La amenaza
El Principal estaba calvo. Se había afeitado los últimos mechones sedosos que le había dejado la naturaleza. No tenía que avergonzarse de su cráneo noblemente formado. Llevaba con dignidad y seguro de sí mismo la mefistofélica cabeza de la que se había enamorado el señor Presidente del Gobierno. Los fríos ojos cristalinos centelleaban en el rostro pálido y algo abotagado tan irresistiblemente como siempre. El sensible rasgo de sufrimiento en las sienes movía a respetuosa compasión. Si las mejillas empezaban a tornarse un poco fláccidas, la barbilla, por el contrario, con la marcada cicatriz en el centro, había conservado su imperiosa belleza. Sobre todo cuando el Principal la alzaba de aquella forma tan suya, hacía un efecto tan imponente como encantador; en cambio, cuando bajaba la cabeza aparecían arrugas y se le notaba la papada.
El Principal era guapo. Sólo las personas de mirada tan perspicaz como la viuda del general a través de sus impertinentes podían apreciar que su belleza no era auténtica, no del todo legítima, era más un fruto de la voluntad que un don de la naturaleza.
—Hace con su rostro lo mismo que con sus manos —afirmaban los malévolos y punzantes críticos—. Sus manos son anchas y feas, pero sabe presentarlas como si fueran puntiagudas y góticas.
El Principal tenía aspecto muy digno. Había cambiado el monóculo por unas gafas de concha de montura ancha. Su postura era erguida, moderada, casi envarada. El encanto de su personalidad hacía olvidar que realmente empezaba a engordar. Casi siempre hablaba en voz baja, velada, haciendo alternar el tono cantarín, el suplicante, coquetamente quejumbroso, y el sensualmente solícito. También producía en ocasiones solemnes el sorprendentemente centelleante tono metálico.
Pero el Principal también sabía ser alegre. En el repertorio de los medios que usaba para conquistar tenía un puesto de honor la típica alegría renana, que en él era altiva, muy personal. ¡Y cómo sabía bromear el Principal cuando se trataba de ganar a cansados trabajadores, a levantiscos actores o a representantes de trato difícil! Llevaba un rayo de sol a las serias salas de juntas, iluminaba las mañanas de ensayo con su espíritu bromista, espontáneo, perfeccionado además a base de tablas.
El Principal era querido. A casi todas las personas les gustaba. Todos alababan su sociabilidad y opinaban que era un buen chico. Hasta la oposición política parecía tratarle con suavidad, a pesar de que sólo opinara en encuentros secretos, en habitaciones cuidadosamente cerradas. «Es una verdadera suerte» —pensaban los que no estaban de acuerdo con el régimen— «que en un puesto tan importante como el que ocupa Hofgen esté un declarado no nacionalsocialista.» En estos círculos conspiradores se pretendía saber que el jefe del Teatro Nacional conseguía favores del Presidente del Gobierno. Él había llevado a Ulrichs al escenario prusiano, un acto tan arriesgado como digno de alabanza. Últimamente tenía un joven secretario que era judío, o al menos medio judío: se llamaba Johannes Lehmann, tenía ojos suaves, dorados, algo aceitosos, y era tan fiel al Principal como un perrillo. Lehmann se había convertido al protestantismo y era muy piadoso. Había asistido a cursos de germánicas, de historia del teatro y, además, de teología. No le interesaba la política.
—Hendrik Hofgen es un gran hombre —solía decir.
Y extendía esta opinión en los círculos judíos que conocía a través de su familia y en los religiosos de oposición, con los que se relacionaba por su piedad.
Hendrik pagaba sus honorarios al fiel Johannes de su propio bolsillo: se gastaba algo en tener a su servicio a un hombre de la raza paria y de esta manera impresionaba a los contrarios al régimen. El Teatro Nacional hubiera cargado con el sueldo de un secretario particular «ario»; pero el Principal no podía pretender del erario público un sueldo para su secretario «no ario». Quizá le hubiera admitido el Presidente este capricho. Pero a Hendrik le interesaba mucho hacer este sacrificio económico. Los doscientos marcos que en ello gastaba al mes, y que por cierto suponían una parte mínima, casi inapreciable, de sus ingresos, le producían buenos beneficios. Pues precisamente daban a su buena obra un peso extraordinario y engrandecían su resultado. El joven Johannes Lehmann era un insignificante saldo activo en la balanza de sus «contraseguros», que Hofgen se podía permitir sin grandes riesgos. Los necesitaba; sin ellos no podría aguantar su situación, su felicidad sería destruida por una mala conciencia que, curiosamente, nunca callaba del todo y perseguía al gran hombre hasta en sueños, a través del miedo al futuro.
En el propio teatro, allí donde actuaba la persona oficial, no le parecía en absoluto aconsejable hacer demasiado: el Ministro de Propaganda y su prensa lo tenían totalmente controlado. Podía estar contento con evitar el máximo escarnio artístico si representaba obras totalmente superficiales, de aficionado, si contrataba actores sin pizca de talento, sin más virtud que la de ser rubios.
Comprensiblemente, el teatro estaba «limpio de judíos», empezando por el personal técnico, los acomodadores y porteros y acabando por las más importantes estrellas. Comprensiblemente también, no se podía aceptar una obra si el árbol genealógico del autor no era perfecto hasta la cuarta o quinta generación. Por supuesto que no se aceptaban obras que pudieran en algún punto ser contrarias al régimen. No era nada fácil montar un repertorio en semejantes condiciones, pues tampoco los clásicos eran de fiar. En Hamburgo, en una representación del Don Carlos hubo un aplauso demostrativo y casi rebelde cuando el marqués de Posa exigía al rey Felipe la «libertad de pensamiento»; en Munich se habían agotado las localidades para una nueva escenificación de Los bandidos hasta que el Gobierno la prohibió: la obra juvenil de Schiller había sido acogida como drama actual— revolucionario y había entusiasmado. Por esto el Principal no osaba poner esas obras, aunque él mismo había hecho con mucho gusto tanto el marqués de Posa del «Don Carlos» como el Franz Moor de «Los Bandidos». Casi todas las obras modernas, que hasta enero de 1933 habían pertenecido por derecho propio al repertorio de cualquier teatro exigente, las obras tempranas de Gerhart Hauptmann, los dramas de Wedekind, de Strindberg, de Georg Kaiser, o de Sternheim, todas estas obras fueron rechazadas por su espíritu destructor, bolchevique. El Principal Hofgen no se podía permitir el proponer ninguna de ellas. Los jóvenes autores de talento habían emigrado casi sin excepción, o vivían en Alemania como si estuvieran en el exilio. ¿Qué obras podía escenificar el Principal Hofgen en sus bellos teatros? Los poetas nacionalsocialistas, intrépidos muchachos con uniforme negro o marrón, escribían cosas que horripilaban a cualquiera que entendiera algo de teatro. El intendente Hofgen encargó obras a algunos de entre los militantes muchachos a los que atribuía una chispa de talento. A cinco de ellos incluso les dio un par de miles de marcos antes de ponerse a trabajar, para poder tener, por fin, algo en sus manos. Pero los resultados fueron lamentables. Lo que recibió fueron tragedias patrióticas que parecían escritas por bachilleres histéricos.
—Realmente no es una pequeñez hacer en esta Alemania teatro medio decente —se quejaba Hendrik entre los íntimos, dejando caer su rostro macilento, cansado, algo asqueado, entre las manos.
La situación era muy difícil, pero el artista Hofgen era muy hábil. Como no había obras modernas, descubrió antiguas farsas, con las que obtuvo grandes éxitos; durante meses. Llenó los teatros con una empolvada comedia francesa, con la que ya se habían divertido sus abuelos. El mismo hizo el papel principal, vestido con un magnífico traje rococó maravillosamente bordado, su rostro estupendamente maquillado, tan picante con su lunar en la barbilla. Todas las mujeres en el patio de butacas se reían solapadamente de placer, como si les hubieran hecho cosquillas; sus movimientos eran ligeros, su conversación tenía tal brío que las bonachonas bromas del abuelo parecían el más brillante éxito moderno. Como Schiller con su defensa de la libertad era sospechoso, el Principal prefirió a Shakespeare, al cual la prensa «orientadora» había calificado de gran germano, de genio popular por excelencia. Lotte Lindenthal, favorita del semidiós y representativa como tipo humano de la nueva Alemania, podía osar actuar en el papel de Minna von Barnhelm, en una comedia cuyo autor era tan despreciado por su amistad hacia los judíos como por su amor a la razón, tan total como alejada de su tiempo. Como la Lindenthal era la musa del general de aviación, se le perdonaba a Gotthold Efraim Lessing su Nathan el Sabio. También Minna von Barnhelm hacía taquilla. Los ingresos de los teatros estatales, tan miserables bajo la dirección de Casar von Muck, mejoraban día a día, gracias a la destreza del nuevo Principal.
Casar von Muck, que hacía por encargo del Führer una gira de conferencias y propaganda, hubiera tenido sobrados motivos para disgustarse por los triunfos de su sucesor. Y de hecho se enfadaba, pero sin demostrarlo; por el contrario, escribía postales a su «amigo Hendrik» desde Palermo o Copenhague. En ellas no se cansaba de insistir en lo hermoso que era viajar libremente por otros países. «Los poetas somos vagabundos», escribió desde el Gran Hotel de Estocolmo. Le habían procurado divisas en cantidad suficiente. En sus folletines, medio líricos medio militantes, que tenían que publicar todos los periódicos en grandes caracteres, se hablaba mucho de restaurantes de lujo, de palcos reservados en teatros y de recepciones en embajadas. El creador del drama Tannenberg descubrió así su afición por el gran mundo. Por otra parte, consideraba su placer como misión sublime, moral. Al agente mundano-poético de la dictadura alemana en el extranjero le gustaba designar y acentuar su sospechosa actividad como «profesión al servicio de las almas», que no quería buscar amigos para el Tercer Reich por medio de sobornos —como lo hacía su jefe, el Cojo—, sino por medio de humildes, suaves canciones de amor. En todas partes tenía aventuras tan encantadoras como importantes. En Oslo, por ejemplo, le llegó una llamada desde la cabina telefónica más nórdica de Europa. Una voz preocupada le preguntó desde la zona polar:
—¿Cómo van las cosas en Alemania?
Y el viajero preocupado por las almas montó un par de frases cuidadosas, que tenían que florecer como florecían allá, en la oscuridad, un puñado de campanillas o de violetas tempranas. En todas partes se mostró agradable, sólo en París se sintió mal el cantor de la batalla de los pantanos de Masuria. De allí no le gustó, le irritó un espíritu militar y guerrero que él no conocía. «París es peligroso», informó el poeta a los suyos, y pensó con auténtica conmoción en la paz solemne que reinaba en Postdam. Al margen de las muchas vivencias intensas que le brindaba su viaje, el señor von Muck intrigaba un poco por carta y por teléfono contra su amigo Hendrik Hofgen. El poeta alemán había descubierto en París, gracias a algunos espías-agentes de la Gestapo o a miembros de la embajada alemana, que allí vivía una negra que había tenido con Hofgen relaciones desagradables y poco convencionales, y que él todavía la mantenía. Casar superó su aversión hacia la inmoralidad francesa y se dirigió al oscuro establecimiento de Montmartre donde la princesa Tebab actuaba de pajarillo. Encargó champaña para él y para la negra dama; pero cuando ésta supo que venía de Berlín y que deseaba saber algo sobre el pasado erótico de Hendrik Hofgen, eruptó unas palabras agrias y despectivas, se levantó, le mostró el trasero, lleno de plumas verdes, y acompañó este gesto con un sonido producido por sus labios en punta, y que por fuerza tenía que evocar las más fatales asociaciones. El local entero se echó a reír. El bardo alemán sufrió un chasco que le dejó en ridículo y comprometido. Sus ojos adquirieron el acerado color amenazador, dio un puñetazo sobre la mesa, pronunció algunas palabras de disgusto en tono acentuadamente sajón y abandonó el local. Aquella misma noche informó al Ministro de Propaganda de que había algo extraño en la vida emocional del nuevo Principal. Sin duda, allí se ocultaba un secreto turbio, y el favorito del Presidente ofrecía puntos vulnerables. El Ministro de Propaganda agradeció vivamente a su amigo, el poeta, la interesante noticia.
¡Pero qué difícil resultaba ahora achacar algo al primer hombre del teatro del Reich, al gran favorito del Poderoso y del público! Hendrik era apreciado, estaba seguro, firmemente establecido. Tampoco su vida privada ofrecía la ocasión más favorable para atacarle. El joven Principal había adoptado, dentro de su casa, un aire patriarcal, no exento de nerviosismo, muy personal.
Hendrik se había traído de Colonia a sus padres y a su hermana Josy. Con ellos habitaba un palacete en Grunewald. Como el contrato del piso en la plaza de la Cancillería del Reich no había acabado, allí vivía de momento Nicoletta. La villa con parque, cancha de tenis, bellas terrazas y gran garaje daba al joven Principal el relieve, el marco poderoso que él necesitaba y deseaba. ¿Cuánto tiempo hacía de aquellas carreras con los ligeros zapatos de cordones, el monóculo ante el ojo, el abrigo de napa ondeante, cómica y chocante aparición? Hasta en la plaza de la Cancillería del Reich había sido bohemio, si bien ya con un estilo de vida lujoso. Ahora, en Grunewald, se había convertido en un gran señor. El dinero no tenía importancia: tratándose de sus favoritos, el infierno no era tacaño, el abismo pagaba; el actor Hofgen, que antes no necesitaba más que una camisa limpia y un frasco de agua de colonia sobre la mesilla de noche, podía ahora permitirse caballos de carreras, numerosa servidumbre y un parque móvil completo. A nadie, o a casi nadie, le molestaba el boato que desplegaba. En todas las revistas aparecía el bello ambiente en que el joven señor Principal descansaba de su agotador trabajo. «Hendrik Hofgen en el jardín de su mansión, dando de comer al hermoso perro de raza Hoppi», «Hendrik Hofgen, en su comedor renacentista, desayunando con su madre», y la mayoría de la gente encontraba correcto y lógico que un hombre que prestaba tantos servicios a la Patria también ganara mucho dinero. Por cierto, toda la pompa que rodeaba a Hofgen no era nada comparada con la ostentación con que se regalaba su poderoso señor y amigo, el general de aviación, provocador y soberbio, ante los ojos de la gran familia nacional.
La villa en Grunewald era la mejor posesión del joven Principal; él la llamaba Hendrik-Hall y se la había comprado a un judío, director de Banco, que emigró a Londres, por una suma relativamente pequeña. En Hendrik-Hall todo era sumamente elegante, y seguramente tan magnífico como lo había sido en el palacio del Maestro. Los criados llevaban libreas negras con bordes plateados, y sólo el pequeño Bock podía vestir a su gusto: en general llevaba una chaqueta sucia a rayas azules y blancas, o a veces el uniforme de las SA. El disparatado muchacho de ojos acuosos y duro cabello, que aún parecía un cepillo sobre el cuero cabelludo, disfrutaba de una posición especial y preferente en Hendrik-Hall. El dueño lo conservaba como recuerdo divertido de otros tiempos. En el fondo, Bock estaba encargado sólo de admirar y arrobarse constantemente ante las maravillosas transformaciones de su señor. Y lo hacía muy bien. Por lo menos una vez al día decía: «¡Qué bellos y ricos nos hemos hecho! ¡Es indescriptible! ¡Cuando pienso que una vez tuvimos que pedir siete marcos y medio prestados para poder cenar!» El pequeño Bock reía respetuoso y emocionado ante el recuerdo.
—Un buen animal —decía Hofgen de él— Me ha sido fiel hasta en los tiempos peores.
La acusada amabilidad con que hablaba del pequeño Bock parecía contener un secreto desafío. ¿Contra quién, a quién iba dirigido? ¿No había sido Barbara la que no le había permitido tener consigo a su Bock, el fiel servidor? En el piso de Hamburgo sólo se había admitido a la criada que había servido diez años en la finca del general, para que nada cambiase en la vida de la estimada señora, la hija del académico. Hendrik no podía olvidar ni en su momento de máximo esplendor las pequeñas derrotas del pasado.
—¡Ahora soy yo quien manda en casa! —decía.
Ahora era el amo de su casa, cuyo umbral sólo traspasaban aquellos que le profesaban respeto y admiración. La familia, a la que él dejaba compartir su existencia de festiva belleza, sufría de vez en cuando sus malos humores. Hendrik organizaba agradables veladas junto a la chimenea o encantadoras mañanas dominicales en el jardín. Pero más a menudo adoptaba aires autoritarios, se encerraba en sus habitaciones y en tono de reproche afirmaba sufrir jaqueca.
—¡Porque tengo que trabajar mucho para proporcionaros dinero, vagos! —esto no lo decía, lo insinuaba drásticamente con su manera de ser sufriente y excitada.
—¡No os preocupéis de mí! —aconsejaba a los suyos, pero se enfadaba si estaban un par de horas sin pensar en él.
La que mejor lo manejaba era su madre. Bella trataba a su «niño grande» con suavidad, pero con tierna decisión. Frente a ella, en pocas ocasiones se atrevía Hendrik a propasarse. Por cierto, la necesitaba y estaba orgulloso de su distinguida mamá. Ella había cambiado mucho, en mejor, y se mostraba a la altura de su nueva, exigente situación. Sabía llevar muy bien la gran casa de su hijo, con digno tacto y experta atención. ¿Hubiera reconocido alguien en ella a la elegante matrona objeto de comentarios cuando en la fiesta de beneficencia trabajó en el puesto de champaña? Hacía mucho tiempo de esto, ya nadie recordaba la absurda historia. La señora Bella se había convertido en una persona decente y recatada, pero no ignorada en la sociedad berlinesa. Había sido presentada al Presidente y alternaba en las casas más importantes. Bajo el esmerado peinado con permanente, su rostro, que tanto recordaba al de su hijo, era inteligente y alegre y conservaba sus frescos colores. Bella vestía con sencillez, pero con cuidado. Prefería la seda gris oscuro en invierno y gris perla en tiempo cálido. Gris perla era el traje de chaqueta que Bella había admirado años antes en la abuela de su nuera. Mamá Hofgen sentía de corazón que la viuda del general no la visitara en su villa de Grunewald.
—Me encantaría recibir a la anciana señora —dijo—, aunque se dice que tiene algo de sangre judía. Podríamos pasarlo por alto, ¿no te parece, Hendrik? Pero ni siquiera se ha tomado la molestia de dejarnos su tarjeta. ¿Es que no somos aún lo suficientemente finos para ella? No parece tener mucho dinero —concluyó Bella, sacudiendo la cabeza, medio compasiva y medio picada—. Debería estar contenta de que una familia decente quiera recibirla.
Desgraciadamente, de padre Kobes no se podía decir lo mismo que de la señora Bella. Se había convertido en un ser extraño, todo el día andaba vestido con una vieja chaqueta de franela, sólo se interesaba por guías de ferrocarriles, que hojeaba durante horas, y por una colección de cactos que cuidaba en el antepecho de la ventana; se afeitaba raras veces y se escondía cuando venían visitas. Su ingenio renano se había esfumado. Generalmente estaba en silencio y su mirada, un poco boba, se dirigía al frente. Sentía nostalgia de Colonia, a pesar de que allí los agentes ejecutivos de la justicia no salían de su casa y todos sus negocios se habían ido al traste. Pero la lucha que había desarrollado por su existencia con tanta irresponsabilidad como energía, le sentaba mejor que el no hacer nada y vivir a costa del hijo que tan lejos había llegado. La fama y el brillo de Hendrik eran objeto de constante admiración, casi de pesadumbre, para el viejo.
—¡Oh, no, cómo ha podido pasar una cosa así! —murmuraba como si hubiera sucedido algún accidente fatal.
Cada mañana observaba perplejo el montón de cartas que habían llegado para su poderoso y amado vástago. Si Johannes Lehmann se encontraba sobrecargado de trabajo, pedía a veces a padre Kobes que le ayudara en esta o aquella pequeñez. Así pasaba el anciano algunas mañanas firmando fotografías de su hijo, pues imitaba la letra de Hendrik mejor de lo que conseguía hacerlo el secretario. Cuando el Principal estaba de muy buen humor, ocurría a veces que le preguntara a su padre:
—¿Cómo estás, papá? Pareces decaído. ¿Te ocurre algo? ¿No te aburrirás en mi casa?
—No, no —rezongaba el padre, ruborizándose bajo la barba sin afeitar—. Me gustan mucho los cactos y los perros.
Sólo él podía dar la comida a los perros, no permitía que lo hiciera ningún criado. A diario daba largos paseos con los bellos galgos, mientras que Hendrik sólo los quería para dejarse fotografiar con ellos. Los animales amaban al padre Kobes, no así a Hendrik. Con éste eran retraídos, porque él, por su parte, les tenía miedo.
—Los perros muerden —afirmaba, y aunque padre Kobes le dijera lo contrario, él se mantenía en su opinión—. Especialmente Hoppi. Estoy seguro de que un día me va a dar un mordisco.
La hermana, Josy, tenía un apartamento coquetamente amueblado en el piso superior de la villa. Pero viajaba mucho, y por eso lo dejaba casi siempre vacío. Desde que su hermano alternaba con el poder, la señorita Hofgen tenía a menudo ocasión de cantar en la radio. Poseía un repertorio de piezas ligeras en dialecto renano, se veía su risueño rostro en todas las revistas de radio, y se le ofrecían a menudo ocasiones de comprometerse. Y lo hacía, pero ya no podía pedir su mano un cualquiera, sólo se aceptaban relaciones de buena posición, preferentemente jóvenes caballeros con uniforme de las SS, ya que sus decorativas figuras llenaban de vida Hendrik-Hall.
—Con el conde Donnersberg sí que me voy a casar —prometió Josy. Su hermano expresó escepticismo, Josy lloró—. Siempre te burlas de mí.
Bella la consoló. Tampoco a Hendrik le gustaba verla llorar. Todos le aseguraban que se había puesto muy guapa. En verdad estaba mucho más atractiva que cuando Barbara la conoció en la estación de la ciudad universitaria del sur de Alemania. Seguramente se debía también a que ahora podía comprarse vestidos caros. La tira de pecas que cubría su naricilla había desaparecido casi del todo gracias a un complicado tratamiento cosmético.
—Dagobert me ha amenazado con romper el compromiso si las pecas no desaparecen.
También el joven Dagobert von Donnersberg tenía sus manías, no sólo Hendrik se las podía permitir. Hofgen había conocido al conde en casa de la Lindenthal, que gustaba de rodearse de aristócratas. Dagobert, que era tan atractivo como pobre, tan tonto como malcriado, recibió inmediatamente una invitación para Hendrik-Hall. Josy le propuso pasear a caballo. Hendrik movía demasiado poco a sus caballos: su tiempo era oro, y además no le gustaba montar. Había aprendido para rodar películas, y sabía que no quedaba muy airoso en la silla. Tenía los animales sólo porque daban bien en las fotos para las revistas; en absoluto secreto, y sin habérselo confesado a sí mismo, quizá los caballos eran también, como el pequeño Bock, una tardía venganza, desesperadamente inútil, de Barbara que tan a menudo le había irritado con sus paseos matutinos a caballo. Pero Barbara estaba lejos, no sabía nada de los caballos. En París se ocupaba de los exiliados y de la pequeña revista, para la cual buscaba suscriptores en los Balcanes y en Sudamérica, en Escandinavia y en el lejano Oriente… La señorita Josy y Dagobert cabalgaron por el campo. El joven conde se enamoró un poco de la alegre muchacha. Como a ésta le parecía importante, incluso se comprometió con ella, pero no por eso dejó de buscar otras damas que pudieran pagar más dinero por su título, aunque en principio no tenía prisa por abandonar a la pequeña Hofgen, y tampoco le pareció aconsejable ofender en su amor propio a una familia que alternaba con el Presidente. Y además Dagobert se divertía en Hendrik-Hall.
El Principal intentó llevar la casa al estilo inglés. La señora Bella recibía el whisky y la mermelada directamente de Londres. Se comían en la casa muchas tostadas, se charlaba con frecuencia ante la chimenea, se jugaba al tenis o al croquet en el jardín, y el domingo, si el dueño de la casa no estaba ocupado, los invitados que llegaban para la comida se quedaban ya hasta bien entrada la noche. Después de la cena se bailaba en el recibidor. Hendrik se ponía el smoking y afirmaba que era por la noche y vestido así como mejor se sentía. También Josy y Nicoletta se ponían elegantes. De vez en cuando se les ocurrían de repente ideas estupendas: a primera hora de la tarde se iban a Hamburgo, para callejear por Sankt Pauli.
—Coches hay aquí bastantes —decía el conde Donnersberg con un ligero matiz de amargura.
A veces le fastidiaba que el comediante nadara en la abundancia, mientras que él, el aristócrata, no tenía nada. El Principal poseía tres coches grandes y varios pequeños. La más bella máquina, un enorme Mercedes con la carrocería plateada, fue un regalo del Presidente: el gordo mecenas había tenido la delicadeza de enviar el magnífico coche a Grunewald cuando Hendrik se mudó a su nuevo hogar.
El Principal no era amigo de grandes recepciones, y las celebraba pocas veces. Lo que sí le gustaba era recibir huéspedes de manera informal. Nicoletta pertenecía a la familia. Se presentaba a las horas de comer sin avisar, aconsejaba a Hendrik en asuntos profesionales y los fines de semana se presentaba en su casa con la maleta, un bulto demasiado grande para un traje de noche, un pijama y una polvera. Josy, llena de curiosidad, miró en secreto lo que había además de esto. Con gran sorpresa descubrió un par de botas de caña alta, hechas de un charol rojo vivo, muy suave.
Nicoletta estaba a punto de divorciarse de Theophil Marder. «Soy de nuevo actriz», le escribió. «Te quiero y siempre te honraré. Pero me alegra trabajar otra vez. En nuestra nueva Alemania hay un gran ambiente de trabajo, una voluntad entusiasta de la que tú, en tu soledad, no puedes hacerte idea.» Uno de los primeros actos oficiales del Principal Hofgen había sido contratar a Nicoletta para el Teatro Nacional. Aún no había tenido un éxito comparable al triunfo de Hamburgo, pero su tensión iba desapareciendo poco a poco; su voz y sus movimientos empezaban a relajarse y a revivir.
—¡Aprenderás otra vez a actuar! —le prometió Hendrik—. ¡En realidad no debería haberte permitido subir a un escenario, chalada! Lo que hiciste en Hamburgo fue ultrajante, no quiero decir para el pobre Kroge, sino para ti misma.
Pero aunque Nicoletta hubiera estado fatal como actriz, los colegas y la prensa la habrían tratado con el más distinguido respeto; no en vano era considerada la amiga del Principal. Se sabía que tenía influencia sobre el gran hombre. En ocasiones significativas aparecía a su lado. Embutida en su brillante vestido, lo acompañó al baile de la prensa. Hermosa pareja: Hendrik y Nicoletta, una pareja de belleza algo terrible, dos peligrosas y horriblemente encantadoras divinidades del infierno. El poeta Benjamin Pelz tuvo la idea de bautizarlos como Oberon y Titania.
—¡Vosotros conducís la danza, vosotros, subterráneas majestades! —deliraba el lírico, para el que la dictadura del fascismo racista significaba una especie de fantástico-sangriento sueño de una noche de verano—. Vosotros nos encantáis con vuestras sonrisas y con vuestras maravillosas miradas. ¡Ah, con cuánto gusto nos confiamos a vosotros! Vosotros nos conducís bajo la tierra, a la capa más profunda, a la cueva mágica donde las sangres se mezclan en orgiástica comunión…
Este era el talante de la poesía en la nueva Alemania en su forma más delicada, más elevada. El poeta Benjamin Pelz dominaba el estilo. Primero dio la impresión de estar alejado de la realidad, pero poco a poco se fue adecuando a la sociedad con desenvoltura. Se acostumbró rápidamente al gran mundo, en cuyo exclusivo círculo le facilitó la entrada su modernísima preferencia por las esferas más profundas, la cueva mágica y el dulce perfume de la corrupción. Pelz dirigía como vicepresidente la Academia de Literatura, cuyo presidente, Casar von Muck, realizaba en el extranjero su labor de cuidador de almas. En Hendrik-Hall Benjamin Pelz era un huésped bien acogido. Junto con Müller-Andrea, el doctor Ihrig y Pierre Larue, contaba entre los visitantes asiduos de la villa de Grunewald.
Todos los caballeros se honraban en besar la mano de la señora Bella y asegurar a la señorita Josy que estaba encantadora. Pierre Larue coqueteaba un poco con el pequeño Bock, lo que se admitía con benevolencia. Pasaban horas especialmente divertidas cuando el actor de carácter Joachim iba de visita con su divertida esposa, bebía mucha cerveza, arrugaba el rostro expresivamente y no se cansaba de acentuar que, «Niños, decid lo que queráis», no había nada más hermoso en el mundo que Grunewald. A veces Joachim se llevaba a alguien a una esquina para asegurarle «con la mano sobre el corazón» que «todo está en orden», que «hace pocos días tuve que mandar encerrar a otro que afirmaba lo contrario». Y le brillaban los ojos maliciosamente.
A veces iba Angelika Siebert, que ahora tenía otro apellido: se había casado con el realizador de cine. Su joven esposo era guapo; en contraste con el abundante cabello de color castaño, tenía los ojos profundamente azules, serios y grandes. Era el único que en esta sociedad algo degenerada tenía el aspecto de un héroe alemán, de un joven caballero sin miedo y sin tacha, tal como podía imaginarlo un corazón sencillo. Pero era él precisamente el que mostraba sorprendentes tendencias contrarias al régimen. Su sentido de pensador ingenuo no estaba ni mucho menos conforme con lo que ocurría en Alemania. Al principio había sido un entusiasta de los nazis, y tanto mayor fue después su decepción. Con serias y apremiantes preguntas se dirigía a Hofgen, de cuyo talento y capacidad artística era gran admirador.
—Usted tiene una cierta influencia en los más altos niveles —dijo el joven—, ¿No le sería posible evitar algunos horrores inexcusables? Debería hablar con el Presidente de lo que ocurre en los campos de concentración…
El pálido y bondadoso rostro del caballero sin miedo y sin tacha se ruborizó de celo mientras hablaba.
—¿Qué quiere usted, querido amigo? —Hendrik movía nervioso la cabeza—. ¿Qué exige usted de mí? ¿Debo detener las cataratas del Niágara con un paraguas? ¿Cree usted que hay alguna posibilidad de éxito? ¡Entonces! —concluyó impertinente, como si lo hubiera desarmado y ganado definitivamente—. ¡Entonces! —Y rió canallescamente—.
A veces le gustaba al histrión cambiar por completo de táctica. Con cínica altivez renunciaba de repente a todas las disculpas y justificaciones; corría por la habitación de un lado a otro, el rostro cubierto de un color rojo claro, nervioso, que no era precisamente de vergüenza, y agitado por las carcajadas gritaba, medio quejumbroso, medio triunfante:
—¿No soy miserable? ¿No soy un canalla increíble?
Los amigos se divertían, Josy aplaudía de gusto. Sólo el joven caballero sin miedo ni mancha estaba severo, abstraído, mientras Johannes Lehmann, cuyos ojos tenían un brillo aceitoso, sonreía dolorosamente, y Angelika, triste y confundida, miraba al amigo por el que había derramado tantas lágrimas.
Como es natural, Hendrik no hablaba ni de las cataratas del Niágara ni de su propia increíble condición cuando se trataba de huéspedes que mantenían una íntima relación con el poder, o que incluso eran parte de él. Hasta en presencia del conde Donnersberg evitaba hablar imprudentemente, y unía la máxima precaución a la más brillante alegría cuando era Lotte Lindenthal quien le hacía el honor de su visita.
No era extraño que la maternal señora de cabellos trigueños apareciera de vez en cuando por Hendrik-Hall para jugar una partida de tenis de mesa o bailar un poco con el dueño de la casa. ¡Qué fiesta había entonces! La madre hacía servir lo mejor de la despensa. Nicoletta se deshacía en cumplidos sobre los ojos color violeta de la gran señora, Pierre Larue dejaba de interesarse por el pequeño Bock, e incluso el padre Kobes miraba por el quicio de la puerta a la pechugona dama, que llenaba la estancia con sus risas argentinas y su altivez de muchachita.
Pero ¿quién descendía de la enorme limusina que se detenía con el amenazador ruido de un avión ante el portal de Hendrik-Hall? ¿Por quién se abrían las puertas? ¿Quién hacía ruidos de sable en el recibidor? ¿De quién era aquel enorme estómago, majestuosamente abombado sobre piernas como columnas, y aquel pecho fulgurante de condecoraciones que avanzaba hasta la reunión paralizada de respeto? Era él, el Gordo, el que hacía guardia junto al trono divino con su espada. Venía a recoger a su Lotte y a desearle buenas noches a su Mefisto.
La Lindenthal se le echaba al cuello. La señora Bella, que casi se sentía enferma de orgullo y excitación, preguntaba como en un suspiro:
—Excelencia, señor Presidente, ¿puedo hacerle traer algo? ¿Un refresco? ¿Quizás una copa de champaña…?
Muchas personas pasaron por Hendrik-Hall, atraídas por la fama y la amabilidad del anfitrión, la escogida cocina, la bien provista bodega, las canchas de tenis, los estupendos discos y el imponente lujo del ambiente. Muchas personas pasaron allí las más agradables hora del mediodía, de la tarde o de la noche: actores y generales, poetas y altos funcionarios, periodistas y diplomáticos extranjeros, favoritas y actrices. En cambio, algunas personas que en otros tiempos tuvieron relaciones íntimas con Hendrik Hofgen no llegaron a formar parte de este movimiento alegre y bullicioso. La viuda del general no apareció por Hendrik-Hall. La señora Bella esperó infructuosamente su tarjeta de visita. La anciana había tenido que vender su finca y vivía en un piso, no muy lejos del parque zoológico. Perdía cada vez más el contacto con la sociedad berlinesa, en la que en otros tiempos había tenido un papel tan brillante.
—No me interesa visitar las casas en las que corro peligro de encontrarme con asesinos, criminales contra las buenas costumbres o locos —explicó una vez, orgullosa, dejando caer los impertinentes con que había mirado a su interlocutor.
Quizá pensaba que en Hendrik-Hall podía encontrarse con figuras criminales o patológicas, sospecha no sólo infundada, sino incluso ultrajante, pues se refería a una casa en la que entraban y salían miembros del Gobierno.
El que también se mantenía alejado de la casa del Principal era Otto Ulrichs. No le habían invitado, pero de recibir una invitación tampoco hubiera acudido. Estaba muy ocupado, hasta tal punto que el trabajo acaparaba todas sus fuerzas, las físicas y las anímicas. Por cierto, Ulrichs empezaba a revisar la imagen que tantos años atrás se hiciera de su colega y que conservara desde entonces en su corazón con fidelidad y paciencia. Ulrichs había sido un hombre bondadoso y hasta blando, a pesar de todo su ímpetu revolucionario. Había confiado en Hofgen total e inamoviblemente. ¡Hendrik es de los nuestros! ¡Cuántas ilusiones había perdido, entre ellas las que se referían a Hendrik Hofgen! Ya no era bondadoso ni blando. Su mirada tenía una seriedad amenazadora, casi acechante, que jamás se había visto en él. Sus ojos eran amables, abiertos, pero habían cambiado; ahora poseían una fuerza que sopesaba, que inquiría en la calma y la coherencia.
Otto Ulrichs tenía la expresión tensa, inquisitiva, los gestos precavidos y fríos, listos para el salto y para la huida, de una persona que tiene que estar constantemente en guardia. Y en guardia tenía que estar realmente todas las horas de sus difíciles y peligrosos días. Otto Ulrichs estaba comprometido en un juego arriesgado. Seguía siendo miembro del Teatro Nacional, pero aceptando el consejo que le diera Hendrik, que quizá éste no había tomado en serio, utilizaba su posición como tapadera que le protegía de la vigilancia y el control extremo a que podían someterle los oficiales de la Gestapo. Por lo menos, esa era su esperanza, su cálculo. Quizá se equivocaba. Quizá lo estaban observando desde el principio, y lo dejaban en paz para luego atraparlo con mayor seguridad y cuando tuviera en su casa un material tan completo como fuera posible. Ulrichs no creía que estuvieran sobre sus huellas. Los miembros de la compañía, que al principio lo evitaban desconfiados, lo saludaban ahora con cordial compañerismo. Los había conquistado con su forma de ser virilmente sencilla, simplemente alegre. Había aprendido el arte de la adaptación. Su voluntad fanática, dirigida a una meta, preparada con ardor para cualquier sacrificio, le había hecho listo. Estaba incluso en condiciones de bromear con la Lindenthal. Aseguraba al actor de carácter Joachim que no dudaba en absoluto de su pureza de raza. Saludaba a los tramoyistas con un «Heil!» demostrativo, al que seguía el nombre del dictador. Si el Presidente estaba en su palco, afirmaba que tenía taquicardia por actuar ante tal hombre. Taquicardia sí tenía, pero debida a un horror en que se mezclaban triunfo y miedo. Pues el encargado de correr el telón, con el que estaba en contacto, le dijo después de un mutis algo referente a una reunión ilegal. Casi ante los ojos del temible Gordo, del más condecorado de los verdugos, este pequeño actor, que conocía los horrores de la cámara de tortura y del campo de concentración, osaba continuar con su trabajo que se proponía minar, desmembrar el poder.
El encuentro con el horror había paralizado sus fuerzas sólo por un tiempo. Durante las primeras semanas que siguieron a su liberación de aquel infierno permaneció inactivo. Sus ojos habían visto lo que ningún ojo humano puede ver sin quedar ciego por el terrible dolor: la humillación desnuda, sin trabas, organizada con terrible pedantería; la total y absoluta maldad que, martirizando indefensos, se alaba a sí misma, se toma en serio, se glorifica como acto patriótico, como fuerza para la educación moral de los «elementos destructivos y extraños al pueblo», como servicio ético, necesario y justo a la patria que despierta.
—Se desearía no saber nada, no oír nada del género humano cuando se lo ha conocido en tal estado —decía.
Pero amaba a los hombres, sus ideas se apoyaban en la irrefutable creencia de que un día podría surgir de los hombres algo sensato. Por eso superó su afligida apatía.
—Cuando se ha sido testigo de lo peor, sólo queda una opción: suicidarse o seguir trabajando con más pasión que antes.
Era un hombre sencillo y valiente. Sus nervios eran fuertes y se recuperaron del choque. Continuó trabajando.
No le costó mucho reanudar el contacto con la oposición ilegal. Entre los trabajadores e intelectuales cuyo odio al fascismo era reflexivo y a la vez apasionado, que se probaba bajo las más peligrosas y casi —eso parecía— desesperadas condiciones del momento, tenía muchos amigos. El actor del Teatro Nacional Prusiano participaba en acciones subterráneas contra el régimen. Ya fuera organizando reuniones secretas, ya preparando y repartiendo octavillas, periódicos o informaciones prohibidas, o realizando actos de sabotaje en las fábricas, en las fiestas públicas de la dictadura, en emisiones de radio, en sesiones de cine, el actor Otto Ulrichs era de los que influían decisivamente en los preparativos y arriesgaban su vida en la acción.
Tomaba todas estas manifestaciones de la resistencia antifascista muy en serio y apreciaba el efecto psicológico que ejercían en una opinión pública atemorizada, paralizada por el miedo.
—Nosotros intranquilizamos a los gobernantes y mostramos a los millones de personas que siguen siendo enemigas de la dictadura, pero que no se atreven a declarar sus ideas, que no se ha apagado la voluntad de liberación y que esta voluntad se puede poner en movimiento a pesar del control por parte de un ejército de espías.
Así pensaba, hablaba y escribía Otto Ulrichs. Pero nunca olvidó que las pequeñas acciones no eran lo más importante, sino sólo un medio para llegar a la finalidad. La finalidad, la meta, la gran esperanza seguía siendo unir las diversificadas fuerzas de la resistencia, recoger los afanes contrapuestos de una oposición que integraba intereses muy distintos desde el punto de vista social e ideológico, crear un frente, montarlo, activarlo: el frente popular contra la dictadura.
—Eso es lo que importa, sólo eso —reconocía el actor Ulrichs.
Por eso no se limitaba a conspirar con sus compañeros de partido e ideología. Le importaba más aún la relación con los católicos de la oposición, los antiguos socialdemócratas o los republicanos sin partido. El comunista chocaba primero con la desconfianza de los círculos burgueses liberales. Su celosa y recta oratoria conseguía casi siempre superar las dudas.
—Pero vosotros estáis tan en contra de la libertad como los nazis —le oponían los demócratas.
—Sí, nosotros estamos por la liberación. Sobre el orden que habrá de imperar después, ya llegaremos luego a ponernos de acuerdo.
—No amáis a vuestra patria —le decían los patrióticos republicanos—, sólo conocéis la clase, que es internacional.
—Si no amáramos a nuestra patria —contestaba Ulrichs—, ¿odiaríamos a aquellos que la corrompen y humillan? ¿Arriesgaríamos constantemente nuestras vidas para liberar a nuestra patria?
En las primeras semanas de su actividad ilegal, Ulrichs intentó una vez implicar a Hendrik Hofgen. Pero el Principal se puso nervioso, se irritó, se asustó.
—No quiero saber nada de esto —dijo con hastío—. Yo no puedo hacer nada, ¿me entiendes? Cierro los ojos, no veo lo que tú haces. De ninguna manera puedo estar al corriente.
Tras haberse convencido de que nadie podía oírlo, aseguró al amigo, con voz apagada, lo difícil y penoso que le resultaba tener que disimular continua y consecuentemente.
—Pero he decidido utilizar esta táctica, que es la que considero correcta y efectiva —susurró Hendrik, e intentó de nuevo la mirada de complicidad, a la que esta vez no respondió Ulrichs—. No es una táctica cómoda, pero tengo que aguantar. Estoy en medio del campamento enemigo. Desde dentro mino su poder…
Otto Ulrichs apenas si escuchaba. Quizá fue en aquel momento cuando la ilusión se apartó de él y reconoció al auténtico Hendrik Hofgen.
¡Qué magistralmente disimulaba el Principal! Esta creación fue de hecho digna de la mejor función de teatro. Verdaderamente se hubiera podido creer que a Hendrik Hofgen sólo le importaban el dinero, el poder y la fama, y no la destrucción del régimen nacionalsocialista.
A la amplia sombra del Presidente del Gobierno se sentía tan seguro y arropado que creía poderse permitir coquetear con el peligro y conjurar, bromista, el horror de la catástrofe. Cuando telefoneó con un director de teatro en Viena, de cuya compañía quería tomar prestado un actor, le dijo con voz quejumbrosa, sonora, alargando dolorosamente las vocales:
—Pues sí, querido amigo, quizá dentro de un par de semanas aparezca por Viena… No sé si aguantaré aquí más tiempo. Mi salud, ¿comprende bien?, mi salud está tan terriblemente amenazada…
En realidad sólo había dos razones que le hubieran podido llevar allí: que el general de aviación le hubiera retirado su favor, o que el poder del propio general se hubiera deteriorado. Pero el Gordo parecía conservar la fidelidad a su Mefistófeles con una constancia inusual en los círculos nacionalsocialistas, y por eso mismo causaba sensación. También parecía estar en alza la estrella del obeso gigante: el amigo de los ajusticiamientos y de las rubias sentimentales conseguía cada vez más títulos, cada vez más tesoros, cada vez más influencia en la dirección del Estado.
Mientras el sol del Gordo le iluminara con sus rayos, Hofgen no tenía por qué preocuparse de los ataques del Cojo. El ministro de Propaganda no se atrevía a actuar abiertamente contra el Principal. Por el contrario, procuraba en cuanto podía mostrarse públicamente con él en ocasiones propicias. Tampoco le faltaba el contacto intelectual con el actor Hofgen. Si éste había sabido fascinar al general del Aire con su mundanidad, con su ingenio cínicamente divertido, y ganárselo, también podía hablar con el jefe de propaganda, con el «viejo doctor», ya que los dos no sólo utilizaban el dialecto renano, que daba a sus conversaciones un tono cordial e íntimo, sino que también empleaban la misma terminología radical y abusaban de ella. El actor Hofgen sabía hablar asimismo, si era necesario, de «dinámica revolucionaria», de «sentimiento heroico de la vida» y de «irracionalismo sangriento». Así había pasado alguna que otra hora de charla con su enemigo mortal, lo que no impedía que éste siguiera intrigando implacablemente en contra suya.
Casar von Muck, que había vuelto al país después de su placentera gira por el extranjero, hacia todo lo posible por difundir los rumores sobre cierta negra a la que Hendrik estaba supuestamente ligado por una enfermiza relación sexual y que llevaba en París, a costa de aquél, una vida excitantemente brillante y con la que Hofgen solía tener citas secretas, de modo que así no sólo seguía injuriando a su raza, sino que también, a través de la negra como lazo de unión, se relacionaba con los oscuros y peligrosos círculos de la emigración, en los que por otra parte —añadía el rumor— desempeñaba un importante papel Barbara Bruckner, la mujer de Hofgen, de la que éste se había divorciado sólo por pura táctica.
En el Teatro Nacional no se hablaba de otra cosa que de la amante negra del Principal; también en las más importantes redacciones, y en los círculos que daban el tono en la ciudad, se conocía muy bien la existencia de la negra que llevaba en París una vida fulgurante: «mantiene tres monos, un león joven, dos panteras grandes y una docena de culíes», aseguró alguien, y que conspiraba con el Estado Mayor francés, con el Kremlin, con los francmasones y con los grandes financieros judíos contra el Estado nacionalsocialista. La situación empezó a ser penosa para Hofgen. Para cortar los desagradables rumores, decidió casarse con Nicoletta. El Presidente se alegró de esta decisión de su listo protegido, y advirtió severamente a todos que no se atrevieran a sospechar del Principal. «Quien está en contra de mis amigos, está en contra mía», acentuó, amenazador, el Gordo. Quien volviese a citar la existencia de una cierta negra podría estar seguro de que tendría problemas con el propio general y con su policía secreta. En el tablón de anuncios del teatro se colgó una nota en la que se podía leer que quien difundía rumores sobre la vida privada o sobre el pasado del Principal, o simplemente los escuchara, realizaba una acción contra el Estado. Por cierto, todos temblaban ante el aparato de espionaje privado del Principal. Era imposible mantener en secreto ante este hombre peligroso y listo algo que le afectara a él: se enteraba de todo gracias al pequeño ejército de soplones que mantenía. La Gestapo podía sentirse celosa de un sistema tan perfectamente organizado.
El propio Casar von Muck se inquietó. El creador de la tragedia Tannenberg encontró incluso aconsejable hacer una visita a Hendrik-Hall y charlar una hora con el anfitrión en el sajón más cordial. Nicoletta se unió a los dos caballeros, a los que la propia señora Bella había servido un rico y ligero refrigerio, y empezó de pronto en voz alta y maliciosa a hablar de negros. El señor von Muck no hizo ni un gesto cuando la divorciada señora Marder aseguró que tanto Hendrik como ella los aborrecían.
—Hendrik se pone enfermo con sólo ver de lejos a alguien de esa repugnante raza —mientras lo decía fijó sus brillantes, divertidos ojos, sin compasión alguna, en Casar—. El olor mismo de esa gente es ya inaguantable.
—Es verdad, los negros apestan —afirmó el señor von Muck.
Y estallaron los tres en una larga carcajada, el Principal, el poeta y la avispada muchacha.
No, a este Hofgen no se le podía atacar: el señor von Muck se dio cuenta, el Ministro de Propaganda se dio cuenta, y ambos decidieron ser más amistosos con él, hasta que un día, cuando menos lo pensaran, se presentase la ocasión de hacerlo caer y aniquilarlo. De momento era intocable.
El Gordo le había conseguido una audiencia con el Dictador, pues hasta tan ilustre persona habían llegado los rumores sobre la princesa Tebab. El enviado de Dios había manifestado su asco acerca del caso, pues tenía en tan poco a los negros como a los judíos.
—¿Puede tener un hombre que mantiene relaciones con personas de raza inferior la madurez moral que requiere el puesto de Principal? —había preguntado el Führer, desconfiado, a los que le rodeaban.
Ahora Hendrik tenía que ganarse al más grande de todos los alemanes que habían existido nunca, tenía que convencerlo de su valor moral por medio de miradas enjoyadas, de voz cantarina y de comportamiento de noble-sufriente.
La media hora que el Principal pasó en audiencia con el Mesías de todos los germanos le pareció agotadora y hasta torturante. La conversación fue un tanto envarada: el Führer no se interesaba por el teatro, prefería las óperas de Wagner y las películas de la Universum. Hofgen no se atrevió a hablar de sus escenificaciones de ópera, que en el loco tiempo del «sistema» habían causado tanto furor, por miedo a que el Führer recordara los destructivos calificativos con que Casar von Muck había definido aquellos experimentos de influencia semítica y corrosiva. Hendrik no sabía de qué podía hablar. La presencia física del poder le confundía y amedrentaba. La terrible fama del hombre que estaba sentado frente a él intimidaba al ávido de fama.
El Poder tenía, bajo una frente insignificante, huidiza, sobre la que caía el ya legendario mechón grasiento, la mirada muerta, fija, como ciega. El rostro del Poder era grisáceo, esponjado, como de una sustancia suelta, porosa. El Poder tenía una nariz muy ordinaria, una nariz vulgarísima, osó pensar Hendrik, en cuya admiración se mezclaba sublevación e incluso burla. El actor notó que el Poder no tenía cogote. Bajo la camisa parda sobresalía un estómago blando. Hablaba bajo, para que descansara su voz, harta de chillar, ronca. Utilizaba palabras complicadas para demostrar su cultura al actor Hofgen.
—Las exigencias de nuestra cultura nórdica requieren la intervención imprescindible de un individuo enérgico, consciente de su raza y con una meta muy clara —aleccionaba el Poder, reprimiendo en lo posible su acento del sur e intentando hablar un elegante alemán que sonaba en sus labios como en los de un aplicado escolar de enseñanza primaria que recita lo que aprendió de memoria.
Hendrik estaba bañado en sudor cuando, después de veinticinco minutos, pudo abandonar el palacio. Le pareció haber estado miserable y haberlo estropeado todo. Aquella misma noche se enteró por el general de aviación de que la impresión que había causado en el Poder no era tan mala. Más aún, el Dictador había quedado gratamente sorprendido precisamente por la timidez del Principal. Al Führer no le gustaba que nadie intentara ante él tener soltura, y mucho menos ser brillante; lo consideraba una osadía inadmisible. En presencia del Poder había que enmudecer respetuosamente. Un fulgurante Hendrik habría despertado sin duda disgusto en el Mesías de todos los germanos. El juicio del todopoderoso acerca de los confundidos y los amedrentados era suave.
—Un gran chico ese Hofgen —dijo el Poder.
El Presidente del Gobierno, que coleccionaba títulos para su persona como otros coleccionan mariposas o sellos, creyó que aquello mismo sería la mayor alegría para sus amigos, e hizo a Hofgen Académico del Reich, y lo ascendió a senador. En todas las instituciones culturales del Tercer Reich el Principal tenía un puesto importante. Con Casar von Muck y algunos caballeros uniformados, Hendrik presidía el Senado de la Cultura. La primera «velada de camaradería» de esta asociación tuvo lugar en Hendrik-Hall. El Ministro de Propaganda estuvo presente y se rió de oreja a oreja cuando la señorita Josy cantó uno de sus éxitos populares lo mejor que pudo. Nada menos que Casar von Muck acompañó a la cantante al piano. La comida también fue muy sencilla. Hendrik había pedido a su madre que no se sirviera más que cerveza y canapés de embutido.
Los caballeros uniformados quedaron decepcionados. Habían oído hablar a menudo del fabuloso lujo que dominaba en la villa del Principal. ¿De qué le servían los elegantes lacayos, si sólo pasaban rebanadas de pan como las que tenían en su casa? Todo el Senado de la Cultura habría caído en un cierto tedio si el Ministro de Propaganda no hubiera animado la reunión con su humor alegre. Ahora no sabían exactamente de qué hablar. La cultura era un tema muy alejado de los intereses de la mayoría de los senadores. Los uniformados estaban orgullosos de no haber leído ni un libro en su juventud, y se podían permitir el lujo de decirlo, ya que también lo había hecho el Mariscal y Presidente del Reich, muy respetado, ya fallecido y sepultado en presencia del Führer… Cuando un escritor entrado ya en años, cuyos libros nadie leía por lo descomunalmente aburridos que eran, pero que gozaba oficialmente de alta consideración, propuso leerles un capítulo de su trilogía Un pueblo se pone en marcha, se produjo una situación de pánico. Varios de los uniformados se pusieron en pie y colocaron los puños sobre sus pistoleras en un gesto mecánico, pero amenazador, la sonrisa del ministro se torció, Benjamin Pelz suspiró como si hubiera recibido un terrible golpe en el pecho, la señora Bella huyó a la cocina, Nicoletta soltó una risa chillona y nerviosa. La situación hubiera sido catastrófica si Hofgen no la hubiera salvado con su voz aduladora. «Sería maravilloso poder oír un largo y denso capítulo de la trilogía Un pueblo se pone en marcha —aseguró Hendrik con el rostro iluminado por la sonrisa canallesca—, pero ya era un poco tarde y aún quedaban muchas cosas urgentes y actuales que comentar, los espíritus no estaban lo suficientemente concentrados como para el disfrute de tan elevada poesía; él, Hofgen, se permitía proponer que para esta lectura se reunieran una noche, y así todos aparecerían con la calma interior deseable para tal acto. El pleno del Senado respiró, aliviado. El viejo poeta casi lloró por la decepción. El señor Müller-Andrea pasó a contar anécdotas sucias de aquel tiempo al que llamaba «los años de la corrupción» con un tono de verdadero disgusto. Eran algunas perlas de la famosa columna «¿Tenía usted idea de que…?». A lo largo de la velada se descubrió que el actor de carácter imitaba estupendamente tanto el ladrido de los perros como el cacareo de las gallinas. Lotte Lindenthal casi se cayó de la silla, de tanto reír, cuando Joachim imitó a un papagayo. Antes de separarse, Baldur von Totenbach, que era también senador y había acudido desde Hamburgo a esta sesión, propuso que cantaran en pie la canción de Horst-Wessel y juraran fidelidad al Führer por milésima vez. Todos lo encontraron un poco penoso, pero, por descontado, nadie se negó.
La prensa informó ampliamente sobre esa velada de camaradería cordial y llena de acontecimientos en casa del Principal. Sobre todo, los periódicos no perdieron ocasión de informar al público sobre los actos artísticos y patrióticos de Hendrik Hofgen. Lo colocaban entre los más corteses y activos «portadores de la voluntad alemana de cultura», y lo fotografiaron casi tanto como un ministro. Cuando los famosos de la capital recogían la «ayuda para el invierno» por las calles y en los locales, el Principal era de los que tenían casi tantos donantes como los señores del gobierno. Pero mientras que éstos estaban rodeados de detectives armados y agentes de la Gestapo, y el pueblo casi no se podía acercar a ellos con sus donativos, Hendrik se podía permitir moverse con libertad y sin protección. Lógicamente, se había buscado una zona en la que no tenía que preocuparse de entrar en contacto con el peligroso proletariado: realizaba la cuestación en la entrada del Hotel Adlon. Tampoco se le pasó por alto bajar a la cocina; todos los pinches tuvieron que echar sus céntimos en la hucha en que Lotte Lindenthal acababa de poner con tiernos dedos un billete de cien marcos. El Principal se dejó fotografiar del brazo del elegante cocinero. La foto se publicó en la portada de la Berliner Illustrierte.
Totalmente llena de fotos de Hofgen apareció la prensa cuando se casó. Condujo a Nicoletta a casa, Müller-Andrea y Benjamin Pelz fueron los testigos, el Presidente del Gobierno mandó como regalo de bodas un par de cisnes negros para el pequeño estanque del parque de Hendrik-Hall. ¡Un par de cisnes negros! Los periodistas estaban fuera de sí por tanta originalidad; sólo algunas personas muy viejas —como la viuda del general— recordaron que en otros tiempos un gran amigo de las bellas artes había hecho el mismo regalo a su protegido: el Rey de Baviera Luis II al compositor Richard Wagner.
El propio Dictador envió un telegrama de felicitación a la pareja; el Ministro de Propaganda mandó una cesta de orquídeas, que tenían un aspecto tan venenoso, que parecía como si los destinatarios hubieran de aspirar la muerte con su aroma; Pierre Larue escribió una larga poesía francesa; Theophil Marder telegrafió su maldición; la pequeña Angelika, que por cierto acababa de tener un niño, lloró de nuevo, por última vez, su amor perdido; en todas las redacciones se escondió el material existente sobre Hofgen y la princesa Tebab, en el último y más secreto cajón; el doctor Ihrig dictó a su secretaria un artículo en el que calificaba a Nicoletta y a Hendrik de «una pareja alemana en el más bello y profundo sentido de la palabra», de «dos personas, juveniles pero ya maduras, de raza pura y de noble material, que sirven a la nueva sociedad con todas sus fuerzas». Sólo un periódico, al que se imputaban relaciones muy estrechas con el Ministerio de Propaganda, osó insinuar algo sobre el oscuro pasado de Nicoletta: la felicitaron por haber abandonado al «emigrante, hijo de judíos y bolchevique cultural», Theophil Marder, para participar activamente otra vez en la vida cultural de la nación. Fue una amarga píldora, aunque estuviera bien azucarada. El nombre de Theophil produjo una disonancia molesta en el bello concierto del artículo de felicitación.
Nicoletta emigró con baúles y cajas de sombreros desde la plaza de la Cancillería del Reich al Grunewald. La doncella que le ayudó a deshacer el equipaje, se asustó un poco cuando aparecieron las rojas botas altas; pero la joven señora le explicó con claridad que necesitaba semejante calzado para un traje de amazona.
—¡Me las pondré cuando haga la Pentesilea! —su voz sonó triunfal.
La doncella quedó tan intimidada por el nombre exótico como por el brillo de los ojos felinos de su señora, y se guardó de seguir preguntando.
Por la noche hubo en Hendrik-Hall una gran fiesta, ¡qué modesta fue la pequeña fiesta en casa del académico en comparación con esta solemne celebración! Radiantes de atractivo se movían Oberon y Titania entre la multitud de invitados. Se mantenían muy erguidos; él tenía el mentón alzado, ella recogía con gesto altivo la cola metálica, crujiente, de su traje plateado, al que acompañaba con flores grandes y fantásticas de cristal en el pelo y en los hombros. El rostro de Nicoletta relucía por los fuertes colores artificiales; el de Hendrik parecía fosforecer en su palidez verdosa. Se notaba que la risa suponía para ellos un esfuerzo, incluso un martirio. La mirada fija parecía atravesar a las personas que los saludaban en su caminar orgulloso, como si fueran aire. Pero ¿qué veían detrás de aquellos fracs, de los condecorados uniformes y de los caros vestidos?, ¿qué veían sus ojos, vidriosos bajo los párpados semicerrados?, ¿qué sombras se les aparecían y qué triste poder tenían, para que la sonrisa se congelara en los labios de Hendrik y de Nicoletta hasta convertirse en una mueca de sufrimiento?
Quizá sus ojos tropezaron con la mirada inquisitiva de Barbara, que había sido su amiga y que ahora estaba lejos, en el extranjero, separada de ellos por abismos para los que ya no existían puentes, cumpliendo con su serio y duro deber. Quizá veían el rostro de mártir de Theophil Marder, que expiaba todos los pecados de soberbia y una arrogancia bufonescamente egocéntrica, miraba quejumbroso y airado a Nicoletta, que le había abandonado, y a su destino, elegido obstinadamente por él mismo. Quizá no veían el rostro de una persona determinada, sino, en un vago y agobiante esbozo, la imagen de su propia juventud, la suma de todo lo que hubieran podido ser y habían perdido en su ambición desaforada, la larga, ignominiosa historia de su traición; no sólo habían traicionado a los demás, sino también a sí mismos, a la parte más noble, mejor y más pura de su propio ser; la crónica amarga, infame y turbia de su degeneración, de su caída, que se presentaba como elevación en un mundo de rubios puros. Su elevación, así pensaba el estúpido mundo, los había llevado juntos hasta esta hora victoriosa de su matrimonio; en realidad era la hora que sellaba su derrota conjunta. Ahora se pertenecían para siempre el uno al otro, estos dos brillantes, fulgurantes, sonrientes personajes, como dos traidores, como dos criminales condenados a estar siempre juntos. La atadura que liga a un culpable con otro no podía ser el amor, sino el odio.
Mientras el Senado de la Cultura se reunía en veladas de camaradería; mientras los grandes del país organizaban cuestaciones en las entradas de los hoteles para los camaradas necesitados del pueblo, y con su producto se financiaba la propaganda del Tercer Reich en el extranjero; mientras se celebraban bodas, se cantaban canciones y se pronunciaban largos discursos, el régimen de la dictadura total, militante, altamente capitalista, seguía su espantoso camino. En las cunetas se apilaban los cadáveres.
Los extranjeros que pasaban una semana en Berlín y algunos días en provincias, los ingleses, los periodistas húngaros, o los ministros italianos, admiraban, sorprendidos, la impecable limpieza y el orden que reinaba en el humillado país. Les parecía que todo allí era bueno, que todo el mundo tenía una expresión alegre, y se decían: el Führer es querido, el pueblo lo ama, no existe oposición. Entre tanto la oposición, inserta hasta en el propio corazón del Partido, se había hecho tan fuerte y amenazadora, que el terrible triunvirato —el Führer, el Gordo y el Cojo— tuvo que atacar por sorpresa. El hombre al que debía el dictador su ejército privado, al que el jefe de Propaganda había sonreído encantadoramente hasta el día antes, al que el jefe de Estado había llamado «su más fiel camarada», fue arrancado por el Führer en persona una noche de la cama, y un par de horas más tarde fusilado. Antes de que sonara el tiro, hubo entre el Mesías de todos los germanos y su más fiel camarada una escena poco corriente entre caballeros de tan alto nivel. El más fiel camarada gritó al Mesías:
—Tú eres el miserable, el traidor: ¡tú lo eres!
Se permitió tal sinceridad al darse cuenta de que su hora final había llegado. Con él tuvieron que morir cientos de miembros del partido, que se habían vuelto demasiado reticentes. Al tiempo fueron asesinados también algunos cientos de comunistas y, como matar lo hacían a lo grande, el Gordo, el Cojo y el Führer hicieron liquidar a todos aquellos contra los que tenían personalmente algo, o de los que podían temer algo en el futuro: generales, escritores, antiguos primeros ministros, ya pensionados; no se establecieron diferencias, a veces mataron con ellos a sus mujeres, tenían que caer muchas cabezas, el Führer lo había anunciado ya, ahora había llegado el momento. Una pequeña «acción de depuración», se dijo después. Los lores y los periodistas encontraron maravillosa la energía del Führer: era un hombre suave, amante de los animales, no tocaba la carne, pero podía ver reventar a sus más fieles camaradas sin inmutarse. Pareció que después de la orgía de sangre el pueblo amaba más al enviado de Dios. Solos y desamparados quedaban en el país aquellos que sentían asco y horror: «Yo veré —se había quejado una vez el Doctor Fausto—, tendré que ver cómo se alaba a los desvergonzados asesinos.»
Cayeron las cabezas de nobles muchachas jóvenes a las que se acusaba de haber contado algo que el Estado quería mantener en secreto. ¡Fuera las cabezas! Esta vez fueron dos tiernas cabezas femeninas. Cayeron cabezas de hombres que no tenían más culpa que no querer abjurar de sus ideas socialistas —también el Mesías que los hizo asesinar se llamaba socialista. El Mesías pretendía, afirmaba amar la paz, y hacía torturar a los pacifistas. Fueron asesinados, sus cenizas llegaron a sus familias en urnas precintadas con la observación de que el «cerdo pacifista» se había ahorcado, o que le habían disparado cuando intentaba huir. La juventud alemana aprendió a utilizar la palabra «pacifista» como insulto; ya no necesitaba leer a Goethe o a Platón, aprendió a disparar, a tirar bombas, a divertirse en los ejercicios nocturnos en el campo de tiro; si el Führer hablaba de paz, la juventud comprendía que era una broma. Esta juventud militarmente organizada, disciplinada, adiestrada no conocía más que una meta, sólo tenía una perspectiva: la guerra revanchista, la guerra de ataque: Alsacia-Lorena es alemana, Suiza es alemana, Dinamarca es alemana, Checoslovaquia es alemana, Ucrania es alemana, Austria es tan especialmente alemana, que no hay que ponerlo en duda, Alemania tiene que recuperar sus colonias, todo el país se convierte en un campamento del ejército, la industria de armamento florece, es la total movilización permanente, y el extranjero contempla este espectáculo como hechizado, impotente, aterrado, como el conejo a la serpiente que lo va a tragar inmediatamente.
También hay diversiones bajo la dictadura. «Con fuerza y con alegría» es el lema. Se organizan fiestas populares, el Sarre es alemán: una fiesta. El Gordo se casa por fin con la Lindenthal y se deja hacer regalos por valor de millones: una fiesta. Alemania se retira de la Sociedad de Naciones, Alemania ha conseguido su soberanía militar: puras fiestas. Cada ruptura de tratado es una fiesta, sea el de Versalles o el de Locarno, y una fiesta es también el obligado «plebiscito» que viene a continuación. Fiestas populares prolongadas son la persecución de los judíos o la denigración pública de las muchachas que «han injuriado a la raza» con ellos; la persecución de los católicos, de los que ahora se sabe que nunca fueron mejores que los judíos, y contra los que se montan ridículos «procesos de divisas» por bagatelas, mientras que los dirigentes nacionalistas evaden gigantescas cantidades; la persecución de la «reacción», de cuya entidad nadie tiene una idea clara. El marxismo está exterminado, pero aún es un peligro y da motivo a procesos multitudinarios—, la cultura alemana está «limpia de judíos», pero es tan yerma, que nadie quiere saber nada de ella; falta la mantequilla, pero los cañones son más importantes; en el 1 de Mayo, antes fiesta del proletariado, un doctor borracho —cadáver embebido en champaña— cuenta algo sobre la alegría de vivir. ¿No se cansará este pueblo de tantos y tantos dudosos acontecimientos festivos? Quizá esté ya cansado, quizá suspire. Pero el ruido de los megáfonos y micrófonos cubre sus quejas.
El régimen sigue su horroroso camino. En la cuneta se amontonan los cadáveres.
Quien se rebelaba, ya sabía a qué se arriesgaba. El que decía la verdad, tenía que contar con la venganza de los mentirosos. Quien intentaba difundir la verdad y luchaba a su servicio, estaba amenazado con la muerte y con todos los horrores que solían anteceder a la muerte en las cárceles del Tercer Reich.
Otto Ulrichs había llegado demasiado lejos. Sus compañeros políticos le encargaban las tareas más difíciles y peligrosas. Pensaban que su posición en el Teatro Nacional le protegía hasta un cierto grado, o más bien, esperaban que así fuera. De todos modos, su situación era más favorable que la de algunos de sus camaradas, que vivían en escondites y con nombres falsos, siempre huyendo de los agentes de la Gestapo, perseguidos por la policía como criminales: perseguidos como ladrones o como asesinos en un país que estaba en poder de asesinos y ladrones. Otto Ulrichs podía atreverse a cosas que hubieran supuesto la ruina segura para sus amigos. Pero se arriesgó demasiado. Una mañana lo apresaron.
En aquellos momentos estaban preparando en el Teatro el Hamlet. El Principal hacía de Hamlet, y Ulrichs, de Hoffmann Guildenstern. Cuando no se presentó al ensayo sin haber avisado, Hofgen se asustó, pues al punto supo, o intuyó, lo que había sucedido. Se retiró del ensayo antes de lo previsto, y la compañía siguió trabajando sin él. Cuando se enteró por la casera de Otto de que tres hombres de paisano se lo habían llevado por la mañana temprano, se puso en contacto con el palacio del Presidente. El Gordo se puso personalmente al teléfono, pero se mostró parco y como distraído cuando Hendrik le preguntó si sabía algo sobre la detención de Ulrichs. El general de aviación contestó que no sabía nada.
—Yo no soy el encargado de este caso —dijo, algo nervioso—, Si nuestra gente ha encerrado al chico, será porque habrá cometido algún crimen. Yo desconfié de él desde un principio. Y ese Sturmvogel era un antro de lo peor.
Cuando Hendrik osó preguntar aún si no se podía hacer nada para aliviar la situación de Ulrichs, el Gordo se disgustó.
—¡No, no, amigo, no se meta en esto! —advirtió—. Más valdría que vigilara sus propios asuntos.
Esto sonó como una amenaza. Tampoco la insinuación sobre el Sturmvogel, donde el mismo Hofgen se había presentado como «camarada», había sido hecha en tono agradable. Hendrik comprendió que se arriesgaba a perder el favor del poderoso si en aquellos momentos se seguía preocupando por el destino de su viejo amigo. «Dejaré pasar un par de días», decidió. «Cuando encuentre al Gordo de mejor humor, intentaré con toda precaución mencionar de nuevo el asunto. Ya sacaré a Ulrichs de la Casa Columbia o del campo de concentración. ¡Pero esta vez se acabó! Al chico lo mando al extranjero. Podría acarrearme graves problemas con su falta de precaución, con su sentido infantil de lo heroico…» Hendrik se inquietó cuando dos días después seguía sin tener noticias de Ulrichs. No se atrevió a molestar al Presidente del Gobierno otra vez por teléfono. Después de meditarlo durante algún tiempo, decidió llamar a Lotte.
La bondadosa mujer del gran hombre le dijo primero que se alegraba de poder oír su voz. Él le aseguró, algo aburrido, que le sucedía lo mismo en cuanto a la suya. Y por cierto, en esta ocasión tenía aún otro motivo para llamarla.
—Me preocupa Otto Ulrichs.
—¿Por qué esa preocupación? —dijo la trigueña desde su locador rococó—. Está muerto.
Se sorprendió y le pareció casi curioso que Hendrik no lo supiera.
—Está muerto… —repitió Hendrik en un susurro.
Ante la extrañeza de la esposa del general, colgó el teléfono sin haberse despedido de ella.
Hendrik se hizo conducir en seguida al palacio del Presidente. El poderoso lo recibió en su despacho. Llevaba una fantástica bata, guarnecida de armiño en los puños y solapas. A sus pies descansaba un terrible dogo. Sobre su escritorio brillaba, encima de un paño negro, una espada ancha y roma. Sobre un pedestal de mármol había un busto del Führer, cuyos ojos ciegos miraban Fijamente dos fotografías: una representaba a Lotte Lindenthal como Minna von Barnhelm, la otra a aquella dama escandinava que en una ocasión había conducido al aventurero herido por toda Italia, y sobre cuya urna se alzaba un enorme panteón con brillante cúpula de mármol y piedra dorada, con la cual el viudo dijo expresar su agradecimiento, cuando en realidad había levantado un monumento a su propia vanidad.
—Otto Ulrichs está muerto —dijo Hendrik, de pie, junto a la puerta.
—Efectivamente —contestó el Gordo desde el escritorio.
Como viera en el rostro de Hendrik una palidez que parecía el reflejo de una llama blanca, añadió:
—Parece que se trata de un suicidio —y lo dijo sin rubor.
Hendrik vaciló un segundo. Con un movimiento incontrolado, que expresaba demasiado claramente su horror, se llevó la mano a la frente. Fue quizás el primer gesto sincero, sin estilizar, que el Presidente vio en el actor Hofgen. El gran hombre quedó decepcionado por tal falta de comedimiento en su favorito. Se levantó, enderezó su temible estatura. Con él se levantó el espantoso dogo, que gruñó.
—Ya le di un buen consejo —dijo amenazador—, y lo repito ahora, aunque no es mi costumbre decir dos veces lo mismo. ¡No se meta en esas cosas!
Horrorizado, Hendrik sintió la proximidad del abismo, en cuyo borde se movía constantemente y al fondo del cual podía empujarle el obeso gigante, si se lo proponía.
El Presidente del Gobierno estaba en pie con la cabeza encogida; en su nuca de toro surgieron dos profundas arrugas. Sus ojos brillaban, los párpados estaban inflamados y el blanco de los ojos había enrojecido, como si a la cabeza del tirano le hubiera subido una oleada de sangre, que ahora le enturbió la mirada.
—No es un asunto limpio. Ese Ulrichs estaba metido en cosas sucias, tenía razones para suicidarse. El Principal de mi Teatro Nacional no debería interesarse por un hombre acusado de alta traición al Estado.
El general gritó la palabra «alta traición». Hendrik sintió un mareo, tan cerca vio ahora el abismo. Para no caer, se agarró al respaldo del pesado sillón Renacimiento. Cuando pidió permiso para retirarse, el Presidente le despidió con un desagradable gesto de cabeza.
En el teatro nadie se atrevió a hablar del «suicidio» del colega Ulrichs. De alguna secreta e incontrolada manera, supieron todos cómo había muerto. No había sido ajusticiado, sino torturado hasta la muerte. Sin misericordia alguna, habían intentado por medio de tormentos conseguir los nombres de sus amigos y colaboradores. Pero él había permanecido imperturbable. La furia y la decepción de la Gestapo fueron enormes; tampoco en el piso de Ulrichs habían encontrado indicio alguno, no había ningún escrito, ni una nota, ni una dirección. No tanto con la esperanza de sacarle algo, sino más bien para castigarlo, fueron aumentando las torturas. Quizá los verdugos no recibieron orden expresa de matarlo, pero la víctima se les murió entre las manos durante el tercer «interrogatorio». Su cuerpo ya no era más que una máscara sangrienta, y su madre, su pobre madre, que vivía en algún lugar de provincias y enloqueció de dolor cuando le comunicaron su «suicidio», no hubiera reconocido el rostro hinchado, abierto, rasgado, sucio de pus, sangre y heces, que había sido el rostro humano de su hijo.
—¿Te afecta, Hendrik? —se informó Nicoletta, con una curiosidad extrañamente fría y, al parecer, casi burlona—. ¿Te obsesiona?
Hendrik no se atrevió a responder a su mirada.
—Hacía tanto tiempo que nos conocíamos… —dijo en voz baja, como si se estuviera disculpando.
—Él supo siempre lo que arriesgaba —explicó Nicoletta—, Cuando se juega, hay que admitir la posibilidad de perder.
Hendrik, para el que la conversación se estaba haciendo penosa, murmuró aún, por contestar algo.
—¡Pobre Otto!
—¿Por qué pobre? —añadió cortante ella—. Él ha muerto por una causa que le parecía buena. Quizá sea envidiable.
Después de una pausa apuntó, soñadora:
—Voy a escribir a Marder para contarle la muerte de Otto. Marder admira a los hombres que arriesgan su vida por una idea fija. Admira a los que perseveran. Quizás opine que ese Ulrichs ha sido una personalidad y ha tenido disciplina.
Hendrik hizo con la mano un movimiento de impaciencia.
—Otto no era una personalidad especial. Era un hombre sencillo, un simple soldado de una gran causa…
Enmudeció y por su rostro pasó un ligero rubor. Se avergonzó de sus propias palabras. Sentía vergüenza, porque había utilizado palabras que, a través de la muerte de Otto, habían recobrado para él toda su gravedad. Como él percibió en otros momentos el peso y la dignidad de aquellas palabras, ahora, en este corto momento, las entendía; y sentía que las profanaría si las pronunciaba con sus labios. Notó que aquellas graves palabras sonaban en él como una burla.
Nadie pudo asistir al entierro del actor Otto Ulrichs, que había puesto fin a su vida «libremente y por miedo a la justa condena del Tribunal Popular». El Estado había enterrado su deformado cadáver como el de un perro degenerado. Pero la madre del difunto, una piadosa católica, envió dinero para el féretro y para una pequeña lápida. En una carta, casi ilegible por las manchas de lágrimas y de grasa, pedía que le concedieran a su hijo un entierro cristiano. La Iglesia tuvo que negarse: el féretro de un suicida no puede ir acompañado de ningún sacerdote. En su pobre cuarto la anciana rezó por el hijo perdido. «El no creyó en Ti, Dios mío, y pecó mucho. Pero no era malo. Fue por un mal camino no por obstinación, sino por considerarlo el correcto. Todos los caminos que se siguen con sana intención tienen que acabar en Ti, Dios mío. Tú le perdonarás y le librarás de la condenación eterna. Pues Tú lees en los corazones. Padre eterno, y el corazón de mi confuso hijo era puro.»
Por cierto, a la pobre mujer no le hubiera sido posible reunir dinero para el féretro y la lápida, pues no tenía nada, ni un céntimo, ningún objeto susceptible de convertirse en dinero. Vivía de remendar lencería usada, a menudo pasaba hambre, y como Otto ya no la podía ayudar, la vida ahora, para ella, iba a ser aún peor. Un amigo del difunto, que no dio su nombre, había enviado el dinero desde Berlín, con instrucciones exactas de cómo debía hacerlo llegar a su destino. «Discúlpeme que no diga mi nombre —escribió el desconocido—, Usted comprenderá y aceptará las causas que me obligan a tomar esta precaución.»
La anciana no entendió nada. Lloró un poco, se maravilló, sacudió la cabeza, rezó y envió el dinero que acababa de recibir desde Berlín otra vez allá. «En las ciudades parecen haberse vuelto locos», pensó. «¿Por qué tiene que viajar el dinero a través de media Alemania, si está en Berlín y debe ser pagado en Berlín? Pero seguro que es una buena persona la que ha hecho esto por mi Otto, una buena y piadosa persona.» Y decidió rezar por el desconocido donante.
Así se pagaron el féretro y la lápida del revolucionario asesinado, con parte del gran sueldo que el Principal recibía del Estado nacionalsocialista. Esto fue lo último que Hendrik Hofgen pudo hacer por su amigo Otto Ulrichs. Fue la última ofensa que le infirió. Pero Hendrik experimentó una sensación de alivio después de haber mandado el dinero a la madre de Ulrichs. Ahora se había tranquilizado un poco su conciencia, y en la esquina de su corazón donde él contabilizaba sus «contraseguros» hubo de nuevo un saldo positivo, la tensión de los últimos días desapareció. La presión lo abandonó. Consiguió concentrar su energía en el Hamlet.
Este papel le ofrecía dificultades para las que no estaba preparado. ¡Con qué superficialidad había improvisado en Hamburgo al príncipe danés! El buen Kroge había rabiado y quiso retirar la obra el mismo día del ensayo general.
—¡No acepto en mi casa semejantes porquerías! —había gritado el viejo precursor de un teatro intelectual. Hendrik lo recordó con una sonrisa.
Ahora no había ya nadie que se atreviera a hablar de «porquerías» en su presencia. Pero cuando estaba solo y nadie podía oír, suspiraba Hendrik:
—¡No lo conseguiré!
Del Mefisto se había sentido seguro en cada palabra y en cada gesto. Pero el Príncipe de Dinamarca era esquivo, se le negaba. Hendrik luchó con él.
—¡No te suelto! —gritó el actor.
Hamlet le contestó, vuelto de espaldas, triste, burlón, infinitamente altivo.
—Te asemejas al fantasma que sobrentiendes: no a mí.
El comediante gritó al príncipe:
—¡Te tengo que representar! Si fracaso contigo habré fracasado totalmente. Eres la prueba de fuego de la que quiero salir airoso. Mi vida entera, todos mis pecados, mi gran traición y toda mi vergüenza sólo los puedo justificar con mi arte. Pero sólo seré un artista si soy Hamlet.
—Tú no eres Hamlet —le respondió el príncipe—. Tú no posees la decencia que sólo se alcanza por medio del sufrimiento y del agradecimiento. No has sufrido bastante, y lo que tú has honrado no tenía para ti otro valor que un título atractivo y unos altos honorarios. Tú no eres decente, eres un simio del poder y un payaso para el entretenimiento de los asesinos. Por cierto, tampoco tienes el aspecto físico de Hamlet. Mira tus manos. ¿Son manos ennoblecidas por el sufrimiento y el reconocimiento? Tus manos son toscas, aunque las coloques como si fueran finas y góticas. Además estás demasiado gordo. Siento tenértelo que decir, pero ¡qué horror! un Hamlet con estas caderas…
Aquí se rió el príncipe, hueco y burlón, desde la lejanía mítica de su fama eterna.
—¡Tú sabes que aún puedo parecer delgado en escena! He mandado diseñar un traje con el que ni mi peor enemigo podría descubrir mis gruesas caderas. Es una maldad por tu parte recordármelo ahora, ahora que estoy nervioso aún sin necesidad de ello. ¿Por qué quieres irritarme? ¿Tanto me odias?
—No te odio en absoluto —el príncipe encogió los hombros con desprecio—. No tengo ninguna relación contigo. No eres de los míos. Querido, pudiste elegir entre la decencia y tu carrera. Ahora, te has decidido. ¡Sé feliz, pero déjame tranquilo!
Y la delgada figura empezó a desvanecerse.
—¡No te soltaré! —susurró aún el comediante, extendiendo las manos, sobre las que la sombra se había expresado tan despectivamente, hacia el príncipe. Pero asió el vacío.
—¡Tú no eres Hamlet! —aseguró la voz insolente, altiva, desde la lejanía.
No era Hamlet, pero lo representó. Su rutina no lo abandonó.
—Será maravilloso —le aseguraron tanto los colegas como el director.
Frente a los periodistas se expresó en éstos términos:
—Hamlet no es débil. Generaciones enteras de actores se han equivocado al entenderlo como un tipo femenino. Su melancolía no procede de un tedio vacío, tiene causas plausibles. El príncipe se presenta sobre todo como vengador de su padre. Es un hombre del Renacimiento, aristocrático y no carente de cinismo. A mí me interesa sobre todo atenuar los rasgos doloridos, llorosos, con los que una lectura convencional lo ha lastrado.
El director, los colegas y los periodistas lo encontraron nuevo, audaz e interesante. Benjamin Pelz, con el que Hendrik había tenido largas conversaciones sobre Hamlet, estaba entusiasmado de su concepción.
—Únicamente como su genio lo siente y comprende es Hamlet soportable para nosotros, hombres cínicos de acción —dijo Pelz.
La imagen que dio Hofgen de Hamlet fue la de un teniente prusiano con rasgos neurasténicos. Toda la acentuación con la que quería cubrir su hueca interpretación fue desmedida y chillona. En una escena permaneció firme para desmayarse aparatosamente en la siguiente. En lugar de quejarse, gritó y saltó. Su risa sonaba como un chillido, sus movimientos fueron convulsivos. La profunda y misteriosa melancolía que había tenido en el Mefisto sin siquiera intentarlo, sin representar, sino siguiendo leyes inconscientes, enigmáticas para él mismo, le faltaba a su Hamlet. El gran monólogo lo sacó perfectamente, pero no hizo más que «sacarlo». Cuando pronunció la queja:
¡Oh, si esta carne demasiado sólida se derritiera,
se deshiciera y se fundiera en rocío!
le faltaron la música y la dureza, la belleza y la confusión; no se sentía el sufrimiento y la meditación pasados antes de que las palabras llegaran a los labios; ni sentimiento ni reconocimiento ennoblecieron las palabras: quedó como coqueto lamento, pequeña queja enfadada y presumida.
A pesar de todo, el estreno de Hamlet fue un gran éxito. El nuevo público berlinés juzgó al actor menos por la pureza e intensidad de su creación artística que por su relación con el poder. Por cierto que toda la escenificación estaba dirigida a impresionar al patio de butacas, lleno de altos cargos militares y heroicos profesores con sus no menos heroicas damas. El director había acentuado tosca y demostrativamente el carácter nórdico de la tragedia shakespeariana. La acción se desarrolló delante de unos decorados masivos que también hubieran podido servir como fondo al Cantar de los Nibelungos. Sobre el escenario, que estaba en penumbra, hubo siempre ruido de espadas y gritos ásperos. En medio de estos tipos, Hendrik se movía con trágico amaneramiento. En una ocasión se permitió la broma de quedarse sentado, inmóvil, en una mesa, mostrando sus manos al conmovido público. El rostro en la oscuridad, las manos, maquilladas en blanco e iluminadas por los focos, sobre el tablero negro de la mesa. El Principal presentaba sus manos como maravillosas: esto lo hacía en parte por arrogancia, para ver hasta dónde podía llegar, y en parte para mortificarse a sí mismo, pues sufría con la exhibición de sus anchas, ordinarias manos.
—Hamlet es el drama germano representativo —había anunciado Ihrig, inspirado por el Ministerio de Propaganda—. El príncipe danés es uno de los grandes símbolos del hombre alemán. En él vemos reflejada una parte de nuestra esencia profunda. Holderlin dijo de nosotros:
Pues vosotros, alemanes, también vosotros sois
pobres en hechos y ricos en pensamiento.
Hamlet es también un peligro de la personalidad alemana. Pues la hora exige de nosotros actuar, no sólo pensamiento y reflexión corrosiva. La Providencia, que nos ha enviado al Führer, nos obliga a actuar en interés de la comunidad nacional, de la que Hamlet, un típico intelectual, se inhibe y se aleja en sus pensamientos.
En general se llegó a la idea de que Hofgen hizo patente en su representación de Hamlet el conflicto trágico entre voluntad de acción y profundidad de pensamiento, que distingue al alemán del resto de los seres vivos de tan interesante manera. Pues él representaba al príncipe como un emprendedor con problemas nerviosos, ante un público que comprende plenamente tanto el carácter emprendedor como los ramalazos neuróticos.
El Principal, cuyo traje estaba confeccionado a propósito para que pareciera juvenil y delgado de caderas, tuvo que saludar varias veces. Junto a él hacía reverencias su joven esposa, Nicoletta Hofgen, que hizo una Ofelia algo curiosa y envarada, pero impresionante, sobre todo en la escena de la locura.
El Presidente del Gobierno, resplandeciente de púrpura, oro y plata, y su Lotte, suavemente brillante de azul celeste, estaban juntos en el palco y aplaudían con entusiasmo. Así se reconcilió el poderoso con su bufón de corte: Mefistófeles— Hendrik lo apreció agradecido. Bello y pálido en su traje de Hamlet, se inclinó ante la pareja. «Lotte está otra vez enamorada de mí», pensó, llevándose la mano al corazón con gesto agotado, pero bien perfilado. Su gran boca roja, maquillada con sublime cuidado, mostró una sonrisa conmovida; bajo los arcos redondos, negros que formaban las cejas, sus ojos lanzaron miradas conquistadoras, luces dulces y frías; el rasgo de sufrimiento cansado en las sienes transformaba su rostro y hacía que pareciera conmovedor su encanto desalmado. La señora del general le saludó con su pañuelito de seda, del mismo color azul celeste del vestido. El general sonrió. «Soy de nuevo su favorito», pensó Hamlet, aliviado.
Rechazó todas las invitaciones, se disculpó alegando su enorme cansancio y se hizo conducir a casa. Cuando se encontró solo en su despacho, se dio cuenta de que no podría dormir. Estaba deprimido y excitado. El gran aplauso no le había hecho olvidar su fracaso. Era bueno e importante contar de nuevo con el favor del Gordo, por el que había temblado. Pero ni siquiera ese éxito esencial y significativo de la velada le podía consolar del fracaso que habían padecido su exigencia y su soberbia. «Yo no he sido Hamlet», pensó apesadumbrado. «Los periódicos asegurarán que he sido el príncipe de los daneses pulgada a pulgada. Pero mentirán. Estuve mal, equivocado. Aún puedo juzgarme a mí mismo. Cuando me acuerdo del tono aflautado con que declamé ser o no ser, me estremezco…»
Se dejó caer en un sillón, cerca de la ventana. El libro que había cogido le enervó, y lo puso a un lado; era «Les fleurs du mal» y le recordó a Juliette.
Desde la ventana se veía el jardín, del que venía humedad y un agradable aroma. Hendrik temblaba, se cerró la chaqueta del pijama sobre el pecho. ¿En qué mes estaba? ¿Abril, o ya mayo? Sintió de repente con amargura no haber disfrutado del principio de la primavera y su bella transformación en verano. «Este condenado teatro», pensó dolorido, «me consume. Por su culpa me pierdo la vida.»
Estaba sentado, con los ojos cerrados, cuando le interpeló una voz áspera:
—¡Hola, señor Principal!
Hendrik saltó del susto.
Desde el jardín, un hombre había escalado hasta su ventana: una acrobacia, pues no había espaldar. Su figura apareció enmarcada hasta el pecho en la ventana. Hendrik estaba muy asustado. Dudó unos segundos si se trataba de un espejismo, producto de sus excitados nervios. Pero no, el hombre no tenía apariencia de alucinación. Decididamente, era un ser vivo. Llevaba una sucia gorra con visera y una sucia blusa azul. La parte superior de su rostro permanecía en la sombra. La inferior estaba cubierta por una espesa barba rojiza.
—¿Qué quiere usted? —gritó Hofgen, tanteando para encontrar el timbre que había encima de la mesa.
—¡No grites así! —dijo el hombre, cuya voz no carecía de cierta bondad áspera—. No te voy a hacer nada.
—¿Qué quiere usted de mí? —repitió Hendrik en voz más baja.
—Sólo vengo a traerte saludos. Saludos de Otto.
El rostro de Hendrik se puso pálido como el pañuelo de seda que llevaba al cuello.
—No sé de qué Otto me habla —su voz casi no tenía tono.
La carcajada que le respondió desde la ventana resultó verdaderamente horripilante.
—¿Apostamos a que caes en quién es? —el visitante formuló la pregunta en un amenazador tono de chanza. Pero se puso totalmente serio para continuar—. En la última nota que recibí de Otto estaba escrito literalmente que te saludáramos. No creas que he venido por gusto. Pero nosotros respetamos los deseos de Otto.
Hendrik sólo pudo susurrar:
—¡Llamaré a la policía si no desaparece al instante!
La risa del hombre se hizo casi una carcajada.
—¡Serías capaz, compañero!
Hendrik, tan disimuladamente como le fue posible, abrió el cajón del escritorio, sacó un revólver y lo deslizó en su bolsillo. Tenía la esperanza de que el hombre no lo notara, pero éste le dijo mientras retiraba la gorra de su frente con gesto despectivo:
—Podías haber dejado el juguete en el cajón, «Señor Principal». Apretar el gatillo sólo te causaría más dificultades. ¿De qué tienes miedo? Te acabo de decir que esta vez no te haré nada.
El hombre era mucho más joven de lo que creyó al principio, Hendrik se dio cuenta de ello cuando se quitó la gorra. Tenía un bello rostro salvaje, con pómulos anchos, eslavos, y ojos extraordinariamente claros, verdes. Las cejas y las pestañas eran del mismo color rojizo que la espesa y fuerte barba. También la piel tenía un intenso color rojo teja, como el de la gente que trabaja todo el día al aire libre o que toma frecuentemente baños de sol.
«Quizá esté loco», pensó Hendrik, y esta idea, a pesar de ofrecer perspectivas poco prometedoras, tuvo para Hendrik algo de calmante, de consolador. «Es posible que esté loco. Una mente sana no me haría una visita así, que le podría costar la vida y no es de provecho para nadie. Ningún ser razonable arriesga tanto sólo para asustarme un poco. No es lógico que Otto se lo haya encargado. Otto no gustaba de excentricidades. Sabía que necesitamos nuestras energías para cosas más serias…»
Hendrik se había acercado a la ventana. Habló al hombre como si se tratara de un enfermo, pero le pareció aconsejable conservar el revólver dentro del bolsillo de la bata.
—¡Márchese, hombre! ¡Se lo aconsejo, por las buenas! Un criado podría verlo desde abajo. En cualquier momento puede entrar mi mujer, o mi madre. Se está exponiendo por nada. ¡Váyase! —gritó Hendrik, nervioso, pues la figura de la ventana permanecía inmóvil.
El hombre, en lugar de escuchar los bienintencionados consejos de Hendrik, contestó con voz muy tranquila y mucho más profunda:
—Cuenta a tus amigos del gobierno que Otto me mandó decir, una hora antes de su muerte: «Estoy más firmemente convencido de nuestra victoria que nunca.» En esos momentos todo su cuerpo estaba ya destrozado, y casi no podía hablar, porque tenía la boca llena de sangre.
—¿Cómo sabe eso? —la respiración de Hendrik se aceleró.
—¿Que cómo lo sé? —el visitante rió de nuevo—. Por un hombre de las S. A que estuvo junto a él hasta el final, y que realmente es de los nuestros. Él anotó todo lo que Otto dijo durante su última hora. «Venceremos», repitió. «Cuando uno ha llegado tan lejos como yo ahora, ya no se puede confundir», dijo. «Venceremos.»
El visitante, apoyados los dos brazos en el antepecho de la ventana, inclinó el torso hacia delante y observó amenazadoramente al dueño de la casa con sus brillantes ojos verdes, que quizá fueran los ojos de un loco.
Hendrik se retiró herido por aquellos ojos como por una llama y dijo, jadeante:
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Para que tus amigos se enteren —respondió con una alegría áspera en la voz—. ¡Para que los grandes traidores lo sepan! ¡Para que lo sepa el Presidente del Gobierno!
Hendrik estaba perdiendo los nervios. Sus gestos eran curiosamente convulsivos: sus manos subieron hasta la cara para caer de nuevo, también sus labios temblaban, y sus ojos giraban en las órbitas.
—¿Qué significa todo esto? —Hendrik tenía espuma en la comisura de los labios—, ¿Qué intenta conseguir con esta broma teatral? ¿Quiere hacerme chantaje? ¿Quiere dinero? ¡Tome! —Pero en su bolsillo no había dinero, sólo un revólver—, ¿O no intenta más que atemorizarme? ¡No lo va a conseguir! ¡Usted cree que tiemblo ante la posibilidad de que lleguen ustedes al poder! —El Principal hablaba con labios blancos, temblorosos, mientras cruzaba la habitación con pasos que casi eran saltos—. ¡Todo lo contrario! —se quedó en pie en medio del cuarto—. ¡Entonces sí que seré grande! ¿Acaso cree usted que no me he asegurado para un caso así? ¡Ja, ja! —su voz sonó histéricamente triunfante—. ¡Estoy muy bien relacionado con vuestro círculo! ¡El Partido Comunista me aprecia, me estará agradecido!
Una risotada irónica respondió:
—¡Eso quisieras tú! ¡En buenas relaciones con nosotros! ¡Tan cómodo, amiguito, así de cómodo, no os lo vamos a poner! Hemos aprendido a ser irreconciliables, señor Principal. Si he subido hasta aquí ha sido sólo para informarte de que hemos aprendido a ser irreconciliables. Nuestra memoria es muy buena, ¡muy brillante es nuestra memoria, amiguito! ¡No olvidaremos a nadie! ¡Sabemos a quiénes tenemos que colgar los primeros!
—¡Váyase al diablo! Si en cinco segundos no se ha ido, llamaré a la policía, y entonces veremos a quién colgarán antes.
En su furia temblorosa quiso tirar algo al intruso, pero no encontró nada que le pareciera adecuado, y se arrancó las gafas, y con un gesto brusco las arrojó en dirección a la ventana. Pero el tiro no acertó, y las gafas se rompieron contra la pared.
El terrible huésped había desaparecido. Hendrik corrió hacia la ventana y gritó en dirección al oscuro jardín.
—¡Yo soy absolutamente imprescindible! ¡El teatro me necesita, cualquier régimen necesita al teatro! ¡Ningún régimen podrá prescindir de mí!
No recibió respuesta; no había la menor huella del escalador con la barba roja. Era como si el oscuro jardín se lo hubiera tragado. El jardín nocturno crujía con sus árboles negros, sus negros arbustos, sobre los cuales las blancas flores tenían un brillo mate. El jardín envió sus aromas y su refrescante aliento. Hendrik se secó la frente húmeda. Se inclinó, recogió las gafas y vio con disgusto que estaban rotas. Despacio y con paso vacilante atravesó la habitación, tanteando y agarrándose a los muebles como un ciego; sus ojos, aún turbios de miedo, echaban a faltar las acostumbradas gafas.
Mientras se dejaba caer en uno de los sillones bajos y anchos, notó lo infinitamente cansado que estaba. «¡Qué noche!», pensó, compadeciéndose a sí mismo al recordar lo que había tenido que soportar. «Cosas así derriban al más fuerte.» Y apoyó el rostro húmedo en las manos. «Y yo no soy el más fuerte.» Sería agradable poder llorar un poco. Pero no quiso derramar lágrimas que nadie iba a ver. Después de todos los sustos pasados, creyó tener derecho a la proximidad consoladora de un ser amado.
«Los he perdido a todos», se lamentó. A Barbara, mi ángel bueno, a la princesa Tebab, la oscura fuente de mi fuerza, y a la señora von Herzfeld, la fiel amiga, e incluso a la pequeña Angelika. A todos los he sacrificado. En su tristeza le pareció que Otto Ulrichs era digno de envidia; ya no tenía que sufrir más, había sido redimido de la soledad en esta vida amarga. Sus últimos pensamientos fueron dictados por su fe y su seguridad orgullosa. ¿No era Miklas también envidiable? Miklas, el obstinado pequeño enemigo. Todos los que podían creer merecían ser envidiados, y doblemente envidiables eran aquellos que habían dado la vida por su propia creencia…
¿Cómo podría superar esa noche? ¿Cómo podría escapar de aquella hora llena de confusión, de miedo y de una nostalgia que vagaba en el vacío y parecía próxima a la locura? Hendrik pensó que no podría aguantar la soledad ni siquiera unos minutos más.
Sabía que arriba, en el tocador, le esperaba Nicoletta, su mujer. Seguramente llevaba, bajo la ligera bata de seda, las suaves botas altas de piel roja. La fusta, que estaba sobre la mesita, junto a polveras, cremas y frascos, era de color verde. Juliette tenía fusta roja y botas verdes…
Hendrik podía subir con Nicoletta. Ella le sonreiría sinuosamente al saludarlo; haría brillar los ojos de gato y diría algo ingenioso, perfectamente articulado. Pero no, no era eso lo que Hendrik necesitaba ahora con urgencia.
Dejó caer las manos. Su vista turbia intentó orientarse en la penumbra de la habitación. Con dificultad logró distinguir la biblioteca, las grandes fotografías enmarcadas, las alfombras, los bronces, floreros y pinturas. Sí, todo esto tenía un aspecto muy elegante. Él había llegado lejos, nadie lo podía negar. El Principal, Académico del Reich y Senador, recién aplaudido como Hamlet, descansa en el confortable despacho de su magnífica residencia…
Hendrik gimió de nuevo. Entonces se abrió la puerta. Fue la señora Bella la que entró. Su madre.
—Me pareció oír voces. ¿Has tenido visita, querido?
El volvió la cabeza lentamente.
—No —dijo en voz baja—. No había nadie.
—¡Con qué facilidad se puede uno equivocar! —sonrió ella.
Se acercó a él. Hendrik notó que mientras andaba seguía tejiendo: era una bufanda o un jersey.
—Siento muchísimo no haber podido estar en el teatro esta noche —dijo, mirando su labor—. Pero ya sabes, mi jaqueca; no me encontraba nada bien. ¿Cómo estuvo? Un gran éxito, ¿verdad? ¡Cuenta un poco!
El contestó mecánicamente y la miró con los ojos fijos, que parecían no verla, pero sí abrazarla con curiosa avidez.
—Sí, fue un éxito.
—Me lo imaginaba —asintió, satisfecha—. Pero tú pareces fatigado, ¿te pasa algo? ¿Te hago un té?
El se limitó a sacudir la cabeza, en silencio.
La madre se sentó en el ancho brazo del sillón, junto a él.
—¿Qué tienen tus ojos? —lo observó preocupada—. ¿Dónde están tus gafas?
—Rotas.
E intentó sonreír, pero fracasó en el intento. La señora Helia rozó con la yema de los dedos su cabeza calva.
—¡Qué mala sombra! —dijo, inclinándose hacia él.
Entonces Hendrik rompió a llorar. Apoyó la frente en el regazo de su madre, el llanto sacudía sus hombros. Frau Bella estaba acostumbrada a los ataques de nervios de su hijo. A pesar de ello, se asustó. Su instinto le dijo que este llanto tenía otras causas, más profundas y peores, que los pequeños ataques que Hendrik se permitía a menudo.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué pasa…?
Su rostro, tan semejante al de su hijo, pero más inocente, más experto, estaba muy cerca de él. Notó en sus manos la humedad de las lágrimas. Él se agarró violentamente a su cuello, como si se quisiera sujetar. La permanente se desordenó. Oyó cómo Hendrik jadeaba y suspiraba. Su corazón se llenó de lástima. Compadeciéndolo, lo comprendió todo. Comprendió toda su culpa, su gran fracaso y su arrepentimiento insuficiente y confuso, y la razón de que ahora yaciera llorando.
—Pero Heinz… —susurró—. ¡Pero Heinz, cálmate! ¡No es tan trágico! Pero Heinz…
Al oír este nombre, el nombre de sus años jóvenes, que su ambición y su orgullo habían repudiado, su llanto se hizo violento. Luego cedió. Sus hombros se inmovilizaron. Su rostro permaneció en calma sobre las rodillas de Bella.
Habían pasado unos minutos cuando se irguió; en sus párpados había aún lágrimas, y lágrimas eran también las que humedecían sus mejillas, sus labios, que tanto habían seducido, y el noble mentón, que sabía alzar con orgullo en las horas triunfales y que ahora temblaba quejumbroso. Mientras dejaba caer hacia atrás el rostro rendido, húmedo de lágrimas, exclamó, abriendo los brazos en un gesto bello, desvalido, como buscando ayuda:
—¿Qué quiere esta gente de mí? ¿Por qué me persiguen? ¿Por qué son tan duros conmigo? ¡Si no soy más que un simple actor!