Caminar sobre cadáveres
A la mañana siguiente lo sabía toda la ciudad: el Presidente había recibido al actor Hofgen en su palco del teatro y charló veinticinco minutos con él. La representación se había reanudado con un retraso considerable, el público tuvo que esperar, y por cierto esperó con mucho gusto. La escena que se le ofrecía en el palco del Presidente era mucho más interesante que el Fausto.
Hendrik Hofgen, que había subido al escenario del Sturmvogel como comunista, al que casi se había abandonado, al que se había contado entre la escoria de la nación, es decir, entre los emigrantes, estaba allí, sentado, ante los ojos de todos, junto al poderoso Gordo, que aparecía de un humor extremadamente animado. Mefistófeles flirteaba y bromeaba con el poderoso, que le daba palmadas en el hombro y no le soltaba la mano al despedirse. El auditorio del Teatro Nacional murmuraba conmovido ante tal representación. Esa misma noche ya el sensacional suceso se discutió apasionadamente y se comentó en cafés, salones y redacciones. Ahora se volvía a mencionar con respeto el apellido Hofgen, que durante los últimos meses se había pronunciado con escepticismo y acompañado de sonrisas sardónicas, contentas de su desgracia, o con encogimiento de hombros.
Sobre él había caído ahora un destello del extraordinario fulgor que rodea al poder. Pues el colosal oficial de aviación, al que hace poco habían ascendido a general, pertenecía a la cima más alta del Estado autoritario y absolutista. Sobre él no se encontraba más que el propio Führer —al que apenas si se podía considerar como mortal—. Como el Señor del cielo está rodeado por los arcángeles, así lo estaba el dictador por sus paladines. A su derecha estaba el Enano, inquieto, con su fisonomía de ave de rapiña, profeta raquítico, el panegirista, murmurador y propagandista que poseía la lengua bífida de la serpiente y cada minuto tramaba una mentira. A la izquierda del señor tenía su puesto el famoso Gordo: allí estaba, con las piernas muy separadas, una majestuosa aparición apoyado en la espada de la justicia, resplandeciente de condecoraciones, bandas y collares, cada día con un nuevo y lujoso disfraz. Mientras el Enano, a la derecha del trono, inventaba las mentiras, el Gordo buscaba cada día una nueva sorpresa para su propia diversión y para entretenimiento del pueblo: fiestas, ajusticiamientos o trajes pomposos. Coleccionaba condecoraciones, fantásticos trajes y fantásticos títulos. Como es natural, coleccionaba también dinero. Su risa era placenteramente gruñona, cuando se enteraba de los muchos chistes que el pueblo contaba sobre su afán de ostentación. Alguna vez, si le dominaba el malhumor, mandaba detener y dar de latigazos a alguno que se había expresado con demasiada impertinencia, aunque casi siempre sonreía benevolente. El hecho de ser objeto del humor público le parecía signo de popularidad, justo lo que él deseaba. Como no sabía hablar con tanta fascinación como su rival, el demonio del departamento de propaganda, se tenía que hacer popular mediante masivas y muy costosas extravagancias. Estaba satisfecho de su fama y de su vida. Acicalaba su hinchado cuerpo, cabalgaba en cacerías, comía y bebía. Hacía robar los cuadros de los museos para colgarlos de sus palacios. Se relacionaba con gente fina y rica, invitaba a su mesa a príncipes y grandes damas. Había sido pobre y depravado hasta no hacía mucho tiempo; por ello disfrutaba con mayor intensidad la posibilidad que tenía ahora de alcanzar dinero y cosas bellas, tantas como quisiera. «¿No es mi vida como un cuento?», pensaba a menudo. Tendía al romanticismo. Por eso amaba el teatro, respiraba con voluptuosidad el aire tras los bastidores, y con gusto se sentaba en su aterciopelado palco, donde era admirado a su vez por el público, aun antes de que él pudiera contemplar algo ameno.
Su vida, tal como era, le parecía agradable; pero no se adaptaría del todo a su gusto, aventurero y amigo de excesos, hasta que estallara la guerra de nuevo. La guerra, así le parecía al Gordo, era una diversión mucho más intensa que cualquier otro placer que tuviera a su alcance. Le ilusionaba la guerra como a un niño le ilusionaba Navidad, y consideraba su deber más esencial prepararla con inteligencia y cuidado. Que el enano propagandista hiciera lo suyo, comprando periódicos por docenas en el extranjero, gastando millones en sobornos, organizando una red de espías y provocadores en los cinco continentes, llenando el éter de amenazas desvergonzadas y de afirmaciones solemnes de paz, más desvergonzadas aún. Él, el Gordo, se ocuparía de los aviones. Pues Alemania necesitaba, sobre todo, aviones. El envenenamiento mediante infamias sería sólo un juego preparatorio. Un día —el Gordo esperaba que no estuviera ya muy lejano—, el aire de las ciudades europeas estaría envenenado, pero ya no en sentido figurado, y de que así fuera se ocuparía el general de aviación, que no ocupaba todo su tiempo, ni muchísimo menos, en ver teatro o en cambiarse de ropa.
Ahí está sobre sus piernas, que son como columnas, sacando la enorme tripa y resplandeciendo. Sobre él y sobre el presuroso Señor de la Propaganda cae una luz casi tan fuerte como la que ilumina al Führer.
Éste, por su parte, parece no ver nada, sus ojos no tienen mirada y son indiferentes, como los de un ciego. ¿Mira hacia dentro? ¿Escucha en su interior? ¿Y qué oye allí? Las voces cantan y dicen en su corazón siempre lo mismo, lo que el Ministro de Propaganda y todos los periódicos dirigidos por él no se cansan de confirmar: Que es el enviado de Dios y que sólo necesita seguir su estrella para que Alemania, y con ella el mundo, llegue a ser feliz bajo su caudillaje. Su rostro, el rostro poroso de un pequeño burgués con expresión de vanidoso éxtasis, podría hacer suponer que lo oye de verdad, que lo cree de verdad. Pero dejémosle con sus arrebatos o sus dudas. Este rostro no esconde secreto alguno que nos pudiera interesar o cautivar mucho tiempo. No tiene la dignidad del espíritu, y no está ennoblecido por el sufrimiento. Alejémonos de él.
Dejémoslo ahí, el gran hombre enmedio de su altamente sospechoso Olimpo. ¿Qué se amontona a su alrededor? ¡Un bello grupo de dioses! ¡Un encantador grupo de tipos grotescos y peligrosos, ante el cual un pueblo abandonado de Dios se retuerce en el delirio de la adoración! El amado Führer tiene los brazos cruzados. Bajo la frente, hundida pérfidamente, su mirada ciega, cruel y obstinada pasa sobre el gentío que, a sus pies, murmura plegarias. El jefe de propaganda grazna y el ministro de los aviones sonríe sardónico. ¿Qué es lo que le pone de tan buen humor? ¿Qué le hace aparecer tan limpio? ¿Piensa en ejecuciones, busca en su fantasía calenturienta nuevos y desconocidos métodos de aniquilación? ¡Mirad, levanta lentamente los pasivos brazos! El ojo del poderoso se ha fijado sobre uno del gentío. ¿Será el desgraciado arrestado, torturado y asesinado? Todo lo contrario: recibe la gracia del indulto y el favor del ascenso. ¿Quién es? ¿Un actor? Ya se sabe que los grandes señores tienen simpatía por los comediantes. Él se adelanta modesto, pero con paso firme. Reconoced que no destaca en esta sociedad; tiene su falsa dignidad, su histérico ímpetu, su soberbio cinismo y el satanismo barato. El actor alza la barbilla y hace brillar sus ojos cristalinos. El Gordo adelanta los brazos hacia él casi con afecto. El actor se ha acercado mucho al grupo de dioses. Ya se puede bañar en su resplandor. Y con el perfecto donaire de un caballero cortesano inclina cabeza y rodilla ante el gigante seboso.
En el piso de Hendrik, en la plaza de la Cancillería del Reich, no paraba de sonar el teléfono. El pequeño Bock estaba sentado junto al aparato con un cuaderno de notas, para apuntar el nombre de los que llamaban. Eran directores de teatro y cine, actores, críticos, empresas de automóviles, sastres y coleccionistas de autógrafos. Hofgen no quería hablar con nadie. Yacía en la cama, histérico de felicidad. El presidente del Gobierno le había invitado a una cena íntima:
—Sólo estarán un par de amigos —le había dicho.
¡Sólo un par de amigos! ¡Pertenecía ya a los íntimos! Hendrik se revolvía y lanzaba gritos de júbilo entre los cojines de seda y las colchas; se perfumó, hizo añicos un pequeño florero y lanzó una zapatilla contra la pared.
—¡Es indescriptible! —gritó con alegría—, ¡Ahora seré grande del todo! ¡El Gordo me permitirá ser muy, muy grande!
Un aire preocupado cruzó por su rostro y llamó a Bock:
—¡Bockchen, escucha, Bockchen! —dijo, alargando las palabras y lanzándole miradas de soslayo—. ¿Soy en realidad un canalla muy grande?
Bock tenía ojos incomprensivos, azul agua.
—¿Por qué un canalla? —preguntó—, ¿Por qué un canalla, señor Hofgen? Usted sólo es un hombre con éxito.
—¡No tengo más que éxito! —repitió Hendrik. Se estiró voluptuoso—. Sólo éxito. Haré cosas buenas. ¿Me crees, Bockchen?
Y Bockchen lo creyó.
Así fue la tercera ascensión de Hendrik Hofgen. La primera fue la más sólida y merecida, pues en Hamburgo hizo un buen trabajo, el público le tenía que agradecer algunas hermosas veladas. La segunda coyuntura, en el Berlín del «Tiempo del Sistema», su carrera había tenido una velocidad febril, exagerada, y muchos signos de apresuramiento insano. Esta tercera coyuntura de ahora llegó «de golpe», como todas las acciones procedente del régimen nacionalsocialista. Hasta hacía poco Hendrik era un emigrante; ayer aún, una figura a medias sospechosa con la que nadie quería ser visto en público. Literalmente, había avanzado durante la noche hasta llegar a ser un gran hombre: un gesto del gordo ministro lo había encumbrado.
El Principal del Teatro Nacional le hizo en seguida una buena oferta. Quizá no lo hiciera espontáneamente, puede que ni siquiera gustosamente, sino que se tratara de una orden de arriba. De cualquier manera, puso la cara más inocente en la fatal escena, alargó las dos manos al artista recién contratado y habló sajón de pura cordialidad.
—Es magnífico que pertenezca ya del todo a nuestro círculo, mi querido Hofgen. Deseo decirle cuánto admiro su progreso. Se ha convertido de veleidoso en un hombre muy serio, valioso.
Casar von Muck sabía muy bien por qué juzgaba tan comprensiva y favorablemente una curva de desarrollo semejante a la que había descrito con tal eufemismo. Él mismo había sido artífice de otra parecida; naturalmente, su pasado «frívolo» —es decir: políticamente reprobable— estaba más lejano en el tiempo que los pecados de Hendrik, porque antes de que Casar von Muck se convirtiera en amigo del Führer y estrella literaria del nacionalsocialismo era ya un famoso autor de dramas henchidos de pasión pacifista y revolucionaria.
El dramaturgo, que había pasado de tan censurables ideas a una concepción heroica del mundo y a un puesto de Principal, pensaba quizás en los pecados literarios de su juventud inflamada cuando hablaba ahora, con especial respeto, del desarrollo de Hendrik Hofgen. Con cálida mirada añadió:
—Por cierto, esta noche tendré ocasión de presentarle al Ministro de Propaganda. Ha anunciado su visita al teatro.
Hendrik conoció a los semidioses, con los que se llevaba tan bien como con un Oskar H. Kroge cualquiera, e incluso mucho mejor que con el venerable Maestro. «Tampoco son tan malos», pensó, y se sintió realmente aliviado.
Este pequeño, ágil caballero era el dueño del enorme aparato publicitario del Tercer Reich, el hombre que se hacía llamar «vuestro viejo doctor» ante los obreros y que con su energía, su habilidad oratoria y sus bandas armadas había conquistado para el nacionalsocialismo una ciudad como Berlín, escéptica y despierta, que habitualmente no se dejaba imponer nada con facilidad. Ésta era la inteligente cabeza del Partido, la que se inventaba todo: cuándo tendría lugar un desfile de antorchas, cuándo había que protestar contra los judíos, y cuándo contra los católicos. Mientras que el Principal hablaba sajón, el ministro tenía un acento renano, que a Hendrik le hizo recordar su patria. El elástico Enano, con su boca rodeada de arrugas por el mucho hablar, parecía lleno de ideas modernas e interesantes: empezó hablando de «dinámica revolucionaria», de «ley de vida mística de la raza» y acabó con que en el baile de la Prensa, Hendrik tenía que interpretar algo.
Este acto representativo fue el primero en el que Hendrik se pudo mostrar abiertamente en el círculo de los semidioses. Tuvo el honroso deber de acompañar a la señorita Lindenthal al salón, ya que el Presidente avisó que llegaría con retraso. Lotte llevaba un precioso traje tejido en plata y púrpura; Hendrik aparecía casi sufriente de delicadeza y dignidad. A lo largo de la velada fue fotografiado no sólo con el general de aviación, sino también conversando con el Ministro de Propaganda: éste había dado la señal para ello. Mostró su conocida e irresistible sonrisa sardónica, con la que también obsequiaba a los que meses más tarde serían sacrificados. No se esforzó en borrar del todo el brillo malvado de sus ojos. Porque él odiaba a Hofgen, que era una creación de la «competencia», del Presidente del Gobierno. Pero el Ministro de Propaganda no era hombre que cediera a sus propios sentimientos, permitiendo que éstos determinaran sus actos. Más aún, era capaz de permanecer lo suficientemente frío y calculador como para pensar: «Si este actor ha de pertenecer a los grandes de la cultura del Tercer Reich, sería un fallo táctico dejar al Gordo toda la fama de su descubrimiento. Hay que apretar los dientes y ponerse junto a él, sonriente, ante el objetivo.»
¡Qué fácil fue todo! ¡Qué felizmente se engranaba todo! Hendrik se sentía afortunado. «Todo este gran favor me ha venido por sí solo a las manos. ¿Tendría que haber rehusado tanto fulgor? Nadie lo habría hecho en mi lugar, y a quien lo afirme así, le consideraré mentiroso y estafador. A mí no me habría sido propio vivir como emigrante en París. ¡Simplemente, no es lo mío!», decidió con altivez reconfortante. En vista de toda la confusión en que de nuevo se encontraba, pensó superficialmente, pero con intenso asco, en la soledad de sus desconsoladores paseos por las calles y avenidas de París. ¡Gracias a Dios, ahora estaba de nuevo rodeado de seres humanos!
¿Cómo se llamaba este elegante caballero de pelo gris y ojos azules que le hablaba con tanto entusiasmo? Exactamente: era Müller-Andrea, el conocido charlatán del Interessante Journal. ¿Ganaría aún tanto dinero con su instructiva columna «¿Tenía usted idea de que…?» No, no, el Interessante Journal ha desaparecido. En cambio, el señor Müller-Andrea vive aún, está bien situado, posee una elegante casa y una saneada cuenta corriente. Ya en 1931 había publicado un libro. Los fieles del Führer, por aquel entonces bajo seudónimo. En el ínterin ha reconocido su obra, y las más altas esferas han puesto su atención en él. El señor Müller-Andrea ha salido bien parado del asunto, y no necesita lamentar la desaparición del Interessante Journal. El Ministerio de Propaganda paga mejor, y allí es donde trabaja ahora el viejo y divertido señor. Con cordialidad aprieta la mano del actor Hofgen.
—Así que nos vemos de nuevo. Sí, sí, los tiempos cambian, pero nosotros dos tenemos suerte.
El señor Müller-Andrea siempre había sido admirador del actor Hofgen.
Ese otro, ese hombre pequeño que saluda con su cuaderno de notas, es Pierre Larue. Sólo que ya sin «jeunes camarades communistes» a su lado, únicamente aseados y firmes jóvenes con sus uniformes, seductores y terribles al tiempo, de las SS. El señor Larue encontraba las fiestas y recepciones de los altos funcionarios nazis mucho más divertidas que las de los banqueros judíos. El disfrutaba por la gran cantidad de seres humanos que aquí podía conocer: simpatiquísimos asesinos que ahora ocupaban altos puestos en la policía secreta; un maestro, dado de alta hacía poco del manicomio y ahora ya Ministro de Cultura; juristas para los que el derecho era un prejuicio liberal; médicos para los cuales el arte de curar era un fraude judío; filósofos que hablaban de «la raza» como de la única verdad objetiva. A todos estos elegantes tipos los invitaba el señor Larue a cenar en el Esplanade. Sí, los nazis sabían valorar sus cualidades de anfitrión y su agradable personalidad. Incluso le permitían intrigar un poco para ellos en las embajadas, y como premio le dieron la oportunidad de hablar en el Palacio de los Deportes: al principio la gente se reía al ver al pálido manojo de huesos subir al podio y piar algo sobre la profunda comprensión de la «auténtica Francia» hacia el Tercer Reich; pero en seguida se pusieron serios, pues su «viejo doctor», el Ministro de Propaganda en persona, les conminó furioso a guardar silencio, tras de lo cual Pierre Larue declamó una especie de himno amoroso a Horst Wessel, el malogrado rufián y mártir de la nueva Alemania, al que definió como garante de una paz eterna entre las dos grandes naciones: Alemania y Francia.
El señor Larue casi se echó en los brazos del actor Hofgen de la alegría que le produjo el verle de nuevo.
—Oh, oh, mon tres cher ami! Enchanté, charmé de vous revoir!
Apretón de manos y cordial risotada. ¿No es alegre vivir en esta Alemania? ¿No tiene mi nuevo favorito mucho mejor aspecto con su uniforme de las SS, que uno de aquellos jóvenes comunistas? Bonsoir, mon cher, je suis tout a fait ravi! Es lebe der Führer! Esta noche informaré a París de lo divertida y pacífica que es la vida en Berlín. Nadie aquí piensa nada malo. ¡Qué guapa está la señorita Lindenthal! Por ahí viene el doctor Ihrig. «Prosit!»
De nuevo apretones de manos, pues llegó el doctor Ihrig. También él parecía de muy buen humor, para lo cual tenía motivos: sus relaciones con el régimen nacional, que al principio habían sido tirantes, mejoraban día a día. Hola, Ihrig, ¿cómo le va, viejo cliente? Hofgen e Ihrig se sonrieron como dos hombres de bien. Ahora ya se podían mostrar juntos en público sin preocupación, ya no se comprometían mutuamente, y tampoco se avergonzaban el uno frente al otro: el éxito, justificación sublime e irrevocable de toda infamia, había hecho olvidar a los dos la vergüenza.
Fulgurantes y sonrientes, se inclinaron los cuatro, los señores Larue, Ihrig, Müller-Andrea y Hofgen: el Presidente pasaba por delante de ellos en paso de vals, acompañado por Lotte Lindenthal, y les había saludado.
Las relaciones entre Lotte Lindenthal y Hendrik ganaban día a día en calor humano. Con la comedia El corazón habían tenido ambos un gran éxito. Los temores de Lotte acerca de la dura prensa berlinesa se habían desvanecido. Por el contrario, todos los críticos habían alabado su «encanto femenino», su áspera sencillez y la ternura auténticamente alemana de su actuación. Nadie le había hecho la indiscreta pregunta de por qué estiraba el dedo meñique de forma tan cómica. Por el contrario, el doctor Ihrig explicó en una larga crítica que Lotte Lindenthal era «la expresión humana verdaderamente representativa del nuevo Reich».
—Mire, Hendrik, todo esto se lo tengo que agradecer fundamentalmente a usted —dijo la bondadosa rubia trigueña—. Si usted no hubiera trabajado conmigo con tanta energía y tanto compañerismo, no hubiera cosechado este magnífico éxito.
Hendrik pensó que el éxito se lo debía más al general de aviación que a él, pero no se lo dijo.
Hizo la comedia El corazón con Lotte en varias capitales de provincias, en Hamburgo, Colonia, Frankfurt y Munich. En todas partes fue el compañero de «la expresión humana verdaderamente representativa del nuevo Reich». En las conversaciones que mantuvieron durante los largos viajes en tren, la gran señora le permitió profundas incursiones en su vida íntima, más de lo que ella consideraba en general oportuno. No sólo le habló de su felicidad, sino también de sus preocupaciones. Su Gordo era a veces violento.
—No puede usted hacerse una idea de lo que sufro a veces —dijo Lotte—, pero en el fondo es bueno. ¡Digan lo que digan sus enemigos, en el fondo es la bondad personificada! ¡Y tan romántico!
A Lotte se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar cómo su presidente, a media noche, cubierto con una piel de oso y la espada al costado, rendía homenaje ante el retrato de su difunta esposa.
—Era sueca —dijo la Lindenthal, como si esto lo explicara todo—, una nórdica, y llevó a Manne en coche a través de toda Italia cuando él estaba herido, a raíz del intento golpista de Munich. Naturalmente, comprendo que la recuerde con cariño, ¡es tan romántico! Pero, en definitiva, ahora me tiene a mí —añadió, un poco picada.
El actor Hofgen pudo entrar en la vida privada de los dioses. Cuando por la noche, después de la representación, jugaba con Lotte al ajedrez o a las cartas en su bella residencia del Tiergarten, sucedía de vez en cuando que el Presidente entraba en la habitación sin previo aviso, estrepitosamente. ¿No parecía de lo más bondadoso? ¿Se le notaban acaso los terribles asuntos que había dejado atrás y los que planeaba para el día siguiente? Bromeaba con Lotte, bebía su vaso de vino, estiraba las enormes piernas y hablaba con Hofgen de cosas serias, preferentemente de Mefistófeles.
—Usted me lo ha hecho comprender de verdad, querido amigo —dijo el general—. ¡Es un tipo estupendo! Y ¿no tenemos todos nosotros algo de él? Quiero decir, ¿no hay en cada auténtico alemán un pedazo de Mefistófeles, un pedazo de pícaro y de malvado? Si no tuviéramos más que el alma de Fausto, ¿a dónde iríamos a parar? ¡Eso les gustaría a nuestros enemigos! No, no, Mefisto es también un héroe nacional. Sólo que no se puede decir eso a la gente —concluyó el ministro de los aviones, gruñendo amablemente.
Hendrik utilizaba las horas íntimas en casa de la Lindenthal para lograr de su mecenas, el amigo de las bellas artes y del fragor de las bombas, cualquier cosa que deseara. Por ejemplo, una vez se empeñó en aparecer en el escenario del Teatro Nacional como Federico de Prusia, una manía suya.
—No quiero hacer siempre de dandi o de criminal —explicó, disgustado, al Gordo—. El público empieza a identificarme con esos tipos, porque siempre los desempeño. Ahora necesito un gran papel patriótico. Esta mala obra sobre el viejo Fritz, que nuestro amigo Muck ha aceptado, llega para mí en el momento preciso. ¡Sería fenomenal poder hacerla!
El general intentó convencerle de que no se parecía en nada al conocido Hohenzollern, pero Hendrik insistió en su patriótico capricho, y Lotte le apoyó.
—¡Puedo hacerme una máscara! ¡He conseguido en mi vida cosas más difíciles que parecerme un poco al viejo Fritz!
El Gordo tenía plena confianza en el arte de maquillarse de su protegido. Y ordenó que Hofgen hiciera el viejo Fritz. Casar von Muck, que ya había dispuesto otro reparto, apretó primero los dientes, pero luego apretó las dos manos de Hendrik y habló sajón de puro cordial. Hendrik tuvo su rey de Prusia, se puso una nariz falsa, anduvo con bastón y habló con voz de rácano. El doctor Ihrig escribió que Hofgen estaba revolucionando cada vez más hacia el actor representativo del nuevo Reich. Pierre Larue escribió en una revista fascista de París, que el teatro berlinés había logrado una perfección nunca alcanzada en los catorce años de infamia y política de reconciliación.
De su poderoso protector conseguía Hendrik otras cosas, además de estas pequeñeces. Durante una velada especialmente agradable, Lotte había hecho ponche y el Gordo había contado recuerdos de la guerra, Hendrik se decidió a ser absolutamente sincero y hablar de su desdichado pasado. Fue una gran confesión, y el poderoso la escuchó benevolente.
—¡Soy un artista! —exclamó Hendrik con un brillo apagado en los ojos, mientras paseaba por la habitación como un viento de tormenta—. Y como cualquier artista he cometido locuras.
Se detuvo, bajó la cabeza, abrió los brazos y declaró patético:
—Puede aniquilarme, señor presidente. Ahora lo he confesado todo.
Concedió que no había permanecido insensible a las corrosivas corrientes bolcheviques y que había coqueteado con las «izquierdas».
—¡Caprichos de artista! O locuras de artista, si prefiere llamarlo así.
Como es natural, el Gordo sabía todo esto y mucho más desde hacía bastante tiempo, y nunca se había molestado por ello. En el país tenía que imponerse una disciplina férrea y, si era aconsejable, muchos debían ser ejecutados. Pero el gran hombre era liberal en lo referente a su círculo íntimo.
—Está bien —fue su único comentario—. Todos nos podemos meter alguna vez en algo tonto. Eran simplemente tiempos caóticos.
Pero Hendrik no había terminado. Pasó a explicarle al general que también otros estupendos artistas habían cometido locuras semejantes a las suyas propias.
—Pero éstos expían aún las culpas que a mí me han sido perdonadas con tanta generosidad. Vea usted, señor presidente, esto me mortifica. Le pido gracia para una persona determinada. Para un colega. Puedo prometerle que ha cambiado. Señor presidente, intercedo por Otto Ulrichs. Se ha dicho que está muerto. Pero vive. Y merece vivir en libertad.
Al decir esto había levantado, en un gesto irresistiblemente bello, las manos extendidas, que parecían largas y góticas, hasta la altura de la nariz.
Lotte Lindenthal se sobresaltó. El presidente gruñó:
—Otto Ulrichs… ¿Quién es ése? —entonces recordó que había sido director del cabaret comunista Der Sturmvogel— ¡Pero si es un tipo realmente nocivo! —dijo de mala gana.
—¡No, no es malo! —Hendrik pidió por favor al general que no creyera semejante cosa. Un poco irreflexivo, lo confesaba, un poco descuidado, sí que lo era su amigo Otto. Pero malo, no. Y además había cambiado.
—Se ha convertido en un hombre nuevo —afirmó Hendrik, que hacía meses que no sabía nada de Ulrichs.
Como Lotte Lindenthal le apoyó también en este delicado asunto, Hendrik consiguió finalmente del Gordo algo increíble: liberaron a Ulrichs e incluso le ofrecieron un modesto contrato en el Teatro Nacional. Hasta lo más extremo e imposible habían conseguido las fuerzas aunadas de Lotte y Hendrik. Ulrichs, en cambio, dijo:
—No sé si me puedo meter en esto. Me da asco recibir gracia de los asesinos y hacer de pecador arrepentido. Me da asco todo.
¿Era necesario que Hendrik le soltara a su amigo un discurso sobre táctica revolucionaria?
—Pero, Otto —exclamó—, ¿dónde dejaste tu inteligencia? ¿Cómo quieres salir adelante sin astucia y simulación? ¡Sigue mi ejemplo!
—Ya lo sé —repuso Ulrichs, bondadoso y preocupado—. Tú eres más listo. Pero a mí estas cosas me parecen condenadamente difíciles…
—Te tendrás que superar a ti mismo —dijo Hendrik con énfasis—. Yo también me he superado.
Y explicó a su amigo cuánta fuerza de voluntad le había costado aullar con los lobos, como desgraciadamente hacía.
—Pero tenemos que deslizamos hasta la misma boca del lobo. Si nos quedamos fuera, podremos protestar, pero no lograremos nada. Yo estoy dentro, y alcanzo algo —era una referencia a la liberación de Ulrichs—. Si entras en el Teatro Nacional, podrás recuperar tus antiguos contactos y trabajar en política de forma totalmente distinta de como si estuvieras en algún oscuro escondite —este argumento iluminó a Ulrichs, que asintió—. Y, sobre todo, ¿de qué quieres vivir si no tienes un contrato? ¿Piensas abrir de nuevo el Sturmvogel? —preguntó, irónico—, ¿o quieres morirte de hambre?
Estaban en el piso de Hendrik, en la plaza de la Cancillería del Reich. Hendrik había alquilado para su amigo, que no llevaba libre más que unos días, una pequeña habitación cerca de allí.
—Sería complicado traerte a vivir conmigo. Nos podría perjudicar a los dos.
—Haz lo que más convenga —Ulrichs estaba de acuerdo con todo.
Su mirada era triste y absorta, estaba mucho más delgado. Se quejaba a menudo de dolores.
—Son los riñones. Me han dado trato especial.
Pero cuando Hendrik, curioso, quiso saber con más exactitud lo que había sucedido en el campo de concentración, Otto lo rechazó con un gesto y enmudeció. No le gustaba hablar de lo ocurrido allí. Si de paso se refería a algún hecho aislado, parecía avergonzarse y lamentaba haberlo contado. Yendo una vez de paseo con Hendrik por Grunewald, señaló un árbol y dijo:
—Como éste era el árbol al que tuve que subirme una vez. Resultaba bastante difícil trepar. Cuando estaba arriba, me tiraron piedras. Una me dio en la frente, mira la cicatriz. Desde arriba tuve que gritar cien veces: «Soy un cerdo comunista.» Cuando me dejaron bajar, me estaban esperando con las fustas…
Otto Ulrichs, ya fuera por cansancio y apatía, ya porque le habían convencido los argumentos de Hendrik, firmó el contrato en el Teatro Nacional. Hofgen estaba muy contento. «He salvado a un hombre», pensó orgulloso. «Es una buena acción.» Con tales observaciones calmaba su conciencia, que aún no había muerto del todo, a pesar de lo mucho que la había castigado. Por cierto, no era únicamente la conciencia lo que le preocupaba, experimentaba también otro sentimiento: el miedo. ¿Duraría toda esta trama, de la que él ahora formaba parte, mucho tiempo? ¿No podría llegar un día el gran cambio, y con él la gran venganza? Para este caso era conveniente y hasta necesario estar bien asegurado. La buena acción con Ulrichs suponía un seguro especialmente precioso. Hendrik se alegró.
Todo iba muy bien. Hendrik tenía motivos de júbilo. Desgraciadamente, había una cosa que le preocupaba: cómo librarse de su Juliette.
En el fondo no se quería deshacer de ella y, de obedecer a sus deseos, la habría mantenido eternamente, pues él la amaba todavía. Quizá nunca la había echado tanto de menos como ahora. Comprendía que no encontraría otra mujer que la pudiera sustituir. Pero ya no se atrevía a visitarla. El riesgo era demasiado grande. Tenía que contar con que el señor von Muck y el Ministro de Propaganda lo hacían espiar. Era posible, a pesar de que el Principal ya casi siempre hablaba sajón de pura cordialidad, y el ministro se hacía fotografiar con él. Si se enteraban de que tenía relación con una negra, y que además se dejaba pegar por ella, estaba perdido. Una negra: esto era casi tan malo como una judía. Era exactamente lo que ahora se denominaba «injuria a la raza», algo extremadamente censurable. Un hombre alemán tenía la obligación de hacer niños con una mujer rubia; el Führer necesitaba soldados. De ninguna manera podía seguir dando unas clases de baile con la princesa Tebab que realmente eran perversos placeres. Ningún «camarada» hacía una cosa así.
Durante una temporada vivió con la esperanza de que Juliette no supiera de su vuelta a Berlín. Pero ella, naturalmente, se había enterado el mismo día de su llegada. Con paciencia, esperó su visita. Pero como él no dio señales de vida, se decidió a buscarlo. Lo llamó por teléfono. Bock, cumpliendo instrucciones de Hendrik, le informó de que no estaba en casa. Juliette se enfadó, llamó otra vez por teléfono y amenazó con ir. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué podía hacer Hendrik? No le pareció aconsejable escribirle una carta: podía utilizar la misiva para un chantaje. Se decidió a quedar con ella en el mismo solitario café en que celebrara su discreto encuentro con el crítico Ihrig.
Cuando apareció puntual en el lugar de la cita, Juliette no llevaba botas verdes ni chaquetita corta, sino un sencillo traje gris. Tenía los ojos rojos e hinchados. Había llorado. La princesa Tebab, la hija de rey congoleño, había derramado lágrimas por su infiel amigo blanco. En su frente estrecha, abombada en dos pequeños bultos, había una seriedad amenazadora. «Ha llorado de rabia», pensó Hendrik, pues no creía que Juliette pudiera conocer otros sentimientos que la ira, la avaricia, la glotonería o la voluptuosidad.
—Así que me apartas de ti —dijo la muchacha negra con los párpados caídos sobre sus ojos móviles e inteligentes.
Hendrik intentó hacerle ver la situación con cuidado y firmeza. Se mostraba paternalmente preocupado por su futuro y le aconsejó con suave voz que se fuera a París lo más pronto posible. Por cierto, le prometió hacerle llegar algo de dinero cada mes. Con sonrisa conquistadora, puso un billete grande sobre la mesa, delante de ella.
—Yo no me quiero ir a París —dijo tozuda la princesa Tebab—. Mi padre era alemán. Yo me siento alemana. También tengo el pelo rubio, de verdad no es teñido. Además, no sé ni una palabra de francés. ¿Qué pinto yo en París?
Hendrik tuvo que reírse de su patriotismo, y ella se irritó. Abrió los salvajes ojos y los hizo girar.
—Se te va a borrar esa risa —gritó.
Levantó las oscuras y ásperas manos, las alargó hacia él, como si le quisiera enseñar la blancura de las palmas. Hendrik miró espantado a la camarera, Juliette dejaba oír en voz alta, de lamento, casi llorando, sus reproches y acusaciones.
—Tú no has tomado jamás nada en serio —afirmó con dolorida furia—. Nada, nada, absolutamente nada en el mundo, excepto tu asquerosa carrera. ¡A mí no me has tomado en serio, y a tu política, de la que siempre me has hablado, tampoco! Si de verdad hubieras sido comunista, ¿podrías llevarte ahora tan bien con los que hacen fusilar a los comunistas?
Hendrik se puso blanco como el mantel. Se levantó.
—¡Basta ya! —dijo en voz baja.
La risa irónica de ella retumbaba en el local, en el que, afortunadamente para Hendrik, no había nadie.
—¡Basta ya! —lo imitó ella, rechinando los dientes—. Basta ya. Sí, eso te gustaría: ¡basta! Durante años he tenido que hacer de mujer salvaje para ti, a pesar de que no me apetecía, y ahora quieres, de pronto, ser tú el hombre fuerte. Basta, basta: sí, ahora no me necesitas, ¿quizá porque ahora se golpea demasiado en todo el país? ¡Ahora te arreglas perfectamente sin mí…! Un infame, ¡eso es lo que tú eres! ¡Un vulgar infame!
Metió la cara entre las manos. Su cuerpo temblaba, sacudido por los sollozos.
—Comprendo perfectamente que tu mujer, esa Barbara, no soportara vivir contigo —dijo por entre los húmedos dedos—. Yo la vi. Era demasiado para ti…
Hendrik había llegado hasta la puerta. El billete quedó sobre la mesa, delante de Juliette.
No, ni mucho menos, la princesa Tebab no se dejaba rechazar tan fácilmente, voluntariamente no se iba. Comprendió muy bien que si esta vez cedía, perdería del todo a su Hendrik, a su esclavo blanco, a su señor, a su Heinz, y ella no tenía a nadie más que a él. Hacía tiempo, cuando se había casado con Barbara, la muchacha burguesa, Juliette se mantuvo confiada y sin miedo: sabía que él volvería a ella, a su Venus negra. Pero ahora era diferente. Ahora tenía la culpa su carrera. La mandaba a París. Pero ella se llamaba Martens, y su padre habría sido hoy un respetado nacionalsocialista si no hubiera pescado la malaria en el Congo…
Juliette no quería ceder. Pero Hendrik era más fuerte que ella. Estaba asociado al poder.
La pobre muchacha lo molestó e intranquilizó aún una temporada con cartas y llamadas telefónicas. Después, un día lo esperó junto al teatro. Cuando él abandonó el edificio después de la representación, por suerte solo, la vio con sus botas verdes, la faldita corta, los pechos agresivos, los dientes horrorosamente brillantes. Hendrik movió los brazos con pánico, como para alejar un fantasma. A grandes saltos alcanzó su Mercedes. Juliette soltó a sus espaldas una carcajada.
—¡Volveré! —gritó cuando él ya estaba sentado en el coche—. Desde ahora vendré todas las noches —le prometió con cruel alegría.
Quizá se había vuelto loca de dolor y decepción por su traición. Quizá sólo estuviera ebria. Llevaba consigo la fusta roja, el símbolo de su vínculo con Hendrik Hofgen.
Hendrik no podía permitir, bajo ningún concepto, que se repitiera una aparición tan horrorosa. No le quedaba otra posibilidad que confiarse al ministro también en esta penosa cuestión. Era el único que le podía ayudar. En realidad se trataba de un juego arriesgado: el poderoso podía perder la paciencia y retirarle del todo su favor. Pero algo decisivo tenía que ocurrir; si no, el escándalo sería irremediable.
Hofgen pidió audiencia, y se volvió a confesar con el general. Éste mostró una comprensión sorprendentemente grande y casi divertida para con las extravagancias eróticas que habían llevado a su protegido a aquella desagradable situación.
—Tampoco nosotros somos ángeles inmaculados —dijo el Gordo, ante cuya bondad se sentía ahora verdaderamente conmovido—. ¡Una mujer negra manejando la fusta delante del teatro! —rió cordial—. ¡Esta sí que es una bella historia! Sí, ¿qué hacemos? La muchacha tiene que desaparecer, eso está claro…
Hendrik, que no quería que la muchacha fuera asesinada, pidió despacio:
—¡Pero que no le ocurra nada irremediable!
El hombre de Estado repuso, burlón:
—Vaya, vaya —y amenazó con el dedo—. ¡Parece que aún está usted esclavizado por la bella dama! Déjeme a mí —añadió en tono paternal.
Aquel mismo día se presentaron en casa de la infeliz princesa dos caballeros discretos, pero implacables, que le comunicaron su detención. La princesa chilló:
—¿Por qué?
Pero los dos caballeros dijeron al unísono, con una voz que no permitía réplica:
—Síganos.
—Yo no he hecho nada malo… —sollozó.
Delante de la casa había un coche cerrado. Con visible cortesía, los dos caballeros invitaron a Juliette a subir. Durante el camino, que fue bastante largo, sollozó y balbuceó; hizo preguntas, exigió saber a dónde la llevaban. Como no obtuvo respuesta, empezó a gritar. Pero enmudeció al notar la terrible fuerza de uno de los acompañantes en su brazo. Lo comprendió: sobraba toda palabra, toda queja era inútil, y gritar podía poner en peligro su vida. ¿O es que su vida estaba ya perdida? Hendrik había apelado al poder en contra de ella. Hendrik se servía del poder, sin compasión, para quitarla a ella, una muchacha indefensa, del camino… Con ojos que se abrían de miedo y parecían ciegos, miraba fijamente hacia delante.
Siguieron para ella largos días de silencio. ¿Fueron diez, catorce, o sólo seis? La habían encerrado en una celda semioscura, y no sabía dónde se encontraba. Nadie la informaba de dónde estaba, ni de por qué, ni cuánto tiempo tendría que permanecer allí. Ya ni siquiera preguntaba. Tres veces al día, una mujer muda, con un delantal azul, le traía algo de comer. Juliette lloraba a veces. Pero la mayoría del tiempo lo pasaba inmóvil, mirando fijamente a la pared. Esperaba que se abriera la puerta y que entrara alguien para acompañarla a un último paseo que la llevaría a una muerte incomprensible, amarga, pero liberadora.
Cuando una noche la sacaron de su pesado sueño sin imágenes, pensó que había llegado su hora. Pero ante ella no estaba el verdugo encargado de matarla, sino Hendrik. Su rostro estaba muy pálido y tenía en las sienes el tenso rasgo de sufrimiento. Juliette lo miró como si fuera un fantasma.
—¿Te alegras de verme? —preguntó él en voz baja.
La princesa no contestó. Lo miraba.
—Callas —observó preocupado. Y con la voz de musical lamento añadió, obsequiándola con una mirada encantadora de piedra preciosa—. Yo, querida mía, me alegraba pensando en este momento. Estás libre —dijo, haciendo un bello gesto con el brazo.
Mientras Juliette permanecía inmóvil, mirándolo tan sólo, él le explicó que podía salir inmediatamente hacia iris. Todo estaba arreglado: en su pasaporte figuraba ya el sado francés, su equipaje esperaba en la estación, en París podría recoger el día primero de cada mes cierta cantidad en dirección que él le daría.
—Sólo una condición lleva unida esta gracia —dijo Hofgen, portador de la libertad, y sus dulces ojos adquirieron de pronto una enorme dureza— ¡Tienes que guardar silencio! Si o puedes mantener la boca cerrada —ahora tenía un tono endurecido, grosero—, estás acabada. Ni en París podrías librarte de tu destino. ¿Me prometes, querida, que vas a guardar silencio?
Su voz adquirió un tono de súplica, y se inclinó dulcemente hacia su víctima. Juliette no replicó. Su obstinación se había doblegado durante los largos días en la penumbra de la celda. Asintió muda.
—Te has vuelto razonable —observó Hendrik, y sonrió aliviado.
Al mismo tiempo pensaba: «Mi duro proceder la ha hecho maleable. Ya no tengo nada que temer de ella. Pero qué pena, qué gran pena tenerla que perder…»
La princesa Tebab se marchó: Hendrik respiró profundamente. Las nubes se habían disuelto en el cielo de su felicidad. Ya no volvieron a interrumpir su sueño las terribles llamadas telefónicas. ¿Era sólo alivio lo que sentía?
Juliette había desaparecido de su vida. Barbara había desaparecido de su vida. A las dos les había jurado amarlas toda la vida. ¿No había llamado a Barbara su ángel bueno? «Era demasiado para ti», éstas habían sido las palabras de Juliette. «¿Qué puede saber la áspera muchacha negra de mí y de los complicados procesos que tienen lugar en mi alma?», intentaba pensar Hendrik. Pero no siempre le aceptaba su corazón excusas tan baratas. A veces se avergonzaba: quizás ante sí mismo; quizás ante Juliette, cuya mirada, tal como en la penumbra de la celda, estaba clavada en él dolorida, llena de reproche, amenazadora. Bien, puesto que la había perdido, traicionado y mandado al extranjero, había momentos en que Hendrik tenía que reflexionar verdaderamente sobre su Venus Negra. La había disfrutado como fuerza perversa, impía, en la que sus energías se refrescaban y renovaban. Había hecho de ella el ídolo ante el que deliraba: «Viens- tu du ciel profond ou sors- tu de l’abime, ó Beauté?» Y la había calificado en su éxtasis egoísta: «Tu marches sur des morís, donl tu te moques… « Pero quizás ella no fuera un demonio. No era su estilo caminar sobre cadáveres. Ahora se había marchado, llorando amargamente y sola, a una ciudad extranjera. ¿Por qué? ¿Porque había otro capaz de caminar sobre cadáveres…?
«Este camina sobre cadáveres»: de forma tan despectiva solía hablar el joven Hans Miklas de su famoso colega, el actor nacional Hendrik Hofgen. El recalcitrante muchacho no se contenía por el hecho de que su viejo enemigo mortal fuera el protegido del Presidente y de la famosa Lindenthal. Miklas se comportaba irresponsablemente: no sólo despotricaba contra el colega Hofgen, sino también contra caballeros que estaban más arriba que éste. ¿No sabía a lo que se arriesgaba con sus imprudentes, poco calculadas palabras? ¿O lo sabía, pero no le importaba? ¿Había pensado entonces ponerlo todo en juego? ¿Le era todo indiferente?
Con solo ver su rostro se le podían achacar semejantes sentimientos y decisiones de esta categoría. Nunca, ni siquiera en la época de Hamburgo, había sido su mirada tan terriblemente obstinada y enfadada. En aquellas épocas aún tenía esperanzas y una sublime creencia. Ahora, iba de un lado para otro y decía:
—Todo es una porquería. Nos han engañado. El Führer quería solamente el poder. ¿Qué ha mejorado en Alemania desde que lo tiene? La gente rica lo es más. Ahora dicen bobadas patrióticas mientras hacen sus negocios, ésta es la única diferencia. Los intrigantes siguen estando arriba —Miklas pensaba en Hofgen—, Un alemán decente puede pudrirse sin que a nadie le preocupe —afirmó en su dolorida furia— A los enchufados, sin embargo, les va mejor que nunca. ¡Fijaos en el Gordo, cómo se pasea de un lado a otro con su dorado uniforme y en su coche de lujo! ¡Y el mismo Führer no es mejor que él! ¡Ahora nos hemos dado cuenta! ¿Podría, si no, admitir todo esto? ¿Las tremendas injusticias? ¡Nosotros hemos luchado por el Movimiento cuando aún no era nada, y ahora se nos quiere dejar de lado! Por el contrario, un viejo bolchevique como Hofgen está otra vez en alza…
El joven Hans Miklas pronunciaba a menudo estos discursos tan desenfrenados y censurables. Cualquiera podía oírlos. No fue un milagro que los componentes del Teatro Nacional empezaran a evitarlo. El Principal lo llamó una vez a su despacho y le advirtió:
—Ya sé que pertenece usted al Partido desde hace años. Precisamente por eso debería usted haber aprendido disciplina, y por eso nosotros tenemos que exigir más de su sensatez política.
Miklas hizo un gesto displicente. Bajó la cabeza, adelantó los labios, de un rojo insano, y dijo en voz baja y ronca:
—Voy a darme de baja del Partido.
¿Quería llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias?
Mientras Muck, indignado, le volvía la espalda, Miklas tuvo un ataque de tos. La tos sacudió su delgado cuerpo, del que él había exigido demasiado durante tantos años. Tosiendo, abandonó el despacho del Principal. Su rostro era gris, con profundos hoyos negros bajo los pómulos. Entre las sombras negruzcas, sus ojos tenían una luz clara y malévola. Furioso y sorprendido al tiempo, en parte compasivo, el Principal miraba al joven que se iba. «¡Está perdido!», pensó Casar von Muck.
¡Estás perdido, pobre joven Miklas! Después de tantos esfuerzos, de tanta creencia desperdiciada, ¿qué te queda ahora? Solamente odio, tristeza, y el salvaje deseo de acelerar la propia destrucción. Ya vendrá por sí sola suficientemente deprisa; por lo menos, a ella la tienes segura, ya no vas a odiar mucho tiempo, ya no vas a entristecerte más. Osas sublevarte contra poderes y personas cuyo ascenso al Gobierno deseaste siempre ardientemente. Pero tú eres débil, joven Miklas, y no tienes protectores.
El poder que has amado es cruel. No admite la menor crítica y destruye al que se rebela. Serás destruido, muchacho, por los dioses a los que tú has rezado con fervor. Caes, de una pequeña herida salta un poco de sangre sobre la hierba, y tus labios están ahora tan blancos como tu brillante frente.
¿Llora alguien por tu caída, por un final así para una esperanza tan grande, tan ardiente y tan amargamente defraudada? Casi siempre estuviste solo. A tu madre no le has escrito desde hace años, se ha casado con un hombre extraño; tu padre está muerto, cayó en la guerra mundial. ¿Quién podría llorar? ¿Quién podría cubrir el semblante sobre tu juventud miserablemente desperdiciada, sobre tu miserable muerte? Así, te cerraremos los ojos, para que no estén más tiempo abiertos y miren fijamente al cielo con esta queja muda, con este indecible reproche. ¿Eres más rencoroso, pobre niño, ahora en la muerte, de lo que pudiste serlo en una dura vida? Quizás entonces puedas perdonar que seamos nosotros, tus enemigos, los únicos que nos inclinemos sobre tu cadáver.
Tu destino se ha cumplido, fue muy rápido. Tú has provocado el final, tú lo has llamado. ¿No habías reunido a otros muchachos —aún más ignorantes, aún más jóvenes que tú mismo— a tu alrededor, y habías jugado con ellos a conspirar? ¿A quién queríais llamar a la vida? ¿A vuestro Führer, o a un sátrapa? Vosotros pensabais que todo tendría que ser «diferente»; ése era uno de vuestros grandes deseos. La Revolución Nacional —así pensabais—, la verdadera, la auténtica revolución sin compromisos, con la que os habían engañado vergonzosamente… ahora está vencida y proscrita. Incluso ¿no enviasteis vosotros mismos una carta a un hombre de la emigración que en tiempos fue amigo de vuestro Führer y se sintió decepcionado por él, como vosotros?
Todo fue traicionado, naturalmente, todo fue traicionado, y una mañana se presentaron en tu casa muchachos de uniforme, tú habías tenido que ver con ellos, eran viejos conocidos. Y te obligaron a subir a un coche que esperaba abajo. Tampoco te negaste mucho tiempo. Te llevaron a un par de kilómetros de la ciudad, a un bosquecillo. La mañana era fría, tú temblabas, pero ninguno de tus viejos camaradas te dio una manta. El coche se detuvo y te ordenaron pasear un poco. Anduviste un par de pasos. Sentiste de nuevo el olor de la hierba, y el viento matutino rozó tu frente. Te mantuviste derecho. Quizá se hubieran asustado los del coche de la indecible expresión de altivez de tu rostro; pero ellos no veían tu rostro; sólo veían tu espalda. Fue entonces cuando sonó el tiro.
En el Teatro Nacional, cuyo escenario no te dejaban pisar desde hacía semanas, se dio la noticia de que habías tenido un accidente de coche. La noticia fue acogida con serenidad, y nadie se sintió inclinado a comprobar su veracidad. La señorita Lindenthal opinó:
—Terrible, ¡un muchacho tan joven! Por cierto, nunca me cayó demasiado simpático. Tenía un aspecto inquietante, ¿no le parece, Hendrik? Miraba con tanto enojo…
Esta vez Hendrik no dio respuesta alguna a su influyente amiga. Le horrorizaba imaginar el rostro del joven Hans Miklas. Pero se le aparecía, lo quisiera o no. Allí estaba, ante él, muy claro en la penumbra del comedor. Los ojos estaban cerrados, sobre la frente había brillo. Los labios, adelantados con obstinación, se movían. ¿Qué decían? Hendrik dio la vuelta y huyó. El ajetreo del día le salvó de tener que escuchar el mensaje que aquel rostro severo, liberado por la muerte, tenía para él.