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—Estás muy callado esta mañana —le dijo Hilary Bradley a su marido.

Estaban sentados a una mesa junto a la piscina, con los platos llenos del bufé de desayuno del hotel. Era temprano, aún no habían dado las siete, y la terraza de la cafetería se encontraba casi vacía. A ellos les gustaba madrugar. Hilary se bebió el zumo de naranja y observó a su marido, cuya mirada perdida vagaba por la amplia franja de playa y las plácidas aguas del golfo.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó al ver que él no contestaba.

Mark volvió la cabeza hacia ella.

—Oh, lo siento. Aún no estoy despierto del todo.

—Bébete el café.

Él sorbió de una taza de porcelana y no dijo nada más.

—¿Estás bien? —inquirió ella.

—Sí. Claro.

Hilary no insistió. Probó los huevos revueltos con jalapeños, que estaban picantes y deliciosos, y cogió una loncha de beicon crujiente con los dedos. El desayuno del bufé suponía que al día siguiente tendría que correr una hora más en la cinta, pero el esfuerzo bien merecía la pena. Hilary era alta, y nunca estaría delgada. Ni siquiera cuando bailaba había estado flaca; es más, su físico musculoso había sido una ventaja para ganar competiciones. Hacía mucho tiempo de eso. Ahora le faltaban sólo dos años para cumplir los cuarenta, y se veía obligada a mantener una batalla diaria para mantener un peso que le permitiera mirarse al espejo sin hacer una mueca. La batalla se endurecía cada año, pero no tenía intención de morirse de hambre.

Escrutó con la mirada a su marido, que había demostrado una sorprendente fuerza de voluntad esa mañana en el bufé. Mark era un hombre de facciones marcadas, de esos que hacen que las mujeres vuelvan la cabeza a su paso. A Hilary la llenaba de satisfacción pensar en su cuerpo torneado, pero también despertaba sus celos y su preocupación. Él se mantenía en su peso sin problemas, aunque tenía la ventaja de ser tres años menor que ella. Era un hombre, y había sido deportista toda su vida. Si ganaba cuatro kilos durante las vacaciones, añadía media hora a su rutina de ejercicios y los kilos desaparecían milagrosamente al cabo de dos días.

Daba bastante rabia.

Hilary siguió la mirada de Mark hacia la playa, donde vio a un grupo numeroso de gente a medio kilómetro de distancia, cerca del agua. No iban vestidos con bañador. Pensó que parecían policías.

—Me pregunto qué pasará —dijo.

—No lo sé. —Mark sonaba distraído.

Ella se inclinó hacia atrás en la silla, se apartó el largo cabello rubio de la cara y se ajustó las gafas de sol. Incluso a aquella hora de la mañana, hacía calor en la terraza. Trató de leer la mente de su marido y descifrar qué era lo que le preocupaba.

—Si tenemos que mudarnos, nos mudamos —dijo—. Lo hemos hecho antes.

—¿Qué? —preguntó él.

—Casa. Dinero. Sé que estás preocupado. Yo también lo estoy, pero ¿qué es lo peor que puede pasar? Lo embalamos todo y nos vamos a otra parte.

Mark apartó la mirada del mar. Se frotó la barbilla, cubierta por una barba de dos días; aún no se había afeitado. Cogió un tenedor para comerse el desayuno y volvió a dejarlo sobre la mesa.

—¿Quién dice que sería tan fácil? Cualquier instituto del condado mira con lupa a un profesor despedido después de dos años, ¿y qué es lo que piensan? Conducta inapropiada.

—No necesariamente.

Mark depositó con ímpetu la taza sobre la mesa de cristal.

—No nos engañemos, Hil.

—Sólo digo que en todas partes hay ajustes en el presupuesto. Estamos saliendo de una gran recesión en un distrito pequeño; a la gente se le da la posibilidad de irse. No tienen por qué dispararse las alarmas.

Mark negó con la cabeza.

—¿Crees que los directores no hablan entre ellos? «¿Qué pasa con Mark Bradley?». «Olvídate de él; acosó a una de sus alumnas». Asúmelo: a dondequiera que vayamos, estaré en la lista negra.

—No puedes saberlo.

—Diablos, lo sé.

Hilary vio aparecer el resentimiento en el rostro de Mark, el cual había crecido y se había hecho más profundo durante el último año —que había pasado en el paro— hasta convertirse en un rasgo de su mirada. No podía culparlo. Le habían tratado mal, condenado sin juicio ni apelación. Su situación era insostenible, y estaba enfadado por ello. El problema era que su enfado no cambiaba la realidad ni la mejoraba; sólo generaba una sombra entre ambos. Cuando estaban juntos, cuando estaban en la cama, su enfado siempre estaba con ellos.

Alargó un poco el silencio y luego cambió de tema.

—¿Has visto el boletín en la pizarra del recibidor? El equipo de Amy Leigh, de Green Bay, lo hizo muy bien. Han quedado segundas en la categoría de grupos pequeños.

—Bien por ella.

—Ojalá hubiera visto la actuación final, pero fue el día que fuimos a Tampa. Amy era una de mis favoritas en Chicago. Una niña llena de vida, muy dulce.

—La recuerdo.

Hilary había sido la profesora de baile de Amy Leigh durante cuatro años, mientras enseñaba en el suburbio de Highland Park, en Chicago. Amy no tenía gracia natural pero compensaba esa carencia con práctica y entusiasmo. Se habían hecho amigas. El apellido de Hilary antes del último curso de Amy había sido Semper, no Bradley, y Amy se contaba entre las alumnas que manifestaron una mayor emoción cuando Hilary anunció que se iba a casar.

—He llamado a la habitación de Amy para felicitarla —dijo Hilary—, pero el autobús de Green Bay se marchó pronto. Ya se había ido.

—Puedes escribirle en el muro de Facebook cuando volvamos —dijo Mark.

—Sí. —Hilary bostezó y deshizo la contractura de su cuello estirando los brazos—. Espero dormir en el avión. Aún estoy muy cansada. Tú también debes de estarlo.

—¿Por qué lo dices?

—No has dormido bien, ¿verdad? Me desperté en plena noche y no estabas en la cama.

—Ah —dijo Mark—. No, tienes razón. No podía dormir. Lo siento, estaba pensando otra vez en el trabajo. Ya sé que tú crees que debería pasar del tema.

—Nunca he dicho eso. Lo único que quiero es que no destruya nuestras vidas, ¿vale? Mira, volveremos a casa y entonces podrás concentrarte en otra cosa. Puedes pintar.

—Así no voy a ganar mucho dinero.

—¿Quién sabe? En esa galería de Ephraim hablaron de vender tus cuadros. Ahora mismo, cualquier cosa sería de ayuda. —Frunció el ceño al ver la expresión de Mark. Debía de pensar que le estaba regañando. Intentó arreglarlo, pero sólo consiguió empeorarlo—: También podrías dar clases de golf este verano. Muchas mujeres buscan a un profesional sexy que les ayude a mejorar el swing. Y muchos hombres.

—Ya hemos hablado de esto.

—Lo sé, lo sé. Era por decir.

Dejó que el tema muriera. En algunos aspectos, Mark era tan tozudo que resultaba imposible hacerle cambiar de opinión. El golf era unos de esos temas. Cuando tenía veinte años había jugado varias temporadas en el circuito profesional, subiendo escalones y ganando cada vez más dinero, hasta que una lesión en el hombro acabó con su carrera. Como ex profesional, podría haberse ganado la vida decentemente dando clases o trabajando en el negocio, pero Mark siempre adoptaba la actitud del todo o nada. Si no podía ser competitivo como jugador, no quería formar parte del juego. Hilary no había sido capaz de ayudarle a superarlo.

Aun así, no se podía quejar. Al dejar el golf, Mark tomó otro camino y decidió dedicarse a la enseñanza. Así fue como se conocieron, mientras él hacía una sustitución en Highland Park. Si nunca se hubiera lesionado, habría salido por el Canal Golf y probablemente aún seguiría soltero. Así que a lo mejor había sido el destino. Por otra parte, Hilary sabía que para Mark eso sólo empeoraba su situación actual, porque significaba que le habían arrebatado una segunda carrera por circunstancias que se escapaban a su control.

—¿Y qué hiciste? —preguntó.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando no podías dormir. ¿Adónde fuiste?

Mark vaciló.

—Fui a dar un paseo.

—¿Por la playa?

—Sí.

—Debía de estar increíble. Ayer, la noche era preciosa.

—Sí —dijo él.

—¿Cuánto rato estuviste fuera?

—No lo sé. Tal vez una hora.

Hilary echó la silla hacia atrás y se puso en pie.

—Voy a servirme más zumo de naranja. ¿Quieres algo?

Mark negó con la cabeza. Había picoteado algo, pero la mayor parte de su comida seguía en el plato. La hacía sentir culpable por habérselo comido todo. Si estuviera sola, probablemente se habría servido otra cucharada de huevos revueltos, pero en lugar de eso deambuló hacia el bufé para servirse un segundo zumo con hielo.

Ella volvió a fijarse en el grupo de policías de la playa. El puñado de clientes de la cafetería los miraba con curiosidad; algunos se habían puesto en pie y hacían visera con la mano para tener una mejor visión de lo que acontecía cerca del agua. Un camarero con uniforme blanco pasó junto a Hilary con una bandeja de fruta cortada, y ella le sonrió.

—¿Sabe qué pasa? —le preguntó.

El camarero se encogió de hombros mientras depositaba la fruta en el bufé.

—Alguien me ha contado que han encontrado un cuerpo.

—¿Un cuerpo? ¿Cómo ha sido?

—Ni idea. Es todo lo que he oído. Alguien ha muerto.

—¿Sabe quién era?

—Creo que un cliente del hotel.

—¿De aquí? ¿De este hotel?

—Supongo que sí.

Se metió la bandeja vacía bajo el brazo y se marchó sin contestar más preguntas. Hilary miró a su alrededor para ver si conocía a alguien, pero no reconoció a nadie entre los clientes madrugadores. Estaba preocupada: Mark y ella habían ido a Florida esa semana en concreto para asistir a la competición de baile, en la que participaban varias de sus antiguas alumnas en Chicago. Tenía buenas amigas entre las bailarinas y las entrenadoras, y esperaba que todas estuvieran sanas y salvas.

Llevó el zumo a la mesa y Mark vio la inquietud reflejada en su rostro.

—¿Algo va mal? —preguntó.

—Esos policías de la playa. El camarero dice que han encontrado a un huésped del hotel muerto.

Mark reaccionó de inmediato.

—¿Muerto? ¿Quién es?

—No lo sé. —Vio como los ojos de él se dirigían hacia el agua y preguntó—: ¿Viste algo anoche?

—¿Qué, un cuerpo? Por supuesto que no.

—Bueno, me preguntaba si deberías hablar con alguien.

—¿Para contarles qué? No vi nada.

Hilary se encogió de hombros. Al abrirse las puertas de cristal situadas al otro lado de la cafetería, reconoció a la mujer que salía del vestíbulo del hotel. Era Jane Chapman, la madre de una de las bailarinas de Chicago. La saludó con la mano, y Jane se dirigió directamente a su mesa. Parecía consternada.

—Hilary, es terrible, ¿te has enterado? —preguntó sin aliento—. No puedo creerlo.

—He oído que ha muerto alguien del hotel. ¿Sabes quién era?

Jane asintió.

—Una chica joven. La han asesinado.

—¿Una de las bailarinas?

—Creo que no. Por lo que he oído, vive por tu zona. En Door County.

—¿Quién es? —preguntó Hilary, embargada por una oleada instintiva de náuseas y miedo.

—Una entrenadora me ha dicho que la chica muerta se llamaba Glory Fischer.

Hilary se quedó sin aire y el mundo empezó a dar vueltas. Oyó a Jane preguntarle si estaba bien, pero la voz de la mujer se hallaba al final de un largo túnel, ahogada y distante. Hilary trató de hablar y no pudo. Lo sabía. De algún modo, sin haber mirado a Mark, sin decir una palabra, sabía que ese acontecimiento era un tornado que la engulliría a ella y a su marido. Volvió lentamente la cabeza para poder mirarle. No deseaba ver la verdad, pero sus ojos se encontraron y la expresión de Mark confirmó todos sus miedos. Distinguió en su cara emociones que nunca antes había visto. Pánico. Terror. Culpa.

«Mark, ¿qué has hecho? ¿Qué pasó anoche?».

Detestaba que su primer pensamiento no tuviera nada que ver con la confianza en él. Detestaba que su primer pensamiento no tuviera nada que ver con protegerle. No importaba que ella no creyera ni por un momento que Mark Bradley fuera capaz de hacer daño a otro ser humano. No importaba que ella tuviera fe en la buena voluntad de Mark para resistir la tentación y alejarse de ella. Su primer pensamiento no tuvo nada que ver con su inocencia.

En lugar de ello, contempló al hombre al que amaba y su único pensamiento fue: «Otra vez no».