10

Cab encontró una bolsa de chips de plátano orgánicas en el cajón de su escritorio. Se las fue comiendo de una en una mientras revisaba las notas de las entrevistas con los huéspedes del hotel, reunidas por la policía a lo largo del día. También revisó las fotos de la escena del crimen, y mientras examinaba el cuerpo y se imaginaba cómo había acabado Glory Fischer en las olas, desnuda de cintura para arriba, estrangulada, se descubrió recordando a Vivian Frost.

La chica a la que había pedido que se casara con él. La chica que había dicho que sí.

Era fácil pasar de Glory a Vivian, y no porque se parecieran o sus vidas tuvieran nada en común. Lo que compartían era la similitud de sus muertes.

Glory, un cadáver en la playa en Florida. Vivian, un cadáver en la playa al norte de Barcelona.

Doce años después, aún recordaba su cara, tan vivida en vida como muerta. Siempre había asumido que el recuerdo se desvanecería, pero no funcionaba de ese modo, no importaba cuánto se esforzara por dejarla atrás. Ella le perseguía a medida que se mudaba de un lugar y de un trabajo a otro. Siempre que sentía la necesidad de bajar la guardia, allí estaba Vivian, recordándole que la confianza era algo peligroso. Lala y las demás mujeres que había conocido desde entonces habían pagado las consecuencias.

Ésa era otra de las razones por las que odiaba los cuerpos en la playa. Traían un gran equipaje consigo.

Vivian Frost. Su madre le había advertido que se estaba enamorando demasiado y demasiado rápido. Tarla Bolton era una actriz de Hollywood, lo que por definición significaba que todo el mundo intentaba follársela. Había tratado de proteger a su hijo con una armadura emocional, pero en aquel entonces, con veintipocos años, Cab era lo bastante joven e ingenuo para rechazar su visión del mundo. La vida no lo había lastimado ni como hombre ni como policía, y no quería acabar tan desencantado como su madre. Vivian cambió todo eso.

Había ido a Barcelona como agente del FBI recién licenciado, enviado a España para actuar de enlace con las autoridades locales en la búsqueda de un fugitivo estadounidense llamado Diego Martin, a quien una cámara de vídeo había captado en un bar de Las Ramblas. La camarera a la que había entrevistado en el bar, una mujer divorciada diez años mayor que él, lánguida y sensual, era Vivian Frost. Era una expatriada inglesa que había contraído matrimonio con un ejecutivo español de una empresa informática, y que la había echado de casa cuando ella se cansó de que la engañara. Como la mayoría de los londinenses que emigraban a España, no tenía ningún interés en volver a su país, ni siquiera cuando se había encontrado sola en la ciudad y sin un céntimo. Trabajaba muchas horas. Fumaba sin parar, igual que todo el mundo allí, y por ello su voz era ronca. Tenía la piel de color hueso en una ciudad donde todo el mundo estaba bronceado. Donde todos andaban, ella se deslizaba.

Tras una entrevista en la que Cab decidió que Vivian no sabía nada del hombre que perseguía, volvió al bar esa misma noche y la buscó por su propio interés. Resultó profesar un profundo desinterés en los hombres, y cuanto más lo rechazaba, más a menudo volvía él al bar, como una polilla a una llama. Se obsesionó con Vivian. Estaba completamente subyugado con ella.

La infructuosa investigación se alargó durante semanas, que se convirtieron en meses. El fugitivo, Diego Martin, había pasado a la clandestinidad, o bien había abandonado la ciudad. Los superiores de Cab en el FBI querían que regresara si la pista se había enfriado, pero él les daba esperanzas cuando en realidad no había ninguna. Él sólo quería estar más tiempo con Vivian. Sus mentiras le proporcionaron tres meses más, y poco a poco, la fría indiferencia de ella dio paso a algunas citas ocasionales y luego a su primera noche de sexo en su apartamento desastrado y lleno de humo, mientras los vecinos escuchaban desde el otro lado de la pared. Cab descubrió que ella no era una mujer reprimida, y que se entregaba al hacer el amor como ninguna otra que hubiera conocido. Tras esa noche, se convirtieron en inseparables.

Cuando el Bureau se hartó finalmente de sus largas, Cab renunció. Abandonó el trabajo para el que se había preparado desde que salió de la universidad. Su madre le dijo que estaba loco y que no entendía a las mujeres, ni lo manipuladoras que podían ser. Él le dijo que estaba enamorado, locamente enamorado, y era verdad. Le contó que se quedaba en España y que se iba a casar. Al echar la vista atrás, recordaba esos días como la época de su vida en la que había sido lo bastante inocente para ser feliz.

Vivian Frost. Hermosa, divertida, intensa, malvada, elegante, infiel y traidora. Vivian Frost, que había acabado muerta con una bala en la cabeza, en una playa al norte de la ciudad.

Aunque, al contrario que en el caso de Glory Fischer, para Cab no era un misterio quién lo había hecho.

Había sido él mismo.

—¿Alguien a quien conocía? —preguntó Lala Mosqueda mientras se sentaba junto a su mesa—. ¿Troy ha dicho que Glory reconoció a alguien?

Cab estaba sentado, con la barbilla apoyada en los pulgares y las yemas de los dedos unidas. No la oyó. En su lugar, oía un estruendo que se parecía al de las olas en España, y volvió a ver el rostro de Vivian, los ojos abiertos, la herida del orificio de entrada en su frente.

—Eh, ¿Cab?

Parpadeó al oír su nombre y percibió la preocupación en la voz de Lala. Se reclinó en la silla y cogió la bolsa de chips de plátano, pero estaba vacía. Se forzó a sonreír.

—Mos-qui-to —dijo volviendo a utilizar su mote, en un tono lo bastante alto para que los que había en el departamento se volvieran y les miraran.

Lala meneó la cabeza en un gesto de desagrado, se inclinó hacia delante y susurró:

—¿Por qué haces eso?

—¿El qué?

—Apartar a la gente de ti.

—¿Eso es lo que estoy haciendo? —preguntó él.

—Sabes muy bien que sí.

Tenía razón. Se había convertido en un experto en mantener a las mujeres alejadas de su zona de seguridad. Aquellas que le gustaban, como Lala, eran de las que más trataba de distanciarse.

—Bien —dijo ella al ver que él no contestaba—. Compórtate como un capullo. No me importa.

Cab quería pedirle disculpas, pero se las tragó.

—Sí, Glory vio a alguien a quien conocía —confirmó—. Ésa es la historia. Troy cree que se trata de Mark Bradley, pero es sólo una suposición. Glory no dijo quién era.

Lala esperó antes de decir nada. Al hablar, la suavidad había desaparecido de su voz, reemplazada por una fría indiferencia. Ella había abierto la puerta; él la había cerrado de un portazo. Así era como funcionaban.

—¿Crees que Troy ha dicho la verdad? —le preguntó con calma—. ¿Comentó Glory algo de esto, o sólo trata de señalar hacia Bradley?

Cab se encogió de hombros.

—No creo que Troy tenga luces suficientes para inventarse una historia de ese calibre. Dice que está seguro de que Bradley la mató. Si quisiera mentir, creo que se habría limitado a decir que vio a Bradley el viernes por la noche.

—¿Qué hay de Tresa? ¿Le contó Glory que había visto a alguien?

—Por lo visto, no.

—Bueno, Troy confirma lo que nos contó Ronnie Trask —señaló Lala—. Glory vio a alguien que conocía y, por alguna razón, se asustó y se fue corriendo.

—Es una lástima; esperaba que Trask se lo hubiera inventado todo —comentó Cab—. La cuestión es a quién vio Glory.

—¿No podría ser Mark Bradley?

—Sin duda. Es una suposición de Troy, pero podría estar en lo cierto. ¿Qué has descubierto sobre Bradley y los Fischer?

—He llamado al departamento del sheriff de Sturgeon Bay, el condado donde se halla Door County —le explicó Lala—. Hablé con el sheriff en persona, un cabrón duro y llamado Felix Reich. Me contó que casi todo en el mundo en el departamento apostaba por que Bradley se estaba acostando con la chica. Eso habría constituido una agresión menor en Wisconsin dadas sus respectivas edades, pero Tresa se mantuvo inflexible en su negativa. Sin testigos, no hay cargos. Aun así, Bradley perdió el puesto de profesor: la madre de Tresa, Delia, no paró hasta conseguir su cabeza. El distrito adujo motivos presupuestarios, pero nadie esperaba que la escuela le mantuviera en su puesto. Aún no ha encontrado otro trabajo.

—Entonces tiene razones para estar cabreado.

—Sí, pero no veo ningún motivo para que quisiera matar a Glory —observó Lala—. Nadie les acusó de tener una relación.

—Eso no significa que no la tuvieran.

—Eres bastante cínico, Cab. Por si te interesa, el sheriff también tenía algunas cosas que contarme sobre Glory.

Cab arqueó una ceja.

—¿Como por ejemplo?

—Era una niña problemática. Múltiples arrestos desde hace varios años.

—¿Varios años? Sólo tiene dieciséis.

—Sí, su primer arresto por posesión de drogas fue a los doce, y no fue el último. La policía local cree que también podría haberse dedicado a la venta, aunque nunca se la acusó de ello. Se ha visto implicada en actos de vandalismo, hurtos y allanamiento de morada. El cuadro no es muy halagüeño.

—¿Se ha denunciado algún problema en el hotel durante esta semana?

—Los típicos asuntos menores. Nadie mencionó el nombre de Glory.

—Si conseguimos coger al tipo que lo hizo, la defensa aludirá que Glory se metió en el mundillo local de la droga o se juntó con las personas equivocadas.

—Tal vez sea lo que ocurrió —observó Lala.

—Sí, ya lo sé. Tal vez. Seguid hablando con todo el mundo que podáis, y haced hincapié en las chicas que estuvieron en el centro de eventos el viernes. A ver si podemos encontrar a alguien que viera a Glory antes de que se marchara corriendo y chocara con Ronnie Trask. Quiero saber a quién reconoció.

—Los Bradley son las únicas personas de Door County que hay en el hotel —dijo Lala.

—Lo sé, pero por lo visto es una zona turística de Wisconsin. Si Glory vio a alguien que fue de vacaciones pero no vive allí, eso abre mucho el abanico de posibilidades. En especial si el hotel está lleno de universitarios.

—Estamos buscando una aguja, y el pajar acaba de aumentar de tamaño —comentó Lala.

—Había mucha gente en esa competición. Alguien más aparte de Ronnie Trask tiene que recordar a una chica corriendo por el vestíbulo y llorando.

Lala se encogió de hombros.

—Las adolescentes hacen cosas así todo el tiempo.

—¿Ah, sí? No te imagino a ti, Mosquito.

—Yo era más dura que la mayoría —replicó ella. Y al cabo de un momento, añadió—: No sé si lo sabes, pero tú también tienes un mote.

—Coge-un-Cab[2] Bolton —asintió él.

—¿Lo conoces?

—Claro. También sé lo de la porra. ¿Cuándo renunciará y se largará Cab? Han pasado dos años; la alfombra de bienvenida se está gastando.

—No es para sentirse orgulloso, Cab.

—¿Acaso he dicho que lo estuviera?

—Tú nunca dices nada.

Cab abrió la boca para soltar una respuesta sarcástica, pero por una vez lo dejó correr. En su lugar preguntó:

—¿Y por qué semana has apostado tú?

—La que viene, de hecho —respondió ella sin sonreír.

—¿Tan pronto?

—Te conozco mejor que los demás.

Fue como si ella le hubiera dado un diagnóstico terminal.

—Bueno, si alguien va a ganar dinero conmigo, me gustaría que fueras tú.

Lala no contestó. Alguien la llamó con un gesto por encima del hombro de Cab; saltó de la silla y fue a hablar con un agente uniformado en la puerta del departamento de investigaciones. Al volver, ya adoptaba de nuevo la máscara del trabajo. No había tiempo para nada personal entre ellos, y Cab se preguntó si estaba aliviada por la interrupción.

—Tienes una visita en la sala de interrogatorios —le informó Lala.

—¿Delia Fischer? —quiso saber Cab mientras miraba la hora—. Llega puntual.

Lala negó con la cabeza.

—No es ella; es Mark Bradley. Con su abogado. Quieren hablar.