El pacto con el diablo
Llorad. Las tinieblas se ciernen sobre este país. Dios ha apartado su rostro de él, un río de sangre y lágrimas corre por las calles de todas sus ciudades.
Llorad. Este país ha sido contaminado, y nadie sabe cuándo podrá purificarse. ¿Cuántas penitencias y ayudas a la felicidad de la Humanidad serán precisas para expiar tan terrible vergüenza? La sangre y las lágrimas se mezclan con el fango en todas sus calles, en todas sus ciudades. Lo que había sido bello fue manchado, lo que había sido cierto fue arrasado por la mentira.
En este país la sucia mentira usurpa el poder. Vocifera en las salas de junta, desde los micrófonos, desde las columnas de los periódicos, desde la pantalla del cine. Abre la boca, y su aliento apesta como a pus y podredumbre: este aliento expulsa a muchos hombres, pero para aquellos que se ven obligados a quedarse, el país se ha convertido en una cárcel, en una mazmorra pestilente.
Llorad. Los jinetes del Apocalipsis están en camino, aquí se han establecido y formado un atroz regimiento. Desde aquí quieren conquistar el mundo: pues esa es su intención. Quieren dominar tierras y mares. Su monstruosidad ha de ser honrada y adorada en todas partes. Su fealdad tendrá que ser admirada como una nueva belleza. Donde hoy aún se ríen de ellos, mañana yacerán boca abajo ante ellos. Están dispuestos a asaltar al mundo con sus guerras para después poderlo humillar y corromper, como hoy humillan y corrompen el país que ya dominan: nuestra patria, sobre la que se han cernido las tinieblas, de la que Dios, encolerizado, ha apartado su rostro. En nuestra patria es noche. Los malvados señores viajan a través de sus comarcas en grandes coches, en aviones o en trenes extraordinarios. Viajan diligentes de un lado a otro. En todas las plazas de mercado sueltan sus mentiras. En todo lugar en que aparecen ellos o sus esbirros se apaga la luz de la razón, triunfan las tinieblas.
El actor Hofgen se encontraba en España cuando, gracias a las intrigas en el palacio del venerable Presidente y Mariscal del Reich llegó a Jefe de Gobierno aquel sujeto que hablaba a ladridos y al que Hans Miklas y un gran número de ignorantes y desesperados llamaban su Führer. El actor Hendrik Hofgen hacía el elegante estafador en una película policíaca, cuyos exteriores se rodaban en las cercanías de Madrid. Después de un día agotador volvió por la tarde cansado al hotel, compró periódicos en conserjería y se estremeció: ¡Aquel tipo de palabras ampulosas, de quien se había burlado tan a menudo en el círculo de compañeros inteligentes y vanguardistas, se había convertido repentinamente en el más poderoso hombre del Estado! «¡Esto es horrible!», pensó el actor Hofgen. «¡Lina horrible sorpresa! ¡Y yo estaba convencido de que a esos nazis no había que tomarlos muy en serio! ¡Qué error!»
Estaba con su hermoso traje de entretiempo en el vestíbulo del Hotel Ritz, donde un público internacional comentaba los desdichados sucesos de Alemania y la reacción de la Bolsa ante ellos. Al pobre Hendrik le dieron escalofríos al pensar lo que le esperaba. Muchas personas a las que había tratado mal tendrían ahora la posibilidad de vengarse. Casar von Muck, por ejemplo. ¡Si él se hubiera puesto a bien con el vate de patria y costa, en lugar de rechazar todas sus obras! ¡Qué imperdonable falta había cometido! Ahora se daba cuenta, pero ya era tarde. Demasiado tarde. Ya tenía gran cantidad de enemigos irreconciliables entre los nazis. Incluso en el pequeño Hans Miklas tuvo que pensar ahora el atemorizado Hendrik. ¡Qué no habría dado por hacer reversible lo ocurrido en el Teatro de los Artistas, allá en Hamburgo! ¿Cuál fue la bagatela que dio pie a una disputa que posteriormente se demostró tan lamentable? Ah, sí, una actriz llamada Lotte Lindenthal: muy posiblemente también ella se convertiría en una persona en alto grado conveniente o dañina…
Temblándole las rodillas, entró Hendrik en el ascensor. Anuló una cita que tenía esa noche con algunos colegas. Pidió la cena en su habitación. Después de haber tomado media botella de champaña, su ánimo adquirió mayor confianza.
Había que estar frío y preparado, protegerse del pánico. Ese tal «Führer» era canciller, algo suficientemente desagradable. Pero aún no era dictador, y posiblemente no lo llegaría a ser nunca. La gente que lo había izado al poder, aquellos nacionalistas, se preocuparán de que no les pase por encima. También se acordó de los partidos de la oposición, que aún existían. Los socialdemócratas y los comunistas le presentarían resistencia, quizá incluso resistencia armada. Eso pensó Hendrik Hofgen en la habitación del hotel, ante su media botella de champaña, y no sin placentero estremecimiento. ¡No, estaba muy lejos la dictadura nacionalsocialista! Quizá cambiase la situación sorprendentemente deprisa: el intento de entregar el pueblo alemán al fascismo podía desembocar en la revolución socialista. Una cosa así era muy posible, y con ello se demostraría que el actor Hofgen había especulado en forma enormemente astuta y con visión de futuro. Pero aun suponiendo que los nazis se mantuvieran en el Gobierno, ¿qué podía temer de ellos el actor Hofgen? No pertenecía a ningún partido, no era judío. Sobre todo esta circunstancia —el no ser judío— le pareció a Hendrik tremendamente consoladora y significativa. ¡Nunca hubiera pensado que esto era una ventaja inesperada y significante! No era judío, luego todo se le podría perdonar, incluso el hecho de que en el cabaret Sturmvogel se hubiera presentado como «compañero». El era rubio y de Renania. También papá Kobes había sido un renano rubio antes de que las dificultades económicas lo hicieran llenarse de canas. Y su madre Bella y su hermana Josy eran renanas rubias.
—Soy un renano rubio —canturreaba aliviado.
Y se fue de buen humor a la cama.
A la mañana siguiente, como es natural, se sentía mucho más angustiado. ¿Cómo le tratarían los colegas que nunca habían actuado en el Sturmvogel, ni habían sido tachados de bolcheviques de la cultura por Muck? Realmente le pareció que se mostraban muy fríos con él cuando iban juntos hacia el lugar de rodaje. Sólo el cómico judío inició una conversación más larga con él, lo que se podía considerar más bien preocupante. Como Hendrik se aislaba y se sentía ya como un mártir, empezaba a resultar obstinado e indomable. Al cómico le dio su opinión de que los nazis estarían pronto arruinados y desprestigiados. El pequeño humorista dijo, medroso:
—No, si han llegado hasta ahí, se quedarán mucho tiempo. Quiera Dios que recobren un poco la razón y sean más tolerantes con los nuestros. Si uno se comporta con tranquilidad, no puede sucederle gran cosa.
Esto esperaba el cómico, y Hendrik en el fondo tenía la misma esperanza, aunque era demasiado orgulloso para reconocerlo.
El mal tiempo impidió al grupo de actores rodar exteriores. Se vieron obligados a permanecer en Madrid hasta finales de febrero. Las noticias procedentes de la patria eran confusas y excitantes. Parecía fuera de toda duda que Berlín vivía con auténtico delirio su entusiasmo hacia el canciller nacionalsocialista del Reich. Muy diferentes eran las cosas en el sur de Alemania, especialmente en Munich, si se podía dar crédito a los periódicos y a las informaciones privadas. Se decía que era de esperar la separación de Baviera y la entronización en ella de la dinastía Wittelsbach. Pero quizá fueran rumores huecos o exageraciones de carácter tendencioso. De cualquier forma, pensó Hendrik, era mucho mejor no fiarse de ellos y acentuar manifiestamente la simpatía hacía el nuevo régimen. Así lo consideraron también los actores que estaban en Madrid para rodar una película policíaca. El que hacía de joven enamorado —un hombre atractivo, con un apellido largo que sonaba como eslavo— se jactaba de pronto de ser desde hacía ya muchos años miembro del Partido Obrero Nacional Socialista Alemán, hecho que, congruentemente, había callado hasta ese momento; su oponente femenina, cuyos blandos ojos oscuros y su nariz, suavemente aguileña, hacían dudar de su pureza de raza germana, dio a entender que estaba casi prometida a un alto funcionario del mismo partido. Al cómico judío se le veía cada vez más taciturno.
Hofgen, por su parte, había decidido adoptar la táctica más sencilla y efectiva: se recubría de un silencio misterioso. Nadie debería intuir cuántas preocupaciones escondía. Pues las noticias que de la señorita Bernhard y otros devotos le llegaban desde Berlín eran impresionantes. Rose escribió que había que prepararse para lo peor. Se explayaba sobre «listas negras», que los nazis confeccionaban ya desde años antes, y en las cuales no faltaban ni el Maestro, ni el académico Bruckner, ni él mismo. El Maestro se encontraba en Londres, y de momento no pensaba volver a Berlín. La señorita Bernhard recomendaba a su Hendrik que por un tiempo se mantuviera alejado de la capital alemana… Sintió escalofríos cuando leyó esto. Hasta hacía poco él había sido el más elegante, ¡y ahora tenía que convertirse en un emigrante! No le resultó fácil tomar ante sus suspicaces colegas un gesto de frialdad, ni estar durante el rodaje tan relajado y canallesco como esperaban de él.
Cuando el grupo de actores se disponía a volver a casa, y hasta el cómico judío preparaba con gesto disgustado las maletas, Hendrik dijo que unas importantes reuniones por asuntos de cine le reclamaban en París. Su idea era ganar tiempo. Ahora no era en absoluto aconsejable mostrarse en Berlín. Algunas semanas después las cosas se habrían apaciguado ya…
Ignoraba que, por el contrario, le esperaban aún las peores sorpresas. Lo primero que supo al llegar a París fue la noticia del incendio del Reichstag. Hendrik, acostumbrado a vislumbrar métodos criminales tanto por su larga experiencia en papeles de canalla como por su instinto natural para las intrigas de los bajos fondos, comprendió en seguida quién había maquinado y llevado a cabo aquel crimen alevoso: la inicua y al tiempo infantil astucia de los nazis se había ejercitado y entusiasmado con aquellas películas y obras de teatro en las cuales Hendrik solía hacer los papeles principales. Hendrik no podía ocultarse a sí mismo que con el horror que sentía ante el burdo truco de este incendio se mezclaba otro sentimiento, que era de agrado y casi de placer. La fantasía corrompida del aventurero se decidió por el fraude petulante; claro que sólo podía tener éxito porque en la misma Alemania ya nadie se atrevía a levantar la voz contra él, y porque el resto del mundo, más preocupado por la propia tranquilidad que por la decencia de la vida europea, tendía a no inmiscuirse en los asuntos internos de aquel sospechoso Reich.
«¡Qué fuerza inconcebible tiene la maldad!», pensaba el actor Hofgen con un horror respetuoso. «¡Todo lo que puede uno permitirse y conseguir impunemente! En el mundo sucede como en las películas y las obras cuyo héroe he sido yo tan a menudo». Esto fue momentáneamente lo más objetivo que osó pensar. Pero intuitivamente, y sin querer reconocerlo, sintió por primera vez una misteriosa relación entre su propio ser y aquella esfera desacreditada, corrupta, en la que se tramaban y realizaban vulgares bribonadas como aquel incendio.
En principio, naturalmente, Hendrik no se sentía inclinado a especular sobre la psicología de los criminales alemanes y sobre los lazos de unión que le podían acercar a estos tipos de los infiernos: tenía motivos para preocuparse por su futuro próximo. Después del incendio del Reichstag habían sido detenidas en Berlín varias personas con las que él había tenido confianza, entre ellas Otto Ulrichs. Rose Bernhard había dejado su puesto en los teatros del Kurfürstendamm y había salido apresuradamente hacía Viena. Desde allí aconsejaba calurosamente a Hendrik que no pisara suelo alemán bajo ningún pretexto. «Tu vida estaría en peligro», decía en la carta que escribió desde el Hotel Bristol de Viena.
Hendrik pensó que posiblemente habría que considerar todo aquello como exageraciones románticas. Pero, a pesar de todo, estaba inquieto. Día a día aplazaba su viaje. Desocupado y nervioso, vagaba por las calles de París. No conocía la ciudad, pero tampoco estaba en condiciones de apreciar su encanto, ni siquiera de verla.
Estas semanas fueron terribles, quizá las más amargas de su vida. No veía a nadie. Sabía que alguno de sus conocidos estaba en París, pero no se atrevía a ponerse en contacto con ellos. ¿Qué se dirían? Lo enervarían con patéticas experiencias sobre los sucesos alemanes, que de hecho eran cada vez más irracionales y temibles. Seguro que esta gente ya habría roto todos los puentes con una patria cuyos tiranos les profesaban un odio irreconciliable. Eran ya exiliados. «¿Lo soy yo también?», se tuvo que preguntar Hendrik Hofgen, atemorizado. Pero todo en él se negaba a aceptarlo.
Por otro lado, en las muchas horas de soledad que pasaba en la habitación del hotel, bajo los puentes, en las calles, en los cafés de París, empezó a crecer una oscura porfía, una porfía buena, el mejor sentimiento que había tenido nunca. «¿Es preciso que suplique el perdón de este atajo de asesinos?», —pensó después. «¿Dependo de ellos? ¿No tiene mi nombre fama internacional? En cualquier sitio podría salir adelante, no sería excesivamente fácil, pero lo conseguiría. Sí, qué alivio, que liberación significaría esto: con orgullo y libre me retiraría de un país donde el aire está apestado; declararía en voz alta mi solidaridad con aquellos que quieren luchar contra el régimen manchado de sangre. ¡Qué puro me podría sentir, si pudiera obligarme a tomar esta decisión! ¡Qué nuevo sentido, qué nueva dignidad adquiriría mi vida!»
Con estos estados de ánimo, que eran muy fuertes y tétricamente agradables, pero que nunca duraban mucho tiempo, empezó a sentir regularmente la necesidad de volver a ver a Barbara, de hablar con ella largo y tendido. Barbara, a la que había llamado su ángel bueno. ¡Con qué urgencia la necesitaba ahora! Pero ya hacía meses que no tenía noticias suyas, no sabía siquiera dónde estaba. «¡Quizá esté en la finca de la abuela, sin preocuparse de nada!», pensó amargamente. «Ya se lo auguré, que encontraría en el terrorismo fascista alguna faceta interesante. Tenía que suceder: yo soy el mártir, vago por las calles de esta ciudad extraña; en cambio, ella quizás estará charlando con uno de esos asesinos y verdugos, como solía hablar con Hans Miklas…»
Como su soledad se le iba haciendo insoportable, pensó en traer a la princesa Tebab de Berlín a París. ¡Qué refrescante fortaleza sería oír su risa atronadora, tocar su fuerte mano, áspera como la corteza de un árbol! Dar la espalda a Alemania y empezar una nueva vida salvaje con la princesa Tebab: ¡Qué hermoso y correcto sería! ¿No estaría dentro de lo posible? Sólo necesitaba telegrafiar a Berlín, y al día siguiente llegaría la Venus negra, con sus botas verdes de caña alta y la roja fusta trenzada en la maleta. Hendrik tenía dulces y rebeldes sueños en cuyo centro se encontraba la princesa Tebab. Con colores fuertes y excitantes se pintaba la vida que podría llevar con ella. Podrían empezar ganándose el pan como pareja de baile en París, Londres o Nueva York. ¡Hendrik y Juliette los mejores bailarines de claqué del mundo! Pero seguramente no acabarían como pareja de baile. Hendrik sopesaba otras posibilidades. De la pareja de baile podría surgir una pareja de estafadores, ¡qué divertido sería hacer en la vida real el papel de criminal mundano que tantas veces había incorporado en el cine y en el teatro, con todos sus peligros y consecuencias! Hombro con hombro junto a esa maravillosa salvaje, engañar y provocar a la odiada sociedad que ahora, con el fascismo, descubría su verdadera, horrible faz. ¡Qué encantadora imagen! Varios días estuvo Hendrik obsesionado con ella. Quizá hubiera dado el primer paso para su realización y telegrafiado a la princesa, si no hubiera recibido una noticia que cambió de golpe su situación.
La significativa carta era de la pequeña Angelika Siebert. ¡Quién hubiera pensado que precisamente ella, a la que Hendrik había ignorado cruel y altanero, iba a tener de nuevo una función tan determinante en su vida! Hacía mucho tiempo que Hendrik no había pensado para nada en la pequeña Siebert, y ahora que intentaba recordar su rostro —aquella amable, medrosa carita de treceañera con claros ojos fruncidos, cortos de vista— le parecía como si siempre hubiera estado cubierto de lágrimas. ¿No lloraba Angelika casi ininterrumpidamente? ¿Y no le había dado Hendrik motivos para llorar? Hendrik se acordaba muy bien de cómo la había tratado casi siempre… Su singularmente tierno corazón le había permanecido fiel, a pesar de todo. Eso admiraba profundamente a Hendrik. Por buenas razones, juzgando por sí mismo a los demás, contaba continuamente con la infamia egoísta de los seres humanos. La buena acción, el magnífico y tierno acto, le dejó confundido. En su solitaria habitación de hotel, cuyas paredes y muebles conocía tan bien que había empezado a odiarlos y temerlos, no tuvo más remedio que llorar cuando leyó la carta de Angelika. No sólo el nerviosismo y la irritabilidad le hicieron sollozar; también le humedecía los ojos una auténtica emoción. ¡Qué dicha, que compensación a tantos sufrimientos hubiera supuesto para Angelika ver cómo él, el hombre por el que había derramado muchas lágrimas, lloraba ahora, y que en definitiva había sido su amor el que llenó sus peligrosos, caros y fríos ojos de saladas gotas!
Angelika le informaba en su carta de que estaba en Berlín, trabajaba en el cine y le iba medianamente bien. Un joven director de mucho éxito se había empeñado en casarse con ella, «pero naturalmente, yo no tengo la menor intención», escribió, y a Hendrik le dio risa al leerlo. Sí, así era ella, esquiva y cerrada a solicitudes y ofrecimientos, por atractivos que fueran; únicamente obsesionada con lo inalcanzable, derrochando sus sentimientos siempre allí donde eran ignorados y despreciados. En el rodaje de una gran comedia romántica había conocido a la actriz Lotte Lindenthal, precisamente aquella dama que había sido la primera sentimental en Jena, al tiempo que la amiga de un oficial de aviación nacional socialista. Hendrik, que seguía con avidez y odio los acontecimientos alemanes, sabía que el oficial de aviación pertenecía al grupo de hombres más poderosos del nuevo Reich. Por tanto, Lotte Lindenthal también se había convertido en una persona influyente. A ella le había recomendado Angelika Siebert su amigo Hendrik con éxito.
En un tono entusiasta explicaba la carta el encanto superior, la inteligencia, la bondad y la dignidad de la Lindenthal. Según la opinión de Angelika, podía estar seguro de que esta amable y cariñosa dama influiría desde todos los puntos de vista favorablemente en su poderoso amigo. Ya lo estaba haciendo, especialmente en todo aquello que afectara al teatro. El gran hombre tenía un benévolo interés por el teatro, la opereta y la ópera. Sus amadas —o las damas a las que admiraba especialmente— eran casi siempre actrices de tipo ampuloso y sentimental. A ellas les hacía cualquier favor, siempre que no se tratara de nada serio, sino sólo de asuntos secundarios y ligeros, como, por ejemplo, de la carrera de un actor. Angelika Siebert había llamado la atención de Lotte Lindenthal sobre el hecho de que Hendrik Hofgen estuviera en París sin atreverse a volver a Alemania. Esto hizo reír a la favorita del poderoso. «¿Qué teme este hombre?», quiso saber con mirada ingenua. Hofgen no era judío, sino un renano rubio, y tampoco había estado afiliado a ningún partido. Además era un importante artista, la señorita Lindenthal lo había visto haciendo de Mefistófeles.
—No podemos prescindir de hombres como él —dijo la importante señora, y prometió hablar en ese mismo día sobre el caso con su poderoso prometido—. Manne es un liberal de punta a cabo.
Así lo aseguraba la primera sentimental de Jena, que tenía motivos para saberlo, y todos los presentes sintieron un horror respetuoso porque ella se permitía hablar del temido gigante con tanta confianza e intimidad.
—Tampoco es rencoroso. A pesar de todas las extravagancias y tonterías que se haya permitido Hofgen en otros tiempos, él lo comprenderá, sobre todo tratándose de un artista de calidad. Lo más importante es el buen fondo —dijo Lotte un poco irreflexivamente, pero con acento cordial. E hizo lo que había prometido. Cuando el poderoso le hizo su visita vespertina, le suplicó:
—¡Manne, sé bueno!
Ella se había empeñado en tener como oponente masculino a Hendrik Hofgen en la comedia con la que iba a debutar en el Teatro Nacional de Berlín.
—Nadie sería tan indicado para el papel como él —charlaba la sentimental—, ¡En el fondo, a ti te interesa también que tenga un buen partenaire cuando actúe por primera vez ante los camaradas berlineses!
El general se informó de si Hofgen era judío. Cuando se enteró de que, por el contrario, era con toda seguridad renano y rubio, prometió que «a ese chico» no le sucedería nada, sin importar lo que hubiera hecho anteriormente.
Del positivo resultado de esta conversación con Manne, informó la Lindenthal rápidamente a su pequeña colega, la Siebert, y ésta por su parte no esperó ni un momento para contar a Hendrik el maravilloso giro que habían tomado las cosas.
¡Así acababan los días de sufrimiento en París! Los paseos solitarios por el bulevar Saint-Michel, a la orilla del Sena o a través de los Campos Elíseos, ante cuya belleza él había estado ciego. ¿Había tenido Hendrik Hofgen alguna vez sueños de rebeldía en una solitaria habitación de hotel? ¿Había sentido en algún momento la necesidad, imperiosa y de alguna sombría forma placentera, de purificarse, de liberarse, de huir hacia una nueva y salvaje vida? El ya no lo recordaba; mientras hacía las maletas lo olvidó todo. Canturreando de gusto y tentado repentinamente de saltar en el aire, se dirigió a la agencia de viajes Thomas Cook & Son, junto a la Madeleine, a recoger su billete de coche-cama hacia Berlín.
De vuelta hacia el hotel, situado en las cercanías del Bulevar Montparnasse, Hendrik pasó por delante del Café du Dome. La temperatura era suave, había mucha gente sentada en las terrazas, las mesas y las sillas se adentraban en la acera, situadas bajo ligeros toldos. Hendrik, acalorado por la caminata, sintió ganas de sentarse un cuarto de hora, para tomar un zumo de naranja, y se paró. Pero mientras miraba altivo a la gente que charlaba, cambió sus planes. «¿Quién sabe con quién me puedo encontrar aquí?», pensó. «¿No es este Café du Dome el lugar donde se encuentran los exiliados? No, no, será mejor pasar de largo.» Ya estaba a punto de hacerlo, cuando su mirada se detuvo en un grupo de personas que permanecían sentadas, en silencio, alrededor de una de las pequeñas mesas redondas. Hendrik se estremeció. Se asustó tanto, que sintió un pinchazo en el estómago y no se pudo mover durante algunos segundos.
Primero reconoció a la señora von Herzfeld, más tarde se dio cuenta de que Barbara estaba sentada junto a ella. Barbara estaba en París, había estado todo el tiempo cerca de él. Él había tenido nostalgia de ella, la había necesitado como nunca, y ella había vivido en la misma ciudad, en el mismo barrio, quizá sólo un par de casas más allá… Barbara había abandonado Alemania, y allí estaba, sentada en la terraza del Café du Dome, junto a Hedda von Herzfeld, de la que nunca había sido amiga allá en Hamburgo. Ahora, sin embargo, las habían acercado circunstancias especiales y duras… Estaban sentadas en la misma mesa. Las dos callaban, las dos con la misma mirada pensativa y profunda, que parecía pasar por delante de los objetos para quedar fija en la lejanía.
«¡Qué pálida está Barbara!», pensó Hendrik, que se sentía como si las personas sentadas frente a él no fueran reales, sino que, producto de su excitado cerebro, no existieran más que en su imaginación como un espejismo. Si vivían, ¿por qué no se movían? ¿Por qué estaban mudas e inmóviles y tenían los ojos tan tristes?
Barbara apoyaba en la mano su rostro delgado y pálido. Entre sus oscuras, fruncidas cejas había un rasgo que Hendrik no había visto nunca en ella: podía proceder de sus pensamientos cansados, amargados y daba a su rostro un aire casi iracundo. Llevaba un impermeable gris con el cuello alzado bajo el que resaltaba un chal rojo. A causa de esta vestidura, como del gesto doloridamente tenso, su expresión adquiría algo de salvaje, casi terrible.
La señora von Herzfeld estaba también pálida, pero en su rostro, ancho y blando, no aparecía el rasgo amenazador; sólo mostraba suave aflicción. Además de Barbara y Hedda estaban en la mesa una muchacha a la que él no conocía y dos hombres jóvenes, uno de los cuales era Sebastian: Hofgen lo conoció por la postura de la cabeza, por los ojos turbios, blandos y pensativos y por los mechones, de un color rubio trigo, que le caían sobre la frente inclinada.
Hendrik quiso decir algo, saludar, abrazar a Barbara, hablar con ella, como había deseado tanto durante los días de soledad. Pero su cabeza se llenó de consideraciones. «¿Cómo me recibirán? Me harán preguntas, ¿cómo las podré contestar? Aquí, en el bolsillo, llevo mi billete de vuelta a Berlín, por la intercesión de dos rubias, amistosas damas; estoy casi reconciliado con el régimen que ha arrojado de su patria a estas personas y al que yo juré enemistad eterna ante Barbara. ¡Qué sonrisa despectiva no tendría que aguantar de Sebastian! ¿Y cómo podría soportar la mirada de Barbara, su oscura, burlona, despiadada mirada?… Tengo que huir —parece que, por fortuna, no se han dado cuenta de mi presencia—, todos miran de esa manera tan curiosa el vacío… Tengo que marcharme, este encuentro sería demasiado para mis fuerzas…»
En la mesa no se movía nadie, todos parecían mirar a través de Hendrik como si fuera aire. Estaban inmóviles, como si un gran dolor los hubiera petrificado. Hendrik, mientras tanto, se alejaba con pasos cortos y envarados, como anda aquel que se aleja de un gran peligro, pero que quiere disimular su huida.
Después del primer ensayo dijo Lotte Lindenthal a Hofgen:
—Es una verdadera lástima que el general esté precisamente ahora tan ocupado. Si lo pudiera arreglar de alguna manera, seguro que vendría a un ensayo, para ver cómo trabajamos. No se puede usted imaginar qué consejos tan estupendos nos da a veces a los actores. Creo que entiende tanto de teatro como de aviones, que ya es decir.
Hendrik sí se lo podía imaginar, y asintió respetuoso. Después preguntó a la señorita Lindenthal si la podría llevar a casa en su coche. Ella accedió con una sonrisa benevolente. Mientras él le ofrecía el brazo, dijo en voz baja:
—Es una gran alegría para mí poder actuar junto a usted. En los últimos años he tenido que padecer mucho con el amaneramiento de mis compañeras. Dora Martin ha estropeado a las actrices alemanas con el mal ejemplo de su estilo envarado. Eso ya no era hacer teatro, sino un vocerío histérico. Y por fin oigo su tono claro, sencillo, inspirado y cálido.
Sus ojos algo saltones, violetas y bobos le miraron agradecidos.
—Estoy muy contenta de que me diga esto —susurró, apretando su brazo—. Porque sé que usted no me adula. Una persona que se toma su oficio tan sagradamente en serio como usted no lisonjea en cuestiones artísticas.
Hendrik por su parte se horrorizó ante el pensamiento de haber podido adularla.
—Pero, por favor —se puso la mano sobre el corazón—. ¡Yo lisonjear! Mis amigos suelen reprocharme el que me guste demasiado decir las verdades a la cara, por desagradables que sean.
—Me gustan los hombres sinceros —aclaró la Lindenthal.
—Ya hemos llegado, ¡lástima! —dijo Hendrik.
Había detenido el coche ante un elegante edificio en la calle Tiergarten, donde vivía Lotte Lindenthal. Se inclinó sobre su mano para besarla, retirando un poco el guante de piel gris, de manera que sus labios pudieran rozar la mano, blanca como la leche. Pareció que ella no se había dado cuenta de este pequeño atrevimiento, o al menos no lo censuró; su sonrisa seguía siendo radiante.
—Mil gracias por haberme permitido acompañarla —dijo él, inclinado sobre su mano. Mientras ella se dirigía hacia el portal, el pensó: «Si ahora se vuelve, todo va bien. Si hasta saluda, será un triunfo para mí, y podré llegar lejos.» Ella cruzó la calle muy erguida. Cuando llegó al portal volvió la cabeza, puso un gesto amable y —¡qué maravilla!— levantó la mano saludando. Hendrik sintió una gran felicidad. Luego Lotte Lindenthal hizo, retozona:
—¡Ta, ta!
Esto era más de lo que él esperaba. Con un gran suspiro de alivio se apoyó en el asiento de piel de su Mercedes.
Hendrik lo sabía ya antes de llegar a Berlín: sin la protección de la Lindenthal estaba perdido. La pequeña Angelika, que lo recogió en la estación, se lo había querido explicar, pero él conocía claramente su situación, sin necesidad de esto. Tenía terribles enemigos, entre ellos alguno tan influyente como Casar von Muck, al que el Ministro de Propaganda había hecho principal del Teatro Nacional. El dramaturgo, cuyas obras él había rechazado sistemáticamente, le tenía preparado un frío recibimiento. Su rostro de ojos acerados y boca fruncida tenía una expresión de inaccesible severidad y dignidad, mientras decía:
—No sé si se adaptará de nuevo a nosotros, señor Hofgen. Aquí reina un espíritu distinto al que usted acostumbraba a ver en esta casa. El bolchevismo cultural ha terminado —aquí se irguió el autor del drama Tannenberg amenazadoramente—. No tendrá ya ocasión de interpretar las obras de su amigo Marder, o aquellas comedietas francesas que tanto le gustaban. Aquí ya no hacemos arte semita o galo, sino alemán. Usted tendrá que demostrar, señor Hofgen, si está en condiciones de sernos útil en tan noble trabajo. Me parece, sinceramente, que no había ningún motivo especial para traerlo de París —con la palabra París brillaron terriblemente los ojos de Casar von Muck— Pero la señorita Lindenthal deseaba tenerlo como pareja en la pequeña comedia con la que ella debuta aquí —esto lo dijo Muck algo desdeñoso—. Yo no quería oponerme a los deseos de la dama —continuó con una falsa sinceridad, y acabó altanero—: Por cierto, estoy convencido de que el papel de elegante amigo de la casa y conquistador no le planteará ningún problema.
Con un ligero gesto militar, el principal dio por acabada la conversación.
Fue éste un temible principio, tanto más cuanto que Hendrik pensaba que tras el vengativo y arribista poeta se encontraba el Ministro de Propaganda en persona. Éste era casi todopoderoso en cuestiones culturales, y lo hubiera sido del todo, si al oficial de aviación ascendido a Presidente del Gobierno no se le hubiera metido en la cabeza conservar algo de influencia en lo referente al Teatro Nacional. En éste el gordo tenía mucho interés, aunque sólo fuera a causa de Lotte Lindenthal. Así llegaron a una lucha de competencias los dos poderosos, el Señor de la Propaganda y el Señor de los Aviones. Hendrik no había visto nunca personalmente a ninguno de los dos semidioses; pero sabía que sólo podría resistir durante un tiempo la enemistad del uno, si podía estar seguro de la protección del otro. El camino hacia el Presidente del Gobierno tenía como intermediaria a la actriz. Hendrik tenía que ganarse a Lotte Lindenthal.
En las primeras semanas de su nueva estancia en Berlín, sólo tenía un pensamiento: «Lotte Lindenthal me tiene que amar. Ninguna se ha podido resistir a los ojos de piedra preciosa ni a la sonrisa canallesca, y al fin y al cabo no es más que una mujer. Esta vez me juego el todo por el todo, tengo que poner en juego todos mis encantos, Lotte tiene que ser conquistada como una fortaleza. No importa que tenga el pecho alto ni los ojos de vaca, ni que su aspecto sea tan provinciano y casero, con su doble papada, para mí es más deseable que una diosa.»
Y Hendrik luchó. Estaba ciego y sordo ante todo lo que ocurría a su alrededor, su voluntad y su inteligencia estaban concentradas en una sola meta: cautivar a la rubia Lotte. Sólo tenía ojos para ella, ignoraba a todas las demás. La pequeña Angelika se había equivocado totalmente al creer que Hofgen le concedería, por agradecimiento, cierta atención. Solamente en las primeras horas después de su llegada había estado simpático con ella. Pero apenas le presentó a la Lindenthal pareció como si Angelika no existiera ya para él. Tuvo que llorar sobre el hombro de su realizador de cine. Hendrik, en cambio, se abalanzó sobre su meta, que se llamaba Lotte.
¿Notaba él cómo, habían cambiado las calles de Berlín? ¿Veía los uniformes pardos y negros, las banderas con la cruz gamada, la juventud que desfilaba? ¿Oía las canciones bélicas, que sonaban por las calles, en la radio, en la pantalla del cine? ¿Prestaba atención a los discursos del Führer, con sus amenazas y bravatas? ¿Leía los periódicos que embellecían, callaban y mentían acerca de aquellos horrores, sin que pese a todo pudieran ocultarlos del todo? ¿Se preocupaba por el destino de unos hombres a los que él había llamado amigos? Ni siquiera sabía dónde se encontraban. Quizás estaban sentados en la mesa de un café de Praga, Zurich o París, quizá habían sido torturados en algún campo de concentración, tal vez se mantenían escondidos en una buhardilla o un sótano de Berlín. A Hendrik no le interesaba estar informado a este respecto. «Yo no puedo ayudarles», era la frase con la que apartaba de su pensamiento a los que sufrían. «Yo mismo estoy continuamente en peligro, quién sabe si Casar von Muck no conseguirá mi arresto mañana. Cuando yo esté definitivamente a salvo, quizá entonces pueda ayudar a los demás.»
Contra su voluntad, y sólo a medias, oía los comentarios que le traían sobre el destino de Otto Ulrichs. El actor y agitador comunista, al que habían detenido inmediatamente después del incendio del Reichstag, había sido sometido a varios de aquellos procedimientos crueles a los que se llamaba «interrogatorios» y que en realidad no eran sino torturas despiadadas.
—Esto me lo ha contado uno que estuvo detenido en el edificio que había sido de Grabaciones Columbia, en la celda al lado de Ulrichs.
Así informaba con sorda voz atemorizada el crítico de teatro Ihrig, que había pertenecido a las izquierdas radicales hasta el 30 de enero de 1933 y que había sido agresivo promotor de una literatura estrictamente marxista, sólo al servicio de la lucha de clases. Ahora estaba a punto de firmar la paz con el nuevo régimen. ¡Cómo habían temblado en otros tiempos los escritores sospechosos de ideas burgueso-liberales o, peor aún, nacionalistas, ante el doctor Ihrig! Él, el vigilante e inexorable sacerdote de una ortodoxia marxista, que se había concedido el derecho de excomunión, los había condenado y aniquilado, al denunciarlos como mercenarios del capitalismo. El mandarín rojo de la literatura no se había detenido nunca a matizar ni a encontrar sutiles diferencias. Su pensamiento era: quien no está conmigo, está contra mí, quien no escribe según las recetas que yo considero válidas, es un perro de presa, un enemigo del proletariado, un fascista; y el que no lo sepa, se enterará por mí, el jefe del suplemento literario del Neues Borsenblatt. Los juicios categóricos del doctor Ihrig eran sagrados para todos aquellos que se consideraban pertenecientes a la vanguardia de izquierdas, aunque aparecieran en las páginas de un periódico profundamente capitalista. Pues en aquellos momentos los periódicos de la Bolsa se permitían la broma de publicar un suplemento marxista, eso les daba una nota picante y no molestaba seriamente a nadie. En aquellas columnas ignoradas por todo hombre de negocios serio, se podía desfogar un mandarín rojo.
El doctor Ihrig se había desfogado durante años y había llegado a ser una de las instancias decisivas en cuestiones de visión marxista del arte. Cuando los nacionalsocialistas tomaron el poder renunció a su cargo el redactor jefe del Neues Borsenblatt, que era judío. Sin embargo, el doctor Ihrig pudo demostrar que no había pertenecido a ningún partido socialista, además de que toda su familia, tanto en línea paterna como materna, era «aria». Sin dudarlo mucho, se comprometió a redactar el suplemento del Neues Borsenblatt desde aquel momento en un severo tono nacionalsocialista, que ahora brillaba tanto en las páginas políticas como en las «noticias varias de todo el mundo».
—Yo he estado siempre en contra de burgueses y demócratas —decía el avispado doctor Ihrig.
En verdad podía seguir hablando, como siempre, en contra del «liberalismo reaccionario», sólo habían cambiado los signos de su convicción antiliberal.
—Horrible esa historia de Otto —decía el imperturbable doctor Ihrig con rostro compungido.
El había destacado en muchos artículos al cabaret revolucionario Der Sturmvogel como la única empresa teatral de la capital con futuro y digna de atención. Ulrichs había pertenecido al más íntimo círculo del crítico.
—Horrible, horrible —murmuraba, quitándose las gafas de concha para limpiarlas.
También Hofgen consideraba que era horrible. Aparte de esto, no tenían demasiado que decirse. No se sentían a gusto en mutua compañía. Como lugar de reencuentro habían escogido un café apartado y poco frecuentado. Los dos estaban comprometidos por su pasado, y casi podía parecer una conjura, si alguien los viera juntos.
Callaban y miraban pensativamente al vacío, el uno a través de sus gafas de montura de concha, el otro a través de su monóculo.
—Yo no puedo hacer, de momento, nada por el pobre muchacho —observó Hendrik.
Ihrig, que iba a decir lo mismo, asintió. Volvieron a quedar en silencio. Hofgen jugueteaba con su boquilla. Ihrig carraspeaba. Quizá se avergonzaban el uno del otro. Cada uno sabía lo que pensaba el otro. Hofgen pensaba de Ihrig lo mismo que Ihrig de Hofgen: «Sí, sí, querido, tú eres tan traidor como yo mismo.» Este pensamiento lo adivinaba el uno en los ojos del otro. Por eso sentían vergüenza.
Como el silencio se hizo insoportable, Hofgen se puso en pie.
—Hay que tener paciencia —dijo en voz baja y puso para el crítico revolucionario su cara de instructor—. No es fácil, pero hay que tener paciencia. Que tenga usted suerte, querido amigo.
Hendrik tenía motivos de contento: la sonrisa de Lotte Lindenthal era cada vez más dulce, cada vez más prometedora. Cuando ensayaban una escena íntima —y la comedia El corazón se componía casi exclusivamente de escenas íntimas entre la esposa de un gran hombre de negocios, el papel de Lotte, y el galante amigo de la casa, que representaba Hendrik— ocurría a menudo que su pecho se acercaba suspirando a su compañero y le lanzaba miradas tiernas. Hofgen, por su parte, mantenía una actitud recatada de carácter melancólico disciplinado, y tras la cual parecía esconderse un deseo febril. Trataba a la señorita Lindenthal con una elegante, acentuada reserva, casi siempre la llamaba «estimada señora», en raras ocasiones señora Lotte, y sólo durante el trabajo, en el celo del ensayo común, se dejó arrastrar una vez al tú de compañeros. Pero sus ojos parecían decir siempre: «¡Si pudiera, tal como deseo! ¡Cómo te abrazaría, querida! ¡Cómo te apretaría, encanto! Para mi desgracia, tengo que contenerme, por lealtad hacia un héroe alemán que te considera suya…» Estos pensamientos vehementes y viriles eran los que traicionaban los bellos ojos del actor Hofgen. En realidad no pensaba sino: «¿Por qué, Dios mío, por qué ha elegido precisamente a ésta el Presidente del Gobierno, cuando hubiera podido tener cualquier otra? Será una buena persona y excelente ama de casa, pero está gordísima, y encima tan irrisoriamente afectada. Además es una mala actriz…»
En los ensayos le daban ganas de gritar a la Lindenthal. A cualquier otra colega le habría dicho: lo que usted hace, rica mía, es teatro provinciano del peor. Que haga de señora fina no implica que utilice una voz tan alta ni que estire el dedo meñique de esa forma tan grotesca, que tanto le gusta. Las damas elegantes no tienen ni mucho menos semejante costumbre. Y ¿dónde está escrito que la esposa de un gran hombre de negocios, si flirtea con el amigo de la familia, tiene que separar los codos del cuerpo, como si llevara una blusa pringada y maloliente y tuviera miedo de rozarse con las mangas? ¡Deje, por favor, esas tonterías!
Naturalmente, Hendrik se guardaba muy mucho de pronunciar semejantes palabras ante Lotte. Pero ella, aun sin oír tales groserías, parecía sentir que se ponía en ridículo en los ensayos.
—Me siento aún tan insegura —se quejó con su cara de muchachita ingenua—. Es el ambiente de Berlín, que me ofusca. Seguro que voy a quedar fatal, y a recibir pésimas críticas.
Actuaba como si fuera una joven debutante, que hubiera de temer seriamente a los críticos berlineses.
—¡Por favor, Hendrik, dígame! —daba palmas como un bebé con las manecitas alargadas—. ¿Me van a tratar con crueldad? ¿Me van a machacar, a destrozar?
Hendrik pudo convencerla, en su más sincero tono, de que aquello era totalmente imposible.
Mientras Hofgen y la Lindenthal ensayaban aún El corazón, se supo que el Fausto iba a ser incluido de nuevo en el repertorio del Teatro Nacional. Hendrik se enteró, con gran disgusto por su parte, de que Casar von Muck —seguramente de acuerdo con el Ministro de Propaganda— había decidido dar el papel de Mefisto a un actor que pertenecía desde muchos años antes al Partido Nacionalsocialista y al que había traído desde provincias a Berlín unas semanas antes. «Ésta es la venganza del autor de Tannenberg contra Hofgen, que había rechazado todas sus obras», pensó Hendrik. «Estoy acabado si Muck lleva a cabo su desgraciado plan. El Mefisto es mi gran papel. Si no lo puedo hacer quedará demostrado que estoy en desgracia. Está claro que la Lindenthal no ha hecho valer en mi favor su influencia con el presidente, o que no tiene tanta influencia como se le atribuye. No me quedará más remedio que hacer las maletas y volver a París, donde quizá me debería haber quedado; pues aquí es verdaderamente horrible. Mi posición es triste, sobre todo en comparación con la que disfruté antes. Todos me miran con desconfianza. Es sabido que el Principal y el Ministro de Propaganda me odian, y aún no tengo el mínimo indicio de contar con el favor del general de Aviación. ¡Estoy en una situación bien delicada! El Mefisto podría salvarlo todo, de él depende todo ahora…»
Antes de empezar el ensayo Hofgen se acercó con paso firme a Lotte Lindenthal, y el temblor de su voz no era en absoluto artificial cuando dijo:
—Señora Lotte, tengo que pedirle un gran favor.
—Siempre me gusta ayudar a mis compañeros —su sonrisa denotaba algo de miedo—. Si me es posible…
El habló mirándola profundamente a los ojos, hipnotizador:
—Tengo que hacer el Mefisto. ¿Me comprende, Lotte?
Su gran seriedad apremiante la asustó, y además estaba excitada por la proximidad de su cuerpo que desde hacía tiempo no le era ya indiferente. Ruborizándose ligeramente, los párpados cerrados, como una muchacha a la que se piden relaciones y que promete consultarlo con sus padres, susurró:
—Haré lo que pueda. Esta noche hablaré con él.
Hendrik, aliviado, respiró profundamente.
A la mañana siguiente le llamaron de la secretaría del Teatro Nacional convocándole para el primer ensayo del nuevo montaje del Fausto aquella misma tarde. Era la victoria. El Presidente lo había recomendado. Estoy salvado, pensó Hendrik Hofgen. Envió un gran ramo de rosas amarillas a Lotte Lindenthal, con las que incluyó una tarjeta, en la que escribió, con patéticas letras rectangulares, la palabra GRACIAS.
Dio por supuesto que el principal Casar von Muck le llamaría a su despacho antes de empezar la prueba. El autor nacional mostró la más sencilla cordialidad, una creación de actor muchísimo mejor que la de Hendrik con su elegante comedimiento.
—Me alegro de verlo como Mefisto —dijo el dramaturgo, haciendo brillar sus ojos acerados con calor viril—. Me alegro como un niño de verle en este papel eterno, profundamente alemán.
Estaba claro: el Principal se había decidido a cambiar súbita y totalmente su conducta frente a Hofgen, desde que el Presidente del Gobierno lo apoyaba. Naturalmente, Casar von Muck mantenía la intención irrevocable de no dejarle llegar muy lejos, y de retirarlo tan pronto como fuera posible del Teatro Nacional. Le pareció sin embargo aconsejable adoptar una forma de lucha mucho más solapada contra el antiguo enemigo. El señor Von Muck no tenía ni la más mínima intención de indisponerse por causa de Hofgen con el poderoso Presidente o con la Lindenthal. Como Principal del Teatro Nacional Prusiano tenía razones para estar en las mejores relaciones tanto con el Presidente como con el Ministro de Propaganda…
—Dicho entre nosotros —siguió el intendente con confianzuda camaradería—. A mí me tiene que agradecer el poder hacer Mefisto de nuevo —daba a su pronunciación un marcado acento sajón, con el que quizá deseara dar relieve a su sinceridad—. Había ciertas dudas —bajó la voz e hizo una mueca de sentimiento—, ciertas dudas a nivel ministerial. Usted entiende, mi querido Hofgen… Se temía que pudiera usted insuflar al nuevo montaje del Fausto un espíritu bolchevista de la cultura, como ellos dicen. Ya me entiende. Ahora bien, he conseguido rebatir y superar estos temores —concluyó alegre—, y dio al actor una amable palmada en el hombro.
Hofgen tuvo que superar aún un buen susto en aquel día lleno de triunfos. Cuando entró en el escenario tropezó con un joven. Era Hans Miklas. Hendrik no había pensado en él durante muchas semanas. Naturalmente, Miklas vivía, incluso tenía un contrato en el Teatro Nacional, e iba a hacer el discípulo en la nueva escenificación del Fausto. Hendrik no estaba preparado para este encuentro; aún no se había ocupado del reparto de papeles secundarios, a causa de todas las emociones que había tenido que superar. Ahora recapacitó rápidamente: «¿Cómo me comporto? Este muchacho recalcitrante me odia todavía, y por si no estuviera claro, me acaba de lanzar una mirada pálida y enfadada que no deja lugar a dudas. Me odia, no ha olvidado nada, y me puede dañar si le apetece. ¿Qué le impide contarle a Lotte Lindenthal por qué surgió aquel problema entre nosotros en la H. K.? Estaría perdido si se le ocurriera hacerlo. Pero no se atreverá, seguramente no llegará tan lejos.» Hendrik decidió: «Lo voy a ignorar e intimidar con mi arrogancia. Entonces pensaría que he llegado arriba, que tengo todos los triunfos en la mano y que no puede hacer nada contra mí». Se fijó el monóculo ante el ojo, hizo una mueca burlona y habló por la nariz:
—Señor Miklas, ¡vaya por Dios! ¡Que ande usted aún por aquí! —y al tiempo se miró las uñas, sonrió canallescamente, carraspeó y pasó de largo.
Hans Miklas apretó los dientes y calló. Su rostro quedó inmóvil, pero cuando Hendrik ya no lo podía ver se contrajo de odio y de dolor. Nadie se preocupó del muchacho, que se apoyó, obstinado y solitario, en un bastidor. Nadie vio cómo cerró los puños y cómo sus ojos claros se llenaron de lágrimas. A Hans Miklas le temblaba todo el cuerpo, delgado y seco, que recordaba el de un muchacho de la calle subalimentado o el de un acróbata sobreentrenado. ¿Por qué temblaba Hans Miklas? ¿Y por qué lloraba?
¿Empezaba a comprender que le habían engañado, engañado en una medida terrible, enorme e irreversible? No, aún no había llegado al punto en que lo pudiera comprender. Sin embargo, ya empezaban a surgir las primeras intuiciones. Y estas intuiciones eran tales, que sus manos se contraían y sus ojos se llenaban de lágrimas.
Las primeras semanas después de la toma del poder por los nacionalsocialistas y su «Führer», esta joven criatura se sintió en la gloria. El bello y gran día, el día de la realización, al que tanto tiempo y con tanta nostalgia había esperado, ese día había llegado. ¡Qué regocijo! El joven Miklas había sollozado y bailado de alegría. Entonces brilló su rostro a la luz del auténtico entusiasmo: sobre su frente había brillo, y brillo en sus ojos. Cuando agasajaron al Canciller del Reich, al Führer, al salvador, con el desfile de antorchas, ¡cómo había gritado él por la calle y cómo había lanzado sus miembros como un poseso, arrastrado por el vértigo en que vibraba una ciudad de millones de habitantes, un pueblo entero! Ahora todas las promesas se harían realidad. Iba a empezar sin duda una era dorada. Alemania había recuperado su honor, y muy pronto se transformaría su sociedad y se renovaría hacia la verdadera comunidad de pueblos: así lo había prometido el Führer cientos de veces, y los mártires del movimiento nacionalsocialista habían sellado la promesa con su sangre.
Los catorce años de ignominia habían acabado. Hasta aquí todo había sido únicamente lucha y preparativos, ahora empezaba la vida. Por fin, ya se podía trabajar, colaborar en la reconstrucción de la patria una y grande. A Hans Miklas le dieron un contrato mal pagado en el Teatro Nacional: un alto funcionario del partido se lo consiguió. Hofgen era un emigrante y Miklas tenía un contrato en el Teatro Nacional: el encanto de esta situación era tan fuerte que el joven actor pasó por alto algunas cosas que en otras circunstancias le hubieran decepcionado.
¿Era verdaderamente mejor el mundo en el que ahora se movía? ¿No había adoptado muchos vicios del antiguo, tan amargamente odiados, y añadido algunas otras faltas, desconocidas antes? Hans Miklas no se atrevía aún a reconocer cosas así. Pero a veces su rostro joven, fatigado, pálido, con los labios demasiado rojos y los cercos oscuros alrededor de los ojos claros, tenía de nuevo aquella expresión de obstinación tan cerrada, sufriente, que había sido tan propia de él en tiempos pasados. Altivo y enfadado, volvió la cabeza cuando tuvo que presenciar cómo se lisonjeaba ahora al Principal Casar von Muck, de una manera aún más desvergonzada que la que había servido para lisonjear al «Maestro». Y cómo Casar von Muck se inclinaba y con un servilismo humillante parecía que se fuera a desintegrar si aparecía por el teatro el Ministro de Propaganda. Ver aquello era terriblemente penoso. La situación, a la que los agitadores nacionalistas gustaban llamar «gestión de enchufados», no había acabado. Todo lo contrario: era mucho peor y había tomado formas más exuberantes. También entre los actores había «prominentes» que miraban despectivos a los más pequeños, que llegaban a la entrada de actores en elegantes limusinas y llevaban caros abrigos de piel. La gran diva ya no se llamaba Dora Martin, sino Lotte Lindenthal; no era ni buena actriz, sino mala, pero era la favorita de un hombre poderoso. Miklas en una ocasión casi se pegó por su honra —¿cuánto hacía de esto?— y por ella había perdido su trabajo. Pero esto no lo sabía ella, y él era demasiado orgulloso para especular con su gesto. Adelantó los labios, obstinado, hizo un gesto absorto y se dejó ignorar por la gran dama.
Alemania había recuperado su honor poniendo a comunistas y pacifistas en campos de concentración, matándolos en parte, y el mundo empezaba a temer a un pueblo que llamaba suyo aquel preocupante Führer. La renovación de la sociedad, por el contrario, no se notaba aún nada. «No se puede conseguir todo al mismo tiempo», pensaba una persona joven como Hans Miklas, que tan profundamente había creído y ahora no podía decidirse a admitir su decepción. «Ni siquiera mi Führer lo consigue. Tenemos que armarnos de paciencia. Primero, Alemania tiene que recuperarse de los largos años de ignominia.»
Así de fiel era aún este muchacho. El golpe decisivo, sin embargo, lo sufrió al leer en la tablilla de ensayos que Hofgen haría el Mefisto. Hofgen, el antiguo enemigo, el gran astuto, el hombre sin conciencia. Allí estaba de nuevo, el cínico que en todas partes sale adelante, que se hace querer por todos: Hofgen, el eterno contrario. La mujer, por la cual Miklas casi se habría pegado con él, lo había traído de nuevo, porque lo necesitaba como compañero en una comedia mundana. Y ahora le había conseguido, además, el papel clásico, y con él la gran ocasión de alcanzar el éxito… ¿No podía ir él, Miklas, a ver a esa Lotte Lindenthal y contarle lo que Hofgen había dicho de ella tiempo atrás, en la cantina? ¿Quién se lo impedía? Pero… ¿merecía la pena? ¿Le creerían? ¿No haría el ridículo? ¿No había tenido Hofgen algo de razón cuando llamó a la Lindenthal cretina? ¿O es que no lo era?
Miklas calló, cerró los puños y volvió la cabeza hacia la oscuridad, para que nadie viera las lágrimas en sus ojos.
Una hora más tarde tuvo que ensayar una escena con Hofgen-Mephistofeles. En postura humillada tenía que acercarse al sabio, que realmente era el demonio, y decir:
Llevo muy poco tiempo aquí
y vengo lleno de devoción
para hablar y conocer a un hombre
al que todos nombran con respeto.
La voz del discípulo sonaba áspera, y se convirtió en un gemido cuando el jovencito, ante toda la enloquecedora sabiduría, tuvo que contestar a los irónicos sofismas del enmascarado Satanás:
Todo esto me aturde tanto
como si girara en mi cerebro una rueda de molino.
El estreno de Fausto fue presenciado por el Presidente, acompañado por su amiga Lotte Lindenthal. La representación empezó con un cuarto de hora de retraso porque el gran señor se hizo esperar. Telefonearon desde su palacio, diciendo que estaba en una reunión con el Ministro del Ejército. Los actores en sus camerinos comentaban entre sí, burlones, que simplemente no había sido capaz de terminar su arreglo personal a tiempo.
—Siempre necesita una hora para cambiarse —reía la actriz que representaba la Gretchen, que por lo rubia que era se podía permitir pequeñas rebeldías. Por cierto, la entrada de la importante pareja se realizó con notable modestia. El presidente permaneció al fondo de su palco mientras hubo luz en la sala. Sólo las personas que estaban en las primeras filas de butacas se dieron cuenta de su presencia, y miraron respetuosas su adornado uniforme, que llevaba cuello de púrpura y anchos puños de plata, y la fulgurante diadema de brillantes que llevaba su amiga la rubia trigueña de grandes pechos. El ministro permaneció en pie hasta que se levantó el telón, y entonces se sentó, dejando escapar un ligero suspiro, ya que le costó colocar su sebosa humanidad en el relativamente estrecho sillón.
A lo largo del prólogo en el cielo, el ilustre espectador puso un gesto obligadamente interesado. Las siguientes escenas de la tragedia, su transcurso hasta el momento en que Mefisto se desliza en el estudio de Fausto, convertido en perrillo de aguas, pareció horrible; durante el primer monólogo de Fausto se le vio bostezar varias veces, y tampoco el «paseo de Pascua» lo entretuvo: él susurraba algo a la Lindenthal, que seguramente no sería muy favorable.
Por el contrario, el poderoso se empezó a animar en cuanto Hofgen-Mefistófeles pisó el escenario. Cuando el doctor Fausto exclamó: «¡Con que eso era el meollo del perro! ¿Un escolástico en camino? El caso me hace reír», se rió también el dignatario, tan fuerte y a gusto, que todos le oyeron. Riendo se inclinaba el pesado hombre hacia delante, apoyando ambos brazos en la baranda del palco, tapizada en terciopelo rojo, y desde ese momento siguió atentamente la trama, mejor dicho, la actuación de Hofgen, bailarina, ligera, encantadora, graciosa.
Lotte Lindenthal, que conocía a su Manne, lo comprendió en seguida: «Amor a primera vista. Hofgen le ha gustado a mi gordo, cosa que comprendo muy bien. El muchacho es en realidad encantador, y con su traje negro y la diabólica máscara de Pierrot está más irresistible que nunca. Sí, es tan divertido como importante, da los más bellos saltos de bailarín, pero a veces tiene ojos llameantes, amenazadores, profundos, estremecedores, por ejemplo ahora, que dice»:
Así pues, todo aquello que vosotros llamáis pecado,
destrucción, en una palabra, el Mal,
es mi verdadero elemento.
En este punto asintió significativamente el Presidente. Más tarde, en la escena del discípulo —en la que Hans Miklas estuvo rígido y envarado— el gran hombre pareció divertirse como en la más cómica farsa. Su buen humor aumentó con los sucesos burlescos en la bodega de Auerbach en Leipzig, cuando Hofgen cantó con maliciosa arrogancia la canción del rey y la pulga, y finalmente, gracias a un taladro, pudo llevar el dulce tokay y el espumoso champaña a la mesa de los borrachos patanes; el Gordo se divirtió enormemente cuando en las tinieblas de la cocina de la bruja, Hofgen hizo decir a la sonora voz del príncipe de los infiernos:
¿Me reconoces? ¡Esqueleto! ¡Monstruo!
¿Reconoces a tu señor y maestro?
¡Si no me contuviera, te azotaría
os aniquilaría a ti y a tus espíritus gatunos!
¿Ya no respetas el ropaje encarnado?
¿Ya no conoces la pluma de gallo?
¿He ocultado este rostro?
¿Será necesario que yo mismo pronuncie su nombre?
Esto iba dirigido a la bruja, que se retorcía también aterrorizada. El General del Aire, divertido, se golpeó los muslos: la radiante seguridad en sí mismo del Mal, el orgullo de Satanás en su rango horroroso lo divertían extremadamente. Su risa engolada, ronca, hallaba compañía en la risa argentina de la Lindenthal. Después de la escena en la cocina de la bruja llegó el descanso. El presidente invitó al actor Hofgen a su palco.
Hendrik palideció y tuvo que cerrar durante varios segundos los ojos cuando el pequeño Bock le transmitió la significativa invitación. Había llegado el gran momento. Estaría cara a cara frente al semidiós. Angelika, que se encontraba en el camerino junto a él, le llevó un vaso de agua. Después de vaciarlo apresuradamente, se sintió de nuevo en condiciones de sonreír medio canallescamente. Incluso pudo decir:
—Todo va a pedir de boca y como está programado —como si se estuviera burlando del decisorio suceso. Pero sus labios estaban pálidos cuando dijo estas palabras en tono burlón.
Cuando Hendrik entró en el palco de las autoridades, el Gordo estaba sentado delante, junto a la baranda. Sus carnosos dedos jugaban sobre el terciopelo rojo. Hendrik quedó en pie junto a la puerta. «¡Es absurdo que mi corazón lata tan deprisa!», pensó, y permaneció tranquilo durante unos segundos. Después lo descubrió Lotte Lindenthal. Susurró:
—Manne, permite que te presente a mi maravilloso colega Hendrik Hofgen.
Y el gigante se volvió. Hendrik oyó su alta, grasienta y cortante voz:
—Ajá, nuestro Mefistófeles —y a la afirmación le siguió una risa.
Nunca en su vida había estado Hendrik tan confundido, y le enervaba aún más el avergonzarse de su excitación. Su mirada turbia encontró también a la colega Lindenthal fantásticamente modificada. ¿Era sólo el brillante aderezo el que le daba ese aspecto principesco, o era el encontrarse tan cerca de su coloso protector? De cualquier manera, a Hendrik le pareció un hada, una de esas hadas exuberantes y cariñosas, pero no precisamente inocuas. Su sonrisa, que siempre le había parecido bondadosa y un tanto simple, parecía ahora contener una enigmática malicia.
Del obeso gigante con su abigarrado uniforme, del pomposo semidiós, Hendrik no vio casi nada a causa del miedo y de la tensión. Era como si ante la figura relevante del poderoso hubiera un velo, una niebla mística como la que siempre ha escondido las imágenes de los poderosos, de los que determinan el destino, de los dioses, protegiéndolas de la mirada trémula de los mortales. Sólo una medalla lucía a través del vapor, el terrible perfil de un cuello abotagado se hizo visible, y después se oyó la voz de mando aguda y grasienta:
—Acérquese un poco más, señor Hofgen.
La gente que se había quedado en el patio de butacas charlando empezó a observar el grupo en el palco del presidente. Cuchicheaban, volvían las cabezas. Ningún movimiento del poderoso escapó a la atención de los observadores, que se apretaban entre las hileras de sillas. Se veía que la expresión del rostro del general era cada vez más divertida. Ahora se reía, constataba la multitud en el patio de butacas con emoción y respeto. El gran hombre reía fuerte, cordial, abriendo mucho la boca. También Lotte Lindenthal dejaba oír su perlada risa de tiple, y el actor Hofgen, muy decorativo, envuelto en su capa negra, mostraba una sonrisa que, sobre la máscara de Mephisto, parecía una risa sarcástica, triunfal y al tiempo dolorosa.
La conversación entre el poderoso y el comediante era cada vez más animada. Sin lugar a dudas, el presidente se divertía. ¿Qué maravillosas anécdotas contaba Hofgen, para conseguir que el general de aviación pareciera rebosante de buen humor? Todos en el patio de butacas intentaban cazar alguna de las palabras que pronunciaban los labios, pintados de rojo fuerte y alargados artificialmente, de Hendrik. Pero Mephisto hablaba bajo, sólo el poderoso percibía sus selectas bromas.
Con bellos gestos, Hofgen abría los brazos debajo de la capa, de forma que parecía como si le estuvieran creciendo alas negras. El poderoso le dio una palmada en el hombro: a nadie en el patio de butacas se le escapó este gesto, y creció el respetuoso murmullo. Sin embargo, enmudeció, como la música en el circo antes del número más peligroso, a la vista de algo extraordinario que estaba sucediendo.
El presidente se había levantado —allí estaba con toda su estatura y radiante volumen—, y tendía la mano al comediante. ¿Le felicitaba por su creación? Parecía como si el poderoso fuera a firmar un pacto con el comediante.
La gente del patio de butacas abrió los ojos y la boca. Devoraba los gestos de las tres personas allá arriba, en el palco, como una extraordinaria representación, una magnífica pantomima cuyo título fuera: El Actor seduce al Poder. Nunca hasta ahora había sido Hendrik tan envidiado. ¡Qué feliz tenía que ser!
¿Podría intuir alguno de los curiosos lo que verdaderamente sucedía en el corazón de Hendrik, mientras se inclinaba sobre la velluda mano del poderoso? ¿Eran sólo la felicidad y el orgullo los que le hacían estremecer? ¿Quizá sentía algo más, para su propia sorpresa? ¿Qué era ese algo más? ¿Era miedo? Era casi asco… «Ahora me he ensuciado», era el pensamiento estupefacto de Hendrik. «Tengo una mancha en la mano, nunca me la podré quitar… Ahora me he vendido… ¡Ahora estoy marcado!»