—Según parece, en una ciudad industrial del Oeste, más de ochocientos obreros han sido condenados a penas de prisión mayor en un proceso único.
—Según mis informaciones sólo han sido quinientos, y otros cien más que ni siquiera han sido juzgados, sino asesinados en secreto por sus convicciones políticas.
—¿Son los sueldos en realidad tan horrorosamente bajos?
—De miseria, e incluso, siguen bajando mientras los precios suben.
—Según dicen, la decoración de la Ópera para esta ocasión ha costado 60.000 marcos y otros 40.000 de gastos varios, sin contar con las pérdidas que ha sufrido la hacienda pública en los cinco días que ha estado cerrado el teatro a causa de los preparativos para el baile.
—Una modesta y simpática fiesta de cumpleaños.
—¡Qué espanto, tener que presenciar semejante espectáculo!
Los dos jóvenes diplomáticos extranjeros se inclinaron con la mejor de sus sonrisas ante un oficial de alta graduación, que los miraba con desconfianza a través de su monóculo.
—Todo el generalato está presente.
Continuaron la conversación cuando el oficial ya no podía oírlos…
—Pero todos son entusiastas de la paz —añadió el otro con malicia.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó sonriendo alegremente el primero, a la vez que saludaba a una menuda dama de la embajada japonesa que, del brazo de un atlético oficial de marina, avanzaba con menudos y delicados pasos.
—Cabe esperarlo todo.
Un caballero del Ministerio de Asuntos Exteriores se unió a los jóvenes agregados de embajada, que inmediatamente cambiaron de conversación, para pasar a alabar el esplendor y la belleza de la decoración.
—Sí, al Presidente del Gobierno le divierten estas cosas —dijo algo confundido el funcionario.
—No hay nada de mal gusto —le aseguraron casi al unísono los jóvenes diplomáticos.
—Por supuesto —contestó forzado el funcionario de la Wilhelmstrasse.
—Un acto tan suntuoso no se puede presenciar sino en Berlín —concluyó uno de los dos extranjeros.
El funcionario de Asuntos Exteriores vaciló un segundo antes de decidirse a sonreír cortésmente.
Se produjo entonces un vacío en la conversación. Los tres caballeros miraban a su alrededor y escuchaban el festivo bullicio. «Colosal», dijo finalmente uno de los jóvenes en voz baja, esta vez no con sarcasmo, sino realmente impresionado, casi asustado, ante el enorme lujo que le rodeaba. El centelleo del aire cargado de luces y aromas era tan fuerte que casi le cegaba. Impresionado, pero no sin cierta desconfianza, parpadeaba en medio del fulgor. «¿Dónde estoy?», se preguntaba el joven, originario de un país escandinavo. «El lugar en donde me encuentro es, sin duda, generosamente fastuoso, pero tiene algo de siniestro. Estos seres tan bien ataviados tienen una viveza que no inspira precisamente confianza. Se mueven como marionetas, de forma curiosamente convulsiva y torpe. En sus ojos se oculta algo, no tienen la mirada limpia, hay en ella miedo y crueldad. En mi país tiene la gente otra mirada, más amistosa, más libre. La risa es también diferente en el Norte. Aquí tiene algo sarcástico, desesperado, insolente, provocativo y al tiempo desesperanzado, ostensiblemente triste. No ríe así la persona satisfecha consigo misma. No ríen así los hombres y mujeres que llevan una vida honrada, metódica…»
El gran baile con motivo del cuarenta y tres cumpleaños del Presidente del Gobierno se extendía por todo el Palacio de la Ópera. Por los amplios salones, por los corredores y los vestíbulos se movía la engalanada masa, que también disparaba corchos de champán en los palcos, ornados con ricos tapices, y bailaba en el patio de butacas, del que habían sido retiradas las sillas. La orquesta, que tocaba en el escenario vacío, era numerosa, como si fuera a interpretar una sinfonía o una pieza de Richard Strauss. Pero no tocaba más que marchas militares en viva mezcla con música de jazz que, si estaba condenada en el Reich por su obscenidad negroide, el alto cargo no podía pasar sin ella en su fiesta conmemorativa.
Todas las personalidades que tenían algo que decir en el país estaban presentes, no faltaba nadie, excepto el propio Dictador, que se hizo disculpar, aquejado de dolor de garganta y tensión nerviosa, y algunos cargos del Partido que, por su condición plebeya, no habían sido invitados.
Habían acudido también varios príncipes imperiales y reales y la casi totalidad de la alta nobleza; allí estaba el generalato de la Wehrmacht al completo, muchos hombres influyentes del campo de las finanzas y de la industria pesada, varios representantes del cuerpo diplomático —casi todos pertenecientes a embajadas de pequeños o lejanos países—, algunos ministros, algunos actores famosos —era conocida la benévola debilidad del homenajeado por el teatro— y también un escritor, de aspecto muy decorativo y que, por cierto, disfrutaba de la amistad del dictador. Se habían enviado más de dos mil invitaciones; de ellas aproximadamente un millar eran tarjetas de honor, que permitían disfrutar gratuitamente de la fiesta; los otros mil invitados habían tenido que pagar cincuenta marcos de entrada cada uno: así, una parte de los enormes gastos volvió a la caja; el resto corrió a cargo de los contribuyentes, que ni siquiera pertenecían al círculo del Presidente del Gobierno y muchísimo menos a la élite de la nueva sociedad alemana.
—¡Qué maravillosa fiesta! —dijo la voluminosa esposa de un fabricante de armas renano a la mujer de un diplomático sudamericano—. Me estoy divirtiendo muchísimo, y me encantaría que todo el mundo, en Alemania y en el extranjero, estuviera de tan buen humor como yo.
La esposa del diplomático sudamericano, que no entendía bien el alemán y se estaba aburriendo, sonrió sin alegría. La divertida esposa del fabricante quedó decepcionada por aquella falta de entusiasmo y decidió seguir paseando.
—Perdone, querida —dijo educada, recogiendo la brillante cola de su vestido—. Deseo saludar a una vieja amiga de Colonia, la madre del Principal de nuestro Teatro Nacional, ya sabe usted, el gran Hendrik Hofgen.
Aquí abrió por primera vez la sudamericana la boca para preguntar, con defectuosa pronunciación:
—Who is Henrik Hopfgen?
Esto dio pie a la señora del fabricante para exclamar en voz baja:
—¿Cómo? ¿Que no conoce a nuestro Hofgen? Hofgen, querida, no Hopfgen, y Hendrik, no Henrik, él da mucha importancia a esa pequeña «d».
Mientras lo explicaba se dirigía presta hacia la distinguida matrona que caminaba llena de dignidad por la sala, del brazo del escritor y amigo del Führer.
—¡Queridísima señora Bella! ¡Hace una eternidad que no nos vemos! ¿Cómo está usted, querida? ¿Se acuerda alguna vez con nostalgia de nuestra Colonia? Pero, ¡disfruta usted aquí de una posición tan buena! ¿Y cómo está la señorita Josy, la querida niña? Y, sobre todo, ¿qué hace Hendrik, su gran hijo? ¡Dios mío, qué magnífica carrera! ¡Si es casi tan importante como un ministro! Sí, sí, querida señora Bella, nosotros, allá en Colonia, sentimos nostalgia de usted y de sus maravillosos hijos.
En realidad, la millonaria no se había preocupado nunca por Bella Hofgen cuando ésta vivía en Colonia, antes de que su hijo hiciera tan fabulosa carrera. Las dos damas se habían conocido superficialmente; jamás había recibido la señora Bella una invitación para visitar la villa del fabricante. Sin embargo, ahora la divertida, animada y potentada señora no dejaba de apretar la mano de aquella mujer, cuyo hijo pertenecía al círculo de los amigos próximos al Presidente del Gobierno.
La señora Bella sonreía benevolente. Era muy sencilla e iba vestida con una cierta honesta coquetería; sobre su vestido de seda negra, liso, lucía una orquídea blanca. El cabello, gris, peinado con sencillez, contrastaba con su rostro, bien conservado y arreglado. Sus ojos azulverdosos miraban con amabilidad reservada, pensativa, a la comunicativa señora, que debía el maravilloso collar, los largos pendientes, el tocado parisino, todo, en fin, a los animados preparativos de guerra alemanes.
—No tengo motivos de queja, nos va a todos muy bien —dijo la señora Hofgen con orgullosa modestia—. Josy se ha prometido al joven conde Donnersberg. Hendrik está un poco agobiado por el excesivo trabajo.
—Me lo imagino.
La industrial la miraba llena de respeto.
—¿Me permite presentarle a nuestro amigo Casar von Muck? —preguntó la señora Bella.
El escritor se inclinó sobre la enjoyada mano de la dama, que prosiguió inmediatamente.
—Interesantísimo. Estoy encantada, lo he reconocido en seguida por las fotografías. Vi su drama Tannenberg en Colonia; una representación estupenda. Faltaba, naturalmente, la calidad a que estamos acostumbrados en Berlín, pero fue una buena representación, muy digna, sin duda alguna. Y usted, Señoría, ha hecho mientras tanto un maravilloso viaje. Todo el mundo habla de su libro, también yo quiero hacerme con él.
—He visto muchas cosas bellas y muchas cosas feas —dijo el escritor—. Pero no sólo atravesé fronteras para ver y gozar, sino, en misión divulgadora. Creo haber podido captar nuevos amigos para nuestra nueva Alemania.
Sus ojos azul acero, cuya pureza penetrante y ardiente era alabada por todas las revistas del corazón, tasaban las colosales joyas de la renana. La próxima vez que tenga una conferencia o un estreno en Colonia podría vivir en su villa, pensaba mientras seguía hablando:
—Para nuestro recto sentido, resulta incomprensible la cantidad de mentiras malévolas, de conceptos equivocados que circulan sobre nuestro Reich en el resto del mundo.
Su rostro estaba configurado de tal manera, que cualquier reportero lo habría calificado de «tallado en madera»: frente rugosa, ojos acerados bajo las rubias cejas y boca con un rictus amargo, que hablaba fácilmente dialecto sajón. La fabricante de armas estaba impresionada tanto por su aspecto como por el noble contenido de sus palabras.
—¡Ah! —lo miraba arrobada—. ¡Cuando venga usted por Colonia nos tiene que visitar!
Su Señoría Casar von Muck, presidente de la Academia de las Letras y autor del drama Tannenberg, representado en todos los teatros, se inclinó caballerosamente.
—Estaré realmente encantado, estimada señora —y al decirlo se puso la mano sobre el corazón.
La industrial lo encontró maravilloso:
—¡Será delicioso oírlo hablar toda la velada, excelencia! —exclamó—, ¡Lo que habrá vivido! ¿No ha sido usted también principal del Teatro Nacional?
Tanto la señora Bella como el autor del drama Tannenberg encontraron una gran falta de tacto en esta pregunta. Él contestó secamente:
—Cierto.
La dama de Colonia no se dio cuenta. Peor aún: siguió hablando con una picardía fuera de lugar:
—¿No está usted algo celoso de nuestro Hendrik, su sucesor?
Y amenazaba con el dedo. La señora Bella no sabía hacia dónde mirar.
Casar von Muck demostró excepcional comprensión y fortaleza de ánimo. Por su rostro tallado en madera pasó una sonrisa, que al principio pareció amarga para convertirse luego en suave, bondadosa y, al fin, sabia:
—He traspasado esta difícil tarea con gusto, sí, de todo corazón, a mi amigo Hofgen, indicado como ningún otro para desempeñarla.
Su voz temblaba; él mismo quedó conmovido por su generosidad y por la belleza de sus sentimientos.
La señora Bella, la madre del Principal, parecía impresionada; pero la esposa del rey de los cañones se sintió tan conmovida por la postura noble, majestuosa, del famoso dramaturgo, que a punto estuvo de llorar. Valerosa, se superó a sí misma, contuvo las lágrimas, se enjugó ligeramente los ojos con el pañuelito de seda y rechazó el éxtasis fervoroso con un movimiento visible. Ganó la vivacidad típica del Rin; su mirada recuperó el brillo, y comentó:
—¿No es una fiesta maravillosa?
No cabía duda: era una fiesta maravillosa. ¡Qué brillo! ¡Qué perfume! ¡Qué rumor! No se podía decir qué era más fulgurante, si las joyas o las medallas militares. La generosa luz de la araña se reflejaba sobre los hombros desnudos y blancos y sobre los maquillados rostros femeninos; sobre los cuellos, sobre las pecheras almidonadas o sobre los engalanados uniformes de los más elegantes caballeros; sobre las sudorosas caras de los lacayos que iban y venían con refrescos. Expandían su aroma las flores, repartidas en bellos centros por toda la casa; expandían su aroma los perfumes parisinos de todas las alemanas; exhalaban su aroma los puros de los industriales y las pomadas de los jovencitos, vestidos con los sobrios uniformes de las SS; expandían su aroma los príncipes y las princesas, los jefes de la policía secreta, los directores de las revistas del corazón, las divas del cine, los profesores de universidad, que tenían una cátedra de etnología o de ciencias bélicas, y los pocos banqueros judíos, cuya riqueza y relaciones internacionales eran de tal altura, que incluso se les invitaba a participar en tan exclusivas fiestas. Se extendían nubes de aromas artificiales, como queriendo ocultar otro aroma: el olor dulce de la sangre, que tanto gustaba y que llenaba el país, pero del que se avergonzaban en una fiesta tan fina y en presencia de diplomáticos extranjeros.
—Es fantástico —decía un alto cargo del ejército a otro—, ¡Hay que ver lo que se permite el Gordo!
—Mientras se lo permitamos —contestó el segundo. Y ambos adoptaron expresiones sonrientes, pues los estaban fotografiando.
—Dicen que Lotte lleva un traje de tres mil marcos —contaba una actriz de cine al príncipe de Hohenzollern mientras bailaban. Lotte era la esposa de aquel poderoso con tantos títulos que celebraba su cuarenta y tres cumpleaños como un príncipe de cuento de hadas. Lotte había sido actriz en provincias y era considerada una buena mujer, sencilla, una típica alemana.
El príncipe de Hohenzollern apuntó:
—Un despliegue así no lo ha llevado a efecto mi familia jamás. ¿Cuándo pensará hacer su entrada la eminente pareja? ¿Acaso quieren que nuestra espera llegue al paroxismo?
—Lotte sabe hacer las cosas —opinaba objetivamente la en tiempos colega de la primera dama.
Una magnífica fiesta: todos los presentes parecían disfrutar en ella, lo mismo los invitados que aquellos que habían tenido que pagar cincuenta marcos para poder estar en ella. Se bailaba, se charlaba, se flirteaba; cada uno se admiraba a sí mismo, admiraba a los demás y, sobre todo, admiraba el poder que se podía permitir tan lujosos actos. En los salones y pasillos, ante los tentadores buffet, las conversaciones eran animadas. Se discutía acerca de los tocados de las damas, del capital de los caballeros y de los premios de la tómbola benéfica: el premio más valioso era una cruz gamada guarnecida de brillantes, un detalle coqueto y caro para usar como broche o como colgante en un collar. Los enterados pretendían saber que habría también divertidísimos premios de consolación, como tanques y metralletas de mazapán de Lübeck. Algunas damas afirmaban caprichosas que preferían un instrumento mortífero de tan dulce material a la costosa cruz gamada. Se reían mucho y con ganas. En voz más baja se discutía sobre el trasfondo político de un acto así. Chocó la ausencia del Dictador, y también el que algunas figuras prominentes del Partido no hubieran sido invitadas, y que, por el contrario, estuvieran representados tantos miembros de familias principescas. Esta circunstancia se relacionaba con toda clase de oscuros y significativos rumores, que pasaban, en susurros, de boca en boca. También se rumoreaban noticias preocupantes sobre la salud del Dictador; se comentaban en voz baja y apasionadamente tanto en los círculos de periodistas y diplomáticos extranjeros como entre los hombres de armas o de la industria pesada.
—Parece que es cáncer —informaba un periodista inglés con el pañuelo delante de la boca, a un colega francés. Pero no fue muy oportuno. Pierre Larue, que tenía el aspecto de un enano frágil pero pérfido, era un entusiasta del heroísmo y de los hermosos muchachos uniformados de la nueva Alemania. Por cierto, no era periodista, sino un hombre rico que escribía libros escandalosos sobre la vida social, política y literaria de las capitales europeas, cuya vocación era coleccionar famosos. Este pequeño gnomo, grotesco y de mala reputación, con carilla puntiaguda y voz quejumbrosa de anciana enfermiza, despreciaba la democracia de su propio país y explicaba al que quisiera oírlo que él consideraba a Clemenceau un canalla sinvergüenza y un idiota; en cambio, a aquel alto oficial de la Gestapo lo tenía por un semidiós, y a la cumbre del nuevo régimen alemán, por un conjunto de dioses inmaculados.
—¡Qué absurdos difunde usted, señor mío! —El hombrecillo lo miró terriblemente enfadado; su voz crujió seca como hojarasca caída—. La salud del Führer no deja nada que desear. Sólo está ligeramente acatarrado.
De aquel pequeño monstruo se podía esperar hasta que presentara una denuncia. El corresponsal inglés se puso nervioso e intentó justificarse: —Un colega italiano me lo ha dado a entender en confianza… Pero el enjuto amante de los ceñidos uniformes le cortó secamente la palabra: —¡Basta, señor mío! No quiero oír nada más. ¡Esto es un cotilleo irresponsable! Disculpe —añadió, más suave—. Tengo que saludar al ex rey de Bulgaria. Está con él la princesa de Hessen. Conocí a Su Alteza en la corte de su padre, en Roma. Marchó de allí con las blancas y puntiagudas manos cruzadas sobre el pecho, en la postura y con la expresión de un cura intrigante. El inglés murmuró a sus espaldas: —¡Condenado snob!
Un movimiento atravesó la sala, y se oyó un murmullo: Había entrado el Ministro de Propaganda. No se esperaba su presencia aquella noche. Todos conocían su tirante relación con el gordo festejado, quien, a su vez, todavía no había aparecido para hacer de su llegada el gran colofón.
El Ministro de Propaganda —señor de la vida espiritual de millones de hombres— cojeaba ágilmente a través de la brillante masa que se inclinaba ante él. Un viento gélido parecía acompañar su paso. Era como si una divinidad maligna, peligrosa, solitaria y cruel hubiera descendido al ordinario barullo de unos mortales viciosos de placer, cobardes y dignos de compasión. Los invitados quedaron durante algunos segundos paralizados por el sobresalto. Los que bailaban permanecieron quietos, en la misma postura, y su mirada cayó humillada y llena de odio sobre el temido enano. Éste intentaba paliar con una sonrisa encantadora el efecto que había causado; distendía hasta las orejas sus labios finos; se esforzaba en encantar, en reconciliar, en que sus ojos, hundidos e inteligentes, miraran amistosamente. Arrastrando con gracia su pie contrahecho, avanzó ligero por la sala, mostrando a aquellos dos mil esclavos, simpatizantes, estafadores, estafados y bufones su perfil significante, falso, de ave de rapiña. Pasaba rápidamente por delante de los grupos de millonarios, embajadores, comandantes de regimiento, artistas de cine, sonriendo con malicia. Fue ante el Principal Hendrik Hofgen, consejero de Estado y senador, donde se detuvo.
¡Una sensación más! El Principal Hofgen figuraba claramente entre los favoritos del Presidente y General de aviación, que había conseguido el nombramiento de aquél frente a la opinión del Ministro de Propaganda. Éste se vio obligado, tras larga y difícil controversia, a sacrificar a su propio protegido, el escritor Casar von Muck, y a enviarlo de viaje. Ahora alababa sin disimulos la criatura de su enemigo. Lo saludó y habló con él. ¿Quería demostrar el inteligente maestro de la propaganda, ante aquella reunión de la élite internacional, que en la cumbre del gobierno alemán no había fricción ni desacuerdo? ¿Que los celos entre él y el general de aviación pertenecían a la esfera de los cuentos macabros? ¿O es que Hendrik Hofgen —la figura más debatida de la capital— era tan sumamente listo que sus relaciones con el Ministro de Propaganda habían llegado a ser tan íntimas como las que mantenía con el General del Aire? ¿Se dejaba proteger por ambos y los enfrentaba ante sí? Algo así se podría esperar de su ya legendaria habilidad…
¡Aquello era terriblemente interesante! Pierre Larue dejó plantado al ex rey de Bulgaria y atravesó la sala —su propia curiosidad lo movía como una hoja flota en el viento—, para ver de cerca tan sensacional encuentro. Los ojos acerados de Casar von Muck parpadearon incrédulos y la millonada de Colonia suspiraba de pura animación, mientras la señora Bella Hofgen, la madre del gran hombre, sonreía a los que se encontraban a su alrededor, como queriendo decir: «Mi Hendrik es grande, y yo soy su distinguida madre. A pesar de ello, no hace falta que os hinquéis de rodillas. Él y yo estamos hechos también de carne y hueso, aunque sobresalgamos entre las demás personas.»
—¿Cómo está, mi querido Hofgen? —preguntó el Ministro de Propaganda, mientras sonreía con amabilidad.
También el Principal sonreía, pero no abiertamente, sino con una distinción que parecía casi dolorosa. —Bien, gracias, señor ministro—. Hablaba bajo, con tono ligeramente musical y muy acentuado. El ministro no había soltado aún su mano. —¿Puedo preguntarle por la salud de su esposa? —inquirió el Principal. Su interlocutor se puso serio: —Esta noche no se encuentra bien —y soltó la mano del consejero de Estado y senador, quien dijo compungido—: ¡Cuánto lo lamento! El sabía —todos en la sala lo sabían— que la esposa del Ministro de Propaganda estaba interiormente destrozada por los celos que sentía de la esposa del Presidente del Gobierno. Puesto que el Dictador permanecía soltero, había sido ella, como esposa del Ministro de Propaganda, la primera dama del país, y había realizado su función con gracia y dignidad. Ni su peor enemigo se lo podía discutir. Pero apareció una tal Lotte Lindenthal, una actriz de mediana categoría —ni siquiera era ya joven— y se casó con el gordo amante del lujo. La esposa del Ministro de Propaganda sufrió lo indecible. ¡Se le disputaba el rango de primera dama! ¡Otra se le anteponía! ¡Se rendía culto a la cómica como si la propia reina Luise hubiera resucitado! Cada vez que había un acto en honor de Lotte, la mujer del Ministro de Propaganda se disgustaba a tal punto, que le daban jaquecas. También aquella noche se había quedado en cama.
—Seguro que su esposa se habría divertido mucho. —Hofgen tenía aún un gesto festivo. En sus palabras no había rastro de ironía— Es una lástima que el Führer no haya podido venir. Tampoco han podido hacerlo los embajadores de Francia e Inglaterra.
Con estas observaciones hechas en tono suave traicionó a su amigo y mecenas —a quien debía todo su esplendor— ante el celoso Ministro de Propaganda: a éste había que mantenerlo en reserva para lo que fuera.
El ágil contrahecho preguntó en confianza y no sin desdén:
—¿Y qué tal ambiente hay?
El Principal del Teatro Nacional contestó con reserva:
—Parece que los invitados se divierten.
Los dos dignatarios conversaban en voz baja; a su alrededor se apiñaban los curiosos y varios fotógrafos. La fabricante de cañones susurraba a Pierre Larue, que se frotaba encantado las pálidas, pequeñas y huesudas manos:
—Nuestro Principal y el Ministro forman una pareja impresionante, ¿no es cierto? ¡Son ambos tan atractivos!
Y acercaba su generoso cuerpo enjoyado al frágil cuerpecito del pequeñajo. El débil admirador galo del heroísmo germano, de los jovencitos vigorosos, del pensamiento del Führer y de los nombres con blasón, temía la proximidad de tanta carne femenina. Intentó retirarse un poco mientras exclamaba:
—¡Exquisito! ¡Encantador! ¡Inigualable!
La renana añadió:
—Nuestro Hofgen es todo un hombre, ¡se lo digo yo! ¡Un genio: ni en París ni en Hollywood se puede encontrar algo así! ¡Y tan alemán, tan recto, sencillo y cordial! Yo lo conocí cuando era así de pequeño. Y señalaba con la mano la estatura de Hendrik cuando ella, la millonaria, había relegado la madre de él a un segundo plano en un acto benéfico, allá en Colonia. —¡Un chico maravilloso! Y acabó con una mirada tan voluptuosa, que Larue huyó de ella, preso de verdadero pánico.
Se hubiera dicho que Hendrik Hofgen era un hombre de unos cincuenta años, cuando en realidad no tenía más que treinta y nueve, prodigiosa juventud para un cargo tan importante como el suyo. Su faz pálida tras las gafas de concha mostraba la calma pétrea en que se pueden refugiar los hombres muy nerviosos y altivos cuando se sienten observados por mucha gente. Su cráneo calvo tenía una noble forma. En el rostro poroso, grisáceo, se marcaba un rasgo de cansancio, sensible y sufrido que iba de las rubias cejas a las hundidas sienes; la forma acusada de la fuerte mandíbula se alzaba orgullosa de manera que la elegante, bella línea entre la oreja y la barbilla resaltaba audaz y señorial. Sus anchos y pálidos labios dibujaban una sonrisa gélida, ambigua y al tiempo burlona, que buscaba compasión. Tras los grandes cristales reflejantes de las gafas se escondían sus ojos, que sólo a veces podía uno ver y que causaban efecto: entonces se comprobaba, no sin miedo, que eran fríos en su suavidad, crueles en su melancolía. Estos ojos grisverdosos, centelleantes, recordaban esas piedras preciosas que son costosas pero atraen la desgracia: al mismo tiempo recordaban los ojos ávidos de un peligroso pez. Todas las damas y casi todos los caballeros opinaban que Hendrik Hofgen era un hombre no sólo importante y muy inteligente, sino también visiblemente atractivo. Su postura contenida, casi rígida por su consciente y calculada elegancia, y su costoso frac, ocultaban su gordura, sobre todo de caderas y parte posterior.
—Por cierto, he de felicitarle por su Hamlet —dijo el Ministro de Propaganda—. Una gran creación. La escena alemana puede sentirse orgullosa de usted.
Hofgen inclinó ligeramente la cabeza y bajó la barbilla: sobre el cuello alto y brillante de su camisa aparecieron numerosas arrugas. —El que fracasa con Hamlet no merece llamarse actor. Su voz sonaba cargada de modestia. El ministro añadió: —Ha llevado usted la tragedia a su plenitud. Y en este momento se notó una gran agitación en la sala.
El general aviador y su esposa, la que fuera actriz, Lotte Lindenthal, habían entrado por la puerta central: fueron recibidos con estrepitosos aplausos y vibrantes aclamaciones. La notable pareja atravesó por entre las filas de los jubilosos invitados. Ni un emperador habría hecho una entrada más bella. El entusiasmo parecía tremendo: cada uno de los dos mil invitados expresaba con aplausos y aclamaciones al Presidente del Gobierno su ardorosa participación en su cuarenta y tres cumpleaños y su adhesión al Estado Nacional. Se gritaba «¡Viva!», «Heil!» y «¡Felicidades!». Se arrojaban flores, que la señora Lotte recogía con una gracia llena de dignidad. Sonó entonces el toque de atención. El rostro del Ministro de Propaganda apareció desencajado por el odio, pero nadie se dio cuenta, excepto quizá Hendrik Hofgen, que no se movía; esperaba a su bienhechor con postura contenida, elegantemente rígida.
De buen grado se habrían cruzado apuestas sobre el uniforme de fantasía que luciría el Gordo en la fiesta. Su ascética coquetería le llevó a desconcertar a los asistentes con una indumentaria sumamente discreta. La guerrera que vestía parecía casi una sencilla chaqueta de estar por casa, de color verde botella. Sobre su pecho sólo resplandecía una pequeña medalla plateada. Sus piernas —escondidas de ordinario bajo el largo abrigo— parecían enormes enfundadas en los pantalones grises: eran como dos columnas sobre las que se movía lentamente. La estatura y el volumen colosales de su monstruosa figura despertaban miedo y respeto a su alrededor, fundamentalmente porque no se podía hallar en él nada de cómico: al más temerario le abandonaban los deseos de reír solo con sopesar la cantidad de sangre derramada por un solo gesto del gigante de grasa y carne, y qué inconmensurable cantidad de sangre correría aún en su honor. Sobre el corto cuello abotagado reposaba su masiva cabeza como regada por el rojo jugo: la cabeza de un césar a la que se le hubiera quitado la piel. Nada quedaba de humano en aquel rostro: era un tarugo de carne cruda, deforme.
El Presidente del Gobierno empujaba su estómago, cuya enorme curvatura llegaba hasta el pecho, majestuoso a través de la brillante reunión. Sonreía ligeramente.
Su esposa Lotte iba regalando sonrisas. Una reina Luise palmo a palmo. También su vestuario, que había sido tema de conversación femenina, era sencillo en su pompa: de un centelleante tejido plateado, caía liso para acabar en una larga cola propia de un manto real; sin embargo, los brillantes de la diadema que sujetaban su cabello trigueño, las perlas y esmeraldas sobre su pecho, superaban en peso y brillo todo lo que se podía admirar en la exuberante reunión. El enorme aderezo de la antigua actriz de provincias costaba millones: se lo tenía que agradecer a la galantería de un esposo que criticaba públicamente el boato y la corrupción de algunos súbditos bien situados y favorecidos. La señora Lotte sabía aceptar atenciones de tanto peso con una alegría sin exigencias que le había procurado fama de mujer ingenua, maternal, digna. Se la consideraba desprendida, pura. Se había convertido en figura ideal para las mujeres alemanas. Tenía grandes ojos de vaca, redondos, algo saltones, de un azul húmedo, un hermoso cabello rubio y los senos blancos como la nieve. También ella se iba poniendo demasiado rellenita: se comía mucho, y bien, en el palacio presidencial. Decían de ella con admiración que había intercedido ante su marido por algunos judíos de la alta sociedad, unos judíos que, pese a ello, fueron enviados al campo de concentración. La llamaban el ángel bueno del Presidente del Gobierno, pero éste no se había hecho más clemente por el hecho de que ella lo aconsejaba. Uno de los principales papeles que había interpretado había sido el de Lady Milford en la obra de Schiller Intriga y amor, aquella favorita de un poderoso que no fue capaz de soportar el brillo de sus joyas ni la presencia de su príncipe desde que supo con qué se pagaban las piedras preciosas. La última vez que pisó un escenario interpretó Minna von Barnhelm, de Lessing; así, antes de mudarse al palacio del general de aviación, declamó los versos de aquel poeta al que, de haber estado vivo, habrían perseguido y condenado su marido y los cómplices de éste. En su presencia se hablaba de escalofriantes secretos de Estado: ella sonreía maternalmente. Por la mañana, si miraba por encima del hombro de su marido, veía ante él, sobre el escritorio renacentista, las condenas a muerte; por la noche mostraba la blancura de sus senos y el artístico peinado de sus cabellos trigueños en los estrenos de ópera o en las mesas engalanadas de los privilegiados, a los que honraban con su trato. Lotte era inconmovible, intocable, porque era inconsciente y sentimental. Se creía rodeada del «amor de su pueblo» porque dos mil ambiciosos, sobornables y snobs, la jaleaban. Paseaba a través del fulgor y regalaba sonrisas —otra cosa no regalaba nunca—. Creía seriamente que Dios deseaba su bien, porque le había permitido obtener tanto lujo. La falta de fantasía e inteligencia la protegía de la tentación de pensar en el futuro que, seguramente tendría bien poco parecido con el presente. Mientras caminaba, con la cabeza alta, bañada por la luz y rodeada de la admiración general, no albergaba en su corazón la menor duda de que el encantamiento sería perdurable. Nunca —pensaba, confiada—, nunca se desprendería de ella este boato; jamás serían vengados los mártires, jamás la envolverían las tinieblas.
Sonaba aún el toque de atención, tan fuerte como largo; aún continuaban los gritos de júbilo, Lotte y su Gordo habían llegado al lugar donde se encontraban el Ministro de Propaganda y Hofgen. Los tres caballeros levantaron los brazos sin especial energía, insinuando apenas la ceremonia del saludo. Hendrik se inclinó después, con una sonrisa seria y efusiva, sobre la mano de la gran dama, a la que tantas veces había abrazado en el escenario. Allí estaban, en pie, centro de la ardiente curiosidad de una sociedad elegida, cuatro poderosos de este país, cuatro seres con autoridad, cuatro comediantes; el jefe de publicidad, el especialista en condenas a muerte y bombarderos, la esposa cursi y el lívido intrigante. El público observaba cómo el Gordo daba palmaditas en el hombro del Principal y se informaba con una risa que semejaba un gruñido:
—¿Qué tal, Mefisto?
Desde el punto de vista estético, la situación era ventajosa para Hofgen: al lado del ampuloso matrimonio aparecía delgado, y junto al ágil pero contrahecho enano, el de la publicidad, parecía muy alto y presentable. También su rostro, no importaba que macilento y fatal, contrastaba agradablemente con los tres que lo rodeaban: las sensibles sienes y el fuerte mentón le hacían parecer un hombre que ha vivido y sufrido; el rostro carnoso de su protector era un mascarón tumefacto; el de la sentimental, una careta estúpida, y el del propagandista, una caricatura desfigurada.
La sentimental decía con expresiva mirada al principal, por el que sentía en secreto —un secreto muy relativo— una pronunciada inclinación: —No le he dicho aún, Hendrik, qué maravilloso me ha parecido su Hamlet. Él apretaba su mano en silencio, se acercó un paso e intentó igualar la expresiva mirada, que en ella era tan espontánea. El intento fracasó: sus ojos de pez no eran capaces de emanar tanto calor. Por eso puso cara seria, casi enfadada, oficial, y murmuró: —He de pronunciar un par de palabras. Y alzó la voz.
Tenía un tono metálico, bien estudiado y brillante, y se le oyó hasta en el último rincón de la gran sala cuando habló:
—¡Señor Presidente del Gobierno, Altezas, Excelencias, señoras y señores! Nos sentimos orgullosos —sí, orgullosos y contentos— de poder compartir esta celebración con usted, señor presidente, y con su maravillosa esposa…
Desde estas primeras palabras enmudeció la viva conversación en aquella reunión de dos mil personas. En absoluto silencio, con devota quietud, se escuchaba el largo y patético discurso de felicitación que el Principal, consejero y senador pronunciaba para su presidente del Gobierno. Todas las miradas se dirigían a Hendrik Hofgen. Todos le admiraban. Él pertenecía al poder, era parte de su destello mientras el destello durara. Era el más fino y diplomático de sus representantes. En el cuarenta y tres cumpleaños de su señor, su voz alcanzaba los más sorprendentes tonos de júbilo. Mantuvo el mentón erguido, sus ojos resplandecían. Sus gestos, parcos y resueltos, tenían el más bello movimiento. Evitaba con cuidado decir una palabra auténtica. El césar escalpado, el jefe de publicidad y la mujer de ojos de vaca parecían vigilar que de sus labios no fluyeran más que mentiras, sólo mentiras: así lo exigía un pacto secreto, que estaba vigente en aquel salón como en todo el país.
Mientras se acercaba con ritmo brillante y acelerado al final de su discurso, una damita atractiva, de aspecto infantil —la esposa de un conocido realizador de cine—, que ocupaba un modesto lugar al fondo de la sala, susurraba a su vecina: —Cuando termine, quiero ir a saludarle. ¿No es fantástico? Lo conozco hace tiempo, sí, trabajamos juntos en Hamburgo. ¡Qué tiempos más divertidos! ¡Y qué carrera ha hecho este hombre!