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La chica del biquini hizo una pirueta sobre la arena mojada.

Se encontraba a unos cien metros, y todo lo que podía ver Mark Bradley era el brillo de su piel desnuda a la luz de luna. Bailaba como un espíritu del agua, con la cabeza echada hacia atrás, la melena cayéndole por la espalda y los brazos extendidos como si fuesen alas. Las oscuras aguas del golfo estaba tan en calma como un espejo, y apenas lamían la orilla. La chica salpicaba y chapoteaba, metiéndose de vez en cuando en las cálidas aguas hasta alcanzarle las rodillas.

Pudo oírla cantar para sí misma. Tenía una voz dulce, pero no afinaba del todo. Reconoció la canción; recordaba haberla puesto en su walkman mientras hacía jogging en Gran Park, en el centro de Chicago, de adolescente. Para la chica de la playa el tema debía de ser un viejo éxito, propio de la generación de su madre. La escuchó cantar el estribillo una y otra vez.

Era «We Didn’t Start the Fire», de Billy Joel.

Mientras se acercaba a la chica de la playa, Mark no pudo evitar admirarla. Su cuerpo era maduro, y las finas tiras de su biquini rojo lo dejaban al descubierto, pero aún tenía el andar desgarbado de una adolescente, toda brazos y piernas. Era más una niña que una mujer, con aquella inocencia para mostrarse casi desnuda en público. Se hallaba todavía demasiado lejos para poder ver su rostro, pero Mark se preguntó si su mujer, Hilary, la conocería. Daba por hecho que era una de las niñas que habían participado en el torneo de danza del hotel y que, ahora que la competición había terminado, disfrutaba de unos momentos de insomnio en la playa antes de regresar a casa.

Mark tampoco podía dormir. Sentía pavor ante la idea de volver a Wisconsin. Las vacaciones en Florida habían constituido un paréntesis de una semana, y ahora tendría que enfrentarse a la realidad de su situación en casa. Aislado. Sin trabajo. Enfadado. Hilary y él habían evitado el tema durante casi todo el año anterior, pero no podían seguir haciéndolo durante mucho tiempo más. Iban justos de dinero, así que debían tomar una decisión: quedarse o irse. Mark no quería renunciar a su sueño, pero no tenía ni idea de cómo recomponer las piezas de su vida.

Las cosas no tenían que haber ido así. Habían abandonado Chicago para irse al campo, a Door County, porque deseaban una vida más tranquila en un lugar donde formaran parte de una comunidad y pudieran criar a sus hijos. En lugar de eso, todo se había convertido en una pesadilla para Mark. Ahora las sospechas le seguían a todas partes. Estaba marcado con una letra escarlata. D de depredador, y todo por culpa de Tresa Fischer.

Se dio un golpe con el puño en la palma de la otra mano. A veces, su propia furia le superaba. No culpaba a Tresa, al fin y al cabo sólo era una chica enamorada. Pero los demás —los profesores, los familiares, los padres, la policía, la junta escolar— habían ignorado sus negativas y habían hecho pedazos su vida y destrozado su carrera. Tenía sed de venganza por aquella injusticia. Tenía ganas de hacer daño a alguien. No era un hombre violento, pero a veces se preguntaba qué haría si se encontrara con el director de la escuela en un parque desierto, donde nadie pudiera verle ni pudiera saber nunca qué había hecho.

Mark se detuvo en la playa, cerró los ojos y respiró hondo hasta que su ira se disipó. Las olas iban y venían, y notaba la arena cosquilleándole bajo los pies. La tranquilidad del agua le calmó, que era la razón por la que había ido ahí. Aspiró el aroma salobre a pescado del golfo. El aire suave y húmedo resultaba un tónico comparado con el clima frío de su hogar, donde las temperaturas en marzo apenas superaban los cero grados.

Le habría gustado quedarse allí para siempre, pero nada duraba para siempre. Sabía que era hora de volver al hotel. Hilary se había quedado sola, y si estaba despierta se preguntaría adónde habría ido. Al constatar que no podía dormirse, Mark se había deslizado fuera de la cama, se había puesto el bañador y una camiseta sin mangas amarilla y había salido por la puerta del patio, por donde se llegaba directamente a la llana franja de arena que quedaba más allá de las palmeras. El mar le había ayudado a aclarar sus pensamientos, pero el alivio era temporal, como siempre. Las cosas no cambiaban. Sólo empeoraban.

Mark volvió a oír la voz. «We Didn’t Start the Fire».

La chica se movía sin rumbo fijo cerca de él. Tenía una botella de vino en la mano, y bebía de ella como si fuera Gatorade. Al verla tambalearse sobre la playa se dio cuenta de que estaba borracha. Ahora se encontraba a sólo unos veinte metros de él, con la piel bronceada y húmeda. Tiró de la parte superior de su traje de baño para ajustárselo, sin ser consciente del gesto. El pelo mojado le caía por encima de la cara; al apartárselo, sus ojos se encontraron. Los de ella estaban desenfocados y mostraban una expresión salvaje.

Mark sabía quién era.

—Oh, hija de puta —murmuró entre dientes.

Era Glory Fischer. La hermana de Tresa.

Miró instintivamente a un lado y a otro de la playa. Estaban solos. Eran casi las tres de la madrugada. Echó un vistazo a la torre del hotel; en las pocas habitaciones donde había luz, no distinguió la silueta de nadie que mirara hacia fuera. Odiaba que su primer pensamiento hubiera sido protegerse, pero se sentía culpable y expuesto tan cerca de una chica. En especial de esta chica.

Ella tardó un rato en percatarse de quién era, pero al reconocerlo le dedicó una sonrisa burlona.

—Eres tú —dijo.

—Hola, Glory. ¿Estás bien?

La chica ignoró la pregunta y murmuró por lo bajo.

—¿Me has seguido? —preguntó.

—¿Seguirte? No.

—Apuesto a que me has seguido. No pasa nada.

—¿De dónde has sacado el vino? —preguntó él.

—¿Quieres un poco? —Miró la botella y se percató de que estaba vacía. Al volverla bocabajo, unas cuantas gotas rojas cayeron sobre la arena—. Mierda. Lo siento.

—No deberías estar aquí fuera —observó él—. Deja que te acompañe al hotel.

Glory le señaló con el dedo y su torso se tambaleó, inestable.

—A Tresa no le gustaría, ¿verdad? Vernos juntos. A Troy tampoco. Se pone muy celoso. Si quieres montártelo conmigo, tendrá que ser aquí. ¿Quieres hacerlo conmigo?

Mark se puso tenso. Sabía que no debía estar ahí. Tenía que largarse antes de que la cosa se pusiera más fea, antes de que alguien los viera juntos.

—Venga, vamos —le pidió a Glory—. No quiero que te quedes sola en la playa. No es seguro. Has bebido.

—¿Cuál es el problema? Tú me protegerás, ¿no? Eres grande y fuerte; nadie se meterá contigo.

Mark alargó la mano para cogerla del brazo, pero ella se escabulló. Él se pasó la mano por el corto pelo en un gesto de desesperación.

—No voy a dejarte aquí sola.

—Pues no te vayas. Quédate. Me gusta estar aquí contigo.

—Es tarde. Deberías estar en la cama.

Glory sonrió y le sacó la lengua.

—¿Ves? Sabía que eso era lo que querías.

—Estás borracha. No quiero que te hagas daño.

Ella volvió a tararear por lo bajo la misma canción de Billy Joel.

—Tresa te vio el viernes —dijo después.

—¿Qué?

—Os vio a Hilary y a ti en el auditorio, por eso se equivocó durante la actuación. Se disgustó mucho. No podía concentrarse sabiendo que estabas ahí.

—No se acaba el mundo por no ganar.

—Sí, ya lo sé. —A Glory no parecía preocuparle el fracaso de Tresa. Su cara aparecía cubierta de un brillo de ebriedad, como si estuviera ahogando sus penas—. Eh, una vez leí un poema que decía que el mundo acabaría ardiendo en llamas.

—Robert Frost —dijo él.

—¿Lo conoces? Uh, sí, claro, el pro fe de Lengua inglesa… —Le miró como si fuera un juguete roto—. Bueno, quiero decir que antes lo eras. Tresa lamenta mucho lo que ocurrió.

—Vámonos, Glory.

—Tresa nunca pensó que harían algo así.

—Deberíamos volver al hotel —insistió él mientras le tendía la mano.

Glory la cogió entre las suyas, pero luego deslizó uno de sus húmedos brazos alrededor de su cintura, le acercó la cara al cuello y alzó la barbilla hacia él. El aliento le apestaba a alcohol y tenía los dientes manchados por el vino.

—Bésame —dijo.

Él se llevó la mano a la espalda para desprenderse de ella. Miró por encima del hombro de nuevo en dirección al hotel y le embargó una sensación incómoda, como si le observaran desde la oscuridad. O a lo mejor alguien le estaba poniendo a prueba.

—Para.

—Tresa dice que tus labios son suaves —susurró Glory.

Mark le apartó las manos y dio un rápido y vacilante paso hacia atrás sobre la arena. Cuando Glory alargó las manos para abrazarlo, descubrió que estaba demasiado lejos, trastabilló y cayó de rodillas. El pelo castaño le cubría el rostro. Su piel estaba pálida, y Mark vio en su mirada que parecía desorientada.

—¿Estás bien? —preguntó.

Glory no dijo nada.

Mark se agachó frente a ella. Las lágrimas le cubrían la cara y se secó la nariz con el dorso de la mano. Allí de rodillas, llorando, de nuevo parecía una hermosa chica perdida. La típica adolescente con granos en la frente. Una niña intentando actuar como una adulta. Mark alargó la mano para tocarle el hombro pero la apartó enseguida, como si su piel estuviera en llamas.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué estás aquí fuera, sola?

—No quiero ir a casa —respondió ella.

—¿Por qué no?

Ella meneó la cabeza.

—No sé qué hacer.

Mark empezó a presionarla para que le diera más detalles, pero se dio cuenta de que se estaba dejando arrastrar a la vida de esa chica y sus problemas. Ésa había sido siempre su debilidad. Era un solucionador de problemas.

—Te llevaré al hotel —murmuró.

La cogió del codo y la ayudó a ponerse en pie. Las piernas de la joven flojearon y se cogió a él para mantener el equilibrio, agarrándole del cuello con tanta fuerza que le clavó las uñas. Él la guió hacia la arena seca con un brazo alrededor de su cintura, pero ella se liberó y volvió a dirigirse al agua con unos saltitos inestables. La arena se le pegó a las rodillas y los muslos. Abrió los brazos en dirección a él.

—Vamos a bañarnos —propuso.

—Creo que no.

—Un baño rápido; luego nos vamos.

—No.

—Oh, venga. —Había vuelto a ponerse coqueta. Sus estados de ánimo cambiaban como nubes cruzando delante de la luna—. No muerdo. A menos que te guste.

—Sal del agua —la conminó con severidad—. Estás borracha. Podrías hacerte daño.

—Creo que me tienes miedo —dijo ella—. Me deseas.

—Deja de jugar, Glory.

—Crees que soy demasiado joven, pero no es así.

—¿Cuántos años tienes, dieciséis?

—¿Y qué? Todo lo que tiene que funcionar funciona.

Mark no se sentía vulnerable, pero recordó lo que Hilary le había dicho acerca de su trabajo como profesor de adolescentes: «Crees que son niñas, y no lo son». Quería terminar con ese encuentro. Deseó no haber abandonado nunca la cama y no haber ido a dar un paseo por la playa. Nada bueno iba a salir de quedarse allí con Glory.

—Está bien jugar con fuego —dijo la chica.

—Me voy.

Glory se arrastró fuera del agua, echó a correr en su dirección y se quedó de pie frente a él, goteando. Volvió a adoptar un tono infantil.

—No te vayas.

—Los dos nos vamos adentro.

—¿Por qué no quieres enrollarte conmigo? —quiso saber ella—. ¿Es por Tresa? No se lo contaré.

—Oh, por el amor de Dios, Glory —masculló él, exasperado.

—No soy virgen —continuó ella—. Troy ni siquiera fue el primero. ¿Sabes cómo me llaman los chicos de la escuela? ¿Mi apodo? Glory, Glory, aleluya.

—No deberías alardear de eso —replicó él antes de poder contenerse.

No deseaba echarle un sermón ni verse arrastrado a una discusión acerca de su sexualidad; sólo quería dar media vuelta y marcharse. Las cosas se estaban saliendo de madre.

Vio como ella fijaba la mirada en unas palmeras por encima de su hombro y se estremeció. Se volvió esperando encontrarse a alguien observándolos. Sabía que si les descubrían, se repetiría lo del año anterior. Sospechas. Acusaciones. «Eres un acosador», dirían. Instintivamente buscó formas de explicar su comportamiento, de defenderse, aunque no había hecho nada malo.

Sin embargo, no había nadie. Estaban solos. ¿Verdad?

—Me marcho, Glory —insistió.

—Si te vas, le diré igualmente a todo el mundo que nos hemos acostado —dijo ella—. ¿A quién piensas que creerán? Si te quedas, puede ser nuestro secreto.

Glory se llevó las manos hacia atrás. Mark no sabía qué estaba haciendo pero cuando volvió a ver las manos éstas sujetaban las tiras de la pieza superior del biquini, que se balancearon por encima de sus caderas. Entonces manipuló el nudo de la nuca hasta deshacerlo, encogió el tronco y dejó que el top rojo se despegara de su piel y cayera al suelo. Su mirada traslucía seriedad y confianza mientras se cogía con las manos los pechos desnudos.

—Nadie lo sabrá nunca —susurró.