Es algo indescriptible…
Hendrik Hofgen sufría al leer en la H. K. los periódicos de Berlín; su corazón se encogía y le dolía de envidia y celos. ¡Éxito triunfal de la Martin! Nueva escenificación de Hamlet en el Teatro Nacional, sensacional estreno literario en la Schiffbauerdamm… ¡Y él en provincias! ¡La capital se las arreglaba sin él! Las productoras de cine, los grandes teatros se las arreglaban sin él. A él no lo llamaban. Su nombre no era conocido en Berlín. Si alguna vez lo citaba el corresponsal en Hamburgo de un periódico berlinés, seguro que escribía mal su nombre; «En el papel de intrigante sobresalió cierto Hendrik Hofgen…» ¡Cierto Hendrik Hofgen! La búsqueda de la fama, de la grande y auténtica fama en la capital, le corroía como un dolor físico. Hendrik se tocó la mandíbula como si tuviera dolor de muelas.
—¡Ser el primero en Hamburgo! ¡Todo un panorama!
Se quejaba ante la señora von Herzfeld, que le había preguntado interesándose por la causa de su mal aspecto, y que ahora intentaba tranquilizarlo pronunciando palabras halagadoras.
—Ser el favorito de un público provinciano —prosiguió—, no, gracias. Prefiero volver a empezar en Berlín antes que seguir en este tenderete pueblerino.
—¿No estará pensando en irse de aquí, Hendrik? —inquirió asustada.
Abrió mucho los suaves ojos dorados y por su rostro empolvado pasó un respingo.
—Aún no hay nada decidido —Hendrik miró severamente, a lo lejos, sin fijarse en ella, y encogió los hombros enervado—. Primero iré como actor invitado a Viena.
Lo dijo descuidadamente, como si Hedda ya estuviera enterada. Sin embargo, ella no tenía ni idea de que Hendrik pensara ir a Viena, así como tampoco lo sabía nadie en el teatro, ni Kroge, ni Ulrichs, ni siquiera la misma Barbara.
—El Maestro me ha reclamado —aclaraba mientras limpiaba el monóculo con la bufanda de seda—. Un papel muy agradable. En realidad pensaba rechazarlo, por lo malo de la época. ¿Quién va a trabajar ahora, en junio, en Viena? Pero por fin me he decidido a aceptar. Nunca se sabe qué consecuencias puede tener una oferta del Maestro… Por cierto, la Martin va a ser mi oponente femenina —añadió, mientras se colocaba el monóculo.
El Maestro era un director y empresario de legendaria fama y enorme prestigio internacional que dominaba varios teatros en Berlín y en Viena. Su secretaria había ofrecido al actor Hofgen un papel discreto en una farsa vienesa que el Maestro pensaba montar con Dora Martin en uno de sus teatros de Viena. Pero esta invitación no se había producido por sí sola; más bien se debió al protector que Hendrik había encontrado y que no era otro que el dramaturgo Theophil Marder. Este estaba con el Maestro, como con todo el mundo, tremendamente enojado; el famoso director, en cambio, tenía un gran concepto del autor satírico, cuyas obras había escenificado con considerable éxito en otros tiempos, concepto en que la benevolencia y el respeto se mezclaban con la ironía. Era frecuente que Marder recomendara a las empresas teatrales, en tono excitado y amenazador, a una joven dama por la que se sentía interesado, pero casi nunca lo hacía en favor de un varón. Por eso, al Maestro le impresionaron las palabras de recomendación que Marder encontró para Hofgen, aunque contuvieran ofensas contra él mismo. «De teatro entiende usted tan poco como de literatura», escribía Theophil al todopoderoso. «Le vaticino que acabará usted de director de un circo de pulgas en Argentina. Cuando le llegue la hora, piense en mí, Doctor. La felicidad fabulosa que yo estoy en trance de disfrutar con mi joven esposa, totalmente subyugada por mí, me suaviza, incluso frente a usted, que boicotea mis geniales obras desde hace años con infamia y tontería. Usted sabe que en medio de esta deplorable maraña sólo a mi me ha quedado intacta la visión de la verdadera calidad artística. Mi generosidad busca enriquecer su lamentable compañía de lamentables espectáculos con una personalidad a la que no se le puede discutir un sello original. El actor Hendrik Hofgen hizo méritos en Hamburgo con mi comedia clásica Knorke. Sin duda, el señor Hofgen es más valioso que cualquiera de sus comediantes, para lo cual, en realidad, no hace falta mucho.»
El Maestro rió; después quedó pensativo durante algunos minutos, chasqueó la lengua, y finalmente llamó a su secretaria y le ordenó establecer contacto con Hofgen.
—Lo podemos intentar —dijo el Maestro, dubitativamente.
Hendrik no confesó a nadie, ni siquiera a Barbara, que la oferta del Maestro se debía a la intervención de Theophil; nadie supo que se relacionaba con el esposo de Nicoletta. Hendrik trataba el asunto de sus actuaciones en Viena, que él había organizado con mucha energía y astucia, con una indiferente dejadez.
—Tengo que hacer un viaje rápido a Viena para actuar con el Maestro —comentó sin dar detalles; rió canallescamente y se encargó un traje de verano en el mejor sastre: puesto que tenía tantas deudas, con la señora Monkeberg, con Hansemann, con los tenderos de ultramarinos y con los bodegueros, cuatrocientos marcos más o menos no tenían importancia.
Al marchar, Hendrik dejó un par de rostros perplejos en la bondadosa ciudad de Hamburgo, donde su encanto había conquistado tantos corazones. Quizá más confundido que las señoras Siebert y Herzfeld, se quedó el gerente Schmitz, ya que Hofgen se había negado, con todo tipo de excusas, a prorrogar su contrato con el Teatro para la próxima temporada. El rostro rosado de Schmitz adquirió un color amarillento y grandes bolsas bajo los ojos, porque Hendrik, tan cruel como presuntuoso, repitió cabezonamente:
—Yo no puedo atarme, papi Schmitz… Me repele atarme, mis nervios no lo soportan… Quizá vuelva, quizá no… Ni yo mismo lo sé… Tengo que ser libre, compréndalo, por favor.
Hendrik fue a Viena; Barbara, mientras tanto, marchó con su padre y su abuela a la finca. Hofgen supo hacer de la despedida de su esposa una bella, efectista escena.
—Nos veremos en otoño, querida —dijo con la cabeza gacha, manteniendo ante Barbara una postura de humildad y orgullo al mismo tiempo—. Nos volveremos a ver, y quizás entonces yo sea un hombre distinto del de hoy. Tengo que imponerme, tengo… Y ya sabes tú, querida, por quién soy ambicioso; tú sabes, querida, ante quién tengo que probar mi talento…
Su voz, que tenía tonos triunfantes pero también matices lastimeros, se apagó. Hendrik inclinó su rostro conmovido, macilento, sobre la mano de Barbara.
¿Había sido la escena una pura comedia, o también había tenido algo de sincera? Barbara meditaba sobre ello cuando paseaba a caballo por la mañana o a mediodía o cuando el pesado libro caía sobre sus rodillas. ¿Dónde empezaba y dónde acababa la mentira en la personalidad de este hombre? Eso pensaba Barbara, y hablaba de ello con su padre, con la viuda del general y con su fiel amigo Sebastian.
—Creo conocerlo —dijo Sebastian—. Miente siempre y no miente nunca. Su falsedad es su autenticidad. Suena complicado, pero es muy sencillo. Él lo cree todo y no cree nada. Es actor. Pero tú no has terminado aún con él. Te llena todavía. Aún sientes curiosidad hacia él. Tienes que permanecer junto a él. Barbara.
El público de Viena admiraba a Dora Martin, que en la famosa farsa interpretaba alternativamente a la tierna muchacha y al aprendiz de zapatero. Conquistaba con sus misteriosos ojos infantiles muy abiertos; con su tono arrullador y ronco. Alargaba de forma muy suya las vocales, hundía la cabeza entre los hombros y se movía de una forma que parecía mágicamente ligera y a la vez envarada: se asemejaba a un treceañero delgado y anguloso y a una amable sílfide tímida; saltaba y aleteaba, flotaba y arrastraba los pasos por el escenario. Su éxito era tan grande, que nadie podía encumbrarse a su lado. Las críticas de prensa, largos himnos a su genio, nombraban superficialmente a su oponente masculino. Hendrik, que representaba a un caballero fastuosamente grotesco, fue criticado. Se le achacaba exageración y amaneramiento.
—¡Se ha llevado un chasco, querido! —suspiró la Martin mientras agitaba, malévola, los recortes de periódicos—. Esto es un verdadero fracaso. Y lo peor es que todos le llaman Henrik, eso le molesta especialmente. ¡Lo siento tanto!
Intentó poner un gesto compungido, pero sus bellos ojos sonreían bajo la ancha frente, que ella fruncía.
—Lo siento tanto, de verdad. Pero usted está absolutamente miserable en el papel —dijo casi con ternura—. Por culpa de los nervios se agitaba en escena como un arlequín. Lo siento tanto. Pero de todas maneras noto que tiene usted un gran talento. Le diré al Maestro que le tiene que dejar actuar en Berlín.
Ya al día siguiente, el Maestro le mandó llamar. Sus ojos, muy juntos, lo observaron ensimismados y agudos. Jugueteaba con la lengua en la boca, daba grandes pasos por la habitación con las manos cruzadas a la espalda; farfulló un par de sonidos roncos, que sonaron algo así como:
—Así que… éste es Hofgen —y finalmente dijo con la cabeza hundida, en postura napoleónica, deteniéndose ante el escritorio—. Usted tiene amigos, señor Hofgen. Algunas personas que entienden de teatro me lo recomiendan. Ese Marder, por ejemplo… —y rió roncamente—: Sí, ese Marder —repitió en tono serio, y añadió alzando las cejas respetuosamente—. También su señor suegro, el académico, me habló de usted hace poco, cuando me lo encontré con el ministro de Cultura. E incluso hace un momento Dora Martin…
Se sumió de nuevo en un silencio que sólo interrumpía de vez en cuando con un sonido ronco. Hofgen se ruborizaba y empalidecía alternativamente; su sonrisa se desencajó. La mirada pensativa y fría, al tiempo velada y penetrante, de aquel hombre bajo y corpulento no se podía soportar. Hendrik comprendió de repente la razón de que el Maestro, que sabía expresar con la mirada todos los sentimientos, fuera llamado «el mago» por sus admiradores.
Finalmente, Hofgen interrumpió el examen penoso y mudo, diciendo con cantarina voz de halago:
—En la vida diaria soy insignificante, profesor. Pero en el escenario…
Se puso en pie, abrió sorprendentemente los brazos y elevó su voz con un tono metálico:
—En el escenario puedo resultar pícaro —sonriendo canallescamente y con solemnidad, añadió—: Para esta capacidad de transformación encontró una vez mi suegro bellas y concluyentes palabras. —Al oír la alusión al viejo Bruckner, el Maestro alzó las cejas, pero su voz sonó fría cuando, después de algunos segundos en silencio, dijo:
—Bueno, podríamos intentarlo.
Hofgen se mostró agradablemente sorprendido; el Maestro movió la mano para calmarlo.
—No espere demasiado —apuntó, serio. Su mirada fría seguía examinando a Hendrik—. No le voy a ofrecer un gran contrato. En el papel que usted hace aquí no resulta pícaro, sino bastante miserable. —Hendrik se estremeció. El Maestro le sonrió amistosamente—. Pero no importa, podemos intentarlo a pesar de ello. En lo que se refiere al sueldo… —aquí la sonrisa se volvió casi risueña y su lengua jugueteó especialmente en la boca—. Seguramente está acostumbrado en Hamburgo a un sueldo más que decente. En Berlín se va a tener que conformar con bastante menos. ¿Es usted exigente?
El profesor hizo la pregunta en un tono de puro interés teórico. Hendrik aseguró rápidamente:
—No me interesa el dinero, de verdad que no —dijo con acento veraz. El profesor hizo una mueca escéptica—. No estoy mal acostumbrado. Me conformo con una camisa limpia y un frasco de agua de colonia en la mesilla de noche.
Tras una risa breve, el Maestro comentó:
—Los detalles, discútalos con Katz. Yo le daré instrucciones.
La entrevista había terminado. Hofgen fue despedido con un movimiento de mano.
—Salude a su señor suegro de mi parte.
Y con las manos de nuevo cruzadas a la espalda en actitud napoleónica atravesó la habitación, sobre la gruesa alfombra.
El señor Katz era el secretario general del Maestro, estaba al frente de la administración de todos sus teatros, hablaba como él, gruñendo, y como él jugueteaba con la lengua en la boca. A lo largo de ese mismo día tuvo lugar la conversación entre Katz y el actor. Hendrik aceptó sin hacer la menor oposición un contrato que habría arrojado a la cara al director Schmitz; era miserable: setecientos marcos de sueldo mensual, de los que aún había que deducir los impuestos, y sin garantizarle papeles determinados. ¿Tenía que permitir que hicieran con él una cosa así? Sí, porque quería ir a Berlín y en Berlín era un desconocido. ¡Otra vez empezar desde el principio! No era fácil, pero había que aceptarlo. Si quería ascender, tenía que hacer algunos sacrificios.
Hendrik envió un gran ramo de rosas amarillas a Dora Martin; las bellas flores, que había hecho pagar al portero del hotel, llevaban una nota en la que escribió con grandes letras patéticamente angulares la palabra GRACIAS. Al mismo tiempo envió una carta a los directores Kroge y Schmitz: breve y secamente explicó a los dos hombres, a los que tanto debía, que por desgracia no podía prorrogar su contrato con el Teatro de los Artistas, porque el Maestro le había hecho una estupenda oferta. Mientras metía la carta en el sobre, imaginaba las caras de decepción en la oficina de Hamburgo. Al pensar en los ojos húmedos de lágrimas de la señora von Herzfeld, no pudo menos que sonreír. De buen humor salió hacia el teatro.
Se presentó en el camerino de Dora Martin, pero la doncella le indicó que estaba hablando con el Maestro.
—Le he hecho ese favor especial —dijo el Maestro mirando meditabundo los hombros de Dora Martin, cuya delgadez cubría el peinador— He contratado a ese chico, a ese… ¿cómo se llama?
—Hofgen —rió la Martin—. Hendrik Hofgen. Ya tendrá usted ocasión de acordarse de su nombre.
El se encogió de hombros y emitió un par de sonidos roncos:
—No me gusta, es un comediante.
—¿Desde cuándo está usted en contra de los comediantes?
La Martin sonrió.
—Sólo estoy contra los malos comediantes —el Maestro parecía enojado—. Contra los comediantes provincianos.
La Martin se puso repentinamente seria; su mirada se oscureció bajo la ancha frente.
—Me interesa —dijo en voz baja—. No tiene escrúpulos —sonrió con ternura—. No tiene ni así de humanidad —se estiró casi voluptuosamente, hundiendo la cabeza entre los hombros—. Podría darnos una sorpresa.
Unos segundos más tarde se levantó presurosa y con un leve gesto señaló la puerta al profesor.
—Ya es hora —urgió riendo—. ¡Fuera! ¡Váyase deprisa! Me tengo que poner la peluca.
El Maestro, ya casi en la puerta, preguntó aún:
—¿Es que no puedo mirar mientras se pone la peluca? ¿Ni siquiera eso? —Su mirada brilló ávida.
—No, no, imposible —la Martin se estremeció horrorizada—, Me podría resbalar de los hombros el peinador… —y se envolvió en la tela de colores.
El pudor refinado y singular de la gran actriz había puesto al Maestro tan pensativo, que no reconoció al muchacho disfrazado que, sonriente, se quitó ante él el sombrero de coloreadas plumas. Después se dio cuenta de que había sido «ese Hofgen» el que le había saludado con tan devota coquetería.
La nueva, sorprendente situación, rejuvenece a Hendrik Hofgen. Tras él queda la fama provinciana, que durante un tiempo le había hecho feliz. Es de nuevo principiante, tiene que probar otra vez su talento. Para llegar alto, esta vez a la cumbre, tiene que poner en juego todas sus fuerzas. Constata con satisfacción que aún no estaban agotadas, sino que se hallan preparadas para la misión. Su cuerpo se yergue, pierde las grasas casi por completo; sus movimientos son de bailarín y luchador al tiempo. Quien sabe sonreír así, quien puede hacer centellear así su mirada, tiene que conseguir el éxito. Su voz adquiere ya la alegría de un triunfo que aún no ha llegado a hacerse realidad, pero que no tardará mucho en llegar.
Barbara observa el nuevo Ímpetu de su esposo con un interés en el que se mezclan auténtica participación y curiosidad fría y ausente. Con burla y admiración mira a Hendrik, que parece encontrarse, con su flotante abrigo de cuero y sus ligeras sandalias, siempre en acción, siempre de un lado a otro y ante graves decisiones. Barbara ha vuelto a Hendrik, tal como lo profetizaba su amigo Sebastian. Y no lo lamenta. El nuevo Hendrik, siempre tenso, con el que ahora ocupa dos modestas habitaciones amuebladas, le gusta más que el admirado provinciano que empezaba a ponerse gordo, que mantenía el círculo de la H. K. y que intentaba hacer el papel de marido burgués en la agradable vivienda de la señora Monkeberg. Barbara no se siente incómoda en las dos oscuras habitaciones que comparte con su Hendrik. Le gusta sentarse con él por la noche, después de la representación, en un pequeño café gris donde un piano eléctrico se queja en la oscuridad, donde las tartas parecen estar hechas con engrudo y cartón y donde no encuentran a ningún conocido.
A Barbara le fascina escuchar los informes trémulos, excitados de Hendrik sobre el curso de su carrera. Sabe que en esos momentos él es auténtico. Su rostro macilento parece fosforescer en la penumbra del cafetín, lleno de curiosos olores, como madera podrida en la noche. La boca ávida, con los bellos y fuertes labios, sonríe y habla. La enérgica barbilla, con la profunda incisión en el centro, avanza dominante. Ante el ojo brilla el monóculo. Las anchas manos cubiertas de vello rojizo, que por un misterioso acto de voluntad parecen bellas, juegan nerviosas con el mantel, con las cerillas, con todo lo que está a su alcance.
Lleno de celo febril, Hofgen analiza sus esperanzas, planes, intenciones; el que Barbara participe en ellos, en lugar de inhibirse altiva, aumenta su ambición, refuerza sus ganas de vivir. Sí, Barbara presta activamente grandes servicios a su carrera. No en vano tiene una cara de madona tan astuta. Es lista, se pone su traje de seda negro y visita al Maestro, al que saluda en nombre de su padre, el académico. El gran señor de todos los teatros de la Kurfürstendamm recibe a la esposa de su joven actor benévolamente, porque es la hija del personaje cuyo nombre se lee tan a menudo en la prensa y al que ha encontrado hace poco con el Ministro de Cultura. El palacio del Maestro podría ser el de un príncipe regente. El dueño de todos esos muebles barrocos, gobelinos y antiguos cuadros de maestros primitivos, observa orgulloso los brazos morenos, el rostro gracioso y melancólico de su invitada.
—Así que usted está casada con ese Hofgen —dijo gruñendo al acabar el examen, durante el cual jugueteó especialmente con la lengua en la boca—. Algo habrá en él…
Todo esto redundaba en ventajas para Hendrik. Con los otros poderosos de los escenarios de la Kurfürstendamm, con el señor Katz y la señorita Bernhard, se llevaba muy bien. Con el señor Katz, el gerente, que no era siempre ni mucho menos tan napoleónico como aparentaba, jugaba el actor Hofgen a las cartas; con la señorita Bernhard, la influyente y enérgica secretaria, una persona fuerte, morena, menuda, con labios negroides y anteojos, se comportaba casi con la misma coquetería que había usado con el director Schmitz. ¿No se le encuentra todavía sentado en su regazo, cuando se abre inesperadamente la puerta de la oficina? De todas maneras, se puede oír que Hofgen, que no lleva más de de quince días en la casa, llama Rose a la severa señorita Bernhard. Eso se lo puede ya permitir. Ya ha llegado hasta tan lejos. ¿Cuántos actores habían tenido hasta ahora el privilegio de saber siquiera que el nombre de la señorita Bernhard es Rose?
«Un buen principio para cualquier carrera en Berlín», musitaban entre sí sus compañeros. «Su atractiva esposa visita al Maestro, él juega a las cartas con Katz y hace cosquillas en la barbilla a la señorita Bernhard. ¡Este puede llegar a algo!»
Llegará a algo; ya no falta mucho.
Primero no es más que un pequeño papel el que le permite destacar, pero sobresale. La prensa cita ya al «actor de talento Hendrik Hofgen», y eso que en la obra rusa no tiene más que el pequeño papel de un joven campesino ebrio, que se tambalea en escena, balbucea, a lo más, baila. Pero, ¡cómo balbucea y, sobre todo, cómo baila! El público berlinés está entusiasmado con el aplicado alumno de la princesa Tebab: rompe en aplausos cuando ha terminado. ¡Mueve los miembros como un poseso! Todo el mundo alaba la expresión extasiada de su rostro mientras baila. Rose Bernhard, que reúne a su alrededor en el buffet a señoras de la alta sociedad y a periodistas, afirma:
—En su persona hay algo bacántico.
El público, distraído por mil preocupaciones y diversiones, olvida el nombre del frenético bailarín. Pero los entendidos, que son los que cuentan, se fijan en el primer éxito berlinés de Hendrik. Y del segundo hablará toda la capital.
En una obra sensacional, con una puesta en escena digna de ver, el actor Hofgen consigue acaparar el interés del público y de la crítica. Se habla más aún de él, de su creación, que del autor de la excitante obra La culpa, un misterioso desconocido cuya enigmática persona es el tema de discusión favorito en los cafés y en los ambientes teatrales, en los salones y en las redacciones. ¿Quién es el escritor que se esconde tras el seudónimo Richard Loser, y que en su tragedia da forma a una cantidad perturbadora de pecaminosa miseria, necesidad y locura? ¿Dónde poder encontrar al inspirado autor que lleva al espectador a través de un laberinto de complicaciones trágicas y sucias, que conoce y da a ver tanto endurecimiento, tanta pasión corrupta, tanta tortura y tanto lamento? Sin duda, el autor de este drama horrendo— emocionante, que reúne los más diversos elementos estilísticos, simbólicos y naturalistas de manera tan audaz y brillante, debe de ser un solitario que se mantiene lejos del movimiento del mercado. Los literatos, siempre desconfiando de su propio oficio, afirman: «No estamos ante un literato. No tiene escuela, todo en él es genialmente primitivo. Nunca ha escrito una letra hasta hoy.» Algunos iniciados creen saber que es un psiquiatra, y que vive en España. No contesta a las cartas que le escriben, los contactos con él se realizan a través de varias personas: todo esto es muy interesante, de todo ello se habla en los círculos que se estimen en algo.
Un joven psiquiatra, y que vive en España: la versión parece muy real, se impone, se cree en ella. Sólo un psiquiatra puede conocer tan bien el endurecimiento del alma humana, que lleva a los más horrendos crímenes. ¡Y cómo los conoce! En su drama aparecen todos los pecados. La que en él actúa y sufre es una sociedad de condenados. Cada uno de sus personajes lleva un a modo de símbolo oscuro en la frente: esto encanta a las señoras de Grunewald y de la Kurfürstendamm.
De todos los corrompidos personajes, el peor es el de Hendrik Hofgen; por eso es el que recibe los mayores aplausos. De su gesto macilento, diabólico, de su voz mate y empañada, se deduce pronto que se aprovecha económicamente de los demás. Es sin lugar a dudas un chantajista a gran escala; sonriendo canallescamente, lleva a la desgracia a seres jóvenes, uno de los cuales se suicida en escena. Hendrik, con las manos en los bolsillos del pantalón, el cigarrillo entre los labios, el monóculo en el ojo, pasa por delante del cadáver arrastrando los pies. El público lo contempla con horror: es la encarnación del mal. Es tan completa, tan perfectamente malvado, que casi cuesta trabajo creer que pueda existir alguien así. A veces hasta él mismo parece asustarse de su propia maldad, y entonces adquiere una expresión fija, pálida; los ojos de piedra preciosa, como de pez, tienen una manera desesperada de desviarse, y en las sensibles sienes se marcan los rasgos del sufrimiento.
Hofgen interpreta ante el acomodado público del Oeste de Berlín el más alto grado de depravación, y causa sensación. La degeneración como exquisitez para gente rica: eso es lo que consigue Hofgen. ¡Y cómo lo consigue! Los matices de su expresión, al tiempo cansada y tensa, son admirados, como lo son sus movimientos indolentes, elegantemente pérfidos.
—Se mueve como un gato —la señorita Bernhard, a la que Hendrik llama Rose, está entusiasmada—. Un gato malvado. ¡Qué magníficamente malvado es!
Sus colegas de los teatros más pequeños copian ya su forma de hablar, un ronco murmurar.
—¿Tenía razón yo o no? Algo hay en él —dice Dora Martin al Maestro, que ya no se atreve a llevarle la contraria.
—Bueno —dice gruñendo, mueve la lengua en la boca y mira pensativo.
En el fondo sigue sin tomar en serio a «ese Hofgen»; como tampoco lo había hecho Oskar H. Kroge. «Es un comediante», piensa, lo mismo que pensaba Kroge.
Un comediante fascinador, opinan los críticos, opinan las ricas damas, opina la señorita Bernhard; los colegas ya no lo pueden negar. La obra La culpa tiene que agradecer su extraordinario poder de atracción en gran parte a la creación de Hofgen. Llega a ser representada cien veces, el Maestro gana muchísimo dinero, y sucede lo increíble: en medio de la temporada le aumenta el sueldo a Hendrik, cosa a la que ningún contrato le obliga; la señorita Bernhard y el señor Katz lo consiguen de su jefe.
La obra quizá se hubiera podido representar ciento cincuenta o doscientas veces, pero empezaron a llegar nuevos rumores sobre el autor que enfriaron el ambiente. No se trata de un psiquiatra que vive en España, se dice de repente. No es ningún extraño que conoce el alma humana, pero desconoce, inocente, los misterios banales del «oficio». Tampoco es un noble desconocido, sino simplemente el señor Katz, que ya ha sido alguna vez motivo de disgusto. La decepción es general. ¡El señor Katz, el avezado hombre de negocios, ha escrito La culpa! De pronto a todos les parece que la obra no es más que un hacinamiento de vulgares crueldades, de un mal gusto sólo comparable a su insignificancia. Todos se sienten engañados y opinan que ha sido una enorme osadía la acción del señor Katz. «¿Acaso el señor Katz es Dostoievski? ¿Desde cuándo?», se preguntan los círculos sociales que marcan el tono. El señor Katz es el consejero económico del Maestro, pero nadie le concede el derecho de hacerse pasar por psiquiatra español y bajar a los abismos. «La culpa» tiene que ser borrada de la cartelera.
Una maniática opinión pública hace fracasar a Katz; en cambio Hofgen se ha impuesto y ha conquistado todos los corazones con su impresionante maldad. Al final de su primera temporada berlinesa puede sentirse contento y de buen humor: se le considera en general como una gran promesa, un actor en marcha hacia el estrellato, una promesa importante. Su contrato para la temporada 1929/30 es radicalmente distinto del primero: el sueldo es casi tres veces mayor. El Maestro, no sin protestar, tuvo que acceder, ya que la competencia le disputaba a Hofgen.
—Bueno, ahora se puede usted comprar todas las camisas y toda la lavanda que desee —dice a su nueva estrella.
Este contesta riendo:
—¡Eau de Cologne, señor director! ¡Yo solamente uso agua de Colonia!
El verano ha llegado. Hendrik deja las dos oscuras habitaciones y alquila una vivienda con mucha luz en el Nuevo Oeste, en la plaza de la Cancillería del Estado, se compra muchas camisas, zapatos amarillos y trajes en colores pálidos, toma clases del arte de conducir y regatea con varias marcas para conseguir un elegante cabriolé a precio de publicidad. Barbara se va a la finca de su abuela. El esposo con éxito le interesa menos que el luchador, que le había gustado por su ambición insatisfecha. La señora von Herzfeld acude a visitarlo, le ayuda en la decoración de su nuevo piso, escoge muebles metálicos y, para adornar la pared, reproducciones de Van Gogh y Picasso. Las habitaciones adquieren una desnudez de carácter elegante y exigente. Hendrik disfruta de la admiración de la señora von Herzfeld y acepta su amor, que parece haber aumentado, como un tributo merecido. Ante él, Hedda ha renunciado ya a la máscara irónica. Con afán doloroso, con deseo resignado penden sus suaves, dorados ojos del amado cruel.
—La pobre pequeña Siebert está muy pálida de nostalgia por usted —le informa.
Pero no le confiesa que ella misma en una ocasión no se contuvo y lloró amargamente con Angelika por el ser perdido al que nunca poseyó.
La señora von Herzfeld acompaña a Hendrik a los estudios cinematográficos; este verano rueda él su primera película, la policíaca ¡Detened al ladrón!, en la que tiene el papel principal, el de un gran desconocido y malvado criminal, que en casi todo el filme cubre su rostro con una máscara negra. Todo es negro en él, incluso la camisa: el color de la vestimenta deja ver el color del alma. Le llaman «El Satanás Negro» y es el jefe de una banda que falsifica dinero, trafica con drogas, en ocasiones roba un banco, y tiene varias muertes sobre su conciencia. «El Satanás Negro» no comete tantos crímenes sólo por avaricia, o por su carácter aventurero. Tiene también otros motivos: experiencias negativas con una muchacha en su juventud le han convertido en un enemigo de la humanidad. Para él es una necesidad hacer daño, es criminal por convicción. Se lo confiesa a sus compañeros poco antes de que lo detengan. Ellos experimentan una sensación de admiración y de miedo a la vez, ya que sus motivos para robar son mucho menos complicados. Murmuran temerosos al comprender la situación de su jefe, que no siempre había sido criminal. «El Satanás Negro» había sido oficial de húsares. A lo largo de esta dramática conversación, el malvado se quita la máscara: su rostro, entre el rígido sombrero y la negra camisa cerrada, aparece pálido, aún aristocrático tras de tanta perversión, y con rasgos trágicos.
Los directivos de la gran productora están altamente impresionados por este gesto de sufrimiento y crueldad. Hofgen causa sorpresa. Es único y procurará buenas taquillas, tanto en la capital como en provincias. Eso piensan los grandes empresarios, y las ofertas que Hendrik recibe de ellos superan todas sus esperanzas. Algunas las tiene que rechazar, su contrato con el Maestro le limita. Como se prodiga poco, los poderosos del cine lo buscan. Se ponen en contacto con el señor Katz y la señorita Bernhard y les ofrecen, a título de compensación, grandes sumas para que les cedan a Hendrik algunas semanas durante la temporada. Se telefonea mucho, se mantiene correspondencia, se negocia. Bernhard y Katz son exigentes, ni por mucho dinero renuncian a su favorito. Hofgen está muy solicitado. Todos quieren tenerlo. El, sentado en su desnuda y elegante vivienda, sonríe canallescamente, y cuenta con pocas y escogidas palabras burlonas la lucha entre el cine y el teatro por su preciada persona.
¡Esta es su carrera! El sueño se convierte en realidad. No hay más que saber soñar con la suficiente intensidad, piensa Hendrik, y del deseo surge la realidad. ¡Ah, es más fantástico de lo que nunca se hubiera atrevido a soñar! En todos los periódicos que ojea aparece su nombre, la experta Bernhard se ocupa de la publicidad, y ahora su nombre aparece escrito correctamente, en letras casi tan grandes como los nombres de las famosas estrellas cuya carrera seguía él, lleno de envidia, en la cantina del teatro de provincias. Una revista gráfica en primera página una foto de Hendrik. ¿Qué cara pondrá Kroge cuando la vea? ¿Y la viuda del cónsul Monkeberg? ¿Y el consejero Bruckner? Todos los que se mostraban escépticos con respeto a Hofgen seguirán ahora respetuosos su carrera, que asciende en una curva tan empinada que produce vértigo.
Al final de la temporada 1929-30 Hofgen está sin comparación mucho más arriba que al principio. Todo le sale bien, cada intento se convierte en un triunfo. En los teatros del Maestro tiene casi más influencia que el propio jefe, quien, por cierto, no pasa mucho tiempo en Berlín, sino mayormente en Londres, Hollywood o Viena. Hofgen domina al señor Katz y a la señorita Bernhard; desde hace mucho tiempo consigue de ellos lo que quiere, como antes lo conseguía de Schmitz y de Hedda. Hofgen decide qué obras se aceptarán, cuáles serán rechazadas, y junto con la Bernhard reparte los papeles a los actores. Lo adulan los autores que quieren ver sus obras en escena, lo adulan los actores que quieren trabajar, lo adula también la sociedad, o el montón de ricos snobs que se hacen llamar así. Es el hombre del momento.
Todo es de nuevo como había sido en Hamburgo, aunque con más estilo, en otras dimensiones. Dieciséis horas de trabajo al día, y en algunos intervalos interesantes crisis nerviosas. En el elegante club nocturno Zum Wilden Reiter, donde Hendrik reúne a sus admiradores entre la una y las tres de la mañana, cae de la alta banqueta junto a la barra con el vaso de coctel en la mano: es un ligero desvanecimiento, nada importante, para obligar a todas las damas a gritar; la señorita Bernhard está a mano con un frasco de sales, siempre hay en las cercanías alguna persona leal cuando a Hofgen le dan sus ataques. Estas pequeñas crisis de nervios se las permite muy a menudo, y le dan de muy diversas maneras: desde el suave temblor o el tranquilo desvanecimiento hasta los gritos acompañados de fuertes convulsiones. Le sientan bien, le refrescan como baños curativos y le procuran nuevas fuerzas para continuar su existencia pretensiosa, agotadora, llena de placeres.
Pero ciertamente recurre cada vez con menos frecuencia a los ataques histéricos desde que la princesa Tebab está de nuevo a su lado. Durante el primer invierno en Berlín dejó sin contestar las cartas amenazadoras de la negra princesa, escritas en un estilo curiosísimo, lleno de faltas de ortografía. Pero ahora Barbara se ha alejado casi totalmente de él: no soporta la vida de su antiguo esposo. Cada vez es más raro que venga a Berlín, su habitación en el elegante apartamento de la plaza de la Cancillería del Estado permanece vacía; prefiere las tranquilas estancias de la casa de su padre o de la villa de su abuela. De ahí que Hendrik se decida a enviar a su Juliette el dinero para el viaje. La vida sin ella no tiene atractivo. Las mozas de dura mirada que se exhiben por la calle Tauentzien con botas altas no la pueden sustituir. Ella no se hace de rogar. Acude a él.
Hendrik le alquila una habitación en un barrio alejado, donde la visita al menos una vez por semana; se desliza hasta su amada como un criminal hasta el lugar de sus fechorías, la bufanda enrollada hasta la barbilla y el sombrero calado.
—¡Si alguien me viera de esta guisa! —susurra al ponerse el calzón de gimnasia—. ¡Estaría perdido! ¡Todo se habría acabado!
La princesa Tebab se divierte con su miedo vacilante, ríe con brusca cordialidad. Por el placer de ver su miedo, y por sacarle más dinero, le amenaza por milésima vez con aparecer en el teatro y gritar como un gato salvaje en cuanto él pise el escenario.
—¡Ya verás, pijín! —le advierte cruel—. Un día lo voy a hacer de verdad. Por ejemplo, en el gran estreno de la semana que viene. Me pongo mi traje de seda de colores y me siento en la primera fila. ¡Eso si que va a ser un escándalo!
La morenita se frota animada las manos. Después le exige ciento cincuenta marcos antes de enseñar el nuevo paso de baile. Con el ascenso de él, también ella se ha vuelto más exigente. Ahora utiliza perfumes caros y se compra grandes cantidades de pañuelos de seda, tintineantes brazaletes y frutas confitadas, que paladea al sacarlas de grandes bolsas con sus toscos dedos. Cuando sonríe masticando y se rasca la parte posterior de la cabeza, parece auténticamente un gran mono. Hendrik tiene que pagar, y paga con gusto. Le produce placer que la Venus negra se aproveche de él de forma tan burda.
—¡Porque te quiero como el primer día! Te quiero incluso más que el primer día. Cuando no estás conmigo me doy cuenta de lo que significas para mí. Las fulanas de la calle Tauentzien son insoportablemente aburridas.
—¿Y tu mujer? —se informa la selvática muchacha con una sonrisita— ¿Y tu Barbara?
—Ah, ella… —dice Hendrik, tan preocupado como despectivo, volviendo el rostro macilento hacia las sombras.
Barbara viene cada vez menos a Berlín; tampoco su padre visita casi nunca la capital, donde antes solía dar conferencias varias veces al año y participaba de la vida representativa. El académico dice:
—Ya no me gusta estar en Berlín. Empiezo a temer a Berlín. Se están avecinando cosas que me espantan, y lo peor es que las personas con las que yo me relaciono no parecen notar el peligro. Están ciegas. Se divierten, discuten, se toman en serio mientras el cielo se oscurece, pero no ven la tormenta que se aproxima, que está llegando. No, ya no me gusta estar en Berlín. Quizá la evite para no tenerla que despreciar…
Viene una vez más, pero no para participar en la vida social o para enseñar en la universidad, sino para pronunciar un gran discurso sobre política y cultura. El discurso lleva por título «La amenazadora barbarie». Con él quiere el académico avisar nuevamente a la burguesía intelectual, por última vez, de lo que acecha y lo que esto tiene de tenebroso y decadente cuando se califica a sí mismo de «despertar» y «revolución nacional». El viejo caballero habla hora y media ante un público que se enardece: los unos para aplaudirle, los otros para contradecirle.
Durante su última estancia en la capital el intelectual, que por su visita a la Unión Soviética es odiado por las derechas y algo sospechoso para los demócratas, mantiene largas conversaciones con muchos de sus amigos, con políticos, escritores, profesores. Todas estas discusiones acaban en fuertes divergencias. Los amigos le preguntan, no sin ironía:
—¿Dónde está su tolerancia intelectual, señor Bruckner? ¿Dónde quedan sus principios democráticos? Ya no están a la vista. Usted habla como un político radical, no como un hombre cultivado, sensato. Todos los hombres cultivados tendrían que estar de acuerdo en que frente a estos nacionalsocialistas no hay más que una táctica, la educativa. Tenemos que trazarnos como meta domar a estos hombres por medio de la democracia. Tenemos que ganarlos, en lugar de atacarlos. Tenemos que convencer a esos jóvenes de los valores de la República. Y además —añadían los socialdemócratas o los liberales con voz confidencialmente apagada y mirada seria—, y además, querido consejero, el enemigo está en la izquierda.
Bruckner tiene que oír algunas cosas sobre «las fuerzas sanas y constructivas» que «a pesar de todo» hay en el nacionalsocialismo; otras sobre la noble pasión nacional de una juventud frente a la que «nosotros los mayores» no podemos permanecer al margen; opiniones sobre el «instinto político del pueblo alemán», su «robusto sentido común», que siempre nos salvará de lo peor («Alemania no es Italia»), antes de que él, amargado y decepcionado, se marche al extranjero absolutamente decidido a no volver nunca más.
El académico Bruckner rehúye la sociedad, en la que Hendrik Hofgen celebra sus triunfos. En los salones berlineses es bien recibido todo aquel que tenga dinero, o cuyo nombre sea citado a menudo por la prensa sensacionalista. En los salones de Tiergarten o de Grunewald se reúnen especuladores con corredores de automóviles, boxeadores con actores famosos. El banquero importante está orgulloso de recibir a Hendrik Hofgen; más le habría gustado tener a Dora Martin en su casa, desde luego, pero Dora Martin no acude; rechaza la invitación o permanece diez minutos como mucho.
Naturalmente, Hofgen no se presenta antes de media noche. Después de la representación de noche actúa en un Music-Hall donde, por trescientos marcos, canta una canción que dura siete minutos. La sociedad elegante le corea el estribillo de la canción que él ha hecho famosa:
¡Es algo indescriptible!
¡Qué cosa más terrible!
¡Oh, Dios! ¿A dónde fui a caer?
¡Qué atractivo y elegante es Hendrik! ¡Es algo indescriptible! Saludando y sonriendo, flanqueado por el señor Katz y la señorita Bernhard, sus fieles satélites, se mueve con soltura en esta sociedad de financieros judíos snobs, de políticos radicales, de literatos artísticamente impotentes y de deportistas admirados por los literatos precisamente por no haber leído un libro en su vida.
—¿No tiene aspecto de lord? —susurran las ricas damas de tipo oriental—. Alrededor de la boca tiene un rictus vicioso, y ¡esos ojos deliciosamente indolentes! Su frac es de Knige, le ha costado mil doscientos marcos.
En una esquina del salón se afirma que tiene un romance con Dora Martin.
—¡Qué va! Se acuesta con la señorita Bernhard —pretenden saber los mejor informados.
—¿Y su mujer? —pregunta un joven que llegó a Berlín hace poco.
Obtiene por respuesta un gesto despectivo. No se puede tomar en serio a la familia Bruckner desde que el viejo profesor habló de política de manera tan chocante y sin sentido. Los intelectuales no se deberían meter en asuntos de los que no entienden nada, en esto se ponen todos de acuerdo, y además es una manía absurda querer nadar contra la corriente. Como persona moderna, hay que comprender el nacionalsocialismo, un movimiento con futuro, que contiene muchos elementos positivos y cuyas pequeñas faltas, por ejemplo el molesto antisemitismo, ya serán reparadas.
—Que el liberalismo está superado y ya no tiene futuro, es un hecho que no admite discusión —dicen los literatos, y ni los banqueros ni los boxeadores replican.
—¡Es maravilloso que haya encontrado tiempo para nosotros, señor Hofgen! —dice la anfitriona a su atractivo huésped mientras le ofrece un platito de caviar—. Ya sabemos lo ocupado que está usted. ¿Le puedo presentar a dos de sus más fervientes admiradores? Este es Herr Müller-Andrea, al que seguramente conoce por sus encantadores comentarios en el Interessante Journal. Y éste es nuestro amigo, el conocido escritor francés Pierre Larue.
El señor Müller-Andrea es un hombre elegante, de cabellos grises y ojos saltones azul de mar en una cara roja. Todo el mundo sabe que vive de las buenas relaciones de su mujer, que pertenece a una aristocrática familia. Por ella se entera de todos los cotilleos de la sociedad berlinesa, con los que compone sus articulitos para el Interessante Journal. En este periódico escandaloso, de mala fama, el señor Müller-Andrea escribe todas las semanas una columna titulada «¿Tenía usted idea de que…?» Precisamente a esta divertida sección debe el Interessante Journal su aceptación; pues en ella se explica que la esposa del industrial X ha hecho un pequeño viaje a Biarritz con el tenor Y, y que la condesa Z va todas las tardes al Adlon, al té-baile, y no precisamente por la orquesta, sino por un determinado gigoló… Apoyándose en estas revelaciones, el señor Müller-Andrea sabe acaparar lectores y adoctrinarlos. Y no mantiene su lujoso tren de vida precisamente con sus ingresos por los artículos publicados, sino más bien gracias a las sumas que recibe por no publicar determinadas habladurías. Así, alguna que otra dama tuvo que transferir grandes cantidades al señor Müller-Andrea para que su nombre no apareciera bajo la rúbrica «¿Tenía usted idea de que…?». El señor Müller-Andrea es un vulgar chantajista, eso nadie lo discute, ni siquiera él mismo, pero nadie le da especial importancia.
El otro «ardiente admirador» del actor Hofgen, monsieur Larue, es un hombrecillo menudo. Le tiende a Hendrik una mano puntiaguda, blanca, y habla con voz sonora de soprano:
—¡Muy interesante, querido señor Hofgen! ¿Puedo anotar su dirección? —con movimientos precisos saca una pequeña agenda—. Espero que pronto comamos juntos en el Esplanade —dice con voz lastimera, que atrae como el canto de las sirenas. El señor Larue tiene en su puntiagudo rostro de solterona, cruzado por multitud de arruguitas, unos ojos tremendamente agudos y penetrantes; de ellos surge una enorme curiosidad casi extasiada, un fulgor sediento de personas, de nombres, de direcciones, reflejo de una pasión dominante, el auténtico contenido de su vida. El señor Larue se moriría, se apagaría triste como un pez al que han dejado sin agua, el día que no pudiera conocer a nadie. Pero esta situación, que tan lamentable sería, no ocurrirá, por lo menos mientras permanezca en Berlín. Los extranjeros son bien recibidos en los salones berlineses: un huésped que chapurrea alemán recibe tantos honores de la sociedad como un boxeador, una condesa o un actor de cine. Sobre todo si es un extranjero que tiene dinero y da estupendas comidas en el Hotel Esplanade, que ha sido presentado a varios reyes e incluso conoce al príncipe de Gales. Ninguna puerta se cierra ante el señor Larue, incluso el venerable Presidente del Estado le ha recibido. Disfruta del trato de las familias más reaccionarias y exclusivas de Postdam, pero por otro lado frecuenta la compañía de jóvenes radicales de izquierdas, a los que presenta como «mes jeunes camarades communistes» en casa de los directores de banco.
—Ayer pude admirarlo en el Wintergarten —dice Pierre Larue, después de anotar el teléfono de Hofgen.
Y repite en tono de broma, pero sonoro, el popular estribillo: «Es algo indescriptible…» Después ríe con un crujido como el silbido del viento en el follaje seco, se frota las manos pálidas y huesudas sobre el pecho y esconde la cara profundamente en la gruesa bufanda de lana negra, que lleva sobre el smoking a pesar de la cálida temperatura en el salón.
¡Es algo indescriptible! ¡Lo nunca visto! Es único e irrepetible! Todo va bien en Alemania; no puede ir ya mejor. No hay por qué preocuparse, ni perder el buen humor. ¿Hay crisis? ¿Hay parados? ¿Hay violencia política? ¿Tenemos una República sin sentido de la dignidad, ni instinto de conservación, que se deja ridiculizar ante el mundo por su enemigo más brutal y descarado? Pues éste goza de todos los favores de la gente rica, que sólo conoce un temor: que a un gobierno se le ocurra requisar algo de su dinero. ¿Que en Berlín se producen cruentas batallas en los mítines y nocturnas guerrillas callejeras? ¿Estamos ya en una guerra civil con sus víctimas casi diarias? Ya están cayendo obreros con el cráneo aplastado o el cuello degollado por fanáticos gorilas con uniforme pardo, mientras su gran demagogo, el «Führer», el líder de los «elementos reconstructores», el favorito de los grandes empresarios y generales, tiene la desfachatez de felicitar públicamente a los bestiales asesinos. Y este mismo agitador, que reclama una noche de los cuchillos largos y promete que van a rodar cabezas, jura que alcanzará el poder «por medios legales solamente». ¿Cómo puede llegar a estos extremos, cómo puede atreverse a ladrarle diariamente al mundo tantas amenazas e infamias?
¡Es algo indescriptible! Caen ministerios, se forman otros nuevos, pero tampoco hacen nada. ¡Qué cosa más terrible! En el mismísimo palacio presidencial del Mariscal von Hindenburg, los grandes latifundistas conspiran contra una República temblorosa. Los demócratas aseguran que el enemigo está a la izquierda. Los responsables del orden público, que se dicen socialistas, ordenan disparar sobre los obreros. No se hace nada, sin embargo, por acallar los desagradables ladridos de quien diaria e impunemente reclama la picota y el fin sangriento para el «sistema».
¡Es lo nunca visto! ¿Y no lo ve el cómico al que tan bien paga este mismo sistema, tan maldecido por aquel infame perro de presa? ¿No se da cuenta el actor Hofgen de que los espectáculos que tan ambiguamente protagoniza, tienen un fondo macabro, de que la danza a cuya cabeza se pone alegremente, se balancea fatalmente sobre el abismo?
Hendrik Hofgen, especialista en elegantes rufianes, asesinos de frac, intrigantes históricos, no ve nada, no oye nada, no siente nada. Vive la ciudad de Berlín tan poco como vivió la de Hamburgo; no conoce más que escenarios, estudios cinematográficos, camerinos, un par de locales nocturnos, un par de salas de fiestas y de salones «snobs». ¿Nota acaso que cambian las estaciones del año? ¿Se da cuenta de que pasan los años, los últimos años de la República de Weimar, acogida con esperanzas y lamentablemente moribunda, los años 1930, 1931, 1932? El actor Hofgen vive de un estreno al otro; cuenta la vida en «días de rodaje», «días de ensayo», pero apenas sabe que la nieve se derrite, que los árboles y arbustos están llenos de hojas o de brotes, que el viento trae los aromas de las flores, de la tierra, de las aguas que fluyen. Encerrado en su ambición como en una cárcel, insaciable e incansable, siempre en estado de máxima tensión histérica, el actor Hofgen disfruta y sufre un destino que le parece extraordinario y que en realidad no es sino vulgar, chillón arabesco junto a una empresa desahuciada, alienada de su propio espíritu, abocada a la catástrofe.
¡Es algo indescriptible! No es posible enumerar la cantidad de actividades que desarrolla, las incontables ocurrencias y sorpresas con que atrae el interés público. Ha rescindido el contrato con el teatro del Maestro, ante el desconsuelo de la señorita Bernhard, para estar libre con respecto a las atrayentes posibilidades que se le ofrecen. Ahora actúa y dirige aquí y allá, cuando el lucrativo trabajo del cine le deja tiempo. En la pantalla o sobre el escenario se le ve vestido con el traje de apache, pañuelo rojo sobre la camisa negra; el pelo de una peluca rubia, que da a su gesto un aire aún más sospechoso, peinado hasta las cejas; con el traje bordado de un príncipe rococó; con el opulento vestido de un déspota oriental; con toga romana o con levita romántica; como rey de Prusia o como degenerado lord inglés; con traje de golf, con pijama, con frac o con uniforme de húsar. En las grandes operetas canta sandeces de forma tan hábilmente chistosa que los tontos la consideran espiritual; en los dramas clásicos se mueve con una dejadez tan elegante, que las obras de Schiller o de Shakespeare parecen comedietas divertidas; en las farsas mundanas, creadas en París o Budapest según fórmulas baratas, se saca de la manga pequeños efectos refinados que hacen olvidar la intrascendencia de las obras. ¡Este Hofgen se las sabe todas! Su brillante capacidad de transformación, que no ha fracasado ante ninguna exigencia, parece tener una envoltura genial. Si se observara aisladamente cada una de sus creaciones, se llegaría a la conclusión de que ninguna de ellas es de primera categoría: como director nunca llegará a la altura del Maestro; como actor, no se puede comparar a su gran rival Dora Martin, que sigue siendo la primera estrella en un cielo en el que se mueve como centelleante cometa. Es la diversificación de sus creaciones lo que sostiene su fama y la renueva siempre. Sólo se escucha una voz en el público: ¡Fabuloso todo lo que consigue! Y la prensa repite la misma opinión con las más escogidas expresiones. Es el favorito de los periódicos de la burguesía de izquierdas y de los izquierdistas, lo mismo que es el favorito de los grandes salones judíos. Precisamente la circunstancia de no ser judío le hace parecer especialmente apreciable en esos círculos; pues en la élite judía de Berlín «se lleva el rubio». Los periódicos radicales de derechas, que propagan iracundos a diario la renovación de la cultura alemana por la vuelta a la autenticidad popular, a la tierra y la raza, le tratan con desconfianza y con rechazo; para ellos Hendrik es un bolchevique de la cultura. El hecho de que los redactores culturales judíos le apreciaran le hacía tan sospechoso como su preferencia por obras francesas y lo mundano, excéntrico, impopular de su presencia. Además, los dramaturgos nacionalistas le perseguían con su odio, porque rechazaba sus obras. Así, por ejemplo. Casar von Muck, representativo autor del movimiento nacionalsocialista, en cuyos dramas la agudeza del diálogo era sustituida por judíos estrangulados y franceses fusilados. Casar von Muck, la mayor capacidad en cuestiones culturales en el campamento de la decidida enemistad hacia la cultura, escribe sobre la nueva escenificación de una ópera de Wagner con la que Hofgen ha causado sensación: «Este es el peor arte del arroyo, experimento corrosivo, de influencia judía y desvergonzada ofensa al acervo cultural alemán.» «El cinismo de Herr Hofgen no tiene límites. Para ofrecer un nuevo entretenimiento al público de la Kurfürstendamm, se atreve con el más honorable, importante de los maestros alemanes, con Richard Wagner». Hendrik se divierte de lo lindo leyendo con un grupo de literatos radicales las expresiones pseudoliterarias de aquel vate de la raza.
Hofgen no ha abandonado el contacto con círculos comunistas o medio comunistas; a veces recibe en su casa de la plaza de la Cancillería del Estado a jóvenes escritores o funcionarios del Partido, a los que asegura, con nuevas y siempre efectistas expresiones, su irreconciliable odio al capitalismo y su ardiente esperanza en la revolución mundial. El contacto con los revolucionarios no lo cuida sólo porque piense que éstos puedan llegar alguna vez al poder, y entonces amortizaría todas las comidas, sino también para acallar su propia conciencia. Es exigente y no quiere conformarse con ser solamente un comediante bien pagado. No quiere estancarse en un trabajo que finge despreciar en el fondo, pero en el que está metido de lleno.
Hendrik se precia de que su vida tiene contenido y problemas, de los que sus colegas apenas pueden ufanarse. Por ejemplo, Dora Martin, que sigue siendo un decisivo punto más famosa que él. ¿Qué puede ocurrir en su interior? Se duerme pensando en su sueldo y se despierta con esperanzas de obtener nuevos contratos en el cine: al menos eso opina Hendrik, que no sabe nada de Dora Martin. En cambio, en el interior de él se ocultan las cosas más originales.
La relación con Juliette, la extraña hija de la naturaleza, es más que una cuestión puramente sexual, es algo complicado y misterioso: Hendrik valora esta interesante circunstancia. A veces cree también que su relación con Barbara —Barbara, ala que llamó su ángel bueno—, no está definitivamente acabada, sino que aún puede producir milagros, misterios y sorpresas. Cuando en soledad pasa revista a los factores significativos de su vida interior, no olvida nunca a Barbara, con la que en realidad va perdiendo cada vez más el contacto. Pero los puestos más importantes en la lista de sus fantásticos acontecimientos interiores los ocupa su pensamiento revolucionario, que lo diferencia ventajosamente de los demás «prominentes» de la vida teatral berlinesa. Por eso cultiva, con atención y delicadeza, su amistad con Otto Ulrichs, que ha abandonado su importante empleo en Hamburgo y dirige un cabaret político en el norte de Berlín.
—Ahora tenemos que poner todas nuestras fuerzas a disposición del trabajo político —explicaba Otto Ulrichs—. No tenemos tiempo que perder. El día de la decisión está cerca.
En su cabaret, que se llama Der Sturmvogel, y que tanto por la agudeza crítica como por la calidad de sus números gusta no sólo en los barrios proletarios, actúan jóvenes obreros junto a conocidos escritores y actores.
Hendrik cree poderse permitir su presentación en el angosto escenario del Sturmvogel. Con ocasión de una fiesta que organiza Ulrichs para celebrar la visita de unos autores rusos, se anuncia al público como especial atracción al conocido Hofgen, del Teatro Nacional. Antes de que Ulrichs acabe de hablar, Hofgen, que lleva su más sencillo traje gris, y por cierto no ha ido al cabaret en su Mercedes, sino en taxi, salta desde los decorados al escenario con enorme elasticidad.
—Nada de fama, nada de Teatro Nacional —habla con brillante voz metálica y alarga los brazos con un bello gesto—. ¡Yo soy vuestro compañero Hofgen!
Le acompañan gritos de júbilo. Al día siguiente, el crítico marxista doctor Ihrig comenta en el Neues Bdrsenblatt que el actor Hofgen se ha ganado de un golpe los corazones de los obreros berlineses.
Tan emocionantes sucesos en los proletarios barrios extremos apaciguan la conciencia, que sin ellos se habría rebelado contra el hecho de que en el Oeste no se representen más que tonterías mundanas. Uno pertenece a la vanguardia: no sólo lo dice la propia conciencia, también lo confirman los literatos que lo tienen que saber, por ejemplo Ihrig, y los ataques con que lo recuerdan a uno figuras tan irrisorias como Casar von Muck. ¡Uno pertenece a la salvaguarda espiritual! Las nuevas escenificaciones de las óperas de Wagner son atrevidos experimentos. Se comprende que exasperen a los eternos rezagados. También se vuelve a hablar de un «Estudio» literario, una serie de representaciones de las más modernas obras de cámara; si bien Hendrik tampoco realiza el plan, como no realizó el proyecto del Teatro Revolucionario en Hamburgo, hay que decir que habla a menudo y seductoramente de él, de forma que muchos actores y autores pudieron pensar durante muchos años y con alegría en la empresa. Uno pertenece a la élite revolucionaria y contribuye a la causa: Hofgen envía a través de Otto Ulrichs sumas, no muy grandes, pero que se aceptan con gusto, a cierta organización del Partido Comunista…
¿Quién se atreve a suponer que él vive sin ideales y soberbio, y sin pensar en el mañana? Su intensa participación en las grandes metas y los grandes problemas de su tiempo está probada. Con mucha razón Hendrik mira despectivo, consciente de su inmaculada convicción, a las naturalezas tan indecisas como Barbara, Barbara, que en casa del consejero o en la finca de su abuela lleva una vida desocupada y egoísta, ensimismada en sus singulares juegos y preocupaciones intelectuales.
¿Qué sabe Hendrik de las preocupaciones o de los juegos de Barbara? ¿Qué sabe Hendrik sobre los seres humanos? ¿No sabe tan poco de sus destinos como del acontecer público? ¿Se ha ocupado alguna vez con mayor amor y profundidad de aquellos a los que él llama «centro de su vida» que, por ejemplo, del pequeño Bock, que ahora es verdaderamente su criado, o de Pierre Larue, que organiza elegantes cenas para aquellos a los que llama mes jeunes camarades communistes en el Hotel Esplanade?
¿Se preocupa Hendrik de la vida interior de su amiga Juliette? Sólo espera de ella que sea siempre cruel y esté de buen humor. Recibe suficiente dinero y puede manejar la fusta: ¿no tiene con eso motivos suficientes para estar contenta? Hofgen nunca piensa en lo que podrían significar las oscuras miradas con que, ahora más a menudo, le obsequia la muchacha negra. ¿Tiene quizás esta criatura extranjera nostalgia hacia las costas de cuyo bello paisaje la arrancó un destino caprichoso, para que la tragara la civilización incierta? ¿Comienza a amar en su enigmático corazón al macilento amigo, o empieza a odiarlo? De todo esto, Hendrik no sabe nada. Para él la princesa Tebab no es más que la seductora negra, la bella salvaje con cuya indomable fuerza él se refresca, ante la que él se rebaja.
Intuye tan poco de Juliette como es poco lo que sabe de Barbara, o de su madre Bella. Lee superficialmente las cartas de su pobre mamá, a la que su esposo Kobes y su hija Josy —dos criaturas alegres e inconscientes—, dan muchas preocupaciones. Kobes está arruinado en los negocios. «¡La crisis!», se queja por carta la señora Bella. «Tu buen padre es una de las numerosas víctimas de la crisis». Todas sus posesiones fueron embargadas, y sobre la familia hubiera caído una gran vergüenza, si Hendrik no hubiera enviado en el último momento una gran suma de dinero. La hermana Josy sigue comprometiéndose al menos una vez cada medio año; la señora Bella respira aliviada cada vez que los noviazgos, todos desgraciados, por algún motivo se rompen.
Una vez aparece por Berlín Nicoletta, pero se marcha muy pronto, ante la llamada de su esposo Marder, un telegrama amenazador y quejumbroso.
—Soy muy feliz con él —explica Nicoletta, intentando que sus ojos reluzcan como antaño.
Pero entonces sale a relucir que Marder vive en un sanatorio desde hace dos años. Nicoletta ha pasado todo ese tiempo cuidándolo. Y sonríe tierna y entrañablemente cuando habla del agradecimiento infantil que el genial hombre siente hacia ella.
—Ahora le va mucho mejor —dice esperanzada—. Pronto podremos irnos al sur. El necesita sol…
El «centro de la vida» del que se jacta Hendrik lo posee Nicoletta, la amante esposa. También otros pueden nombrar el suyo, como Ulrichs, que espera la llegada del «gran día», luchador y paciente. «¡Llegará!», se promete confiado a sí mismo y a sus amigos.
—¡El día llegará! —le asegura también a Hans Miklas una voz interior con alegre confianza.
Para él se trata del hermoso día en que el Führer alcance el poder. Sobre todo, entonces será destruido el peor y más despreciable enemigo: Hofgen. La caída del objeto de su odio, cuya carrera sigue Miklas con impotente rabia, será la más feliz consecuencia del «gran día» y parte de su sentido.
Hans Miklas es, como su enemigo político Otto Ulrichs, actor al servicio únicamente de la «gran tarea», de la amplia meta. Hace mucho que ya no trabaja en teatros, sino sólo con las organizaciones juveniles del movimiento nacionalsocialista; su actividad consiste en ensayar con el «joven pueblo» de su «Führer» festivales de adhesión y exaltación en teatros al aire libre y salas de reuniones. Este trabajo satisface a su entusiasta e inocente corazón. Todos a una, los muchachos gritan que conseguirán la victoria sobre los franceses, y que siempre serán fieles a su Führer; esto lo han aprendido bajo la dirección del joven Miklas, cuyo aspecto es ahora mucho más sano y fresco que en Hamburgo. Casi han desaparecido los negros hoyos en sus mejillas.
Se acerca el día: pensamiento delirante que domina a Hans Miklas y a Otto Ulrichs, que los llena, los entusiasma como a millones de jóvenes. ¿Qué día espera Hendrik Hofgen? El sólo espera un nuevo papel.
Su gran papel en la temporada 1932-33 será el Mefisto: Hendrik lo interpretó en la nueva versión del Fausto que pondrá en escena su teatro el día del centésimo aniversario de la muerte de Goethe.
Mefistófeles, «fantástico hijo del caos»: gran papel para el actor Hofgen, que no había preparado ningún otro con tanto celo. El Mefisto será su obra maestra. Ya la máscara es sensacional. Hendrik convierte al príncipe de los infiernos en un pícaro, aquel pícaro en el cual el SEÑOR del cielo descubre al malvado, y en su inconmensurable bondad, le concede de vez en cuando el don de Su trato, porque él le molesta menos que los espíritus de la negación. Hofgen lo interpreta como el payaso trágico, como el pierrot diabólico. El cráneo afeitado está empolvado como el rostro, en blanco; las cejas grotescamente alzadas, la boca de color rojo sangre, alargada en una sonrisa estática; en el ancho espacio entre los ojos y las cejas, artificialmente elevadas, brillan cien colores distintos; aquí tienen ocasión los expertos de admirar una creación cosmética de extraordinaria categoría. Todos los tonos del arco iris se mezclan en los párpados de Mephisto y en los arcos bajo las falsas cejas: el negro se convierte en rojo, el rojo en naranja, en violeta, en azul; motas plateadas brillan aquí y allá, hay un poco de oro sensitiva e inteligentemente repartido. ¡Qué inquietantes paisajes de colores sobre los ojos atrayentes como piedras preciosas de este Satanás!
Con el donaire del bailarín se desliza por la escena Hendrik-Mephisto en su ceñido traje de seda negra; con una precisión juguetona, que confunde y atrae, las sentencias sofistas, las bromas dialécticas salen de su boca teñida de sangre, que siempre sonríe. ¿Quién puede dudar de que el terriblemente elegante bromista podría convertirse en un perro de lanas, sacar vino de la madera de la mesa o volar sobre su capa extendida, siempre que le apeteciera hacerlo? De este Mephisto se podría esperar cualquier cosa. Todos en la sala lo sienten: es fuerte, más fuerte incluso que Dios, el SEÑOR, al que él ve gustoso de vez en cuando y al que trata con una cierta cortesía despectiva. ¿No tiene acaso motivos suficientes para mirarlo de arriba hacia abajo? Él es mucho más ingenioso, más experto, más desgraciado que Aquél, y, quizá precisamente por esto, más fuerte: más fuerte por más infeliz. El tremendo optimismo del excelso Viejo, que deja a los ángeles alabarle a él mismo y a la Creación en toda su belleza, en un certamen de cánticos declamados; la eufórica bondad del Padre de todo parece enfermiza y dignamente senil frente a la temible melancolía, a la gélida tristeza en que cae a veces el ángel favorito convertido en satánico, el condenado y arrojado al abismo, en medio de todas sus dudosas alegrías. Qué terror atraviesa por el auditorio del Teatro Nacional de Berlín cuando Hofgen-Mefistófeles pronuncia con sus chillones labios las palabras:
Pues si todo lo que nace
digno es de perecer
mejor sería que no naciera.
El demasiado ágil arlequín ya no se mueve. Ahora está inmóvil. ¿Se ha quedado petrificado ante la miseria? Bajo el abigarrado paisaje de pintura, sus ojos tienen la profunda mirada de la desesperación. Los ángeles rodean alegres el trono de Dios porque nada saben del ser humano. El diablo conoce a los hombres, está iniciado en sus más profundos secretos y el dolor que por ellos siente paraliza sus miembros y petrifica su gesto, convirtiéndolo en una máscara de desconsuelo.
Tras el estreno de Fausto, que acaba entre ovaciones, el actor Hofgen se encierra en su camerino: no quiere ver a nadie. Pero el pequeño Bock no se atreve a rechazar a una de las visitantes. Dora Martin ve raras veces obras de teatro en las que no actúa ella. Su presencia esta noche ha causado sensación. El pequeño Bock se inclina profundamente ante ella y abre la puerta del santuario: el camerino de Hendrik Hofgen.
Los dos tienen aspecto de agotados, tanto Hofgen como su colega y rival: él está rendido por el éxtasis de la representación que acaba de dar; ella, por preocupaciones que a él le son desconocidas.
—Estuvo bien —dice la Martin, despacio y objetiva.
Antes de que él se lo pudiera ofrecer, se había sentado en una silla. Se acurrucó en el estrecho asiento. Su rostro de ancha frente y ojos grandes e infantiles se hundió en el cuello del abrigo de piel marrón.
—Estuvo bien Hendrik. Yo siempre supe que usted vale. El Mefisto es su gran papel.
—A su afirmación no le falta malicia, Dora Martin.
—Se equivoca usted, Hendrik —contesta, aún en tono suave y objetivo—. Yo no tomo a mal que nadie sea como es.
Hendrik vuelve la cabeza, de cuyos párpados ha retirado las cejas de diablo y el lujo de colores.
—Gracias por haber venido esta noche —dice él con ternura, haciendo centellear los ojos.
Pero ella hace un gesto de rechazo, como queriendo decir: «¡Déjese de bromas!» Parece que él no ha notado su gesto y pregunta suavemente:
—¿Cuáles son sus próximos proyectos, Dora Martin?
—He aprendido inglés —contesta ella.
—¿Inglés? ¿Para qué? ¿Por qué precisamente inglés? —su rostro indica sorpresa.
—Porque voy a hacer teatro en América —dice Dora Martin sin apartar de él su mirada tranquila, inquisitiva.
Como parece que él aún no ha comprendido y quiere saber «¿Por qué?» y «¿Por qué precisamente en América?», ella explica impaciente:
—Porque aquí todo se acabó, querido. ¿No lo ha notado?
—¡Pero qué dice, Dora Martin! ¡Para usted nada cambiará! ¡Usted es amada, verdaderamente amada por tantos miles…! Ninguno de nosotros, usted lo sabe, ninguno de nosotros es tan querido como usted.
Su voz se ha hecho triste e irónica antes de enmudecer.
—¡El amor de muchos miles! —el desprecio de Dora casi ha quitado el tono a su voz. Después se encoge de hombros y, tras un silencio, dice al vacío, por delante de Hendrik:
—Encontrarán otros favoritos.
Él sigue charlando excitado.
—Pero los teatros están llenos. El teatro siempre interesará a la gente, independientemente de lo que ocurra en Alemania.
—Independientemente de lo que ocurra en Alemania —repite Dora en voz baja. De pronto se levanta.
—Bien, entonces le deseo mucha suerte, Hendrik —dice apresurada—. Durante mucho tiempo no nos veremos. Yo me marcho dentro de unos días.
—¿Tan pronto? —pregunta, confundido.
Y ella contesta con la oscura mirada perdida en la lejanía:
—No tiene sentido esperar. Ya no se me ha perdido nada aquí —después de una pausa añade—: Pero a usted le irá bien, Hendrik Hofgen, independientemente de lo que ocurra en Alemania.
Bajo la rojiza mata de los cabellos, su rostro, una cara muy grande para el delgado y menudo cuerpo, tiene rasgos de orgullo y de pena mientras se acerca despacio a la puerta y abandona el camerino de Hendrik Hofgen.