todo el mundo tenía razón. La señora Fischer tenía razón. Su padre tenía razón. Le habían dado una oportunidad, y había fracasado.
No había duda de que era un inútil.