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El detective Cab Bolton no se percató de que la marea del golfo subía hasta que notó el agua salada lamiendo sus mocasines Hugo Boss de doscientos dólares. La ola se encaramó por su tobillo como un margarita en una batidora y empapó el interior de sus zapatos antes de que le diera tiempo a apartarse. Mientras el agua retrocedía, se agachó sobre la arena, se quitó los mocasines y luego los calcetines mojados. Meneó la cabeza en un gesto exagerado de consternación.

—Siempre que me compro unos zapatos nuevos, al día siguiente tenemos un cadáver en la playa —se lamentó.

Cab se arremangó los pantalones de su traje azul marino. Con los tobillos desnudos y su cuerpo de dos metros sustentado sobre sus pies del 48, parecía una enorme garza azul. El cuello largo, el pelo rubio de punta y el trampolín de saltos de esquí de su bronceada nariz contribuían a configurar la imagen de un pájaro zancudo.

Lala Mosqueda, la analista jefe del escenario del crimen, no se mostró muy comprensiva.

—Estamos en Florida, Cab. ¿Has oído hablar de las chanclas?

—Dentro de poco llevaré unas Crocs —replicó él.

El cuero ya estaba dañado, pero se sacó un pañuelo del bolsillo del pecho, despegó la arena de sus zapatos y secó el exceso de agua. Luego se los colgó de los dedos de la mano derecha. Con la otra, se sacó las gafas de sol de concha y entornó los ojos hacia la torre del hotel.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿Quinientas habitaciones? —reflexionó Cab—. Tal vez más. Debía de haber alguien ahí arriba mirando hacia la playa a las tres de la madrugada. Alguien vio algo.

Lala negó con la cabeza.

—Imposible. Demasiado lejos, demasiado oscuro.

Cab señaló con un dedo largo y huesudo a los ventanales, donde al menos una docena de mirones seguía las actividades que se desarrollaban junto al agua.

—Mira la cantidad de prismáticos que ahora mismo nos está observando. Los mirones de las playas andan siempre a la caza de personas que se desplomen en el agua en mitad de la noche.

—Tenemos agentes uniformados interrogando a los clientes en el vestíbulo —le informó Lala—. Es domingo y la mitad está haciendo el check out. Hemos intentado interceptar a la gente mientras dejaba el hotel.

—Bien. —Cab contempló la estrecha franja de arena de la costa del golfo, que se alargaba por la orilla del agua como una cinta a lo largo de varios kilómetros en ambas direcciones. Incluso a aquella hora de la mañana, había ya bañistas bronceándose aquí y allá—. Si estrangularas a alguien en el agua, ¿qué harías después? —le preguntó a Lala.

—Caminaría por el agua y saldría a la playa donde hubiera muchas huellas en la arena —respondió ella.

—Exacto. Odio los cuerpos en la playa. —Volvió a colocarse las gafas de sol sobre sus ojos azul cielo—. Veamos, Mosquito, ¿qué sabemos hasta ahora?

Cab vio la irritación en los ojos oscuros de Lala. Él sabía cuánto detestaba que usara su mote, pero era incapaz de resistirse a pincharla. Nunca había sido un maestro de las buenas maneras, y su boca deslenguada siempre le metía en problemas. Ésa era una de las razones por las que había pasado del FBI a la policía, de ahí a la investigación privada y de nuevo a la policía, en media docena de ciudades en el transcurso de los últimos doce años. A sus colegas también les molestaba su estilo típico de Los Ángeles. A diferencia de la mayoría de los polis, que trabajaban para conseguir una pensión, él disponía de un boyante fondo de inversiones creado gracias a su madre de Hollywood, y se dedicaba a lo que se dedicaba sólo porque disfrutaba, y no porque necesitase una paga. Eso no era muy bien aceptado por la mayoría de los polis, y en particular en Naples, una población turística bañada en sol y atestada de residentes temporales forrados y universitarios disfrutando de sus vacaciones de primavera. Si tenías dinero, se suponía que debías estar al otro lado del muro social.

Aun así, no pretendía tomarle el pelo a Lala con sus bromas. Su intención era guardar las distancias deliberadamente, y ella lo sabía. No hacía mucho habían tenido una relación que había sido el equivalente a una supernova: sobrecargada y cegadoramente brillante, se destruyó con un big bang. Su atracción no había desaparecido, pero entre ellos quedaba ahora un agujero negro cuya fuerza de atracción ambos combatían.

—Veamos, señorita Mosqueda, ¿qué sabemos hasta ahora? —le preguntó.

Lala tenía un hermoso rostro cubano, pero en ese momento, definitivamente, no irradiaba luz alguna. Un agujero negro.

—Un corredor ha encontrado el cuerpo antes del amanecer —le explicó ella—. Estaba tendida bocabajo sobre el agua, desnuda de cintura para arriba y con la pieza superior del biquini enrollada alrededor del cuello. La ha sacado del agua y ha intentado reanimarla haciéndole el boca a boca, pero ya llevaba un tiempo muerta. La hora estimada de la muerte es entre las dos y las cuatro. Por las marcas de ataduras del cuello y los moretones en la parte de atrás de los hombros, parece que alguien la sujetó y la estranguló bajo el agua. El forense aún no está seguro de las causas de la asfixia, si las tiras del biquini o la misma agua.

—¿Y no puede ser que se emborrachara y las olas la revolcaran?

—No; no hay duda de que alguien la ayudó. Aunque la chica había bebido. Encontramos una botella de Yellow Tail cerca del cuerpo, y tenía los dientes y la lengua teñidos del vino tinto. No sabremos cuánto hasta que nos envíen los resultados de la analítica. Tal vez estaba borracha o tal vez no.

—¿Había mantenido relaciones? —quiso saber Cab.

—Aún llevaba la pieza inferior del biquini —respondió Lala en tono monocorde—, y el tejido no había sido rasgado ni manipulado de ningún modo. No había hematoma, sangre ni heridas externas que indiquen violación vaginal o anal, al menos tras un primer reconocimiento visual.

Cab no estaba convencido.

—Estamos hablando de una adolescente que ha bebido, medio desnuda en la playa. Sin duda, huele a que el sexo tuvo algo que ver.

—No estoy diciendo que no mantuviera relaciones, pero todavía no hay pruebas de agresión sexual.

—Parece razonable. Lo pillo. ¿Habéis encontrado algo más cerca del cuerpo?

Lala abarcó con un gesto de frustración toda la extensión de la playa.

—Estamos rastreando la arena, pero por aquí pasan miles de personas cada día. Guardaremos y analizaremos lo que encontremos, pero no confíes mucho.

—¿Qué hay del cuerpo? —pregunto Cab.

—Buscamos ADN debajo de las uñas, pero ha tenido las manos sumergidas en el agua. Aunque hubiera opuesto resistencia, no estoy segura de que encontremos nada.

—¿Lo ves? Por eso odio los cuerpos en la playa —repitió Cab.

Lala abrió la boca como si tuviera algo más que contarle, pero él alzó una mano para detenerla mientras dejaba que los detalles se aposentaran en su mente. Tenía un método propio para enfrentarse a una investigación: superponer capas de hechos en su cerebro, como capas de pintura. Le gustaba dejar que una capa se secara antes de aplicar la siguiente. Lala era distinta, prefería soltar de golpe todo el informe y encajar luego las piezas del rompecabezas.

Lala iba vestida toda de negro. Camiseta negra, tejanos negros, sandalias negras, todo a juego con su melena negra, que le caía hasta los hombros. Tenía treinta y tantos años, como Cab, y había trabajado toda la vida en la policía de Naples. Se tomaba muy en serio todo lo que Cab no. Su familia cubana. Su política cubana. Su herencia católica. Su trabajo. Su humor. Ella era fuego; él era agua, siempre fluyendo colina abajo, siempre escapando. Aun así, era prácticamente la única policía de Florida a la que consideraba su amiga.

Aunque no era algo que fuera a decirle.

—¿Cab? —preguntó ella con impaciencia.

—Sí, vale, seguid trabajando. ¿Sabemos quién es la chica?

—Hemos tenido suerte con eso. Se llama Glory Fischer. Dieciséis años.

Cab dejó escapar un suspiro de consternación.

—Es sólo una niña.

—Hoy en día, a los dieciséis son más mayores de lo que crees.

—Sí, ya. Los trece son los nuevos dieciocho, los dieciséis los nuevos veintiuno. ¿Cómo la hemos identificado?

—La hermana y el novio de Glory la estaban buscando por los jardines del hotel cuando los hemos encontrado. La hermana ha dicho que Glory no estaba en su habitación, y cuando se han enterado de lo del cuerpo les ha dado un ataque. La hermana confirmó la identidad de Glory con una fotografía. Ahora están con una agente. Un psicólogo viene de camino.

—¿Padres?

Lala negó con la cabeza.

—Las chicas son del Wisconsin rural, de una zona llamada Door County. La madre está en casa; el padre, muerto. La hermana ya ha llamado a la madre y le ha dado la noticia. Hoy mismo llegará en avión.

—Wisconsin —repitió Cab—. Refréscame la memoria, eso está al norte de Michigan, ¿verdad?

—No, lo que hay encima de Michigan es Canadá, Cab.

—Tanto da. ¿Qué hacían estas chicas aquí?

—El hotel está lleno de bailarinas —le explicó Lala—. Esta semana se celebraba una competición con equipos de estudiantes llegados de todo el país. La hermana (se llama Tresa, T-r-e-s-a) estudia en la Universidad de Wisconsin en River Falls. Vino aquí en autocar con sus compañeras de equipo. Su madre no pudo venir, y por lo que parece Glory y su novio (se llama Troy Geier) llegaron por su cuenta en coche para animar a Tresa durante la actuación. Se suponía que hoy volvían todos a casa.

—La víctima, Glory, ¿no tomaba parte en el torneo?

Lala negó con la cabeza.

—No.

—¿Te dieron la hermana o el novio más información sobre Glory? ¿Tienen alguna idea de qué estaba haciendo en la playa ayer por la noche?

—Dicen que no.

—¿Les crees? —preguntó Cab.

—Si alguno de ellos está involucrado, son unos excelentes actores. Normalmente, a los chicos se les nota cuando mienten.

—Por lo general, yo asumo que todo el mundo miente —replicó Cab.

Eso formaba parte de su herencia por haber vivido con una madre actriz. Si alguien movía los labios en Los Ángeles, lo más probable es que estuviera mintiendo. El hecho de convertirse en policía no había alterado en absoluto su convicción de que, en el fondo, la gente era deshonesta. Había aprendido esa lección a golpes.

—¿Cuánto años tiene la hermana, Tresa? —añadió.

—Diecinueve. Es su primer año en River Falls.

—¿Qué hay del novio? ¿Has descubierto algo de su relación con Glory?

—Nada sobre Glory —respondió Lala, pero él vio la sonrisa de autosuficiencia que se dibujaba en su rostro dorado. Sabía algo. Estaba deseando decírselo desde el principio.

—Suéltalo, Mosquito —dijo Cab—. ¿Qué te ha contado el novio?

Esta vez Lala no parpadeó al oír el apodo.

—Troy me ha acompañado para que pudiéramos hablar en privado. No quería que Tresa escuchara lo que tenía que decir, porque no le habría dejado hablar sobre ello.

—¿Sobre qué?

—Por lo visto este fin de semana se aloja en el hotel otra pareja de la misma zona de Wisconsin. Sus nombres son Mark y Hilary Bradley. Lo he comprobado, y es cierto. Tienen una habitación que da directamente a la playa. No está ni a doscientos metros de donde se cometió el asesinato.

—Bien —dijo Cab, y esperó a que siguiera hablando.

—Troy me ha dicho que teníamos que hablar con el marido antes de que se fuera. Asegura que si hay alguien en el hotel capaz de haberle hecho algo así a Glory, es Mark Bradley.

Cab arqueó una ceja.

—¿Ah, sí? ¿Y en qué se basa? ¿Ese tipo tiene alguna relación con Glory?

—No con Glory —dijo Lala—, sino con su hermana. Según Troy, en Door County todo el mundo conoce a Mark Bradley. Era profesor del instituto hasta que el año pasado le hicieron desaparecer debajo de una manta. La policía no pudo presentar cargos por violación, porque Tresa no dijo una palabra contra él en las declaraciones oficiales. Pero el caso es que se acostaba con ella.