En muchas ciudades
Los meses pasan, el año 1933 ha terminado: un gran año, si se puede dar crédito a los periodistas, a los que un Ministerio de Propaganda en Berlín dicta opiniones y convicciones; el año de la realización, del triunfo, de la victoria; el año en que despertó la Nación alemana, en que gloriosamente se reconoció a sí misma y reconoció a su Führer.
Para el actor Hofgen, un año positivo, brillante, eso es seguro. Lo empezó con preocupación, pero acabó siendo para él una pura satisfacción. El polifacético Hendrik empieza el año 1934 confiado y con el mejor de los humores. Está seguro del favor de los poderosos. Puede confiar totalmente en el apoyo del Presidente del Gobierno. El gran hombre lo cubre con su mano ancha, protectora. Para él Hofgen-Mefistófeles es una especie de bufón de corte y brillante bromista, un juguete divertido. Hace ya mucho que se le ha perdonado al actor su sospechoso pasado como una locura de artista. Le han quitado de encima a la negra de la fusta. Hofgen hace muchos y bellos papeles. Hace cine y gana mucho dinero. El Presidente lo recibe a menudo. El comediante entra ahora en las habitaciones oficiales y privadas del General, como antaño en los despachos del gerente Schmitz o de la señorita Bernhard.
Pues para alejar tus manías
estoy como noble hidalgo aquí.
saluda Hendrik al poderoso con una insolente cita de Fausto. Después de sus sangrientos y brillantes negocios, el poderoso no encuentra otro descanso más amable que juguetear con el bufón bromista. La señorita Lindenthal podría tener motivo de celos, pero es bondadosa, y además siente debilidad por Hendrik Hofgen. ¡Qué prestigio, qué aureola le confiere a éste en amplios círculos su amistad con el temido Gordo, por todos conocida y comentada!
Admiración de niños y simios,
si a vuestro paladar le apetece…
En esto tiene que pensar a veces Hendrik a la vista de las atenciones devotas, de los halagos de que es objeto por parte de colegas, autores, damas de la nueva «sociedad» e incluso políticos. ¿Le apetecen a su paladar los azucarados cuchicheos del nacionalista alemán Pierre Larue? ¿Le recrean verdaderamente los cumplidos literariamente puntuados del doctor Ihrig, los detalles de hombre mundano del señor Müller-Andrea?
Hablando con Otto Ulrichs, el viejo amigo, se expresa despectivamente sobre «toda la condenada banda». ¿Pero no encuentra dulces las protestas de agradecimiento, las continuas delicadezas? ¿No saborea el champaña en la mesa de Pierre Larue, en el Hotel Esplanade, que toma en el bello círculo de decorativos jovencitos de las SS?
Hendrik tenía numerosos amigos, entre ellos algunas cómicas figuras. El poeta Pelz, por ejemplo, por cuya lírica altamente exigente, en cierta oscura forma hasta sublime, de difícil comprensión, se habían entusiasmado muchos jóvenes que ahora estaban exiliados. Benjamin Pelz, un hombre pequeño y rechoncho, de ojos suaves, azules y fríos, mejillas colgantes y boca ancha, cruelmente lasciva, explicó en una conversación íntima que amaba el nacionalsocialismo porque iba a destruir esta civilización, cuyo orden mecánico se había hecho insufrible, porque conducía al abismo, olía a muerte e iba a desencadenar inconmensurables dolores sobre una parte del mundo que estaba empezando a endurecerse y transformarse en una fábrica perfectamente organizada y en un sanatorio para débiles a partes iguales.
—La vida en las democracias había dejado de ser peligrosa —censuró el poeta Pelz— Nuestra esencia perdía cada vez más la pasión heroica. El espectáculo que hoy presenciamos es el nacimiento de un nuevo tipo humano, más aún, el renacer de uno muy viejo, arcaico, mágico, guerrero. ¡Una bella escena que quita la respiración! ¡Un magnífico proceso! Puede estar orgulloso, querido Hofgen, de participar activamente en él —miró afectuosamente a Hendrik con sus ojos suaves, helados—. La vida tiene de nuevo ritmo y atractivo, despierta de su inmovilidad, pronto será otra vez como en tiempos antiguos, ya olvidados, marcados por la fuerte movilidad de la danza. Para las personas que no saben ver ni entender, este nuevo ritmo quizá les parezca el movimiento ensayado de un desfile. Los tontos se dejan engañar por la rigidez externa del estilo vital arcaico-militante. ¡Qué gran error! En realidad, ahora no se desfila, se bambolea. Nuestro amado Führer nos arrastra a la oscuridad y a la nada. ¿Cómo podríamos dejar de admirarle nosotros, los poetas, que tenemos una relación especial con la oscuridad y con el abismo? No es en absoluto exagerado llamar divino a nuestro Führer. Es la divinidad del infierno, que fue lo más sagrado para los pueblos abiertos a lo mágico. Yo le admiro ilimitadamente, porque odio sin límites la yerma tiranía de la razón y el concepto-ídolo burgués de progreso. Todos los poetas que merecen llamarse así son los enemigos natos y conjurados de este progreso. El mismo hacer poesía es una vuelta al estado primitivo-sagrado, precivilizado, de la humanidad. Hacer poesía y matar, sangre y canción, muerte e himno: lo uno va con lo otro. Todo concuerda si pasa por encima de la civilización y llega muy hondo, hasta la capa secreta, llena de peligros. Sí, amo la catástrofe —dijo Pelz, adelantando el rostro con las melancólicamente caídas mejillas, y sonriendo como si sus carnosos labios supieran a dulces o a besos—. Estoy ansioso de aventuras mortales, de abismos, de vivir situaciones extremas, que saquen a los hombres de las relaciones civilizadas y los arrastren hacia un lugar donde ni las agencias de seguros, ni la policía, ni los confortables hospitales los puedan proteger del ataque sin compasión de los elementos o de un enemigo parecido a un animal de presa. Todo esto lo viviremos, esté usted seguro, disfrutaremos de tremendos horrores, nada será para mí demasiado terrible. Somos todavía excesivamente mansos, nuestro Führer no puede ser aún como querría. ¿Dónde están las torturas públicas? ¿El fuego para los charlatanes del humanitarismo y para las cabezas nacionalistas? —Pelz golpeó impaciente la taza de café con la cucharilla, como si llamara al camarero que se estaba retrasando con el auto de fe—. ¿Para qué seguir conservando esa discreción fuera de lugar, esa falsa vergüenza que esconde la bella fiesta de los martirios tras los muros del campo de concentración? —preguntó severamente—, Y según mis noticias hasta ahora no se han quemado más que libros, eso no es nada. Pero ya nos procurará nuestro Führer algo más, estoy seguro. ¡Chimeneas en el horizonte, arroyos de sangre en todos los caminos y un baile de posesión de los supervivientes, de los aún libres, alrededor de los cadáveres! —Una alegre certeza dominó al poeta en lo referente a los terribles sucesos del futuro próximo. Con distinguida cortesía y las manos cruzadas sobre el pecho en una piadosa postura, aseguró a Hendrik—: Y usted, mi querido señor Hofgen, usted figurará entre aquellos que más delicadamente brincarán sobre cadáveres. Tiene el rostro adecuado, lo noto. Es usted un muy encantador hijo del infierno, no es casualidad que el Presidente del Gobierno lo distinga. Tiene usted el auténtico productivo cinismo del genio radical. Yo le aprecio extraordinariamente, mi muy querido señor Hofgen.
Semejantes halagos, extraños y dudosos, escuchó Hendrik mientras sonreía canallescamente, con un centelleo enigmático en la mirada. No todo el mundo tenía razones tan profundas y refinadas como el poeta Pelz para su recién descubierto amor por el nacionalsocialismo. Otros decían simplemente:
—Yo soy, y lo seguiré siendo, un artista alemán y un patriota alemán, gobierne quien gobierne en mi país. Me gusta más vivir en Berlín que en cualquier otro sitio del mundo, y no me apetece lo más mínimo marcharme. Por lo demás, en ningún otro sitio ganaría tanto como aquí.
Fue Joachim, el gordo actor de carácter, quien habló así una noche, mientras tomaba una cerveza. En su caso, al menos, podía uno saber a qué atenerse. Hubiera emigrado y se hubiera convertido en un temperamental antifascista si le hubieran hecho una buena oferta de Hollywood. Pero esta oferta desgraciadamente no llegó: Joachim, que había sido uno de los más famosos actores alemanes, ya no estaba en su mejor momento. Por eso explicó ahora, entre colegas, con gesto de hombre de bien:
—¿Dónde hay una cerveza mejor que la nuestra, la de las viejas bodegas alemanas? ¿Me lo puede decir alguien?
Miró a su alrededor inquisitivo y con algo de malicia. Su cara grande, expresiva, con las mejillas porosas y los pequeños ojos desconfiados, tenía la engañosa bondad del oso, que parece divertido y tosco, cuando es el más cruel de todos los animales de presa. Hubo aduladores que aseguraron al actor de carácter Joachim que tenía un gran parecido con el Señor Presidente. El mismo sonrió satisfecho. Por el contrario, se puso terriblemente furioso cuando llegó a sus oídos la afirmación de alguien de que él era medio judío.
—¡Que venga aquí el infame! —gritó Joachim, cuyo rostro adquirió el color de la púrpura—. ¡Quisiera saber si se atrevería a decirme a la cara semejante embuste! ¡Semejante maldad! ¡Poner en entredicho el honor de un alemán!
Aquel terrible rumor sobre el actor de carácter no cesaba. Una vez y otra empezaba a correr la voz: algo había de irregular en una de sus dos abuelas. El caballero alemán encargó a unos detectives que averiguaran el origen de los rumores: varias personas acabaron en un campo de concentración por haber sospechado de una de las abuelas del famoso actor.
—La maldad no debe quedar impune —afirmó Joachim, satisfecho.
Visitó a sus más influyentes amigos y colegas para asegurarles de nuevo, de hombre a hombre, que podía garantizar la pureza de raza de todos sus antepasados.
—Con la mano en el corazón —dijo Joachim a Hofgen, al que estaba haciendo una visita, un domingo por la mañana—, en mí todo es como debe ser, no tengo absolutamente nada que reprocharme.
Miraba a Hofgen con ojos de perro fiel, desde abajo, como solía hacerlo en los papeles de padre áspero y bondadoso, que primero discute con sus hijos y luego se reconcilia con ellos entre lágrimas.
—Y al que afirme lo contrario, tendré que hacerlo encerrar —añadió el caballero alemán—. Pues aquí vivimos en un Estado de derecho.
A esta opinión se adhirió Hendrik Hofgen. Invitó al colega, que con tan loable celo defendía su honra, a cigarros puros y costoso coñac francés. La conversación entre los dos compañeros continuó serena y confiada. Al despedirse, Joachim abrazó a Hofgen con el torpe movimiento del oso que oprime a su contrario y le pidió que saludara en su nombre a la señorita Lindenthal.
Amigos así tenía ahora Hofgen, en parte hombres interesantes como Pelz, en parte bondadosos como Joachim. Pero ¿dónde vivían ahora aquellos a los que antes había llamado amigos? ¿Qué había sido de ellos?
Barbara le había escrito desde París que deseaba el divorcio. Las formalidades legales serían rápidas y fáciles dada la separación de los cónyuges. No era necesario alegar una causa: los jueces comprenderían que un hombre de la posición y de la ideología de Hofgen —el más destacado actor del Teatro Nacional, y amigo del propio Presidente— no podía de ninguna manera continuar casado con una dama que vivía en el extranjero como emigrante, que no ocultaba su ideología enemiga del Estado, y que encima, como se había comprobado hacía poco, era de raza impura. Sostener que su padre, el académico, políticamente muy comprometido, tuviera sangre judía, a eso no se atrevían ni siquiera los mentirosos profesionales de la prensa nacionalsocialista. Pero lo que se le podía reprochar era aún peor e imperdonable: había cometido un delito contra la raza. Su esposa, la hija del general, no era «aria» pura. No en vano había tenido siempre el alto oficial, el abuelo de Barbara, de cuyos méritos militares ya nadie quería saber nada, tendencias sospechosamente liberales. Así se explicó también, de la forma más fácil y grosera, la vivacidad de espíritu y de carácter de su esposa, que se salía de lo acostumbrado y decente en el ambiente de los oficiales. El general no había sido un camarada del pueblo, sino un hombre de ínfima categoría y un semita: Guillermo II lo había ignorado bondadosamente, pero una publicación antisemita de Nuremberg lo había sacado a la luz. Medio semita era también su esposa, la hoja del pogrom no dejaba lugar a dudas. ¿De qué le servían ahora un brillante, gran pasado, su principesca belleza y su dignidad? Un sucio escribano, un desgraciado que en toda su vida no había logrado escribir una frase en correcto alemán, se permitió dictaminar que ella no pertenecía a la comunidad nacional.
Por tanto. Barbara tenía más del treinta por ciento de sangre mala: sólo esta circunstancia bastaría como causa de divorcio ante un tribunal alemán. Un alemán rubio del Rin tiene derecho a una esposa de raza totalmente pura. Una mujer como Barbara no hubiera tenido que aguantarla Hendrik ni aunque hubiera sido «aria» pura. ¡Era una vergüenza y un escándalo público lo que hacía!
Barbara no había abandonado París desde su llegada, en febrero de 1933. Cualquiera que la hubiera conocido antes habría advertido su cambio. Todo rasgo soñador había desaparecido en ella, y ya no parecía gustar de juegos melancólicos o alegres. En su rostro había un nuevo rasgo de decisión: se apreciaba entre las cejas y dominaba la frente. Incluso su paso, en otros tiempos cansino, mostraba ahora una nueva energía. Se movía como se mueve la persona que tiene una meta, y que no descansará hasta haberla alcanzado y conquistado.
Barbara, que antes había pasado el tiempo entregada a pequeños dibujos y pesados libros, preocupada e interesada por sus amigos, entre juegos ligeros y vagos pensamientos, se había vuelto activa. Trabajaba en un comité para refugiados políticos de Alemania. Además publicaba, junto con la señora von Herzfeld y su amigo Sebastian, una revista que se ocupaba de los preparativos de guerra, de los horrores culturales y judiciales, de la suciedad y peligrosidad del fascismo alemán. Sebastian y la Herzfeld eran los responsables de la redacción; Barbara tenía que preocuparse de las cuestiones económicas. Para su propia sorpresa, descubrió que no le faltaba talento para los asuntos financieros. La pequeña revista tenía que autofinanciarse, no recibía subvenciones. Aparecía semanalmente, en alemán y en francés. Al principio no se envió la revista más que a un pequeño círculo de abonados, y no estaba impresa, sino multicopiada. Al cabo de medio año las pocas hojas se convirtieron en una revista, con amigos en todas las ciudades europeas no alemanas.
—En Estocolmo nos leen cincuenta personas y en Madrid treinta y cinco, y en Tel Aviv ciento diez. También estoy muy contenta con Holanda y Checoslovaquia; en cambio, hay que mejorar en Suiza. ¡Si tuviéramos un representante hábil en América! Es demasiado poco. Cientos de miles deberían conocer lo que nosotros tenemos que decir. Somos muy pobres —dijo durante la «conferencia de redacción», en una pequeña habitación de hotel—. Nuestros enemigos gastan millones para llevar sus mentiras a la gente, y nosotros no sabemos ni cómo pagar los sellos.
Cerró sus manos delgadas en apretados puños. Sus ojos adquirieron la mirada amenazadora que tenían siempre que pensaba en los «enemigos».
También Sebastian había cambiado. Él, que antes sólo se había preocupado de las cosas más finas y complicadas, intentaba ahora pensar y escribir con sencillez.
—La lucha tiene otras leyes que el elevado juego del arte —decía—. Las leyes de la lucha nos obligan a renunciar a mil matices y a concentrarnos completamente en una cosa. Mi tarea no es ahora reconocer o formar belleza, sino actuar en una sola cosa, mientras me sea posible. Es para mí una renuncia.
A veces se cansaba. Entonces decía;
—Me da asco. No tiene sentido. Ellos son mucho más fuertes que nosotros, tienen todas las posibilidades. Es tan amargo, y tan ridículo a la larga, hacer de Don Quijote… Siento nostalgia de la isla lejana, en la que todo lo que nos tortura se difumina y pierde realidad…
—¡Esa isla no existe! —apuntó Barbara—. ¡No existe, y no debe existir, Sebastian! Además, nuestros enemigos no son tan enormemente fuertes. Tienen miedo hasta de nosotros. Cada palabra, cada verdad que decimos contra ellos les hace un poquito más de daño, apresura un poquito, ¡un poquito, Sebastian!, su caída, que llegará un día.
Así de confiada se sentía Barbara, o al menos esa era la impresión que daba en los momentos en que su amigo estaba desanimado.
—Piensa —le contaba ella— que tenemos dos nuevos abonados en Argentina; es estupendo, incluso han mandado ya el dinero.
Barbara pasaba medio día escribiendo reclamaciones a las librerías y distribuidoras en Sofía o en Copenhague, en Tokio o en Budapest, por las pequeñas sumas que les debían.
Entre Barbara y Hedda von Herzfeld había cristalizado una relación que, si bien no llegaba a ser amistad, era algo más que la mera comunidad de dos seres que trabajan juntos. Barbara respetaba a la señora von Herzfeld por la energía y el valor de que daba muestras. Estaba muy sola, no tenía más que su trabajo. Quería a la pequeña revista que hacía con Sebastian como una madre quiere a su hijo. Cuando el cuadernillo salió impreso por primera vez y en su nuevo formato, Hedda casi lloró de la alegría. Abrazó a Barbara y le dijo al oído, muy bajito, a pesar de que en la habitación no había nadie más que ellas, lo agradecida que le estaba. Barbara miró largamente el rostro de la señora von Herzfeld, grande, blando, amelocotonado, y se dio cuenta de que en él había rasgos más definidos y profundos. Se debían a la lucha interior, a los procesos anímicos de un carácter violento y amargo a los que Hedda había estado sometida durante este año que habían superado juntas. En las primeras semanas de la emigración había encontrado al hombre con el que había estado casada muchos años antes. Quizá se había esperanzado de momento con este reencuentro. Sin embargo, supo pronto que él vivía en Moscú con una muchacha. Era lo más natural. Hedda fue lo suficientemente razonable como para comprenderlo. A pesar de ello, se sorprendió con la noticia y sus recién nacidas esperanzas se vieron defraudadas.
¿Pensaba alguna vez en Hendrik? Una vez, una sola vez, lo nombró ante Barbara.
—¿Le irá bien? —preguntó en voz baja. Era muy tarde, habían trabajado mucho tiempo juntas—. ¿Le gustará el régimen? ¿Estará contento de su nueva fama?
—¿De quién hablas? —preguntó Barbara sin mirarla.
—¿De quién va a ser? —La señora von Herzfeld se ruborizó mientras intentaba sonreír irónicamente—. De tu divorciado señor esposo…
—¿Vive aún? —dijo Barbara secamente—. No sabía que aún existía. Para mí está muerto. No me gustan los fantasmas del pasado, y menos aún los que son tan vagos como éste.
Desde entonces no hablaron más de él.
Barbara visitaba a veces a su padre, que vivía solo en una ciudad del sur de Francia, junto al Mediterráneo. Había abandonado Alemania inmediatamente después del incendio del Reichstag, para furia y decepción de una horda de estudiantes nacionalsocialistas que encontraron su casa vacía cuando la asaltaron, para demostrar al «académico rojo» lo que «la auténtica juventud alemana» pensaba de él. La «auténtica juventud alemana» estaba decidida a dar una paliza al anciano y mundialmente conocido caballero, meterlo después en un coche y llevarlo al campo de concentración más próximo. La banda se enfureció porque en la casa sólo había una anciana criada. Para hacer algo por la causa nacional, y dar un sentido al paseo nocturno, robaron a la anciana y la encerraron en el sótano, para poderse divertir arriba, en la biblioteca. «La auténtica juventud alemana» pisoteó las obras de Goethe y Kant, Voltaire y Schopenhauer, Shakespeare y Nietzsche. «Todo esto es marxista», afirmaron los uniformados con asco. Cuando las obras de Lenin y Freud fueron a parar a la chimenea, bailaron la danza de la alegría. A la vuelta los jóvenes manifestaron con alegría que habían pasado en casa del académico un par de horas muy agradables.
—Y si el cerdo cochino hubiera estado en persona allí —gritaban los alegres jóvenes—, ¡qué buena caza habría sido!
Bruckner se había llevado en sus maletas los documentos más importantes y un número muy limitado de libros, sus preferidos. Primero viajó unas semanas por Suiza y Checoslovaquia, y por fin se estableció en el sur de Francia. Alquiló una casa pequeñita, en cuyo jardín había un par de palmeras y bellos arbustos floridos, y desde la cual, sobre todo, se divisaba el mar.
El anciano caballero salía poco y estaba casi siempre solo. Durante horas recorría su jardín de arriba abajo, o se sentaba delante de la casa, sin desviar los ojos del mar, cuyo cambiante color no se cansaba de mirar.
—Es un gran consuelo para mí —le dijo a Barbara, su hija—. Me hace tanto bien tener el agua delante de mí… Llevaba tanto tiempo sin venir por aquí, que me había olvidado de lo azul que puede ser el Mediterráneo… Todos los alemanes que merecieron este nombre sintieron nostalgia hacia él, y todos lo honraron como la sagrada cuna de nuestra civilización. Ahora, en nuestro país, repentinamente hay que odiarlo. Los alemanes se quieren liberar con violencia de su suave poder y de su fuerte compasión; creen poder prescindir de su bella claridad; gritan que les sobra. Pero lo que afirman que les sobra es su propia civilización. ¿Quieren negar todo lo grande que han dado al mundo? Casi lo parece… ¡Ah, estos alemanes! ¡Cuánto van a tener que sufrir, y con qué crueldad van a hacer sufrir a otros!
El régimen nacionalsocialista había confiscado la casa y los bienes del académico, y le privó de la nacionalidad alemana. Bruckner se enteró de que había sido «desnaturalizado» y ya no era alemán por una nota aparecida en la prensa francesa. Unos días después de haber recibido la noticia empezó a trabajar. «Será un gran libro —escribió a Barbara— y se llamará Los alemanes En él voy a resumir todo lo que sé de ellos, lo que temo por ellos y lo que espero para ellos. Y sé mucho, temo mucho y aún sigo esperando mucho de ellos.»
Sufriendo y pensando transcurrían los días en la amada costa extranjera. A veces pasaban semanas sin que pronunciara una sola palabra, fuera del par de frases en francés que dirigía a la muchacha que se ocupaba de su casa. Recibía muchas cartas. Personas que antes habían sido sus discípulos y ahora estaban en la emigración o que, desesperadas, continuaban en Alemania, se dirigían a él en busca de apoyo moral o de consejo espiritual.
«Su nombre continúa siendo para nosotros la esencia de una Alemania diferente, mejor», osó escribirle alguien desde Baviera, naturalmente con letra falsa y sin remite.
El consejero leía estas confesiones y estos juramentos de fidelidad con emoción y amargura. «Y que todos aquellos que sienten y escriben así hayan permitido, hayan causado también, que nuestro país se llegara a convertir en lo que es hoy», pensaba a menudo. Apartaba las cartas, y abría de nuevo su manuscrito, que crecía despacio y rico en amor, en reconocimiento, en pesar y consuelo, en profunda duda y en confianza vestida de mil reservas.
Bruckner sabía que en otra ciudad del sur de Francia, a menos de cincuenta quilómetros de su lugar de residencia, vivía Theophil Marder con Nicoletta. Los dos hombres se habían encontrado y saludado una vez, en un paseo, pero no llegaron a citarse ni se volvieron a ver. Marder tenía tan pocos deseos como Bruckner de hablar o de tener trato social. El satírico había perdido toda su agresiva insolencia. El horror ante la catástrofe alemana le había hecho enmudecer. Al igual que Bruckner, pasaba largas horas en un jardincito, donde también había palmeras y arbustos floridos, y miraba fijamente el mar. Pero los ojos de Marder no tenían la mirada tranquila ni pensativa; estaban inquietos, flameaban, vagaban sin dirección y sin consuelo sobre la gran superficie titileante. Sus labios azulados habían conservado su movilidad y parecía como si chupara y chasqueara; pero ahora no formaban palabras, sino quejas mudas.
Theophil, que siempre había llevado la cabeza muy alta, estaba como hundido en sí mismo. Las manos lívidas se apoyaban sobre las delgadas rodillas, y parecía que, de tan cansadas, ya nunca las podría mover. Estaba inmóvil, hecho un ovillo, sólo sus ojos vagaban y sus labios se movían en una queja sin palabras. A veces se contraía, como bajo el susto de ver un rostro terriblemente cruel. Entonces se erguía trabajosamente y profería un grito, que ya no era ronco, sino como un graznido.
—¡Nicoletta! ¡Ven! ¡Por favor, ven en seguida! —exigía Theophil, al tiempo quejumbroso y amenazador. Y Nicoletta salía de la casa.
En su rostro se vislumbraba cansancio y paciencia melancólica, que no armonizaban con su nariz aguileña, con su boca perfilada, con su frente abombada. Sus mejillas se habían vuelto anchas y blandas; sus ojos, grandes y bellos, no tenían ya aquel brillo retador que en otros tiempos había fascinado e intranquilizado. Nicoletta no parecía la muchacha voluntariosa y altiva de antes, sino una mujer que ha sufrido y amado mucho. Había ofrendado su juventud: poseída por un sentimiento en el que se mezclaban envarada histeria con auténtico ardor y una emoción espontánea, había regalado su juventud al hombre que estaba sentado en el sillón, ante ella, como destrozado.
—¿Necesitas algo, Theophil? —preguntó. Conservaba su pronunciación precisa, a pesar de todo lo que había perdido en aquellos años—. ¿Te puedo ayudar en algo, querido?
Él suspiró como si despertara de una pesadilla.
—Nicoletta, Nicoletta, niña mía… Es tan horroroso… Es demasiado horroroso… Escucho los gritos de los que están siendo torturados en Alemania… Los oigo con toda nitidez, los trae el viento sobre el mar… Los verdugos hacen sonar el gramófono durante sus terribles manejos, es un truco malvado, tapan la boca a sus víctimas con un cojín para ahogar sus gritos… Pero yo los oigo… Yo tengo que oírlo todo. Dios me ha castigado al darme el oído más sensible de todos los mortales… Yo soy la conciencia del mundo, y yo lo oigo todo. ¡Nicoletta, niña mía!
Se agarró a ella. Sus apenados ojos erraban sobre el paisaje mediterráneo, cuya paz se llenaba de vida con las terribles figuras de su imaginación. Nicoletta le puso una mano sobre la frente, caliente y húmeda.
—Ya lo sé, Theophil —dijo con la más suave exactitud—. Lo oyes todo y lo ves todo. Tienes que rendir cuentas ante el mundo de lo que sabes: eso sería positivo para el mundo y para ti. ¡Deberías escribir, Theophil! ¡Tienes que escribir!
Desde hacía un año le suplicaba que trabajara. Ella sufría por su inmovilidad, no soportaba su inactividad confusa y meditabunda. Lo admiraba, le consideraba el más grande de los humanos, no lo quería ver al margen de los sucesos, sino en el centro de ellos: actuando, atacando, llamando al mundo a la serenidad, alarmando. Pero él contestaba:
—¿Y qué puedo escribir? Ya lo he dicho todo. Todo lo he sentido como una premonición. He descubierto el fraude. He olido la podredumbre. Si pudieras intuir, niña mía, qué difícil de soportar es el haber tenido tanta razón. Mis libros están tan olvidados como si nunca los hubiera escrito. Han quemado todas mis obras. Mis terribles profecías parecen haberse perdido en el viento. Y todo, todo lo que hoy sucede, el inenarrable dolor es sólo una pequeña imitación, una sátira de mi obra profética. En mi obra está dicho todo, en ella está todo anunciado, incluso lo que está aún por suceder, lo peor, la catástrofe final, yo ya lo he sufrido, ya lo he formado. ¿Qué más puedo escribir? Soy portador del dolor del mundo. En mi corazón se producen todas las rupturas, las presentes y las futuras. Yo, yo, yo…
Enmudeció tras estas dos letras, en las que su espíritu confuso quedó atrapado como en una trampa. Su cabeza, a la que habían respetado los terribles sufrimientos y parecía más fina, más suave y severa, mejor hecha que en otros tiempos, cayó hacia delante. Theophil se había dormido.
Nicoletta volvió a la casa. Se detuvo en el recibidor oscuro y fresco. Lentamente levantó los brazos y escondió la cara entre las manos. Quería llorar, pero no salían las lágrimas. Había llorado demasiado. Entre sus manos susurró:
—Ya no puedo más. Ya no puedo más. Tengo que huir de aquí. No lo puedo soportar.
Desperdigadas por el mundo, en muchas ciudades, vivían las personas a las que Hendrik había considerado amigas. A algunas de ellas les iba bien. Al Maestro, por ejemplo, que no tenía motivo alguno de queja. Una fama mundial como la suya no se apagaba, podía estar seguro de pasar el resto de sus días en palacios con muebles barrocos y gobelinos o en los apartamentos principescos de los mejores hoteles internacionales. ¿Que no le dejaban dirigir en Berlín por ser judío? Bueno, es decir: peor para los berlineses. El Maestro movía majestuosamente la lengua en la boca, protestaba disgustado un par de días y, finalmente se decía que si los berlineses querían hacer solos su teatro, representar «ese Hofgen» sus comedias ante su Führer, él, el Maestro, tenía que escenificar esta temporada una gran opereta en París, dos comedias de Shakespeare en Roma y una especie de auto sacramental en Londres. Además tenía que hacer una gira por Holanda y Escandinavia con Intriga y amor de Schiller y El murciélago de Strauss, y en primavera tenía que estar en Hollywood para cumplir un gran contrato cinematográfico.
La señorita Bernhard y el señor Katz administraban sus dos teatros de Viena: por estos dos no había necesidad de preocuparse. A veces el señor Katz pensaba con placer en los tiempos divertidos, cuando había engañado a los berlineses con su drama La culpa, haciéndose pasar por un psiquiatra español.
—¡Esas eran bromas a lo grande! —dijo, jugando con la lengua casi tan majestuosamente como su señor y maestro.
Ahora ya no podía imitar el alma de Dostoievski, y Katz estaba exiliado en su esfera de negocios. La señorita Bernhard pensaba también con placer en la Kurfürstendamm, especialmente en Hendrik.
—¡Qué ojos más deliciosamente malvados tiene! —recordaba soñadora—. Mi Hendrik; los nazis serían los últimos para quienes desearía algo tan bello; verdaderamente no se lo merecen.
Por cierto, ahora era un joven vividor vienés el que la llamaba Rose y le hacía caricias en la barbilla. No era tan demoníaco como Hofgen, pero en cambio era más galante y menos exigente.
Dora Martin vivió un segundo éxito en Londres y Nueva York, un triunfo que superaba y hacía palidecer todo lo que había conseguido en Berlín. Había aprendido inglés con la aplicación de un escolar ambicioso o de un aventurero que quiere conquistar un país extraño. Ahora se podía permitir en la nueva lengua todas aquellas originales extravagancias con que en otros tiempos había encantado y sorprendido en Berlín. Alargaba las vocales, arrullaba, se quejaba, reía entre dientes, gritaba de júbilo, cantaba. Era tímida y vacilante como un treceañero, ingrávida y ligera como una ninfa. Parecía improvisar con abandono y caprichosamente; en realidad, su gran inteligencia calculaba cada matiz de los efectos, pequeños pero bien distribuidos, con que hacía llorar a su embelesado público. Era lista y supo en seguida lo que gustaba a los anglosajones. Intencionadamente era algo más sentimental, femenina y suave que en Alemania. Sólo en muy contadas ocasiones se permitía el tono áspero y ronco; en contraposición, emocionaba más a menudo con la mirada infantil, indefensa, muy abierta.
—He cambiado un poquito mi forma de ser —explicó, hundiendo coqueta la graciosa cabeza entre los hombros—. Sólo lo absolutamente necesario para gustar a ingleses y americanos.
Viajaba de Londres a Nueva York, y en cada ciudad representaba cientos de veces la misma obra. Durante el día hacía cine. SU rendimiento y aguante físico eran sorprendentes. Su cuerpo delgado e infantil parecía incansable como poseído por una fuerza demoníaca. Los periódicos americanos e ingleses la ensalzaban como la mejor actriz del mundo. Cuando aparecía en el hotel Savoy después de la representación, para distraerse durante un cuarto de hora, la orquesta tocaba atención y los presentes se ponían de pie en su honor. Los círculos sociales de las dos capitales anglosajonas rendían homenaje a la actriz judía, a la que habían expulsado de Berlín. La reina de Inglaterra la recibió, el príncipe de Gales le enviaba flores al camerino, jóvenes poetas americanos escribían obras expresamente para que ella las representara. A veces, periodistas llegados de Viena o Budapest para entrevistarla le preguntaban si no querría volver a actuar en alemán. Ella respondía:
—No, ya no me apetece. Ya no soy una actriz alemana.
Pero de vez en cuando pensaba: «¿Qué dirán en Berlín de mi nuevo éxito?»
Una gran película inglesa, que ella protagonizaba, fue proyectada en Berlín. Pero sólo un par de días, luego surgieron los problemas. El Ministro de Propaganda ordenó «indignación espontánea». Gente de las SA de paisano fue al cine. Cuando el rostro de Dora Martin apareció en primer plano, los muchachos, repartidos por toda la sala, empezaron a silbar, a vocear y a tirar bombas fétidas.
—No queremos condenadas judías en nuestro cine —gritaron los pendencieros disfrazados de espectadores.
Hubo que encender las luces e interrumpir la proyección. Con un susto de pánico abandonaron finalmente la sala los curiosos y audaces que habían acudido a ver la sospechosa película. Entre los que huían, al que tenía aspecto de judío, y habían acudido muchos judíos a ver a Dora Martin, lo apresaban y pegaban. El Ministerio de Propaganda dio en Londres la noticia de que el régimen alemán, de tendencias liberales, había dejado pasar la película, pero el berlinés no admitía ya una cosa así. La indignación popular había estallado de forma espontánea, fuerte, y además era comprensible. Por tanto, había que prohibir toda película en que actuase la Martin. Dora Martin se estremeció de asco cuando supo que por ella —o por causa de su imagen animada— habían sido maltratados judíos, igual que si estuviera enferma por haber ingerido alimentos envenenados.
—Estos desgraciados —murmuraba, lanzando llamas de ira por los ojos—, ¡Estos vulgares, vengativos desgraciados!
Parecía, al mover los puños, enmarcado el rostro por el cabello rojizo, una de aquellas heroicas mujeres de su pueblo que convocaban a la venganza.
Ellos vivían en muchas ciudades, buscaron refugio en muchos países. Oscar H. Kroge, por ejemplo, se había instalado de momento en Praga. No era ni judío ni comunista, pero sí un antiguo vanguardista en literatura: creía en el teatro como plataforma moral, y creía en los eternos ideales de justicia y libertad, y a pesar de las muchas decepciones no abandonaba su pasión ingenua y confiada; él no hubiera tenido un lugar en la nueva Alemania. Decidido a reanudar su trabajo de Frankfurt, inmediatamente después de su llegada a Praga empezó a buscar personas que comprendieran su entusiasmo y pusieran a su disposición algunos miles de coronas checas; pensaba abrir un teatro literario en un sótano de las afueras. Encontró los mecenas que le dieron lo más preciso; encontró el sótano y un par de jóvenes actores y una obra en la que se hablaba mucho de la «Humanidad» y de la «aurora de un tiempo mejor», y trabajó con los jóvenes actores, y la obra se estrenó. Schmitz, que permaneció fiel a su amigo, se ocupaba de la parte económica, mientras que Kroge, duro idealista, entusiasta tenaz de lo bello y lo elevado, permanecía en la pura esfera del arte. No siempre podía dejarlo Schmitz solo allá arriba. Faltaban por cubrir necesidades primarias, y Kroge, viejo bohemio burgués que había conocido estrecheces económicas, pero no la pobreza, no habría pensado jamás que fuera posible mantener el más modesto de los teatros con tan poco dinero. Pero era posible, funcionaba, aunque a las dificultades económicas se unieron las políticas. La embajada alemana en Praga intrigó en los despachos oficiales contra el emigrado director de teatro hamburgués, cuyo carácter pacifista le molestaba. Kroge y Schmitz se defendieron, fueron perseverantes, no cedieron. Los dos adelgazaron y envejecieron; Schmitz ya no tenía color rosado y Kroge tenía cada vez más profundas arrugas en la frente preocupada y alrededor de la boca de gato.
En muchas ciudades y en muchos países…
Juliette Martens, llamada Princesa Tebab, hija de un rey congoleño, había encontrado trabajo en un cabaret de Montmartre: entre media noche y las tres de la madrugada enseñaba su bello cuerpo y su artístico claqué a los americanos, que en París eran cada vez más raros por la depreciación del dólar, a un par de señores alegres de las provincias francesas y a algunos rufianes. Actuaba casi desnuda, adornada con un pequeño sujetador de bolitas de cristal verdes, un pequeño pantaloncito triangular de satén también verde y muchas plumas de avestruz en la parte posterior. Por esta abundancia de plumas, afirmaba que era un pajarillo. Y lo repetía varias veces: «Soy un pajarillo y he venido volando sobre el océano para construirme aquí, en Montmartre, un nido.» En realidad tenía poca semejanza con un pajarillo. Su pequeña habitación en la rué des Martyres no recordaba en absoluto un nido. Era triste y las ventanas daban a un patio angosto, descuidado. El único adorno en las paredes vacías, sucias, era un retrato del actor Hendrik Hofgen: Juliette lo había roto en un ataque de ira y dolor, pero después lo había recompuesto cuidadosamente. La boca de Hendrik quedó un poco torcida, lo que daba a su rostro una expresión taimada, y la frente estaba atravesada por un hilo de pegamento como una cicatriz; pero aparte esto su belleza estaba limpiamente reconstruida.
Cada fin de mes recogía Juliette de la portería de una casa, a cuyo dueño no conocía, la pequeña suma de dinero que le enviaba Hendrik. El sueldo del cabaret y esta cantidad recibida de Berlín eran lo suficiente como para que Juliette pudiera vivir sin necesidad de hacer la carrera. Veía a pocas personas, y no tenía amante. De sus aventuras berlinesas no habló nunca con nadie; en parte porque tenía miedo de perder la vida o al menos la pequeña renta; en parte por no causar dificultades a Hendrik. Su corazón lo recordaba.
No había olvidado ni perdonado. Por lo menos una vez al día se acordaba con odio y temor de la oscura celda en la que tanto había sufrido. Pensaba en tomar venganza, pero tenía que ser una venganza grandiosa y dulce, no andrajosa y mezquina. La princesa Tebab descansaba muchas horas del largo día en su cama y soñaba. Le gustaría volver a África, reunir a todos los negros a su alrededor, convertirse en la reina y luchadora princesa de todo su pueblo en armas. La raza blanca estaba madura para su caída; desde que Juliette recibió en su casa a los funcionarios de la policía secreta berlinesa, lo supo con certeza absoluta. El continente blanco tenía que hundirse, quería recorrer con sus hermanos negros en glorioso desfile las calles de Europa. Un baño de sangre sin parangón lavaría la vergüenza con que se había cubierto el continente blanco. Los arrogantes señores tenían que convertirse en esclavos. La soñadora princesa negra veía al favorito de sus esclavos, a Hendrik, a sus pies. ¡Ah, cómo lo iba a torturar! ¡Cómo se iba a burlar de él!
Así soñaba la Venus negra, y sus fuertes, ásperos dedos jugueteaban con la fusta de piel trenzada.
Una vez, cuando paseaba al atardecer, vio pasar a Barbara en el río humano que se movía desde la Madeleine a la place de la Concorde. La esposa de Hendrik, que tantas veces había sido objeto de la observación celosa o compasiva de Juliette, andaba deprisa, ensimismada en sus pensamientos. Juliette rozó ligeramente con los dedos su manga, y dijo con su voz profunda, áspera; «Bonsoir, Madame», inclinando un poco la cabeza. Cuando la aludida se volvió, la negra había desaparecido. Barbara no vio más que su espalda, que pronto cubrieron otras espaldas, otros cuerpos.
En muchas ciudades y en muchos países… Algunos vivían en Dinamarca, otros en Holanda, otros en Londres, o en Barcelona, o en Florencia. Algunos se habían ido a Argentina o a China.
Por el contrario, Nicoletta von Niebuhr, Nicoletta Marder, volvió un día a Berlín. Apareció en el piso de Hendrik Hofgen con sus maletas rojas, muy grandes y destartaladas.
—Aquí estoy —dijo intentando que sus ojos fueran brillantes—. Allá abajo no podía aguantar más. Theophil es maravilloso, un genio, lo quiero más que nunca. Pero se ha quedado al margen del tiempo y de los sucesos. Se ha convertido en un soñador, un Parsifal, y yo no lo resisto. ¿Comprendes, Hendrik, que yo no lo resista?
Hendrik lo comprendió. Estaba totalmente en contra de los soñadores y por su parte poseía el necesario contacto con el tiempo y sus sucesos.
—Toda esta emigración es un asunto para débiles —explicó, severo—. En sus balnearios franceses esa gente se creen mártires, y no son más que desertores. Nosotros aquí estamos en el frente, ellos se apretujan en la retaguardia.
—Quiero hacer otra vez teatro —dijo Nicoletta, que había abandonado a su esposo.
Hendrik opinó que eso se podría conseguir sin mucho esfuerzo.
—En el Teatro Nacional puedo imponer casi todo lo que me apetece. Ciertamente, Casar von Muck es aún Principal, pero el Presidente del Gobierno no simpatiza con él y el Ministro de Propaganda sólo lo apoya por cuestiones de prestigio. Se ha difundido la especie de que nuestro Casar es un mal Principal. Ordena un mal repertorio, ante todo le gustaría estrenar únicamente sus obras. Tampoco entiende nada de actores. Lo único que sabe hacer son grandes déficits.
La recién llegada Nicoletta podía contar, pues, con un contrato en el Teatro Nacional. Pero primero Hendrik quería actuar con ella en Hamburgo, en aquella obra para dos personajes con la que habían ido de gira a los balnearios del Báltico, justo antes de la boda de Hendrik Hofgen con Barbara Bruckner. El Teatro de los Artistas de Hamburgo estaba orgulloso de recibir a su antiguo actor, que en los últimos tiempos se había hecho tan famoso y amigo personal del poder. El nuevo director de la institución, el sucesor de Kroge, un señor llamado Baldur von Totenbach, esperaba a Hofgen y a su acompañante en la estación. El señor von Totenbach había sido oficial en activo, tenía muchas cicatrices en la cara y ojos azul acero como el señor von Muck, también como él, hablaba sajón.
—¡Bienvenido, camarada Hofgen! —como si Hendrik tuviera el honroso pasado de oficial, en lugar del dudoso de un bolchevique de la cultura.
—¡Bienvenido! —gritaron otras personas, que habían llegado con el señor von Totenbach a la estación, para saludar al colega Hofgen. Entre ellas estaba la Motz, que abrazó a Hendrik con lágrimas de auténtica emoción en los ojos.
—¡Cuánto tiempo ha pasado! —exclamó la bondadosa mujer, y el oro brillo en su boca—, ¡Y lo que hemos vivido!
Tenía una niña, Nicoletta y Hendrik se enteraron en seguida, fruto tardío y algo sorprendente de sus largas relaciones con el actor de carácter Petersen.
—Una niñita alemana —explicó—, le hemos puesto el nombre de Walpurga.
Petersen no había cambiado nada. Su rostro seguía pareciendo algo desnudo, pues le faltaba la barba de marinero. En su ser alegre se notaba que no había perdido en absoluto la costumbre de malgastar el dinero, tan difícilmente ganado, y de perseguir a las muchachas. Seguramente la Motz le seguía queriendo más que él a ella. El bello Bonetti apareció con el uniforme negro de las SS y tenía aspecto radiante: se comprendía que ahora recibiera más cartas de amor del público que antes. La Mohrenwitz ya no estaba en el teatro.
—Tiene sangre judía —susurró la Motz, poniéndose la mano delante de la boca y riendo maliciosamente, como si hubiera dicho una cosa obscena.
Rolf Bonetti puso un gesto de asco, seguramente pensando en la afrenta a la raza cometida en otros tiempos con Rahel. La demoníaca joven, según informaron a Hendrik, había intentado suicidarse cuando se supo su impureza racial, y finalmente se había casado con un fabricante de zapatos checo.
—Desde el punto de vista material le irá muy bien en el extranjero… —suponía la Motz con acento de desprecio, y su dedo gordo señalaba hacia atrás, por encima del hombro, como si allí, en algún punto lejano, estuviera «el extranjero».
Los nuevos miembros de la compañía, rubios e inmaduros chicos y chicas, que unían a la alegría vigorosa una rígida disciplina militar, se presentaron al gran Hofgen y le manifestaron la mayor devoción. Él era el príncipe de cuento, el bello encantador, que recoge envidia y admiración como un tributo merecido. Sí, había descendido aquí por un tiempo, a la ciudad de la que provenía. Se mostraba amistoso y hasta le pasó a la Motz el brazo por encima del hombro.
—¡Ah, sigues siendo el mismo! —suspiró ella.
—Hendrik fue siempre un gran camarada —se le oía a Petersen.
—En la nueva Alemania sólo hay camaradas, sea cual sea el puesto que ocupen —aclaró finalmente el señor von Totenbach con cierta severidad.
Hendrik expresó el deseo de saludar al señor Knurr, el portero que desde siempre había llevado la cruz gamada detrás de la solapa, y delante de cuya garita Hendrik, el bolchevique de la cultura, pasaba siempre con poco gusto y mala conciencia. ¿No saltaría de contento el veterano miembro del partido al dar la mano al favorito del presidente del Gobierno? Pero ante su sorpresa, el señor Knurr lo recibió con bastante frialdad. En su garita ya no había retratos del Führer, aunque ahora ya estaba permitido tenerlos e incluso era deseable. Cuando Hendrik preguntó al señor Knurr por su salud, éste murmuró algo entre dientes, algo que sonó poco amable, y la mirada que dirigió a Hofgen estaba envenenada. Estaba bien claro.— el señor Knurr se sentía profundamente decepcionado de su Führer-salvador y del maravilloso movimiento nacional en conjunto, amargamente defraudado en todas sus esperanzas, igual que tantos otros. Para Hofgen, amigo del general de aviación, seguía siendo penoso, tan penoso como siempre, pasar por delante de la portería: su relación con el señor Knurr no había mejorado.
Lo que sí alivió a Hendrik fue que no quedara ninguno de los tramoyistas comunistas a los que en otros tiempos había saludado puño en alto y con la contraseña del Frente Rojo. No se atrevió a preguntar por su paradero. Quizás habían sido asesinados, quizás encerrados, tal vez estuvieran en la emigración…
El teatro había vendido todas las entradas para la noche, los hamburgueses jaleaban a su antiguo favorito, que había hecho una carrera vertiginosa en Berlín: primero con el profesor, después con el gordo presidente. Nicoletta decepcionó en general: la encontraron envarada, poco natural y hasta algo lúgubre. Era verdad que había olvidado cómo actuar. Su postura se había hecho dura y su voz había adquirido un sonido curiosamente nuevo, como un lamento. Era como si algo en ella se hubiera congelado, roto. Por cierto, el público se fijaba ahora en su nariz grande. «¿Tendrá sangre judía?», se murmuraba en el patio de butacas. «No, claro que no —decían todos—, ¡Hofgen no se atrevería a mostrarse con ella en público!»
A la mañana siguiente Hofgen tuvo la curiosa idea de visitar a la señora Monkeberg, la viuda del cónsul. También ella tenía que verlo en todo su esplendor, precisamente ella, que durante años lo había humillado con su delicada presencia de patricia. A Barbara, la hija del académico, la había invitado a tomar el té en el primer piso, pero a él sólo le había sonreído con finura burlona. Ahora quería ir en su Mercedes a casa de la dama.
Experimentó decepción cuando un desconocido conserje le notificó en la villa que la señora Monkeberg había muerto. ¡Muy típico de ella! Huyó de un reencuentro que le habría resultado molesto. Estos burgueses a la antigua usanza, estos patricios sin dinero, pero con noble pasado y caras suaves, espiritualizadas, ¿seguían siendo inalcanzables, no se los podía encontrar nunca? ¿No se le iba a permitir al mefistofélico pequeño burgués, que había pactado con el poder, disfrutar de su triunfo sobre ellos?
Esto disgustó a Hendrik. Había fallado el golpe, del que se había prometido una gran diversión. Por lo demás, estaba muy contento de su visita a Hamburgo.
El señor von Totenbach le había dicho al despedirse:
—Toda la compañía y yo estamos muy orgullosos de su visita, camarada Hofgen.
Y la Motz le había acercado la pequeña Walpurga, con el ruego de que bendijese a la chillona criatura.
—¡Bendícela, Hendrik! —pidió la Motz—. ¡Así se convertirá en algo bueno! ¡Bendice a mi Walpurga!
También Petersen suscribió el ruego.
Cuando Hendrik volvió de su excursión, Lotte Lindenthal le informó de que su persona estaba siendo objeto de un reñido debate a altos niveles. El Presidente, «mi prometido», decía ya Lotte de él, estaba descontento con Casar von Muck, eso lo sabía todo el mundo. Lo que no sabía todo el mundo era en quién había pensado el general de aviación para sustituirle: en Hendrik Hofgen. El Ministro de Propaganda se negaba a ello, y con él aquel grupo de altos dignatarios del Partido que hablaban de «ideario radical», «nacionalsocialista ciento por ciento» y rechazaban cualquier compromiso, sobre todo en cuestiones culturales.
—No es correcto poner en un puesto tan representativo y destacado a un hombre que ni siquiera pertenece al Partido, y que tiene un pasado tan radicalmente bolchevique —explicó el Ministro de Propaganda.
—A mí me es indiferente que un artista sea miembro del Partido o no lo sea. Lo importante es que sea bueno —contestó el Presidente, que seguro de su poder y dominio se podía permitir a menudo manías liberales tan fuertes—. Con Hofgen harán taquilla los Teatros Nacionales Prusianos. La gestión del señor von Muck es un lujo excesivo para el contribuyente.
Tratándose de la carrera de su protegido y favorito, el general era incluso capaz de pensar en el contribuyente, cosa que ocurría con muy poca frecuencia.
El Ministro de Propaganda objetó que Casar von Muck era amigo del Führer, un viejo luchador probado: era imposible echarlo a la calle. El general de aviación propuso alegre que se nombrara al autor del drama Tannenberg Presidente de la Academia de Literatura.
—Allí no molestará a nadie.
Y enviarlo primero a hacer un hermoso viaje.
El Ministro de Propaganda telefoneó al Führer, que estaba en las montañas bávaras descansando, y le pidió que impidiera que se elevara al primer puesto teatral del Reich a un comediante como Hofgen, con talento y tablas, sí, pero mal calificado moralmente para tal puesto. El Presidente ya había enviado un mensajero dos días antes a los Alpes. El Führer, que evitaba tomar decisiones, respondió que no le interesaba el caso, que tenía en la cabeza cosas más importantes y significativas; los señores camaradas debían resolver el asunto entre ellos.
Los dioses se pelearon. El asunto se convirtió en una cuestión de poder y prestigio entre el Ministro de Propaganda y el Presidente del Gobierno, entre el Cojo y el Gordo. Hendrik esperaba, sin saber qué preferir como final de esta lucha entre los dioses. Por una parte, su soberbia le hacía apetecer ser Principal, también su efectismo; por otra parte, estaba lleno de dudas: si él asumía un puesto público de tan alto rango se identificaba totalmente con el régimen para siempre: unía su destino, tanto en el ascenso como en la caída, al de los aventureros manchados de sangre. ¿Era eso lo que quería? ¿Había sido ésta su intención? ¿Su corazón no le prevenía contra este paso? ¿Las voces de la mala conciencia, y con ellas las voces del miedo…?
Los dioses lucharon, se llegó a una decisión: ganó el Gordo. Mandó llamar a Hofgen y le encomendó formalmente ser Principal del Teatro Nacional. Como el actor mostrara más confusión que alegría y más consternación que entusiasmo, el Presidente del Gobierno se enfureció.
—¡He hecho valer toda mi influencia por usted! ¡No ponga ahora esa cara! Por cierto, también el Führer desea que sea usted el Principal —mintió el general.
Hendrik, en parte, dudaba a causa de sus voces, que no querían callar, pero también disfrutaba de que el poder manchado de sangre le rogara. «Me necesitan», se decía. A punto estuvo de quedarse en la emigración, y ahora le suplicaba el poderoso, para que salvara su teatro de la ruina.
Pidió veinticuatro horas para reflexionar. El Gordo, gruñendo, le dejó ir.
Por la noche Hendrik habló del tema con Nicoletta.
—No sé —se quejaba, lanzando entre los párpados caídos coquetos destellos al vacío—. ¿Debo o no debo? Es todo tan complicado…
Hundió la cabeza entre los hombros y mantuvo el noble, cansado rostro vuelto hacia el techo.
—¡Naturalmente que debes! —Nicoletta hablaba con una voz alta, aguda y dulce—. Sabes exactamente que debes, que tienes. Esta es tu victoria, querido —arrullaba, serpenteando no sólo la boca, sino todo el cuerpo—, ¡Es un triunfo! He sabido siempre que lo alcanzarías.
—¿Me ayudarás, Nicoletta? —preguntó él, con la mirada fría, centelleante, dirigida aún hacia el techo.
Ella se puso en cuclillas ante él, entre los cojines del lecho. Mientras sus ojos de gato lo miraban resplandecientes, contestó, formando cada sílaba con primor:
—Estaré orgullosa de ti.
Al día siguiente hacía un tiempo radiante; Hendrik decidió ir a pie desde su casa al palacio del Presidente del Gobierno. El desacostumbrado paseo ratificaría el carácter solemne del día. Pues ¿no era solemne para Hendrik el día en que ponía su talento y su nombre a la total disposición del poder manchado de sangre?
Nicoletta acompañó a su amigo. Fue un agradable paseo. El humor de los dos paseantes era vivo y alegre; desgraciadamente se enturbió un poco por un encuentro que tuvieron en el camino.
Por las cercanías del parque zoológico paseaba una anciana señora que causaba impresión por su postura erguida y su rostro bello, blanco, altivo. Llevaba un traje de chaqueta gris perla, algo anticuado pero de corte elegante, y un sombrero triangular de material negro y brillante. Bajo el sombrero se veían algunos rizos blancos, duros, sobre las sienes. La cabeza de la anciana señora parecía la de una dama de la nobleza del siglo XVIII. Andaba muy despacio, a pasos cortos pero firmes. Su delicada, suave y al tiempo enérgica figura estaba orlada por la dignidad melancólica de épocas pasadas, en las que los hombres habían exigido de sí mismos y de los demás una postura más bella y severa que la normal en estos días ajetreados y excitantes, pero bastante vacíos y descuidados, con sospechosa tendencia a la degradación total.
—Es la viuda del general —dijo Nicoletta en voz respetuosamente baja. Se había ruborizado. También Hendrik se ruborizó cuando se quitó el suave sombrero gris e hizo una profunda inclinación.
La anciana cogió los impertinentes, que llevaba colgados de una cadena con piedras semipreciosas, de color azul, sobre el pecho. A través del cristal miró a la joven pareja, que estaba parada a unos pasos de ella. El rostro de la bella anciana permaneció inmóvil. No respondió al saludo del actor Hofgen y su acompañante. ¿Sabía ella hacia dónde iban? ¿Qué contrato iba a firmar dentro de una hora Hendrik, que había estado casado con su nieta? Quizá lo intuía, o al menos intuía algo parecido. Lo que sí sabía era la opinión que le merecían Hendrik y Nicoletta. Había seguido su evolución y estaba firmemente decidida a no tener nada más que ver con la pareja.
Los impertinentes volvieron a su sitio. La dama volvió la espalda a Hendrik y Nicoletta. Se alejó de ellos, a pasos pequeños, fatigados, a los que su energía y orgullosa apostura interior insuflaban firmeza e incluso cierto ímpetu.