7

—¡Qué fuerte! —exclamó Amy Leigh— ¿Has visto esto?

Estaba sentada en la penúltima fila del autobús del equipo de Green Bay. La ventanilla de su lado estaba abierta, y Amy aspiraba el humo de los tubos de escape mientras el autobús renqueaba por las laderas de las montañas del sur de Tennessee. A diferencia del campus de Wisconsin, que apenas se había librado de las garras del invierno, aquí los árboles y las montañas eran de un verde reluciente.

Su compañera de habitación siguió tecleando en el portátil sin responder, así que Amy le dio un golpecito con el hombro.

—Eh, mira esto.

Katie Monroe apartó la vista de la pantalla con un gesto de impaciencia.

—¿Qué? Tengo que terminar este artículo y enviarlo al periódico a las tres.

—Ya, es sólo un momento —insistió Amy.

Le enseñó el iPhone a su amiga, que echó un vistazo a las noticias en línea. Tras leer las dos primeras líneas del artículo, le cogió el móvil de la mano y bajó al siguiente párrafo.

—¡Uau! ¿Ahí es donde nos alojábamos?

—Sí, ése era nuestro hotel. Ayer por la noche asesinaron a una chica.

Katie se apartó el flequillo de los ojos con un resoplido.

—Aquí dice que estaba bebiendo en la playa en plena noche. Joder, qué poco inteligente.

—Aun así, menuda mierda.

—Sí. La vida es una mierda.

Katie le devolvió el teléfono y se concentró de nuevo en el documento de su ordenador. Amy deseaba seguir hablando, pero cuando su compañera de habitación estaba escribiendo era mejor no interrumpirla. Se apoyó en el mohoso reposacabezas de su asiento y se quedó mirando el pasillo del autocar, tenuemente iluminado. Iba botando en el asiento a causa de los baches de la carretera. Le pesaban los ojos pero no lograba conciliar el sueño, al contrario que la mayoría de las chicas, que estaban despatarradas en sus asientos. Había sido una semana llena de emociones y adrenalina, y aún no había bajado a la tierra. El equipo de baile de Green Bay había quedado subcampeón; no habían ganado, pero casi. Imaginaba que al año siguiente se harían con el trofeo, porque el fantástico equipo de Louisville que las había superado perdería a la mayoría de sus bailarinas titulares cuando éstas se graduaran en junio.

A Amy aún le quedaba un año para terminar.

Trató de despejar su mente, pero la imagen de la chica muerta en el exterior de su hotel de Naples se le había metido en el cerebro. Así era Amy. Se había especializado en Psicología y se pasaba el tiempo analizando a la gente e intentando descubrir qué motivaba sus actos. Al pensar en la chica, imaginó el mundo a través de sus ojos mientras veían la solitaria franja de arena del golfo. Una adolescente cuatro años menor que Amy, sola, agredida, asesinada. Katie tenía razón: era una estupidez acercarse a la orilla a beber en plena noche. Pero Amy también había hecho tonterías.

—¡Eh! —Su compañera agitó una mano frente a su cara, sacándola de su ensimismamiento—. ¿Estás bien?

—Sí.

—¿Sigues pensando en ello?

—Sí.

—Ya sabes que no puedes cargarte todos los problemas del mundo a la espalda —la regañó.

—Lo sé.

—Pues déjalo correr.

Katie era la periodista, que observaba el mundo como si fuera una enciclopedia de hechos en blanco y negro. Amy era el bombón de corazón tierno, la que sentía, reía y lloraba en exceso. Secretamente, pensaba que su compañera de habitación sería mejor terapeuta que ella, porque Katie no permitía que la gente se le acercara demasiado. Guardaba las distancias, siempre fría y objetiva. Lo primero que hacía Amy era lanzarse de cabeza.

—Era de Wisconsin —dijo Amy.

—¿Quién? —preguntó Katie, apartando la vista de su artículo.

Había acompañado al equipo para escribir sobre el campeonato para el periódico de Green Bay. Así conseguía un viaje gratis para las vacaciones de primavera, el periódico se hacía cargo de los gastos del hotel y sus padres no se preocupaban de lo que no sabían.

—La chica. Glory Fischer, la que han asesinado. Era de Wisconsin.

—Vale.

—De Door County —añadió Amy—. No está ni a una hora de casa.

—¿Adónde quieres ir a parar con esto?

—No lo sé.

—¿La conocías? ¿Era una de las bailarinas?

Amy negó con la cabeza.

—No.

—Entonces ¿por qué le das vueltas?

—Es sólo un pálpito.

Amy volvió a coger su móvil y entró en Google para comprobar si otro periódico se había hecho eco de la noticia. Vio que en el de Milwaukee ya habían escrito una crónica sobre el crimen. «Chica de la zona asesinada durante las vacaciones»; era toda una noticia local. El reportero del Journal Sentinel había conseguido una foto de Glory Fischer del anuario, que acompañaba el artículo. Amy contempló su rostro, y la sensación de inquietud aumentó. Se dijo a sí misma que se había equivocado y que confundía a Glory con otra persona, pero no creía que fuera así.

Era la chica que había visto. La que estaba hablando con Gary. Los había visto juntos el viernes por la noche.

—¿Qué pasa? —preguntó Katie.

—La reconozco —explicó Amy.

—¿A la chica asesinada?

—La vi. La recuerdo del hotel.

Katie parecía dudar. Volvió a coger el teléfono y echó un vistazo a la foto de Glory.

—¿Estás segura? En las fotos del anuario todo el mundo se parece mucho.

—Lo sé, pero creo que era ella.

Katie bajó la tapa del portátil y se movió en el asiento hasta quedar de frente. Luego dobló sus delgadas piernas por debajo del cuerpo. Era de mediana altura y flaca comparada con Amy, de huesos grandes y constitución musculosa. Katie le dio en el hombro.

—De acuerdo, entonces la viste. Ya sé que da escalofríos.

—No es sólo eso. El problema es con quién la vi.

—¿Quién?

Amy abrió la boca y volvió a cerrarla. Paseó la mirada por el autocar para ver si él estaba cerca, mientras fruncía sus labios pintados de rosa chicle.

—Es una locura. Debo de haberme equivocado.

—Venga ya, Amy, me estás poniendo de los nervios.

—No es nada —insistió—. Escribe tu artículo.

—Cuéntamelo.

—No hay nada que contar. Soy una gilipollas.

—¿Qué te crees, que no lo sabía? Suéltalo. ¿Qué viste?

—Olvídalo. Tienes que entregar el artículo. Voy a dormir un poco.

Amy le dedicó una sonrisa falsa.

Esperó a que su compañera volviera a teclear y luego cerró los ojos. Los rizos rubios le cubrieron la cara. Trató de convencerse de que era una tontería. No estaba segura de nada; se había equivocado. Y si no era así, a lo mejor no significaba nada. Lo había malinterpretado.

Inspiró y espiró lentamente. Estaba segura de que no podría dormirse, pero la vibración y los ruidos actuaron como una droga sobre su cerebro. Glory Fischer se desvaneció. El autocar se desvaneció. Volvía a estar en la escuela, en Green Bay.

En su sueño, Amy entrenaba un número de baile, un solo, en el centro del gimnasio, moviéndose al ritmo de una canción de Kristina DeBarge. Sabía que sus movimientos eran felinos y sexis, y habría deseado que hubiera allí una multitud para admirarla, pero el gimnasio estaba casi desierto. Sólo se veía a una persona en la última fila de bancos, casi invisible en las sombras, y se dio cuenta de que era su antigua profesora de baile en el instituto de Chicago, Hilary Bradley. Hacía años que no la veía, pero no había cambiado en absoluto; se la veía guapa y segura de sí misma, justo el tipo de mujer en el que Amy quería convertirse. Hilary la saludó con la mano y aplaudió.

Al ver a Hilary, Amy se esforzó por ejecutar bien todos los pasos para demostrarle lo buena que era. Quería deslumbrarla y que se sintiera orgullosa. En lugar de eso, notó cómo su cuerpo perdía el ritmo de la música. Sus movimientos eran torpes y patosos. Era como si no recordara que había bailado antes, como si su mente hubiera borrado todo cuanto había aprendido. Vaciló. Dio un traspié. Se detuvo. La cara se le puso roja y caliente de vergüenza, y se quedó inmóvil en medio del suelo lacado.

La música dejó de sonar. En el gimnasio reinaba un silencio retumbante. Alzó la vista hacia Hilary; quería gritarle que la perdonara por haber fallado, pero se había ido. Las gradas estaban vacías.

Oyó unos aplausos sarcásticos, lentos y mezquinos. Advirtió que había alguien en el gimnasio con ella. No estaba sola.

Era él. Su entrenador. Gary Jensen.

Gary avanzó hacia ella. Lleva un jersey negro de cuello alto y pantalones de sport grises. Los zapatos de vestir negros repiquetearon sobre el suelo. Le dedicó una sonrisa, pero era como el gruñido de un lobo. Amy se oyó a sí misma empezando a explicarse y a pedir otra oportunidad, pero él no dijo nada; siguió acercándose hasta que ella pudo aspirar el olor a café quemado de su aliento, y entonces, sin dejar de sonreír, él le rodeó el cuello firmemente con ambas manos y empezó a estrangularla. Sus dedos presionaban con fuerza. Amy forcejeó. Le empujó. Peleó. Intentó gritar y no pudo. Movió los brazos en dirección a las gradas, pero allí no había nadie para rescatarla. Amy intentó aspirar, pero el aire no entró en sus pulmones. Cerró los ojos.

Luego los abrió.

Se despertó sobresaltada y se inclinó hacia delante con el corazón latiéndole desbocado. Se hallaba de vuelta en el autocar, que seguía avanzando como si nada hubiera ocurrido mientras ella no estaba. En el exterior, vio los carteles de la autopista que señalaban la dirección a Nashville. Había dormido casi dos horas. El resto de chicas del autocar también dormía; sus cabezas despeinadas colgaban de los asientos sobre el pasillo. A su lado, Katie dormitaba, su artículo terminado, el portátil cerrado y guardado.

Amy se cubrió la cara con las manos. El sueño la había puesto nerviosa.

—¿Estás bien?

Amy dio un salto al notar una mano que le tocaba el brazo. Alzó la vista, vio a Gary Jensen inclinado sobre ella y retrocedió. Él le dedicó una sonrisa, la misma sonrisa horrible de su sueño. La mano que posaba sobre su piel desnuda estaba caliente. Amy tuvo que recordarse a sí misma que no era real; Gary no había intentado matarla hacía un momento.

—Oh —respondió—. Oh, sí, estoy bien. Un mal sueño.

—Descansa un poco, Amy —le sugirió él—. Enseguida haremos una parada.

—Bien.

—Gran trabajo en Florida. Has sido la estrella.

—Gracias.

Gary le guiñó el ojo y siguió avanzando hacia la parte frontal del autocar, mientras ella lo miraba. Se preguntó si él sabría cuánto le desagradaba. Había sido el entrenador de baile y el profesor de Educación Física de Green Bay desde que ella había llegado a la universidad tres años antes, procedente de su instituto en Highland Park. Era bueno en lo que hacía, y como entrenador tenía muy buen ojo para ver qué funcionaba y qué no en un número. Pero no era lo único para lo que tenía buen ojo; todas las chicas del equipo hablaban de ello en el vestuario. Al entrenador le encantaba flirtear. Era un ligón. Cuarentón, viudo, con la cabeza cubierta de un menguante pelo marrón que Amy sabía que se teñía. Iba en bici. Se mantenía en forma, y se aseguraba de que todo el mundo lo supiera con sus camisas y pantalones ceñidos. Era la clase de profesor que nunca daba un paso demasiado obvio, pues la universidad no consentía de buen grado las relaciones alumno-profesor; aun así, era fácil captar el mensaje en su actitud y su sonrisa. La propia Amy había notado cómo le tiraba los tejos durante el primer año, por el modo en que la miraba y la tocaba. Si ella quería más, él tenía más que ofrecer.

Gary se sentó cerca del conductor, volvió la vista hacia el pasillo oscuro del autocar y descubrió a Amy mirándolo. Algo en la expresión de ella le hizo sentir incómodo. Por lo general los azules ojos de Amy eran cálidos, y su sonrisa, franca y contagiosa, pero ahora no era así. Por un momento pareció que iba a acercarse de nuevo a ella, con una pregunta en los labios. Pero en lugar de eso, dio media vuelta y se hundió en el asiento.

—¿Qué pasa?

Amy miró a su compañera de habitación, que se había despertado y la estaba observando. «No es nada», se dijo a sí misma.

Pero no creía que no fuera nada.

—Vi a Gary hablando con la chica que han matado —murmuró.

—¿Gary? ¿Estás segura? ¿Cuándo?

—Ayer por la noche. Tarde, alrededor de las once. Les vi en la terraza del hotel. Al principio creí que era una de las chicas de Green Bay, pero luego me di cuenta de que no.

—¿Oíste de qué hablaban?

—No, pero Glory parecía alterada. —Amy meneó la cabeza—. Si es que era ella. Ay, no lo sé.

—Todos los entrenadores hablan con las chicas de las otras universidades —le recordó Katie.

—Pero él es Gary.

—Ya sé que no te gusta, pero eso no quiere decir nada. Hice un perfil suyo para el periódico el año pasado, y no parecía tan mal tío.

—¿Y qué hay de lo que pasó con su mujer? —preguntó Amy.

—¿No fue un accidente?

—Hubo rumores.

—Creo que te estás poniendo paranoica.

—Eso no es todo —dijo Amy—. Hay algo más.

—¿Qué?

Amy podía ver la parte de atrás de la cabeza de Gary. La luz de leer se reflejaba en su calva. Fue como si él sintiera su mirada, porque alzó la vista hacia el retrovisor. Amy vio sus pupilas brillantes, igual que las de los gatos en la noche, y un escalofrío de miedo recorrió su cuerpo cuando sus ojos se encontraron. Él estiró el brazo y apagó la luz que le iluminaba.

—Mi habitación estaba al lado de la de Gary —declaró Amy.

—Sí, ¿y?

—Ayer por la noche no podía dormir. Ya eran más de las tres cuando oí pasos en el pasillo. No miré afuera, pero oí la puerta de Gary. Estaba volviendo a su habitación en plena noche.