Capítulo V

El esposo

El joven matrimonio Hofgen volvió con Nicoletta von Niebuhr a Hamburgo a finales de agosto. Hendrik había alquilado en la villa de la señora Monkeberg, la viuda del cónsul, todo el piso bajo, que constaba de tres habitaciones, una pequeña cocina y cuarto de baño. Para decorar el piso, grande y confortable, necesitaron algunos muebles nuevos. El académico Bruckner tuvo que pagar las elevadas facturas.

Nicoletta prefirió quedarse a vivir en el hotel.

—El ambiente burgués en la casa de esta señora Monkeberg es inaguantable —aclaró nerviosa y altanera.

Barbara opinó, conciliadora, que la señora Monkeberg era, a su aire, una estupenda persona y muy decorativa.

—De todas maneras, yo me llevo francamente bien con ella —reconoció Barbara.

La señora Monkeberg le había regalado cuando se mudó dos gatitos, uno negro y otro blanco, y era sumamente atenta con ella.

—Estoy encantada de tenerla en mi casa, hija mía —aseguró la anciana a su nueva inquilina—. Las dos pertenecemos a la misma clase.

La señora Monkeberg, cuyo padre había sido catedrático de universidad, conoció en su juventud al doctor Bruckner cuando éste era profesor en Heidelberg. Invitó a Barbara a tomar el té en el piso superior, le enseñó las fotografías familiares y le presentó a sus amigas.

Nicoletta se burlaba, furiosa, de que Barbara aceptase estas invitaciones. Ella, por su parte, recibía en su habitación del hotel a acróbatas de revista, a bailarines y a cocottes. Hendrik temblaba al pensar que en este círculo tan original podía caer, por una casualidad desdichada, pero no imposible, Juliette, llamada Princesa Tebab. ¡Qué divertido sería para Nicoletta recibir a la Venus negra! Pues era una entusiasta del esnobismo, la excentricidad y la depravación.

—La gente a la que mi padre se preciaba en llamar sus amigos, tampoco será menospreciada por mí —solía asegurar con la cabeza alta a todo el que quisiera escucharla.

Lo que no se podía negar de ninguna manera es que Nicoletta estaba plenamente en forma. Todo en ella parecía en tensión; todo resplandecía, seducía, chisporroteaba como cargado de electricidad. Más segura de su éxito que nunca, mostraba la resuelta cabeza de efebo, con la frente arqueada, la nariz grande, aguileña y los llamativos labios, entre los que brillaban los dientes. La mayoría de los miembros varones de la compañía estaban ya locamente enamorados de ella: la Motz ya había tenido que reñir y sollozar, porque Petersen se había comportado nuevamente de manera indómita y arrojada: no había renunciado a invitar a Nicoletta a una cena carísima en el Hotel Atlantic. Motivo para el más amargo resentimiento tuvo también la Mohrenwitz, que se había acostumbrado a ocupar junto a Bonetti el puesto de sustituía de la frágil Angelika, y que vio sus encantos demoníacos ensombrecidos por los de Nicoletta, más acusados, auténticos y fuertes. ¿De qué le servía a la progresista Rahel maquillarse los labios de morado, eliminar sus cejas y fumar largos cigarrillos de Virginia, que le sentaban fatal? Nicoletta hacia brillar sus ojos de felino y convencía a todos por medio de fuerzas hipnóticas de que tenía las piernas preciosas, igual que aquellos sugestivos narradores de cuentos de la India, que transportaban a su maravillado público a lugares donde el cielo era azul, crecían las palmeras y saltaban los monos. Aunque Oskar H. Kroge no simpatizaba con Nicoletta, le había confiado, siguiendo el consejo de su amigo Schmitz, que afirmaba el gusto de la gente por «algo así», el papel de protagonista en la primera novedad del otoño: una comedia francesa. Nicoletta haría la mundana trágica, a la que asesinaban en escena, al final del tercer acto. El joven asesino era Bonetti, cuyos gestos, repugnantes y altivos por su indolencia y fatuidad, concordaban perfectamente con el personaje; el rufián con aspecto de gran señor, que en el fondo no es tal, sino un hombre vulgar, era Hofgen. La señora von Herzfeld, que había traducido y adaptado la obra, dirigía el montaje.

—Con esta mamarrachada va a tener mucho más éxito que con Knorke —le profetizaba a Nicoletta, por la que manifestaba un interés maternal desde que sus celos por Hendrik se habían tenido que concentrar en otra persona.

—De eso también yo estoy convencida —apuntó Nicoletta, fría y cortante—. Una creación como la que voy a ofrecer mañana por la tarde no se habrá visto nunca en Hamburgo.

—¡Que sea en buena hora! Me parece que de esta obra podremos dar por lo menos treinta representaciones.

Schmitz sonrió satisfecho, y tocó madera supersticiosamente. Cayó el telón, los aplausos retumbaron por todo el teatro. Los espectadores llamaron una y otra vez a la Niebuhr: la escena de la muerte la habrían hecho repetir. En verdad los gritos y gestos de Nicoletta habían sido impresionantes al máximo cuando Bonetti la apuntó con el revólver. Se oyó el tiro, la trágica cortesana se desplomó, contrajo los miembros, lloró, y, ya moribunda, pronunció un largo discurso, en el que hacía los más amargos y efectistas reproches al amante celoso en particular y a los hombres en general; rezó, lloró de nuevo, y murió.

Las críticas, al día siguiente, formaron un coro de entusiasmos. Todos los periódicos parecían estar de acuerdo en que la creación de Nicoletta von Niebuhr había tenido una calidad extraordinaria. «Nicoletta von Niebuhr, al principio de una gran carrera», decían los titulares de primera página del periódico más leído. De este mismo tenor fue la noticia que se envió también a los diarios de Berlín. Ante las taquillas del teatro había cola ya por la mañana, cosa que desde hacía años no sucedía. Se vendieron todas las localidades para las siguientes cinco representaciones del efectista drama folletinesco.

Pero Nicoletta recibió al mediodía siguiente al estreno el siguiente telegrama de Theophil Marder:

«Exijo de ti vengas en seguida a mí stop prohíbo te prostituyas como actriz stop viril sentimiento de honra en mí protesta contra tu degradación stop te espero mañana en la estación stop mujer disciplinada tiene que pertenecer sin condiciones a hombre absolutamente genial, que la quiere elevar hasta él stop en caso de que fracases en situación decisiva y retrases llegada con la excusa que sea, te consideraré como definitivamente repudiada por mí, la conciencia del mundo, Theophil.»

Nicoletta despidió sin contemplaciones a algunos muchachos y muchachas del ballet, que se habían acercado a felicitarla por su éxito. Llamó por teléfono a Hofgen y le notificó escuetamente que una hora más tarde salía en tren hacia el sur de Alemania. Hendrik le preguntó si estaba contándole un chiste o se había vuelto loca. Ninguna de las dos cosas. Más bien renunciaba a su contrato y a su carrera de actriz. El papel en la obra folletinesca se lo podrían dar sin dificultades a Rahel Mohrenwitz, que seguramente estaba ya preparada para aceptarlo. Para ella, Nicoletta, sólo había una cosa importante en el mundo: el amor de Theophil Marder. Una mujer disciplinada pertenecía sin condiciones, totalmente, al hombre genial que la quería elevar hasta él, afirmó la señorita von Niebuhr por teléfono, para mayor sorpresa de su colega.

Hendrik, a quien el sobresalto casi había dejado mudo, murmuró:

—Estás enferma. Tomo un taxi y voy a verte.

Diez minutos más tarde estaba con Barbara en la habitación de Nicoletta, que ya había empezado a hacer las maletas.

El noble y sensible óvalo del rostro de Barbara estaba tan blanco como la pared en la que apoyaba la espalda. Barbara guardaba silencio; Nicoletta guardaba silencio; Hendrik hablaba. Primero se burló, después suplicó y finalmente amenazó y bramó.

—¡Tú tienes un contrato! ¡Te llevarán a los tribunales!

Nicoletta respondió tranquila, pero con la más cortante claridad:

—Al señor Kroge no le apetecerá litigar con Theophil Marder por la propiedad sobre mi persona.

Hendrik la invitó a pensar:

—Esto arruinará tu carrera. Ningún teatro del mundo te volverá a contratar.

—Ya te lo he dicho: renuncio encantada a esa carrera. Lo que recibo a cambio de ella es, sin punto de comparación, más valioso, esencial y bello.

Su voz no era ya cortante, sino que cantaba de alegría.

Hendrik no podía ocultar su conmoción. Aquella muchacha empezaba a ser un jeroglífico para él. Pero ¿cómo, es que había pasiones capaces de hacer que una persona tire por la borda una carrera tan prometedora? La fantasía de Hendrik no estaba en condiciones de imaginar sentimientos que su corazón no pudiera albergar. Las pasiones solían tener para su carrera consecuencias más bien positivas; de ninguna manera admitía que la perjudicaran, y mucho menos que la destrozaran.

—Y todo esto a causa del profeta insolente —concluyó.

Al oír estas palabras Nicoletta se enderezó, cortó el aire con la nariz y silbó:

—Te prohíbo que hables así de mi prometido, del más grande de los mortales.

Hendrik, dándose por vencido, rió y se secó el sudor de la frente.

—Bien, se lo tendré que comunicar a Kroge —dijo.

Mientras llamaba por teléfono al teatro. Barbara dejó oír por vez primera su voz, que parecía velada por la tristeza.

—Entonces, ¿te quieres casar?

—¡Si él me quiere! —exclamó con visible alegría Nicoletta, evitando mirar a su amiga.

—Es treinta años mayor que tú, podría ser tu padre.

—Precisamente —de los bellos ojos de Nicoletta surgió la llama del éxtasis—. Es como mi padre. En él he vuelto a encontrar a la persona perdida. De forma maravillosa se renueva la vieja unión.

—Está enfermo —añadió Barbara.

La deslumbrada Nicoletta habló con la cabeza bien alta:

—Tiene la salud suprema del genio.

A Barbara no le quedó más que suspirar:

—¡Dios mío. Dios mío! —y escondió el rostro entre las manos.

Cuando un cuarto de hora más tarde aparecieron Oskar H. Kroge, el gerente Schmitz y la señora von Herzfeld, Nicoletta había terminado de hacer las maletas y estaba ya en el vestíbulo del hotel, esperando el coche que había de llevarla a la estación.

Schmitz, cuya voz no era ya suave, sino un puro grito, amenazó con acudir a la policía y a una orden de arresto; Oskar H. Kroge bufaba como un gato viejo, mientras que Nicoletta le respondía dando picotazos como un ave de rapiña; la señora von Herzfeld intentó convencerla con razonamientos, pero enmudeció ante la furia exaltada de Nicoletta y su férrea pasión. Todos hablaban al tiempo: Schmitz se quejaba pensando en las entradas ya vendidas, Kroge hablaba del sentido de la responsabilidad artística y de la decencia humana y la Herzfeld calificaba el comportamiento de Nicoletta de histeria tardía y de mal gusto, propia de la pubertad. Barbara había abandonado el hotel sin ser vista. Nicoletta marchó sin despedirse de ella.

La brusca desaparición de Nicoletta supuso para Barbara no sólo dolor, sino también un alivio. Recibió la noticia de la boda de Nicoletta y Theophil Marder, celebrada «en la mayor intimidad», sin demasiada emoción. «¡Pobre Nicoletta», fue en realidad todo lo que pensó. Su corazón empezaba ya a renunciar al problemático goce de una amistad que durante tantos años la había ocupado, alegrado y torturado.

Ya no podía pensar en un futuro con Nicoletta, pero le gustaba recordar el pasado común y contarse a sí misma la historia de una amistad, que había surgido en circunstancias tan fantásticas, llenas de sentido, y se había desarrollado siguiendo pautas tan fascinantes.

Willy von Niebuhr, el padre, cuya vida había transcurrido intranquila, aunque quizá sin ser tan aventurera como su hija solía presentarla, no se había preocupado nunca por Nicoletta. Cuando murió, en China, la muchacha tenía trece años, y la acababan de expulsar de un internado de Lausana, con gran escándalo. Niebuhr, que sabía que no iba a vivir mucho tiempo, escribió desde Shanghai a Bruckner, con el que había tenido amistad desde los tiempos de estudiante: «¡Ocúpate de la niña!» El académico decidió invitar a la muchacha a pasar un par de semanas en su casa, hasta encontrar un nuevo internado adecuado para ella, o cualquier otra posibilidad de alojamiento. Así fue como apareció Nicoletta en casa de los Bruckner: una criatura gravemente solemne, lista y voluntariosa, con gran nariz aguileña, brillantes ojos de felino, cuerpo delgado y flexible y arrogante postura de cabeza, segura de su triunfo. Al historiador todo en su huésped le parecía inquietante: la mirada llamativa e intranquilizadora, la pronunciación excesivamente clara, fuertemente acentuada, la corrección diabólica de su comportamiento. Le parecía fascinante, pero también algo penoso, tener tan cerca a la tan especial hija de un amigo interesante y tenerla que observar todo el día.

No pudo evitar la sorpresa al ver que Barbara se hacía amiga íntima de Nicoletta. ¿Qué atraía a su hija en aquella muchacha desconocida, extraordinaria, imprevisible? Y reflexionaba con cariño sobre el particular. Le parecía que Barbara buscaba en Nicoletta la personalidad más decididamente opuesta a la suya… De todas formas, esta amistad le parecía tan sospechosa, que prefería alejar a Nicoletta de su casa. La confió a un pensionado en la Riviera francesa; pero también allí hubo de nuevo escándalo. Y Nicoletta volvió a la villa de Bruckner. Al cabo de un tiempo se alejó de ella nuevamente, pero volvió; este juego se repitió con frecuencia. De las muchas aventuras que le deparaba su joven vida festiva e inconsciente se reponía siempre junto a Barbara. Ésta la esperaba siempre, abría sus puertas cuando Nicoletta llamaba; el padre lo veía, se asombraba, quizá se afligía, pero lo permitía. Al menos pudo comprobar que su bella e inteligente hija, al tiempo que participaba fielmente de la curiosa existencia de su amiga, no descuidaba su propia vida. Se ocupaba juguetona y pensativa, se ocupaba de mil cosas; tenía amigos, a cuyos estados de ánimo y preocupaciones siempre brindaba paciente simpatía; era superficial y sensata; medio amazona y medio suave hermana; fría y bondadosa, muy frágil y siempre dispuesta a la ternura, que no podía sobrepasar ciertos límites. Así vivía Barbara, y quizás el hecho de que esperaba a Nicoletta, de que todas las horas del día estaba preparada para su llegada, diera a su vida un sentido secreto, el enigmático centro que necesitaba.

Si Nicoletta había vuelto siempre. Barbara intuía y sabía que esta vez no lo iba a hacer. Esta vez había sucedido algo decisivo, definitivo. Nicoletta creía haber encontrado en Theophil Marder al hombre que se parecía a su padre, de igual condición que él; lo comparaba con la legendaria figura que ella había reconstruido. Ya no necesitaba a Barbara. Ahora encomendaba su vida al recuperado padre, al nuevo amado, con el dramático escándalo que caracterizaba todas sus acciones. Nicoletta se sometía a su inconmensurable e irritable voluntad, ella que llevaba la cabeza muy alta, pero deseaba que le dieran órdenes. ¿Qué debía hacer Barbara? Era demasiado orgullosa para entrometerse, demasiado activa para quejarse; enmudeció y conservó incluso su insondablemente sereno rostro. «Pobre Nicoletta», pensó, «ahora tienes que resolver tu propia vida. No va a ser una tarea fácil, pobre Nicoletta.»

Barbara, dicho sea de paso, no tenía mucho tiempo para pensar en Nicoletta; su propia existencia, la vida en una ciudad desconocida al lado de un hombre desconocido la absorbían. Se tenía que acostumbrar a la convivencia con Hendrik Hofgen. ¿Aprendería gradualmente a amar a ese hombre a cuya patética solicitud había cedido, en parte por curiosidad y en parte por compasión? Incluso antes de plantearse esta pregunta tenía que intentar contestar a otra que le parecía más decisiva, la de si Hendrik, por su parte, la amaba aún, si la había amado alguna vez. Barbara, escéptica en muchas cosas humanas por su inteligencia y su experiencia, dudaba ahora si la pasión que Hendrik le había mostrado —o representado— durante las primeras semanas de conocerse había sido alguna vez auténtica. «He sido engañada», pensaba Barbara a menudo. «Me he dejado engañar por un comediante. Le pareció útil para su carrera casarse conmigo y, además, necesitaba una persona a su lado. Pero nunca me ha querido. Quizá ni siquiera sea capaz de amar…»

El orgullo, la buena educación y la compasión le impidieron hablar de su disgusto, mostrar su decepción. Pero Hendrik era lo suficientemente sensible como para notar lo que ella, más por altivez que por bondad, le ocultaba. A la inteligencia de ella se le escapó que él sufría.

Él sufría, atormentado por el fracaso de sus sentimientos hacia Barbara, y también por el fracaso de su cuerpo, que se había repetido muy a menudo de forma humillante y grotesca. Se quejaba de su derrota; el ímpetu de sus sentimientos y la llama en su corazón habían sido auténticos o, por lo menos, casi auténticos, es decir, auténticos hasta el más alto grado que él podía alcanzar. «Con más fuerza y más pureza que en aquellos primeros días del verano, después del estreno de Knorke, no voy a sentir», pensó Hendrik. «Si esta vez fracaso, estaré condenado a fracasar siempre. Si así fuera, sería seguro que el resto de mi vida sólo podré pertenecer a muchachas como Juliette. «Pero puesto que ser fiscal de sí mismo, por muy honrada y amargamente que se cumpla la tarea, se convierte, hasta cierto punto, en autojustificación, y esto sucede a casi todas las personas, Hendrik pasó inmediatamente a reunir en su interior los argumentos que podía utilizar contra Barbara y que a él lo exonerasen de su culpa. Pensándolo mejor, ¿no era Barbara la que había fracasado? ¿No había ahogado ella el ímpetu de sus sentimientos con frialdad arrogante? ¿No estaba demasiado creída de su alcurnia, de su delicado intelecto? ¿No había burla, altivez y fría vanidad en las miradas inquisitivas que le dedicaba tan a menudo? Hendrik empezó a temer esos ojos, que hasta hacía poco le parecieron los más bellos del mundo. Hasta en la observación más nimia y superficial que hacía Barbara chocaba con la irritabilidad de él, su orgullo herido, un sentido más profundo, secundario, despectivo para él. Las pequeñas costumbres de Barbara y el silencioso abandono con que les era fiel le enervaban y ofendían en tal grado que se convertía en una obsesión, cuya sinrazón tenía que reconocer cuando pensaba con objetividad.

Barbara daba un paseo a caballo antes del desayuno, y hacia las nueve aparecía en el comedor, trayendo de fuera el aroma y el aliento de la fresca mañana. Hendrik, en cambio, estaba sentado con la cara entre las manos, cansado, malhumorado, aún en bata, una bata cada vez más deshilachada, y aparecía macilento.

—Estás medio dormido —dijo Barbara de buen humor.

Vertió el contenido del huevo pasado por agua en una copa de vino; era la forma en que acostumbraba comer el huevo del desayuno: en una copa de vino y aliñado con mucha sal, pimienta, picante salsa inglesa, zumo de tomate y un poco de aceite. Hendrik apuntó, picado:

—Estoy bastante despierto, e incluso he trabajado; por ejemplo, he llamado al dueño de la tienda de comestibles, que se empieza a impacientar por nuestra cuenta pendiente. Perdona que no te ofrezca por las mañanas un aspecto más lozano. Pero me temo que ni siquiera tú vas a poder inculcarme esas costumbres tan elegantes. Soy ya demasiado mayor para cambiar, y además procedo de un medio social en que tan noble deporte no es normal.

Barbara, que no quería amargarse el día, prefirió dar a la conversación un tono más jocoso.

—Das magníficamente con el tono. Se podría creer que lo has tomado en serio.

Hendrik calló, furioso; para causar más impresión, se puso el monóculo.

Involuntariamente, Barbara empezó a fastidiarle de nuevo.

Mientras comía el huevo con buen apetito, le dijo:

—Deberías probar tu huevo así. Para mí pierde su gracia tomándolo en la huevera y sin aliñar.

Después de una pausa, Hendrik preguntó con extremada cortesía, consecuencia de su irritación:

—¿Te puedo indicar algo, querida?

—Naturalmente —respondió ella masticando.

Hendrik, que tamborileaba con los dedos sobre el tablero de la mesa, alzó la barbilla y apretó los labios, lo que dio a su rostro una expresión autoritaria.

—Tu modo ingenuo y exigente de asombrarte o de burlarte cuando alguien hace algo diferente a lo acostumbrado en casa de tu padre o de tu abuela podría sorprender, e incluso repeler, a cualquiera que no te conozca como yo.

Los ojos de Barbara, que hasta estos momentos habían tenido una alegre claridad, se tornaron pensativos y adquirieron el mirar inquisitivo. Tras un corto silencio preguntó en voz baja:

—¿Cómo se te ha ocurrido hacer esta observación precisamente ahora?

—En todas partes lo normal es comer el huevo en la huevera y con sal —contestó tamborileando severamente con los dedos—. En la villa Bruckner se toma en copa y con seis especias. Es un modo muy original, pero no veo la razón para reírse de una persona porque no esté acostumbrada a tales originalidades.

Barbara calló, movió la cabeza y se puso en pie. Él miraba cómo se movía por la habitación con su paso desganado. Le asaltó un pensamiento: «Qué curioso, ahora lleva las botas altas que a mí me gustan, pero sus piernas no causan el efecto que yo deseo y necesito. En ella las botas son parte del correcto equipo deportivo. En Juliette suponen algo diferente…»

Pensar en Juliette delante de Barbara era para él un malévolo triunfo, que le compensaba de algunos disgustos. «Tú ve a cabalgar —pensó él irónico—. Haz del huevo pasado por agua un cóctel. Tú no sabes con quién estoy citado esta tarde, antes del ensayo.» Mientras Barbara abandonaba la habitación orgullosa y en silencio, él saboreaba el burdo placer del marido que engaña a su mujer y se enorgullece de su secreto.

A la segunda semana de su regreso, Hendrik había vuelto a encontrar a la Venus negra. Ella lo había acechado por la noche cuando iba al teatro. ¡Qué placer y qué espanto le produjo oír, desde la oscuridad de un portal, su ardiente y conocida voz!

—¡Heinz!

Ése nombre repudiado, del que se avergonzaba… Pronunciado por la voz ronca de la negra le hacía bien, como si recibiera una terrible caricia. A pesar de ello se revolvió furioso:

—¿Cómo te atreves? ¡Me estás acechando!

Ella, irónica, le había hecho un mohín con su mano bella, fuerte, nervuda.

—Deja eso, nene. Si no eres bueno, voy al teatro y armo un escándalo.

De nada le sirvió mascullar.

—¿Me quieres chantajear?

—Naturalmente —sonrió ella, haciendo brillar los labios y los ojos.

Su amplia risa tenía una maldad que para él resultaba espantosa y a la vez irresistible. Obligó a Juliette a meterse en el portal, pues temblaba ante la idea de que alguien pudiera verlo en tan mala compañía. Verdaderamente, la princesa Tebab tenía aspecto de degenerada. El pequeño sombrero de fieltro, que llevaba muy encasquetado, y la usada, estrecha chaqueta eran del mismo color verde chillón que las botas altas, brillantes. Alrededor del cuello llevaba una pequeña boa de plumas blancas, sucias y ralas. Sobre esta triste vestimenta estaba, ancha y oscura, la cara, con los carnosos y enormes labios y la nariz plana.

—¿Cuánto dinero quieres? —preguntó Hendrik con hastío—. Ahora ando bastante escaso.

—No es dinero lo que quiero, enano. Me tienes que visitar —dijo casi picara.

—¡Qué idea! —murmuró con labios temblorosos—. Estoy casado…

—No digas tonterías, corderito —le interrumpió severa—. Tu señora esposa no te puede ofrecer lo que tú necesitas. Ya he visto a tu Barbara.

¿Cómo sabía su nombre? La inicua circunstancia de que lo conociera lo llenó de miedo.

—Esa personita no tiene sangre en las venas —dijo la princesa Tebab girando los ojos en las órbitas.

Hendrik, medroso y con la frente cubierta de sudor, esperaba que la negra calificara a su Barbara de «pava sosa». Pero Juliette no parecía inclinada a continuar la teórica conversación. En tono amenazador que exigía una respuesta pronta y exacta, preguntó:

—¿Cuándo vendrás a verme?

En una buhardilla cuya gris desnudez no quedaba embellecida por la reproducción dulzona, chillona de una Madona de Rafael, sino más bien grotescamente realzada, se reanudaron los macabros ejercicios que antes habían tenido como marco la burguesa habitación en casa de la viuda Monkeberg.

Allí respiraba el joven esposo nuevamente el conocido olor extraño, mezcla de perfume barato y aroma selvático. Allí escuchaba de nuevo la bronca, chillona voz, las palmadas, el rítmico golpeteo de su maestra. Allí declamaba de nuevo versos en francés, cuando caía rendido en el duro jergón que servía de cama a la hija de reyes. Pero ahora estas oscuras fiestas, que Hofgen se permitía, como antes, dos veces a la semana, tenían un epílogo repugnante que no habían poseído anteriormente. Cuando todo había acabado y Juliette dejaba descansar a su satisfecho y agotado alumno, Hendrik empezaba en aquella habitación y ante aquella mujer a hablar de Barbara, su esposa.

Lo que él discretamente silenciaba ante la curiosidad inquisitiva y a la vez discreta, tensa y al tiempo celosa de su amiga Hedda von Herzfeld, o ante la camaradería de su amigo Otto Ulrichs, se lo confesaba a su Venus negra, que le llamaba «Heinz». A ella sí le confesaba lo que sufría por Barbara. A ella, y sólo frente a ella, se obligaba a la sinceridad. No le ocultaba nada, ni siquiera la propia vergüenza. Al conocer su derrota psicológica, su ridículo marital, la señorita Martens rió brusca, larga y cordialmente. Hendrik se volvió al oír esa risa, más difícil de soportar para él que el más duro castigo. Sobre él, sonreía la negra.

—Pues, siendo así, si es así como sucede, no puedes esperar ningún respeto por parte de tu belleza.

El habló de las cabalgadas matutinas de Barbara, que le parecían una constante provocación; se quejó de sus orgullosas extravagancias.

—De los huevos pasados por agua se hace un cóctel con diez salsas picantes, y aún sigue mirándome de arriba abajo porque yo me tomo el huevo en la huevera como cualquier mortal. Todo en mi casa tiene que ser lo más parecido posible a la casa de su padre y de su abuela. Por eso tampoco permitió que tomara como criado al pequeño Bock: un buen chico, fiel a mí, con el que no habría podido conspirar en contra mía. Pero no, una persona que me sea fiel no es admitida en nuestra casa. Buscando excusas, afirmó que el pequeño Bock no sabía mantener la casa en orden. Y eso que no lo conoce; es mi guardarropista desde hace años y puedo asegurar que ama el orden sobre todas las cosas. En su lugar tenemos una antipática vieja que fue doncella durante veinte años en la finca del general ¡para que nada cambie en la vida de la respetable señora!

La Venus negra le escuchó pacientemente. Se enteró también de que Barbara tenía contactos a los más altos niveles, con consejeros o directores de banco, pero él, dijo Hendrik hastiado, el actor Hofgen, no recibía invitaciones, o si le llegaban no le daban más valor que el de «acompañante». Barbara visitaba lugares que a él le resultaban extraños y poco amables: aulas y salones. También su correspondencia le molestaba. Siempre escribía o recibía cartas sin que Hendrik supiera quiénes eran las personas con las que mantenía tan interesante relación; sobre ello se quejó amargamente a la Venus negra. ¿No creía Juliette que las cartas que escribía a su padre, a su abuela o a Sebastian, su amigo de la niñez, contenían fundamentalmente juicios despectivos sobre él, sobre Hendrik? Princesa Tebab no quiso, ni tampoco pudo discutir esa posibilidad.

—¡Seguro que en las cartas se burla de mí! Si no tuviera mala conciencia, me dejaría leer alguna de las respuestas que recibe. Pero jamás veo ninguna.

Este punto era especialmente negativo y chocante para Hendrik, que enseñaba a Barbara las cartas que recibía de su madre.

—Ya no pienso volver a hacerlo —aclaró a Juliette decididamente—. ¿Para qué voy a depositar mi confianza en ella, cuando por su parte no hay más que secretos? Y encima tiene la desfachatez de reírse de mi madre.

La verdad es que Barbara se había reído mucho cuando Hendrik le leyó la carta en que la señora Hofgen contaba la ruptura del último compromiso de Josy. «Naturalmente, todos estamos muy contentos de que nuevamente hayan salido las cosas tan bien», escribía la pobre mamá. Barbara se había reído mucho, y también Hendrik había participado de su alegría: en aquellos momentos él mismo encontró el párrafo de la carta tan divertido como Barbara. El enfado vino después, y ahora se lo contaba a la Venus negra.

—Su familia es sagrada. No se puede decir nada de la generala y sus impertinentes. Sin embargo, mi madre es objeto de burla.

Con esos cuentos y lamentaciones acababan las visitas a la oscura buhardilla de Juliette. Antes de poner los cinco marcos sobre la mesilla de noche y marcharse, Hendrik dijo a su princesa que la quería más que a Barbara.

—Ya estás mintiendo otra vez.

—¿Mentir yo? —preguntó con una sonrisa ambigua, dolorida, irónica, ensimismada—. Bueno, me tengo que ir al teatro —dijo con voz clara, alzando la barbilla.

Los ensayos para el nuevo montaje de El sueño de una noche de verano, en que Hendrik Hofgen hacía el Oberón, y los preparativos para una gran revista eran más importantes y enardecedores que los problemas complicados y al tiempo acuciantes: a quién quería más, a Barbara o a Juliette.

—Ninguno de nosotros puede permitirse el lujo de distraerse de su trabajo a causa de la vida privada —explicó a su amiga Hedda—. Al fin y al cabo, somos artistas.

Su expresión demostraba orgullo y seguridad, pero también sufrimiento.

Barbara, que ocupaba el día haciendo deporte, leyendo, dibujando, manteniendo su correspondencia al día o asistiendo a las aulas de la universidad, se presentaba a veces en el teatro para recoger a Hendrik tras del ensayo. A veces pasaba largos ratos en el guardarropa o en la H. K., cosa que a Hendrik no le parecía bien. Como sospechaba que su mujer intentaba instigar a sus compañeros contra él, no deseaba que el contacto entre ella y la compañía fuera demasiado frecuente. Barbara solicitó en vano poder diseñar los decorados de alguno de los estrenos que se iban a presentar a lo largo del invierno. Hendrik le prometió someterlo a la dirección para que le hicieran el encargo; siempre le explicaba que los directores Kroge y Schmitz no estaban en contra de la idea, pero que la señora von Herzfeld hacía fracasar la propuesta. Esta afirmación no quedaba muy lejos de la realidad. De hecho la señora von Herzfeld se ponía de mal talante y su postura era negativa siempre que se hablaba de Barbara. Los celos hacían que fuera mala e injusta. No podía perdonar a Barbara que se hubiera casado con Hendrik. Por supuesto, la señora von Herzfeld no había sido nunca tan audaz como para hacerse ilusiones con respecto a Hofgen. Conocía los gustos especiales del hombre al que amaba, conocía el triste y penoso secreto de su relación con la princesa Tebab. El papel con el que se tenía que conformar, que le había bastado durante años, era el de fraternal amiga y confidente. Y era precisamente este papel el que le disputaba Barbara. Para Hedda era un triunfo que su rival pareciera no darse por satisfecha con esta función tan envidiable. Hendrik no lo decía explícitamente, pero el fino instinto de la mujer celosa lo adivinaba. La señora von Herzfeld intuía la naturaleza del fracaso: la hija del académico era demasiado exigente. Si se quería conseguir con Hendrik Hofgen, había que saber relegarse a un segundo lugar en el momento preciso. Pues, naturalmente, un hombre como él pensaba sobre todo en sí mismo. Barbara, en cambio, exigía y esperaba algo de él. Exigía felicidad. Esto hacía reír irónicamente a la señora von Herzfeld. ¿No lo comprendía la arrogante Barbara?

La única felicidad que podían brindar los hombres como Hendrik era su excitante presencia, su fascinante cercanía.

Algo parecido sentía la pequeña Siebert. Pero esta plácida y dulce criatura se había resignado más profundamente que la Herzfeld en lo referente a Hendrik. La pequeña Siebert sufría, pero no odiaba. La esposa de Hofgen, Barbara, le causaba un respeto tímido. Si la envidiada dejaba caer su pañuelo, Angelika se inclinaba rápidamente para levantarlo. Entonces Barbara, sorprendida, le daba las gracias, mientras Angelika se ruborizaba, sonreía desvalida y sus ojos miopes se fruncían miedosos.

Si bien la relación de Barbara con las dos amantes sin esperanza era complicada y estaba lastrada, con las demás damas de la compañía era muy cordial. Con la Motz solía hablar largo y tendido de precios, de modistas y de los defectos de los hombres en general y del actor de carácter Petersen en particular. Barbara sabía escuchar con tanta atención los desbordados discursos de la sincera y temperamental mujer, que la Motz llegó a la conclusión de que Barbara era una mujer admirable, y así se lo decía, encantada, a todo el mundo. De esa opinión era también la Mohrenwitz: Barbara, que ni siquiera se maquillaba, no intentaba parecer demoníaca, y por tanto nunca sería para ella, la abyecta Rahel, una rival.

Tanto Petersen como Rolf Bonetti consideraban a «la joven esposa de Hendrik» una «buena chica»; Hansemann la apreciaba porque abonaba en el acto sus consumiciones; el portero Knurr la saludaba militarmente, porque sabía que era hija de un «señor académico», los gerentes Kroge y Schmitz hablaban encantados con ella. Schmitz al principio se conformaba con bromas familiares y coquetas, pero después descubrió el interés práctico e inteligente de Barbara por las preocupaciones financieras del teatro, y mantenía con ella largas conversaciones sobre este tema, siempre actual e incitante. Oskar H. Kroge le descubrió su preocupación por el no muy convincente repertorio del teatro. El viejo precursor de un teatro intelectual veía con horror que en su casa las piezas superficiales y las operetas amenazaban con arrinconar las obras serias. De esta lamentable evolución no sólo era culpable Schmitz, que juzgaba las obras por la taquilla que hacían con ellas; por muy paradójico que pareciera, también Hofgen era responsable del bajo nivel literario. Hablaba del Teatro Revolucionario, pero montaba comedietas superficiales. El Teatro Revolucionario, que nunca se llegaba a inaugurar, era una excusa para poner en escena aquellas comedias bobas. Kroge, a pesar de sus dudas sobre el comunismo, deseaba ardientemente la apertura del estudio proyectado, que no sólo traería a su teatro un espíritu revolucionario, sino también literario. Hendrik afirmaba con imperativa suficiencia que era absolutamente necesario hacerse popular entre el público y la prensa con esas representaciones ligeras y amables, antes de poder actuar en el Teatro Revolucionario. Otto Ulrichs confiaba quizá, tan paciente como entusiasta, en los argumentos de su amigo. Más escéptica y nerviosa estaba Barbara.

Le gustaba conversar con Ulrichs; la incondicionalidad y sencillez de su convicción la fascinaban. Aunque ella mantenía su tendencia a la duda; solía aclarar que no entendía nada de política, cosa que Hendrik le confirmaba irónico:

—Tú no tienes ni idea de la verdadera seriedad de estas cosas —decía, poniendo la tirana cara de instructor—. A todo te acercas juguetona y curiosa. La creencia revolucionaria es para ti un fenómeno psicológico interesante; para nosotros, es el contenido casi sagrado de la vida.

Así hablaba Hendrik. Sin embargo, Otto Ulrichs, que consagraba a su trabajo político la mitad de su tiempo y de sus ingresos, era mucho menos severo. Su tono frente a Barbara era paternal y moralizante, pero estaba lleno de simpatía.

—Usted encontrará el camino hasta nosotros. Barbara, estoy seguro —decía amable y confiado—. Usted es de los que ya saben que la verdad y el futuro están de nuestro lado. Y usted no tiene más que un poco de miedo de reconocerlo y asumir las consecuencias.

—Sí, puede que no tenga más que un poco de miedo. —Barbara sonrió.

Entre tanto, no podía sino maravillarse de la paciente bondad con que Ulrichs permitía a Hofgen poner tantas trabas al Teatro Revolucionario. Ella, por su parte, instaba a hacerlo realidad; tenía una pequeña razón egoísta: quería hacer los decorados para el primer montaje del ciclo revolucionario.

—Esto no es cosa mía —decía casi a diario a Hendrik—, y no soy yo la que considera la creencia en la revolución mundial como el contenido de su vida. Pero me avergüenzo por ti, Hendrik. Si no te tomas esto en serio, harás el ridículo.

Al oír estas palabras, Hendrik adquiría un aire macilento, hermético. Sus ojos no brillaban ahora coquetones, sino enfadados. Contestaba con enorme altivez:

—Esto no son más que frases de aficionado. Tu desconocimiento en cuestiones de táctica revolucionaria es absoluto.

Su táctica revolucionaria consistía en buscar cada día una nueva salida para no tener que empezar con los ensayos del Teatro Revolucionario. Pero para demostrar que algo se hacía en pro de la Revolución, se decidió repentinamente a dar una conferencia sobre «El teatro actual y sus obligaciones morales». Kroge, siempre entusiasta de este tema, puso el teatro a disposición de Hofgen un domingo por la mañana. La conferencia de Hendrik estaba compuesta con efectismo, a base del vocabulario del entusiasta director y del vocabulario de Otto Ulrichs: una alusión política y poco comprometida, en la que los jóvenes, liberales y marxistas, encontraron muchos de sus más queridos lemas. Al final todos los que llenaban el patio de butacas aplaudieron, convencidos por la calidad político-artística de orador que poseía Hendrik, ampliamente confirmada por la prensa al día siguiente.

Era la confirmación que tanto había esperado Hendrik Hofgen.

—Ahora está la situación madura, podemos actuar.

Cambiaba miradas de complicidad con Ulrichs.

El primer ensayo para el Teatro Revolucionario se fijó ya. Como era natural, no iba a ser estrenada en la apertura aquella obra radical que habían escogido el año anterior. Hendrik se había decidido en el último momento, naturalmente por razones tácticas, por una tragedia de guerra, cuyos tres sombríos actos mostraban la miseria del invierno de 1917 en una gran ciudad alemana, la cual tenía un carácter pacifista, pero de ninguna manera claramente socialista. Barbara proyectó los decorados: una triste habitación interior, una calleja gris, en la que las mujeres hacían cola para comprar pan. Otto Ulrichs y Hedda von Herzfeld interpretaban los papeles principales.

Hofgen, como director, mostró gran ímpetu en el primer ensayo. Cuando declamó con pasión mesurada el gran monólogo acusador que la señora von Herzfeld tenía que decir en la primera escena, en su papel de madre trágica, Otto Ulrichs no pudo menos que secarse los ojos, y hasta Barbara se impresionó. Al segundo ensayo se presentó con una ronquera nerviosa; en el tercero tenía cojera, su rodilla derecha se había anquilosado de repente, se quejaba de que ya no podía doblar la pierna. En el cuarto su aspecto era tan macilento y ruin, que tenía a todos atemorizados y no sin motivo. Estaba de un humor espantoso, llamó a la señora von Herzfeld «pavisosa» y amenazó a la apuntadora Efeu con despedirla inmediatamente.

—Usted sabotea nuestro trabajo —le gritó—. ¿Cree usted que no sé por qué? ¡Seguramente le han dado la consigna los camaradas del señor Miklas! Pero los vamos a poner en su sitio. A usted, a su señor Miklas, al limpio señor Knurr y a toda la maldita pandilla. ¡Entérese!

A la Efeu no le sirvió de nada llorar con amargura, ni jurar que era inocente.

Después de este ensayo, que dejó un amargo recuerdo en todos los que participaron en él, Hofgen se metió en cama con ictericia. Catorce días faltó al teatro. Ulrichs. Bonetti y Hans Miklas se pudieron repartir sus grandes papeles. Tras la convalecencia estaba aún muy apagado y débil, y sus ojos de piedra preciosa brillaban turbios y amarillentos. La apertura del Teatro Revolucionario fue aplazada indefinidamente. El médico había prohibido de modo terminante a Hofgen trabajar más de lo absolutamente imprescindible.

Por lo menos uno de la Compañía se alegró mucho de esta evolución de las cosas: Hans Miklas, que resplandecía triunfal. Él ya sabía desde el primer momento que la historia del Teatro Revolucionario era un fraude premeditado; así lo contaba en voz alta en la H. K, y ni las miradas reprensivas de la señora von Herzfeld lograron disuadirle de repetir aquel juicio varias veces. Su obstinado rostro parecía iluminado por el gran placer que le causaba el fracaso del Teatro Revolucionario; un día entero estuvo contento, silbaba y tarareaba, no tenía hoyos negros en las mejillas, no tosía nada e incluso invitó a la Efeu a una copa de aguardiente. Aquello no se había visto nunca, y la buena mujer observó:

—¡Vaya, vaya! ¡Qué lanzado estás!

Naturalmente, aquel agradable suceso mejoró el humor del joven sólo temporalmente. Al día siguiente apareció ya con el rostro marcado por el disgusto; las negras cavernas bajo las mejillas afloraban de nuevo, y su tos tenía un sonido preocupante. «¡Cómo nos odia a todos!», pensó Barbara, que lo observaba. No era insensible al tenebroso encanto del maleducado muchacho. Su rostro, con el espeso, recalcitrante cabello cayendo sobre la clara frente, los oscuros bordes alrededor de los ojos obstinados y los labios reservados, con brillo insano, la atraía más que, por ejemplo, el gesto indolente del bello Bonetti. En la figura delgada y elástica del joven Miklas, en aquel cuerpo entrenado, flexible y ambicioso, había algo que conmovía a Barbara. Por eso intentaba a veces iniciar una conversación con él. Poco a poco consiguió ganarse su confianza y su amistad. A veces lo invitaba a una cerveza y a un bocadillo en la H. K., delicadeza que Hans Miklas sabía apreciar. Especialmente cuando se había disgustado con Hendrik, a Barbara le divertía charlar con el enfadado joven. Entonces, ella proponía:

—¿Nos arriesgamos a una velada demoledora?

A Miklas se le encontraba siempre dispuesto para una velada demoledora, sobre todo cuando se le invitaba a cerveza y fiambres.

Con un interés mezclado con algo de horror. Barbara escuchaba los relatos de Miklas sobre aquello que amaba o sobre lo que odiaba. Ella nunca se había sentado a la mesa con una persona de las ideas y convicciones que este muchacho defendía con tanto fanatismo. Comprendió que despreciaba o rechazaba todo aquello que era caro e imprescindible para ella, para su padre o para sus amigos. ¿Qué pensaba Miklas al acusar al «maldito liberalismo» o criticar a «determinados círculos judíos o judaizantes», que según él destruían la cultura alemana? «Sí, se refiere a todo lo que yo he amado siempre y a aquello en lo que he creído», comprendió Barbara. «Se refiere al intelecto y a la libertad cuando dice chusma judía.» Y se asustó profundamente. A pesar de ello, impulsada por la curiosidad, continuó la conversación, que tenía para ella un carácter fantástico. Le parecía haber salido de la esfera civilizada en la que estaba acostumbrada a vivir, para entrar en otra radicalmente distinta, totalmente extraña y bárbara.

¿Qué es lo que entusiasmaba a una criatura tan enigmática como Hans Miklas? ¿Qué ideas, qué ideales eran los que encendían su agresivo entusiasmo? Deliraba por una «cultura alemana limpia de judíos», y Barbara, extrañada, agitó la cabeza. Cuando su extraño interlocutor le explicó que era preciso «romper el vergonzoso tratado de Versalles» y devolver a la nación alemana «su fuerza de choque», vio cómo sus ojos se iluminaban y su frente parecía irradiar resplandor.

—¡Nuestro Führer devolverá su honor al pueblo!

Su voz sonó ronca; sacudió la cabeza, seguro de la victoria.

—No aguantaremos mucho tiempo la vergüenza de esta República, despreciada por el extranjero. Queremos recuperar el honor. Todo alemán decente lo exige, y alemanes decentes hay en todas partes, incluso aquí, en este teatro bolchevista. Debería oír como habla Knurr cuando no tiene miedo de que le oigan. Perdió tres hijos en la guerra, pero dice que no fue eso lo peor, mucho peor fue que Alemania perdiera su honor. ¡Y ése no nos lo puede devolver más que el Führer!

Barbara pensaba, ¿por qué se irritará tanto a causa del honor alemán? ¿Qué significará para él ese ambiguo concepto? ¿Será tan importante para él que Alemania tenga de nuevo tanques y submarinos? Debería procurar primero deshacerse de esa horrible tos, tener éxito en un papel simpático y ganar un poco más de dinero para poder comer todos los días hasta hartarse. Seguro que come poco y trabaja mucho, tiene aspecto agotado. Le preguntó si quería otro bocadillo de jamón; él asintió levemente y siguió delirando.

—¡El día llegará! ¡Nuestro movimiento vencerá!

Palabras parecidas, de una fe ciega, las había oído Barbara poco antes de otra persona: Otto Ulrichs. A éste no pudo contradecirle: tanto racional como emocionalmente, estaba casi convencida por aquella creencia razonada e inflamada; a Hans Miklas, por el contrario, le dijo:

—Si Alemania se llegara a convertir en lo que usted y sus amigos desean, prefiero no tener nada que ver con ella. Entonces me marcharé —aclaró Barbara, sonriendo a Miklas, pensativa, pero no con desabrimiento.

—La creo —dijo él resplandeciente—. Muchas personas se marcharán, es decir, si las dejamos ir y no las atrapamos antes. ¡Entonces nos tocará a nosotros! ¡Entonces volverán a mandar los alemanes en Alemania!

Parecía un quinceañero entusiasmado, con el pelo revuelto y los ojos brillantes. Barbara no podía negar que le gustaba, aunque cada palabra que decía le pareciera extraña y repulsiva. Con una oratoria que a menudo se complicaba, pero que seguía siendo agresiva, él explicó que la convicción por la que luchaba era profundamente revolucionaria.

—Cuando llegue el día y nuestro Führer asuma el poder, todo el poder, se acabará el capitalismo y su hueste de enchufados, se romperá el yugo de las deudas de guerra, las grandes bancas y las bolsas que asfixian nuestra economía cerrarán, y nadie llorará por ello.

Barbara quería saber por qué Miklas no se unía a los comunistas, estando como estaba en contra del capitalismo como ellos. Miklas, con el fervor de un niño que recita la lección aprendida de memoria, contestó:

—Porque los comunistas no tienen sentimientos patrióticos, sino que son internacionalistas y dependen de los judíos y los rusos. Tampoco saben nada de idealismo; todos los marxistas creen que lo único importante en la vida es el dinero. Nosotros queremos nuestra propia revolución alemana, idealista, no una revolución dirigida por los masones y por los sabios de Sión.

Barbara indicó al ardiente muchacho que su Führer, el que quería eliminar el capitalismo, recibía mucho dinero de la industria pesada y de los latifundistas. Miklas se puso furioso y calificó tales sospechas de «típicas campañas judías de difamación».

Así discutieron hasta entrada la noche: Barbara, irónica, suave y curiosa, escuchaba a aquel obstinado e intentaba convencerlo. Él, con entendimiento pueril, siguió firme en su sangrienta creencia en la salvación de la raza, en la ruptura de la subordinación al poder y en la revolución idealista. La Efeu, que observaba furiosa a la pareja desde una esquina, viendo lo abstraídos que estaban en la conversación, comentó al portero Knurr:

—A la señora Hofgen le gusta mi muchacho. Es lo que me faltaba. La señora Hofgen me quiere quitar a mi chico.

Aquella misma noche Miklas tuvo una disputa con la Efeu, al tiempo que Barbara tenía una terrible escena con Hendrik. Hofgen gritaba, no por burgueses celos de marido, subrayó, sino por una cuestión política.

—¡No es decente estarse uno sentado con un facineroso nazi toda la noche a la misma mesa! —temblaba de ira.

Barbara replicó que desde su punto de vista Miklas no era un facineroso.

—Todos los nazis son unos facinerosos —contestó Hendrik, hiriente—. Uno se ensucia con su proximidad. La tradición liberal de tu casa te ha corrompido. Tú no tienes creencias, sólo juguetona curiosidad.

Se mantenía muy erguido en medio de la habitación; sus severas palabras iban acompañadas de bruscos movimientos de los brazos.

—Confieso que el chico me da pena y me interesa algo. Está enfermo y es ambicioso, y no come lo que necesita. Lo tratáis mal tú, tu amiga Herzfeld y los demás. Él busca algo a que agarrarse para enderezarse. Y así ha llegado a esta locura, que ahora llama lleno de orgullo «su convicción».

Hendrik soltó una sarcástica risa nasal.

—¡Qué comprensiva eres con ese piojoso! ¡Lo tratamos mal! ¡Delicioso! ¡Y que tenga uno que oír cosas así! ¿No te haces a la idea de cómo nos tratarían sus amigos, si esa chusma llegara al poder?

Hendrik, con el torso adelantado y los brazos en las caderas, había formulado la pregunta con rabiosa agresividad.

Barbara dijo, sin mirarlo:

—¡Dios nos libre de que esos locos lleguen alguna vez al poder! ¡Entonces yo no podría vivir en este país!

Se estremeció como si sintiera ya el contacto de la brutalidad y de la mentira que reinarían en Alemania si llegaran a gobernar los nazis.

—Es el mando del crimen —dijo, agitada—, el mundo del crimen que ansia el poder…

—¡Y tú te sientas con él a la mesa y charlas con él!

Hendrik paseaba por la habitación a grandes zancadas. Tenía aire de triunfo.

—¡Esta es tu noble tolerancia burguesa! Hay que tener tolerancia con el enemigo mortal, o con lo que hoy aún se conoce como enemigo mortal. Por tu bien, querida, desearía que te llevaras bien con el crimen si éste algún día se hace con el poder: estarías en condiciones de encontrar el lado interesante del terrorismo fascista. Vuestro liberalismo aprendería a contemporizar con la dictadura nacionalista. Sólo nosotros, los luchadores revolucionarios, somos vuestros enemigos mortales. Y sólo nosotros evitaremos que la dictadura llegue al poder.

Se pavoneaba por la habitación como en éxtasis y con la barbilla alzada. Barbara, en cambio, permanecía inmóvil. Si Hendrik la hubiera mirado en aquel momento, se habría aterrorizado de la gran seriedad de su rostro.

—Entonces tú crees que yo me conformaría —dijo casi sin voz—. Tú crees que me acomodaría, que me reconciliaría con el enemigo mortal…

Pocos días más tarde se produjo un incidente entre Hendrik y Miklas, que acabó con el despido de Miklas, impuesto por Hofgen. Lo que dio pie a la catástrofe, que para Hofgen fue un triunfo y para Miklas estuvo cargada de consecuencias destructivas, pareció en principio inocente.

Aquella noche estaba Hendrik de un humor excelente. Con picardía, rebosaba de alegría renana, y sorprendió a los respetuosamente divertidos colegas con una serie de bromas. Se le había ocurrido un juego divertido. De los periódicos sólo leía a fondo las noticias de teatro, ópera y opereta; su entrenada memoria conservaba tanto el nombre de la contralto de Konigsberg, como el de la dama de carácter de Halle ad Saale. Hubo muchas risas cuando Hendrik se hizo examinar de esta asignatura por sus colegas.

—¿Quién hace el vividor en Halberstadt?

Y no dejaba de contestar cuando alguien preguntó:

—¿Dónde está ahora contratada la señora Türkheim-Gavernitz?

—Está de dama cómica en Heidelberg —dijo como si fuera algo archiconocido.

Los problemas empezaron cuando alguien preguntó:

—¿Quién es la primera sentimental en el Teatro Nacional de Jena?

—Una cretina que se llama Lotte Lindenthal.

Miklas se interpuso, aunque había permanecido alejado.

—¿Por qué es precisamente Lotte Lindenthal una cretina?

—No lo sé —respondió Hendrik, frío como el hielo—. No sé por qué es una cretina, pero lo es.

—Yo le puedo decir, señor Hofgen —replicó Miklas en voz baja y brusca—, por qué quiere usted insultar precisamente a esa dama: porque sabe que está comprometida con uno de nuestros dirigentes nacionalsocialistas, con nuestro heroico aviador…

Hofgen le interrumpió. Tamborileaba con los dedos sobre la mesa, y su rostro parecía petrificado por la altivez.

—No me interesa saber el nombre ni los títulos del amante de la señorita Lindenthal —dijo, sin dignarse mirar a Miklas—. Además de que sería una lista muy larga. La señorita Lindenthal no se divierte únicamente con el oficial de aviación.

Miklas, los puños apretados y la cabeza hundida, tenía la postura peleona de un chiquillo de la calle, que se dispone a iniciar una riña. Bajo la frente hoscamente fruncida, los ojos brillaban de furia.

—Guárdese —tosió, y todos en el local se estremecieron ante su insultante frialdad—. No consiento que una dama sea ofendida en público sólo porque pertenezca al Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista y sea la amiga de un héroe alemán. ¡No lo permito! —los dientes le rechinaban, y dio un par de pasos amenazadores.

—¡Conque usted no lo permite! —repitió Hendrik, sonriendo diabólicamente—, ¡Uy, uy, uy! —añadió, sardónico.

Miklas quiso abalanzarse sobre él; Otto Ulrichs lo detuvo, cogiéndolo con fuerza de los hombros.

—¡Estás borracho! —gritó Ulrichs y zarandeó a Miklas, que gritó:

—No estoy borracho, todo lo contrario. ¡Pero quizá sea el único en esta habitación al que le queda un poco de honra en el cuerpo! Nadie en este medio judaizante parece reprobar que se insulte a una mujer…

—¡Basta!

Esta exclamación procedió de Hofgen, que había permanecido en pie. Todos le miraron. Hablaba con lentitud:

—De que no está usted bebido también yo estoy seguro, querido. No tiene atenuantes. En el círculo judaizante en el que todavía se encuentra no tendrá que sufrir por mucho tiempo. ¡Créame!

Y Hofgen abandonó, a pasos pequeños y envarados, el local.

—Le dan a uno escalofríos —susurró la Motz.

¿Desde qué esquina llegaba aquel llanto apagado? La apuntadora Efeu apoyaba la cabeza sobre la mesa, y por entre sus gordos dedos corrían las lágrimas.

Kroge, que no había presenciado la escandalosa escena, no se sentía muy inclinado a aceptar el deseo de Hofgen de despedir inmediatamente al joven actor. La señora von Herzfeld y Hendrik unieron sus argumentos para deshacer las objeciones jurídicas, políticas y humanas del director. Este sacudía la pensativa cabeza de gato, fruncía la frente, caminaba nervioso de arriba abajo.

—Quizá tengáis razón, lo confieso. El comportamiento de este muchacho es a veces inaguantable… Pero me duele poner en la calle de forma tan tajante a una persona enferma y sin medios.

Hendrik y Hedda se esforzaban por hacerle ver que su postura, indecisa, que buscaba compromisos, se parecía muchísimo a aquella otra, tímida y cobarde, que tomaban los partidos políticos del gobierno frente al terrorismo nazi.

—Tenemos que mostrar a esa banda de asesinos que no pueden tomarse toda clase de libertades —Hendrik pegó un puñetazo en la mesa.

Kroge estaba casi convencido por los argumentos de sus dos colaboradores cuando Miklas encontró un defensor: Otto Ulrichs, que se presentó en el despacho para participar en la conferencia.

—Os suplico que no lo hagáis —dijo Ulrichs—, Me parece que sería suficiente castigo para el chico el despedirlo sólo hasta la próxima temporada. El muy bobo no calibró la importancia de lo que hizo ayer. Pero todos podemos perder los nervios.

—Estoy sorprendido —dijo Hendrik, censurándolo a través del monóculo—. Estoy muy sorprendido de oírte hablar así precisamente a ti.

—Bien —Otto rechazó con la mano las palabras de Hendrik—. Reconozco que el pobre chico me da pena, con su tos y sus hoyos negros en las mejillas. Pero por causas tan personales no lo defendería; me deberías de conocer lo suficiente, Hendrik, como para saberlo. Más bien son objeciones de carácter político las que me conducen a ello. No debemos crear mártires. Justo en esta situación política sería erróneo…

—Perdona que te interrumpa —Hendrik se puso en pie con una cortesía destructora—, Pero me parece que no tiene sentido continuar este debate tan teórico, por interesante que sea. El caso está claro. Podéis elegir entre el señor Hans Miklas y yo. Si él permanece en este teatro, yo lo dejaré.

Dijo esto con una sencillez que no permitía dudar de que su decisión era irreversible. Estaba junto a la mesa, el peso del torso adelantado descansando sobre las manos, que tenían los dedos abiertos. Mantuvo los ojos bajos, como si su modestia le impidiera influir en la decisión de los presentes mediante la irresistible fuerza de su mirada.

Bajo las terribles palabras de Hendrik se estremecieron todos. Kroge se mordió los labios; la señora von Herzfeld no se pudo contener y se puso la mano sobre el corazón, que latía fuertemente; el gerente Schmitz se puso pálido: se sentía físicamente enfermo al pensar que el Teatro de los Artistas pudiera perder al insustituible Hofgen, después de haberse quedado sin la brillante Nicoletta von Niebuhr.

—No diga usted tonterías —dijo, secándose el sudor de la frente—. Tranquilícese, el joven se larga —añadió con una voz sorprendentemente suave y agradable.

Miklas se fue. Kroge sólo pudo conseguir, gracias a la ayuda de Ulrichs, que el actor despedido recibiera el sueldo de dos meses como indemnización. Nadie supo a dónde fue Miklas—, ni siquiera la pobre Efeu lo volvió a ver, él no había vuelto al teatro después del penoso lance, se retiró, protestando, y desapareció.

Miklas, víctima de su cabezonería infantil y de una convicción tan ardiente como poco meditada, se había ido. Hendrik Hofgen se había quitado de en medio al insubordinado, al agitador. Su triunfo era perfecto: ahora lo admiraban más que nunca los miembros de la compañía, desde la Motz hasta Bock. Los trabajadores comunistas, en el bar de enfrente, alababan su enérgica postura. El portero Knurr le mostró un gesto que no auguraba nada bueno, pero no se atrevió a pronunciar ni una palabra y ocultó mejor que nunca su cruz gamada bajo la solapa de la chaqueta. Pero cada vez que Hendrik Hofgen entraba al teatro, desde la penumbra de la portería le acechaban terribles miradas, en las que se podía leer: «Espera, maldito bolchevique, ya te cerraremos el camino. Nuestro Führer y salvador está cerca. ¡Ya se acerca el día de su gran llegada!» Hendrik, que conocía el significado de estas miradas, convertía su rostro en una máscara estática y soberbia, y pasaba de largo sin saludar.

Nadie podía dudar de su posición privilegiada: él mandaba en la H. K., en la oficina, en el escenario. Su sueldo subió a 1.500 marcos: para lograrlo, Hendrik ni siquiera se tuvo que molestar en entrar como un viento de tormenta en el despacho de Schmitz, ni en hacerle carantoñas; se limitó a exigirlo escuetamente. Trataba a Kroge y a la Herzfeld casi como a subordinados, ignoraba por completo a la pequeña Siebert y en el tono de camaradería que conservaba hacia Otto Ulrichs se mezclaba un matiz «permisivo», casi despectivo.

A su alrededor sólo quedaba una persona a la que no consiguió convencer, ganar, conquistar. La desconfianza con que Barbara miraba a Hendrik se había visto reforzada, agudizada, después del caso Miklas. Pero él no soportaba a la larga tener alguien a su lado que no creyera en él y no lo admirara. El distanciamiento entre Barbara y él aumentó durante el invierno. Ahora Hendrik intentó superarlo. ¿Era su orgullo el que le empujaba a emplear todas sus energías para conquistarla de nuevo? ¿O existía también otro sentimiento que le exigía utilizar su potencial de conquistador nuevamente con Barbara? El la había llamado «su ángel bueno». Pero su ángel bueno se había transformado en su mala conciencia. La desaprobación callada de Barbara arrojaba una sombra sobre su triunfo, y las sombras debían ser alejadas para que él pudiera disfrutarlo plenamente. Hendrik se comportó con Barbara casi como en las primeras semanas de su relación. No perdía ya la compostura en su presencia y siempre tenía para ella una broma o una conversación interesante. Para que lo viera en los momentos de mayor despliegue de fuerzas, de su más brillante actuación, la invitaba a menudo a los ensayos.

—Seguro que me podrás dar consejos valiosos —le decía con voz quejumbrosamente modesta entornando los párpados sobre su centelleante mirada.

Cuando Hendrik dirigía el primer ensayo con vestuario para su puesta en escena de una opereta de Offenbach, Barbara entró silenciosamente en el patio de butacas; silenciosamente se sentó en la última fila, en la oscuridad. En el escenario estaban las chicas del ballet, que alzaban las piernas y gritaban el estribillo de una canción. Ante su perfectamente formado frente daba brincos la pequeña Siebert vestida de Amor: con unas alitas visibles en los delgados hombros desnudos, arco y flechas colgados del cuello y la naricita maquillada de rojo en el menudo rostro pálido, medroso y atractivo. «¡Qué mascara tan poco favorecedora le ha destinado Hendrik!», pensó Barbara. Un Amor melancólico. Y sintió, en su oscuro escondite, una especie de conmovedora simpatía hacia la pobre Angelika que, allá arriba, saltaba y se agitaba: quizá fue en este momento cuando Barbara comprendió que era por causa de Hendrik por lo que el rostro de Angelika tenía esa expresión triste y llena de miedo.

Hofgen estaba en pie, tiránicamente erguido y con los brazos extendidos, en el lado derecho del escenario, y lo dominaba todo. Marcaba con los pies el ritmo de la música, su rostro macilento fascinaba por su expresión enormemente decidida.

—Basta, basta —bramó.

Y mientras la orquesta cesó de tocar. Barbara se sobresaltó casi tanto como las chicas del coro, que estaban allí, indecisas, y como la pequeña Angelika: Amor con la naricilla helada y luchando por contener las lágrimas.

El director había saltado hacia delante, al centro del escenario.

—¡Tenéis plomo en las piernas! —gritó a las chicas, que bajaban las cabezas como flores batidas por un viento helado—. Lo que estáis bailando no es una marcha fúnebre, es Offenbach.

Dominante, hizo señas a la orquesta de que volviera a empezar, y bailó él mismo. Se olvidaba que era un hombre casi calvo en traje gris muy usado el que estaba en escena. ¡Una total, excitante transformación a plena luz del día! ¿No parecía Dioniso, el dios de la ebriedad, el que movía, como en éxtasis, sus miembros? Barbara lo miraba estremecida. Acababa de ver a Hendrik Hofgen, el comandante, ante su tropa, las chicas del coro. Inmediatamente había caído en un paroxismo báquico. Su blanco rostro estaba desencajado, los ojos de piedra preciosa giraban por el arrobamiento, y de los labios entreabiertos surgían ardientes tonos de placer. Bailaba maravillosamente, las chicas del coro miraban con respeto la técnica impecable de su director, la princesa Tebab se habría sentido orgullosa de él.

«¿Dónde habrá aprendido?», se preguntó Barbara. «¿Qué sentirá en este instante? ¿Sentirá algo? Demuestra a las chicas como levantar las piernas. Estos son sus éxtasis…»

Hendrik interrumpió el frenético ejercicio. Un joven de la oficina había atravesado cuidadosamente el patio de butacas y había subido al escenario. Rozó suavemente el hombro del extasiado director y murmuró:

—Señor Hofgen, disculpe la molestia, el señor Schmitz le pide que dé su opinión sobre este boceto para el cartel del estreno, porque tiene que ser enviado inmediatamente a imprenta.

Hendrik hizo una seña a la orquesta, que dejó de tocar. Su postura era relajada y se puso el monóculo: nadie habría reconocido en el hombre que miraba el cartel al que dos minutos antes había bailado en un trance dionisíaco. Entonces arrugó el papel en las manos y gritó con voz fuerte y disgustada:

—¡Hay que componer de nuevo todo el cartel! ¡Esto es inaudito! ¡Mi nombre está mal escrito! ¿No podré conseguir jamás que en esta casa se me dé mi nombre correcto? —furioso, tiró el papel al suelo—. ¡Me llamo Hendrik, metéoslo en la cabeza de una vez: Hendrik Hofgen!

El joven de la oficina sacudió la cabeza y murmuró algo sobre un nuevo linotipista, que había cometido la imperdonable falta por ignorancia. Del coro salió una risita apagada, con sonido argentino, como si muchas campanitas se movieran cuidadosamente. Hendrik se enderezó e hizo enmudecer los suaves tonos con una terrible mirada.