Capítulo IV

Barbara

Barbara seguía muy sorprendida por la aventura para la que ni su corazón ni sus pensamientos estaban preparados y cuyas consecuencias le parecían poco claras. ¿En qué se había metido? ¿Qué había cargado sobre sus hombros? ¿Sentía en realidad algún sentimiento profundo hacia aquel hombre ambiguo, inteligente, altamente capacitado, a veces conmovedor, otras casi repugnante, hacia el comediante Hendrik Hofgen?

A Barbara no se la conquistaba fácilmente, permanecía fría ante los trucos más hábiles. En ella eran más frecuentes la compasión y el interés pedagógico. La agudeza experta de Hendrik lo había comprendido desde el primer momento. Desde la primera noche, en la que había hecho el papel de hombre educado y tranquilo, en convincente contraste con el estilo ruidoso-osado de Marder, renunció ante Barbara, sagaz y mesurado, a todo comportamiento discorde. Entre ellos sólo se había hablado de asuntos serios y conmovedores, de sus convicciones ético-políticas, de la soledad de su juventud, de la dureza y encanto de su profesión. Sin embargo, finalmente le había mostrado, en el minuto decisivo, su rostro cubierto de lágrimas, cegado por el sufrimiento de su alma, y lo que hubiera podido añadir quedó en balbuceos.

Barbara estaba acostumbrada a que sus amigos recurrieran a ella cuando se encontraban en situaciones de necesidad o de confusión. Habían acudido a ella no sólo Nicoletta con sus complicadas confesiones, sino también hombres jóvenes, e incluso viejos amigos de su padre que necesitaban consuelo. Tenía experiencia en lo referente al dolor de los demás; pero desde su más tierna juventud se había prohibido a sí misma tomar en serio sus propios dolores, sus dudas personales. Por eso podía uno creer que no había nada capaz de descompensar su equilibrio interior. Sus amigos la consideraban la persona más equilibrada, enérgicamente inteligente, versátil, madura, suave y segura que conocían. De entre todos ellos, sólo uno había comprendido la labilidad de su condición, lo incierto de su propia fuerza, su amor lleno de tristeza al pasado, su temor al futuro: el viejo Bruckner conocía a su hija, a la que amaba.

Por eso, la carta que le escribió al recibir la noticia de su compromiso rebosaba no sólo tristeza por el hecho de que fuera a abandonar su casa, sino también preocupación. ¿Lo había meditado todo bien y había decidido en consecuencia?, quería saber el padre. Y Barbara se asustó de la seria advertencia que incluía esta pregunta.

Realmente, ¿lo había meditado bien y decidido en consecuencia? Si todos los consejos que daba a sus amigos eran el resultado, cuidadosamente sopesado, de largas meditaciones, de inteligentes razonamientos, en lo concerniente a su persona esperaba los acontecimientos con frívola dejadez. A veces tenía un poco de miedo, pero nunca el miedo suficiente como para cambiar sus planes o defenderse; esto se lo prohibían tanto la curiosidad como el orgullo. Con escepticismo y sonriente atrevimiento, esperaba los acontecimientos que iban a sucederle, pero sin prometerse que serían muchos los agradables. Sonriente, miraba a su Hendrik, que con temperamental retórica exigía de ella que hiciera el papel de ángel bueno. Quizá fuera interesante, quizá tenía en ello una obligación, quizá había en él un fondo noble, deteriorado, y a ella, precisamente a ella, le había sido confiada su custodia. Si así era, Barbara no se oponía. Mayores preocupaciones le producía Nicoletta, que se perdía con Marder.

Todo sucedió deprisa. Hendrik apremiaba: la boda debía celebrarse aquel mismo verano. Nicoletta había apoyado este deseo.

—Si os vais a casar, queridos —decía, y habló como si aquí fuera a suceder algo que ella desaconsejaba con fervor, pero de lo que ahora opinaba, pues parecía inevitable—, si tiene que ser antes o después —dijo, acentuando las palabras—, más vale que sea pronto. Un noviazgo largo es ridículo.

Se fijó para la boda una fecha a mediados de julio. Barbara se había ido a casa: tenía que arreglar y preparar muchas cosas. Mientras tanto, Nicoletta y Hendrik actuaban en los balnearios del mar Báltico, como actores invitados, en una comedia que no tenía más que dos papeles. Barbara tuvo que sostener numerosas y caras conferencias con Hendrik, hasta conseguir que le mandara todos los documentos que el juzgado consideraba imprescindibles. Dos días antes de la boda llegó Nicoletta, vistosa aparición para la pequeña ciudad universitaria del sur de Alemania donde residían los Bruckner. Un día más tarde llegó Hendrik, que había pasado por Hamburgo para recoger su frac. Lo primero que contó a Barbara en el andén fue que el frac era precioso, pero que, desgraciadamente, no lo había pagado. Se reía mucho y nerviosamente; estaba moreno y llevaba un traje de verano muy claro, algo estrecho, camisa rosa y un sombrero de suave fieltro gris perla. Su risa se hacía más y más envarada a medida que se acercaba a la villa Bruckner. Barbara creyó notar que Hendrik tenía miedo de conocer a su padre.

El académico esperaba a la joven pareja ante la puerta de su casa, en el jardín. Saludó a Hendrik con una inclinación de torso, tan profunda y solemne que se podría suponer irónica. Pero no sonreía; su rostro permaneció serio. La delgada cabeza tenía una finura y sensibilidad que casi asustaban. La frente arrugada, la larga nariz ligeramente aguileña, las mejillas parecían hechas de un valioso marfil amarillento. La distancia entre la nariz y la boca era grande, y la cubría un bigote gris. Quizás era precisamente esa falta de relación entre el labio superior y el nacimiento de la nariz lo que marcaba la cara, haciéndola parecer de alguna manera desfigurada y semejante a aquellos retratos que dan ciertos espejos preparados o las representaciones del rostro masculino características de los pintores primitivos. También era visiblemente largo el mentón, asimismo cubierto de barba. A primera vista, podría parecer que la barba del académico era puntiaguda, pero en realidad apenas sobresalía de la barbilla. Era la extraordinaria longitud de ésta la que proporcionaba el efecto de barba puntiaguda.

En este semblante, al que el suave modelado, el espíritu y la edad concedían la elegancia que intimida y al tiempo conmueve, sorprendían los ojos: tenían la profundidad, la suavidad, el color azul oscuro tirando a negruzco que tan bien conocía de los de Barbara. Pero los párpados del padre eran pesados y estaban casi siempre caídos sobre la mirada, amistosamente ensimismada, velada también; la hija, en cambio, miraba clara y abiertamente.

—Mi querido señor Hofgen —dijo el patriarca—, estoy encantado de conocerlo. Espero que haya tenido un buen viaje.

Su dicción era sorprendentemente inteligible, sin que recordara para nada la demoníaca precisión en la que se ejercitaba Nicoletta. El académico acababa todas las sílabas con amoroso cuidado, como si su justicia no quisiera abandonar o hacer de menos a ninguna: hasta las más insignificantes sílabas finales, que casi siempre se omiten, recibían de él el trato más exacto.

Hendrik estaba realmente confuso. Antes de decidirse a hacer un gesto solemne, rió un poco, fuera de lugar y de aquella manera tan convulsiva con que lo había hecho al saludar a Dora Martin en el H. K. Mientras Barbara, inquieta, lo miraba, parecía que a su padre no le había chocado este comportamiento. Permaneció intachablemente correcto, a la vez que bondadoso. Con amistoso ceremonial, invitó a los dos jóvenes a entrar en la casa. A Barbara, a la que quería dejar pasar primero, le dijo:

—Pasa tú, hija mía, y enseña a tu amigo dónde puede dejar su bonito sombrero.

En el recibidor reinaba una penumbra fría. Lleno de respeto, Hendrik respiró el olor de la estancia: el aroma de las flores, repartidas sobre la chimenea y el anaquel de ésta, se mezclaba con ese otro, serio y lleno de dignidad, que emana de los libros. La biblioteca ocupaba todas las paredes hasta el techo.

Hendrik fue acompañado a visitar varias habitaciones. Charlaba envarado, para demostrar que no se sentía en absoluto impresionado por la magnificencia de los aposentos. En realidad vio poco; solamente le chocaron algunos detalles: un gran perro, que producía miedo, se levantó gruñendo, Barbara lo acarició, y él se alejó con paso balanceante y digno; un retrato de la difunta madre, que miraba amistosamente bajo un peinado alto, antiguo; una doncella o gobernanta ya mayor, menuda, bondadosa y charlatana, con un larguísimo delantal almidonado hizo una reverencia ante el novio de su joven señora y le apretó la mano larga y cordialmente; después empezó a hablar con Barbara de asuntos domésticos. Hendrik quedó sorprendido de los detalles económicos de los que se ocupaba Barbara, del conocimiento que mostraba sobre asuntos del jardín y de la cocina. Por cierto, le pareció curioso que la criada la llamase «señorita», pero tuteándola.

En aquellas habitaciones señoriales, donde había bellos tapices, oscuros cuadros, bronces, grandes relojes y muchas cubiertas de terciopelo, se había criado Barbara; allí había pasado su juventud. Había leído aquellos libros; en aquel jardín había recibido a sus amigos. Cuidada con ternura y solemnidad por el inteligente amor de su padre, su niñez había sido pura y llena de juegos, cuyas reglas secretas sólo ella conocía; así había transcurrido su juventud. Junto a una conmoción, que casi era temor, Hendrik sentía, sin quererlo reconocer aún, otra cosa: envidia. Le atormentó la perspectiva del día siguiente, en que tendría que presentar a su madre, Bella, y a su hermana, Josy, en estos aposentos, a un padre así. Se avergonzaba de pertenecer a la clase media. Y menos mal que papá Kobes no podía venir…

Comieron en la terraza. Hendrik alabó la belleza del jardín, cuyos setos, arboledas y caminos ofrecían un agradable panorama. El consejero le enseñó la estatua de un jovencito, un Hermes, que mostraba su atractiva delgadez, su fisonomía, alzada como para volar, entre el follaje rizoso de los abedules. Esta magnífica estatua parecía ser motivo de especial orgullo para su dueño.

—Sí, es hermoso mi Hermes —dijo, y su sonrisa tenía un aire halagüeño—. Cada día me alegro más de tenerlo y de que esté en tan deliciosa postura entre mis abedules.

Ciertamente, también estaba encantado de que hubiera tan buenos vinos y bebidas; se servía sin embargo con mesura de todas ellas, y alababa la calidad de lo que llegaba a la mesa.

—Frambuesas —comentó con agrado a la hora del postre—. Muy oportuno. Fruta del tiempo y con un estupendo aroma.

La atmósfera que el catedrático creaba a su alrededor era una curiosa mezcla de solemnidad y calor acogedor, de frialdad inaccesible y hombría de bien. Parecía que su futuro yerno no le disgustaba… Le obsequiaba con una benevolencia no exenta de ironía. Su sonrisa parecía decir más o menos: «Tipos como tú, querido amigo, también ha de haberlos. Es divertido observarlos, al menos no son aburridos. Aunque, naturalmente, jamás hubiera imaginado que iba a tener por yerno una figura como tú. Tampoco lo he deseado. Pero tengo tendencia a aceptar las cosas como son, sólo hay que buscar su lado bueno; y además, mi Barbara tendrá sus razones para casarse contigo…»

Hendrik creyó ver posibilidades de éxito, y deseaba aprovecharlas. No pudo impedir por mucho tiempo que sus ojos cambiaran, centelleando del modo habitual. Con la cabeza entre los hombros, riendo ambigua y forzadamente, lanzaba miradas de piedra preciosa, a cuyo encanto el académico parecía no ser del todo insensible. El viejo caballero permaneció atento y conservó la expresión satisfecha del rostro cuando su futuro yerno pasó a analizar sus convicciones en un tono estudiado, utilizando las palabras más destructivas para calificar el cinismo explotador de la burguesía y la locura criminal del nacionalismo. El suegro lo dejó divagar y declamar. Sólo una vez levantó la bella, enjuta mano para objetar:

—Usted habla con mucho desprecio de los burgueses, mi querido señor Hofgen, y yo soy uno de ellos. Naturalmente, no un nacionalsocialista, y espero que tampoco un explotador —añadió amistosamente.

Hendrik, con el rostro enrojecido a causa de la conversación y del vino, balbució que también había burgueses que estaban por encima de la burguesía, y que podían ser respetados por los comunistas; que la herencia grandiosa de las revoluciones burguesas y del liberalismo seguía presente aún en la ideología bolchevique, y otras afirmaciones igualmente solemnes.

El consejero rechazó este alud de palabras sonriendo. Pero después, como si le interesara convencer a Hofgen de su falta de prejuicios políticos de una manera muy suya, calculadamente ponderada a la vez que socarrona y complicada y marcadamente sugestiva, comentó las significativas impresiones que le había producido su viaje por la Unión Soviética.

—Todo observador objetivo constata que allí se está generando una nueva forma de convivencia humana, y todos debemos hacernos a la idea de que eso es así —dijo lentamente, dirigiendo la mirada hacia un punto lejano, como si en él se estuvieran produciendo los hechos, graves y conmocionantes, de aquel país. Con severidad añadió:

—Esto sólo lo ponen en duda los locos o los embusteros.

Repentinamente, cambió el tono de su voz; pidió la fuente de las frambuesas y, mientras se servía, con el rostro, que sonreía casi pícaro, ligeramente inclinado, dijo:

—No me interprete mal, querido señor Hofgen: naturalmente, este mundo nuevo me resulta extraño, temo que demasiado extraño. Pero ¿quiere esto decir que haya de ser yo insensible a su grandeza, llena de futuro?

Mientras decía esto, agradeció a Barbara con un gesto que le pasara la nata. Hendrik estaba encantado de tomar de nuevo la palabra. Parecía que los detalles de la vida soviética no le interesaban gran cosa; por el contrario, empezó a hablar del Teatro Revolucionario, poniendo en ello todo su temperamento, y de las persecuciones que él había sufrido en Hamburgo por parte de los reaccionarios. Se acaloró; calificó a los fascistas alternativamente de «bestias», «diablos» e «idiotas», explayándose con las más furibundas palabras sobre aquellos intelectuales que, por un vulgar oportunismo, simpatizaban con el nacionalismo militante.

—¡Habría que colgarlos a todos! —gritó Hendrik, y dio un puñetazo sobre la mesa.

Bruckner dijo, conciliador:

—Sí, sí, también yo he sufrido momentos incómodos.

Se refería a los conocidos y escandalosos sucesos en que se viera envuelto: a los abucheos de los estudiantes nacionalistas y a los ordinarios ataques a los que le había sometido la prensa reaccionaria.

Después de la comida el viejo profesor pidió al actor Hofgen que los recrease con una pequeña muestra de su arte. Hendrik, al que la sugerencia había pillado de improviso, se negó largo rato. Pero al sabio le apetecía un poco de distracción y diversión: ya que su hija se casaba con un comediante que llevaba camisa rosa y monóculo, él, como padre, quería sacarle una pequeña representación. Hendrik tuvo que declamar en el vestíbulo versos de Rilke, e incluso la gobernanta y el gran perro se acercaron para escuchar. Al pequeño auditorio se sumó también Nicoletta, que no había comido con ellos y a la que el patriarca saludó con solemnidad no exenta de ironía. Hendrik se esforzó al máximo, utilizó todos los medios a su alcance, lo hizo muy bien y cosechó muchos aplausos. Cuando acabó con una parte del Cometa, el académico le apretó la mano conmovido y Nicoletta, articulando perfectamente las palabras, alabó su magnífica pronunciación.

Al día siguiente llegaban las dos señoras Hofgen, madre e hija. Hendrik dijo a Barbara, que estaba junto a él en el andén:

—Ya verás, Josy se echará a tus brazos y te contará que se ha prometido de nuevo. Es espantoso, se compromete dos veces al año por lo menos, ¡y con qué tipos! Nosotros nos quedamos tranquilísimos cada vez que se rompe uno de estos noviazgos. El último compromiso casi le cuesta la vida a mi padre. El novio era un piloto de carreras, llevó a papá una vez con él y la excursión acabó en la cuneta. El piloto murió; gracias a Dios, a papá sólo se le rompió una pierna, pero, naturalmente, no puede venir hoy, y eso le tiene muy disgustado.

Ocurrió tal como Hendrik había augurado: Josy, la hermana, que llevaba un vestido amarillo vivo con flores bordadas en rojo, saltó ágil del tren, mientras la madre se ocupaba de las maletas en el departamento, se abalanzó sobre su hermano y le pidió tempestuosamente que la felicitara: esta vez el novio era un hombre con un buen empleo en la emisora de radio de Colonia.

—¡Podré cantar ante el micrófono! —jaleaba Josy— A él le parece que tengo mucho talento, nos casaremos en otoño, ¿eres feliz, Heinz… Hendrik? —corrigió apresuradamente su error.

—¿Eres feliz tú? —Hofgen la apartó como si fuera un perrillo molesto que le saltase encima.

Corrió a ayudar a la madre, que llamaba a un mozo desde la ventana del departamento. Josy besó a Barbara en ambas mejillas.

—Me alegra conocerte —charloteaba—. Naturalmente, nos tenemos que tutear. El usted sería demasiado tieso entre cuñadas. Estoy muy contenta de que Hendrik se case; hasta ahora siempre he sido yo la que se comprometía, seguro que Hendrik te ha contado lo mal que acabó la vez anterior, papá aún tiene la pierna escayolada, pero ahora Konstantin tiene un trabajo estupendo en la radio, nos queremos casar en octubre. Eres guapísima, Barbara. ¿De dónde es tu vestido? De seguro que es un auténtico modelo de París.

Hendrik había traído a la madre y su rostro resplandecía cuando Barbara le dio la mano.

—Mi pequeña, mi querida —dijo la señora Hofgen, y se le humedecieron los ojos.

Hendrik sonreía, tierno y orgulloso. Amaba a su madre. Barbara lo comprendió así y se alegró. A veces se avergonzaba un poco de ella, no era lo bastante elegante para él, le parecía que su aburguesamiento era difamante. Pero la quería: se notaba en cómo apretaba su brazo, con qué cariño la miraba.

¡Y qué parecidos eran madre e hijo! De la señora Bella tenía Hendrik la nariz larga, recta, algo carnosa, con vibrantes ventanas; la boca ancha, suave, sensual; el fuerte y noble mentón con el marcado hoyo en el centro; los grandes ojos verdegrisáceos, y las curvadas cejas rubias, de las que arrancaba el sensible rasgo hasta las sienes. Había entre ellos una diferencia: la fisonomía de la elegante e íntegra dama exhibía una expresión mucho menos exigente, más modesta que la de su hijo; faltaban tanto los rasgos trágicos como los diabólicos. Sus ojos no centelleaban, y sus labios no sonreían de forma seductoramente canallesca ni tampoco misteriosamente suplicante. La señora Bella era una mujer enérgica y bondadosa de cincuenta y pocos años, estupendamente conservada, de colores frescos en su simpático rostro abierto, con un busto acogedoramente bombeado, rubio cabello con permanente bajo un sombrero de paja adornado con flores y una ligera línea de pecas sobre la nariz. Aún no tenía motivos para sentirse ni vieja ni para renunciar a la alegría de vivir.

—Hay que divertirse de vez en cuando —decía.

Después, turbada, empezó a hablar y contó una complicada historia sobre una fiesta benéfica en la que hubo de todo. En favor de los niños huérfanos, las damas de la sociedad de Colonia habían montado grandes carpas de lona, en las que ofrecían refrescos, flores y objetos de arte. Como era un honor participar en ella, la señora Hofgen no había dudado en hacerse cargo de la venta del champán: cinco marcos costaba cada copa, precio excesivo, pero como iba destinado a los pobres pequeños… Sin embargo, después había habido cotilleos: malas lenguas habían tenido la desfachatez de afirmar que la señora Bella no había actuado altruistamente, sino que había vendido el champán cobrando de la empresa que lo fabricaba, y encima se había dejado besar, ¡imagínense!, dejarse besar, y, por si fuera poco, en el pecho.

La madre Hofgen explicó todo esto seriamente disgustada, mientras paseaban en coche abierto por la ciudad veraniega. Enrojeció de ira, se tuvo que secar el sudor de la frente y exclamó:

—Ha sido una auténtica canallada. Entregué todos mis ingresos, e incluso mi recaudación fue superior a la de las otras señoras; el asilo me lo agradeció, y cuando un caballero me quiso besar la mano le dije: «Déjese de tonterías», y le habría dado una bofetada si no se hubiera disculpado inmediatamente. Las personas son tan malas que por más correctamente que una pueda comportarse, siempre la criticarán. Pero ahora acabarán los rumores. Tú les taparás la boca, ¿verdad, Hendrik?

Y miraba orgullosa a su hijo, después a Barbara. A Hendrik le hacía sufrir la falta de tacto de su madre. Se ruborizó, se mordió los labios y desvió la conversación hablando de la belleza de la calle por la que pasaban.

El académico recibió a las damas en la puerta del jardín con la misma amabilidad con que el día anterior había acogido a Hendrik. Barbara acompañó a Bella y Josy al piso superior para que pudieran lavarse las manos y empolvarse la nariz. Una hora más tarde salieron en dos coches hacia el juzgado: en el coche de Bruckner tomaron asiento los novios, la señora Bella y el consejero; en un taxi les seguían Nicoletta, Josy y un amigo de infancia de Barbara que se llamaba Sebastian y cuya presencia sorprendió a Hendrik.

La ceremonia oficial fue muy breve. Nicoletta y el académico fueron los testigos—, todos estaban bastante excitados, la señora Bella y la gobernanta lloraban, mientras Josy reía nerviosamente. Hendrik contestó a las preguntas del juez de paz con voz turbada, al tiempo que sus ojos quedaban fijos y bizqueaban algo. Barbara mantenía su mirada suavemente inquisitiva sobre el hombre que estaba a su lado y que, sorprendentemente, iba a ser su marido. Siguieron las felicitaciones y los abrazos. Para sorpresa de todos, Nicoletta pidió permiso a la señora Bella para llamarla «Tía Bella», y, puesto que el permiso le fue concedido, le besó la mano con diabólica corrección. La imponente muchacha estaba aquella mañana especialmente radiante y con una alegría estrepitosa. Iba muy erguida, vestía un traje de un tejido de lino muy rígido con un cinturón de charol rojo fuerte sobre las caderas. Le dijo a Barbara:

—Me alegra, querida, que todo haya salido tan bien.

Observación innecesaria, pero hecha con exactitud cortante. Sus bellos ojos de gato centelleaban. Llevó a Josy a un lado para aconsejarle un remedio estupendo contra las pecas, que —de repente mintió— su padre había descubierto y extendido por el Lejano Oriente.

—¡A usted le hace falta, querida! Su pequeña nariz está llena.

Nicoletta hablaba con una expresión amenazadora, caprichosa. Deseaba tutearse con la señora Bella, pero no con Josy. Miró con severidad la banda de manchas rojizas que se extendía sobre la graciosa nariz chata de Josy, y que cubría también parte de las mejillas y de la frente, donde los puntos eran, sin embargo, menos abundantes y estaban distribuidos más ligeramente, como en alguna espiral de niebla cósmica o en la Vía Láctea, cuyos laterales son menos espesos y al tiempo más transparentes.

—Sí, ya lo sé —dijo Josy, avergonzada—. En verano es siempre fatal. Pero a Konstantin le gusta —añadió, consolándose. Y continuó hablando del magnífico puesto de su prometido en la radio.

La abuela de Barbara, la viuda del general, no apareció hasta la comida. Entre los principios de esta anciana dama estaba el no utilizar automóviles; salvaba los diez kilómetros que separaban su pequeña finca de la villa de los Bruckner en una gran calesa pasada de moda, y llegaba con retraso a todas las fiestas familiares. Con una bella, sonora voz, que iba desde el bajo a la tiple, se quejaba de haberse perdido la representación en el juzgado.

—Bueno, veamos, qué aspecto tiene mi último nieto —dijo la ordenada abuela, y observó a Hendrik detalladamente a través de los impertinentes, que llevaba colgados de una cadena de plata con piedras azuladas. Hendrik se ruborizó sin saber a dónde mirar. La observación fue larga y, por cierto, no pareció desfavorable para él. Cuando, por fin, la viuda del general dejó caer los impertinentes, rubricó su observación con una risa argentina.

—No está nada mal —sentenció, apoyando los brazos en las caderas.

Y asintió, alegre. En su rostro empolvado de blanco, los bellos ojos, oscuros y expresivos, utilizaban un lenguaje más inteligente y con más fuerza que el de la boca, aun cuando fuera ésta la que dejaba oír la imponente voz.

Hendrik no había conocido jamás a una anciana tan maravillosa. La viuda del general le imponía muchísimo. Tenía el aspecto de una aristócrata del siglo XVIII: su rostro altivo, inteligente, divertido y severo, estaba enmarcado por el cabello gris, peinado en pequeños tirabuzones que le caían sobre las orejas. Suponía uno que en la nuca habría una trenza, y de ahí que se quedara uno un tanto sorprendido y decepcionado al ver que no la había. La anciana, que tenía una postura marcial, llevaba un vestido de color gris perla con puntillas en los puños y en el cuello. La gargantilla, que empezaba directamente encima de los volantes, y acababa bajo la barbilla, era un bello trabajo antiguo en plata mate y piedras azules que hacían juego con la cadena de los impertinentes. El conjunto hacía el efecto de ser un cuello de uniforme, alto, duro y bordado en colores.

En todas las reuniones en que estaba presente la viuda del general, ella era el centro, no estaba acostumbrada a otra cosa. Hacia finales del siglo XIX, se la había considerado una de las mujeres más bellas, y en los primeros decenios del siglo XX la sociedad la había mimado. Todos los grandes pintores de la época habían hecho un retrato suyo. En su salón se reunían príncipes y generales con escritores, compositores y pintores. Durante muchos años se había hablado en Munich y en Berlín de la inteligencia y originalidad de la esposa del general y también de su belleza. Como el general, muerto hacía algunos años, había disfrutado de simpatías entre los más altos cargos, y además había sido rico, a su esposa se le disculpaban opiniones, convicciones y maneras que en cualquier otra persona habrían sido tachadas de excéntricas hasta la repelencia. El propio Káiser había admirado su belleza; por eso le permitió, ya en el año 1900, hablar en favor de los derechos de la mujer. Conocía el Zarathustra de memoria, y a veces recitaba párrafos de él, para disgusto de sus aristocráticos huéspedes, que lo consideraban un texto socialista. Había conocido a Franz Liszt y a Richard Wagner y mantenido correspondencia con Henrik Ibsen y Bjornstjerne Bjornson. Seguramente estaba en contra de la pena de muerte. Todo esto se podía ver en su magnífica apostura, en la que se mezclaba una jovial despreocupación con una dignidad innegable.

La viuda del general le causó a Hofgen una impresión mucho más honda que incluso su suegro. Ahora comprendió del todo la magnificencia del ambiente en que se le permitía entrar. Su buena madre tenía razón, aunque no debería haber hecho una insinuación tan falta de tacto: a la vista de semejantes parientes, iban a desaparecer en Colonia los comentarios insolentes sobre la familia Hofgen, supuestamente venida a menos. Barbara también mereció mayor atención de parte de Hendrik, debido al tono de confianza que usaba al hablar con tan maravillosa abuela. Barbara había pasado sus vacaciones escolares y casi todos los domingos en la finca de la abuela. Hendrik recordaba ahora habérselo oído decir. La incomparable dama había leído a su nieta cosas de Dickens o de Tolstoi. A la anciana le había gustado siempre leer en voz alta, y lo hacía con impecable entonación. A veces paseaban juntas a caballo por una zona que Hendrik se imaginaba como un parque inglés y a la vez romántico, selvático, con colinas y atravesado por riachuelos plateados, con desfiladeros, valles y maravillosas vistas. De nuevo se mezcló la envidia en el encanto con que Hofgen imaginaba la niñez de Barbara. ¿No había conocido esta juventud despreocupada la perfecta cultura y la casi perfecta libertad? La vida diaria en la villa del padre; el descanso en las fiestas que, por su regularidad, casi se convertían en vida diaria, en la finca de esta principesca señora… ¿Cómo podía Hendrik reprimir una sensación de amargura cuando comparaba su niñez con la propia?

En Colonia, en casa de su padre, que ahora yacía con la pierna rota, no había parque, ni habitaciones con tapices, ni biblioteca ni pinturas; por el contrario, las habitaciones olían a moho, y por ellas iban y venían Bella y Josy alegres cuando había visita, de mal humor y desaliñadas cuando estaban en familia. El padre, Kobes, tenía siempre deudas, y se quejaba de la maldad del mundo si los acreedores apremiaban. Peor que su mal humor eran los momentos familiares «hogareños», que organizaba de repente en días festivos o, simplemente, cuando le apetecía. Entonces papá Kobes pedía a los suyos que cantaran con él en canon. El joven Hendrik se negaba; se sentaba en una esquina alicaído y amargado. Su único pensamiento fue siempre: «He de salir de este ambiente. Tengo que apartarme de todo esto…»

«Barbara ha tenido una vida fácil», pensaba ahora, mientras conversaba con la viuda del general. «Encontró el camino hecho; es un producto de la alta burguesía. Se asombrará de la dureza de la vida, que yo ya conozco. Lo que yo consiga, lo que ya he conseguido, es producto de mis propias fuerzas.» Picado, dijo a su joven esposa, que lo había conducido a la mesa donde estaban las felicitaciones y los regalos:

—Los telegramas serán todos para ti. A mí nadie me telegrafía.

Barbara rió burlona y satisfecha de sí misma, o al menos eso le pareció a él.

—Al contrario, Hendrik. Mucha gente dirige la felicitación a tu nombre; por ejemplo, Marder.

Del montón de cartas, tarjetas y telegramas buscó aquellos que eran para Hendrik. Además de Theophil Marder, cuyo mensaje iba redactado en expresiones ambiguamente correctas, seguramente buscadas con ironía, le habían escrito la pequeña Angelika Siebert, los directores Schmitz y Kroge, Hedda von Herzfeld y Juliette, cuya carta le dejó helado. ¿Cómo había sabido la dirección y la fecha? Hendrik, que se había puesto pálido, arrugó los papeles. Para distraerse, admiró, con irónica exageración, los regalos que había recibido Barbara: la porcelana y la plata, el cristal, los libros y las joyas; los muchos objetos útiles y de buen gusto que parientes y amigos habían elegido con cuidado y cariño.

—¿Qué vamos a hacer con todas estas cosas tan caras? —preguntó Barbara, mirando desconcertada la abundancia de regalos. Hendrik imaginaba lo que adornarían todos aquellos objetos tan elegantes su habitación de Hamburgo, pero no dijo nada; se limitó a reír y a encogerse despectivamente de hombros.

El joven cuya presencia había inquietado a Hendrik y al que llamaban Sebastian, se unió a ellos. Habló con Barbara en un lenguaje rápido, difícil de comprender, lleno de insinuaciones personales, que Hendrik no pudo seguir más que con dificultad. Hendrik se dio cuenta de que el joven, al que Barbara calificaba de su mejor amigo de la infancia, y del que dijo que escribía versos llenos de belleza e inteligentes artículos, no le era nada simpático. «¡Es altivo e insoportable!», pensó Hendrik, que se sentía especialmente inseguro cerca de Sebastian, a pesar de lo amable que éste era con él. Pero era precisamente aquella desinteresada amabilidad un poco bromista, la que le hería. Sebastian —tenía abundante cabello rubio ceniza, que le caía en espesos mechones sobre la frente, y un rostro delicado, algo indolente, larga nariz y ojos grises de brillo velado. «Seguramente también su padre es un catedrático o algo similar», decidió Hendrik con amargura, «Este niño mimado e ingenioso, es lo que podría acabar de corromper a Barbara.»

Después de la comida se sentaron todos juntos en el recibidor, pues en la terraza hacía demasiado calor. Bella consideró su obligación hablar de literatura. Contó que en el tren había leído algo muy simpático e interesante, pero, ¿de quién?

—De nuestro ruso, del más grande. ¿Cómo habré podido olvidar su nombre, si siempre ha sido mi escritor favorito?

Nicoletta apuntó si tal vez era Tolstoi.

—¡Exacto, Tolstoi! —asintió la señora Bella, aliviada—. Ya lo decía yo: el mejor. Era lo último de él.

Pero después se vio que lo que a mamá Bella le había gustado tanto era una pequeña historia de Dostoievski. Hendrik se ruborizó. Para cambiar de tema y demostrar a aquel elegante grupo que él no abandonaba a su madre en situaciones desairadas, charló con la señora Bella, recordándole, con risa franca, toda suerte de situaciones cómicas que habían compartido en otros tiempos. Sí, había sido divertido cuando los dos, madre e hijo, montaron un salón de magia y asustaron a papá Kobes. La señora Bella se disfrazó de pachá, el pequeño Hendrik, cuyo nombre era aún Heinz, aunque eso no lo confesó, de bayadera. También decoraron el piso. Papá Kobes no podía dar crédito a sus ojos cuando llegó a casa.

—Mamá fue la primera en comprender que me debía dedicar al teatro —dijo Hendrik mirando a su madre con cariño—. Papá no quería saber nada del asunto.

Después narró el comienzo de su carrera de actor. Fue durante la guerra cuando Hendrik, que apenas contaba dieciocho años, leyó en un trozo de papel de periódico que se buscaban actores para un teatro en el frente, en la zona belga ocupada.

—Pero dónde me tropecé con el recorte que iba a ser artífice de mi destino —dijo Hendrik—, eso sí que no lo puedo contar.

Como todos rieron con ganas, hizo como si se avergonzara y, escondiendo el rostro entre las manos, añadió:

—Sí, sí, me temo que lo han adivinado.

—En el water —rió sin apuro la anciana viuda. Y su risa alcanzó los tonos más bajos y los argentinos altos.

Como el ambiente era cada vez más alegre y animado, Hendrik pasó a contar anécdotas del teatro ambulante, donde había tenido que hacer papeles de padre: desenvuelto y con alegría, expuso brillantemente todas aquellas historias, que en este círculo eran desconocidas aún. Sólo Barbara conocía algunas, de ahí la mirada con que observaba al narrador, sorprendida y un poquitín molesta.

Por la tarde vinieron algunos amigos, y Hendrik pudo lucir su maravilloso frac, que le sentaba estupendamente. La mesa estaba bellamente adornada con flores; después del asado, el académico golpeó la copa de champán y pronunció un discurso. Saludó a los presentes, sobre todo a la madre de Hendrik y a su hermana, llamando a la señora Bella «la otra joven señora Hofgen» con humorística bondad, y pasó de los problemas del matrimonio en general a la persona y méritos artísticos de su yerno en particular. Escogiendo cuidadosamente y con todo el cariño las palabras, consiguió caracterizar al actor Hofgen como una especie de príncipe de cuento, que pasaba inadvertido durante el día para transformarse mágicamente por las tardes.

—Ahí está —Bruckner señaló con el índice largo y delgado a Hendrik, que se ruborizó de inmediato—. No parece más que un delgado joven, ciertamente correcto en su impecable frac, pero relativamente discreto. Y digo discreto porque lo comparo con la abigarrada, mágica figura en que se convierte por la noche, bajo la luz de las candilejas, en el escenario. ¡Allí resplandece, allí se hace irresistible!

Y el intelectual, arrastrado por su tema, comparó al actor Hofgen, al que nunca había visto en escena y sólo conocía como recitador de Rilke, con una luciérnaga, que por el día, con inteligente modestia, se hace imperceptible, y en la oscuridad maravilla con sus fantasmagorías. Aquí Nicoletta dejó oír una clara risa, mientras la viuda del general aplaudía con la cadena de la que colgaban los impertinentes.

Al término de su discurso vitoreó ritualmente a los novios. Hendrik besó la mano de Barbara.

—¡Qué bella estás! —dijo, y sonrió entrañablemente.

El vestido de Barbara era de una pesada tela color té. Nicoletta lo había criticado: no era moderno, era un traje de fantasía en el que se notaba la aguja de la costurera. Pero nadie podía negar que a Barbara le sentaba de maravilla. Sobre el cuello ancho de antiguas puntillas, uno de los regalos de la viuda del general, se alzaba su cuello moreno, de una delgadez conmovedora. La sonrisa con la que respondió a Hendrik era algo distraída. ¿No pasó de largo ante Hendrik su mirada azul oscura, suave, inquisitiva? ¿A quién iba dirigida esa mirada que parecía llena de preocupación y algo burlona? Hendrik, irritado, se volvió de pronto. Vio a Sebastian, el amigo de Barbara, que estaba a sólo unos pasos de la joven pareja en una postura muy personal: los hombros caídos, la cabeza hacia delante. Su rostro parecía nublado y mostraba una expresión cansada, expectante. Movía los dedos de una manera curiosa, como si quisiera tocar en un piano puesto en el aire. ¿Qué quería decir? ¿Hacía a Barbara unas señas cuyo sentido secreto sólo ella podía descifrar? ¿Qué sería lo que escuchaba aquel odiado ser? ¿Por qué había tristeza en su rostro? ¿Estaría quizás enamorado de Barbara? Seguramente la quería, había querido casarse con ella, hasta quizá de niños se habían comprometido. «¡Y ahora yo lo he estropeado!», pensaba Hendrik, a medias triunfante, a medias molesto. «¡Cómo me desprecia!» Dejó de mirar a Sebastian para ocuparse de los demás huéspedes, los amigos de la casa. Vio preocupación en el rostro de cada uno de ellos. Hombres de gesto bruñido, de mucho carácter, cuyos nombres no había entendido cuando le fueron presentados; pero eran profesores, escritores, grandes médicos; un par de jóvenes que parecían tener una semejanza fatal con Sebastian; muchachas que se diría disfrazadas con sus trajes de noche, como si normalmente vistieran pantalones de franela, batas blancas de laboratorio o delantales verdes de jardinería. A Hendrik le pareció que en sus miradas se mezclaban envidia e ironía. ¿Amaban todos a Barbara? ¿Se la robaba él a todos? ¿Era él el intruso, la figura sospechosa y poco seria, con la que ellos se sentaban a la mesa sólo por respeto a Barbara, a su capricho inexplicable, seguramente pasajero? En realidad estas personas charlaban sobre innumerables cosas neutrales: un nuevo libro, una representación teatral, la situación política, que les preocupaba. Hendrik, sin embargo, creía que sólo se ocupaban de él, que hablaban, sonreían y bromeaban sobre él.

Se hubiera querido esconder, de tan avergonzado como se sintió de repente. ¿No habría querido el académico burlarse también de él con sus palabras? En pocos segundos, todo lo que había vivido durante el día se convirtió en enemistad, en desprecio. La bondad de su suegro, tolerante y alegre, mezclada con ironía, que poco antes le había hecho sentirse orgulloso, ¿no sería en el fondo mucho más hiriente y despectiva que lo hubiera sido su orgullo abiertamente demostrado? Ahora empezó Hendrik a comprender cuánta burla hiriente contenía la desenfadada alegría de la viuda del general. Realmente, poseía una personalidad increíble, era una gran dama del más elevado estilo y tenía un aspecto encantador, cuando se acercó con paso firme, despreocupadamente señorial, jugando con la cadena de los impertinentes, a la joven pareja: vestida de blanco, con un collar de perlas de tres vueltas, de brillo mate, alrededor del cuello. Si a mediodía había aparecido como una marquesa del siglo XVIII, vestida de gris, ahora, vestida de blanco y adornada con las valiosas perlas, tenía una dignidad casi papal. Y a la grandeza de su presencia se oponía su despreocupada forma de hablar.

—¡Tengo que brindar con «Luciérnaga» y mi pequeña Barbara! —exclamó, moviendo la copa de champán.

Por el otro lado apareció Nicoletta, también con la copa en la mano. Sus ojos centelleaban y su boca formaba una línea sinuosa.

—¡Salud! —dijo la señora.

—¡Salud! —brindó Nicoletta.

Hendrik brindó primero con la regia abuela; después con Nicoletta, la muchacha que había llegado a este ambiente por un azar tan absolutamente inesperado como el suyo propio y que aquí se movía, figura sorprendente, arropada por la tolerancia curiosa, benévola del académico y por la viveza soberana de la viuda del general y cariñosamente protegida por el amor de Barbara. En este momento Hendrik sintió con fuerza y claridad, compañerismo, simpatía fraternal hacia Nicoletta. Comprendió por qué era de los suyos, aunque su padre hubiera sido el literato y aventurero cuya vitalidad y cínica inteligencia fascinaron a la bohemia de fines de siglo, mientras que, por el contrario, la poca fiabilidad del pequeño burgués Kobes no había fascinado a nadie, y únicamente había molestado a sus acreedores. Sin embargo aquí, entre personas de alta cultura, pudientes —la mayoría de los presentes no poseía gran cosa, pero Hendrik los creía muy ricos—, entre estos seres seguros de sí mismos, irónicos y listos, en cuya presencia Barbara se movía con tanto aplomo, aquí hacían los dos, Nicoletta y Hendrik, el mismo papel de pajarillos vistosos. Ambos estaban dispuestos en lo más profundo de su ser a dejarse alzar por esta sociedad, a la cual sentían no pertenecer, y a disfrutar su triunfo como una venganza.

—¡Salud! —brindó Hendrik. Su copa chocó tintineando con la de Nicoletta. Barbara, que mientras tanto se movía rodeando la mesa, llegó hasta su padre. Lo abrazó y lo besó en silencio.

El bello hotel junto a un lago, en la alta Baviera, lo había recomendado Nicoletta, que acompañaba a la joven pareja en su viaje de novios. Barbara fue muy feliz allí: amaba el paisaje, que con sus ondulantes praderas, sus bosques y sus ríos no era suave ni tampoco patético, pero contenía en sí lo heroico y audaz como un elemento y una posibilidad. En momentos de fuerte viento la montaña parecía acercarse. A la luz del crepúsculo se teñían de sangre las laderas, las escarpadas cimas. Barbara encontraba el paisaje aún más bello cuando, después del crepúsculo, las montañas tenían una palidez sublime, una paz helada, y parecían hechas de una sustancia extraña, frágil, que no era cristal, ni metal ni piedra, sino la más rara, totalmente desconocida materia.

Hendrik no percibía el encanto ni la grandiosidad del paisaje. El ambiente del elegante hotel le inquietaba y excitaba. Frente a los camareros se comportaba desconfiado e irritable; decía que le trataban peor que a los demás huéspedes, y reprochaba a Barbara que le obligara ya ahora a vivir por encima de sus posibilidades. Por otro lado, estaba encantado de vivir en tan elegante medio.

—Excepto nosotros, casi no hay más que ingleses aquí —observaba satisfecho.

A pesar del nerviosismo de Hendrik, pasaban a veces horas divertidas. Por la mañana tomaban el sol los tres en la pasarela de madera que se adentraba en el agua azul, y en el que a mediodía atracaba un pequeño vapor blanco, con adornos dorados. Nicoletta hacía gimnasia y se entrenaba; saltaba a la comba, andaba con las manos, curvaba el cuerpo hacia atrás hasta que la frente tocaba al suelo. Mientras tanto. Barbara vagueaba tendida al sol. Después, nadando, era ella mucho mejor que la activa Nicoletta, nadaba más deprisa y aguantaba más. Hendrik no pensaba siquiera en tomar parte en la carrera: con sólo mojarse un dedo en el agua fría ya empezaba a gritar, y únicamente a base de buenas palabras y muchas bromas consiguió Barbara que intentara moverse un poco en el agua. Con mucha precaución, procurando permanecer en zonas poco profundas, con la cara llena de arrugas de preocupación, Hendrik se esforzaba por permanecer a flote en el peligroso elemento. Barbara lo observaba divertida. De pronto le dijo:

—Te pareces horriblemente a tu madre. Cuando nadas se te nota todavía más. ¡Dios mío, si tienes su misma cara!

Hendrik no tuvo más remedio que reírse, y lo hizo de tal forma que no fue capaz de nadar, tragó mucha agua y casi se ahogó.

Más brillante estuvo por la noche, bailando. Todos los huéspedes del hotel e incluso los camareros lo admiraron cuando conducía a Nicoletta o a Barbara en paso de tango. Ninguno de los demás caballeros se sabía mover con tanta altivez y tanta elegancia. Fue una auténtica representación la que Hendrik llevó a cabo; todos aplaudieron cuando terminó, y él se inclinó sonriente, como si estuviera sobre un escenario. Cuando tenía que formar parte del público, ser un hombre entre los demás, se sentía envarado y a menudo molesto; recuperaba su seguridad, tenía conciencia de haber vencido cuando podía distanciarse, situarse bajo los focos y allí resplandecer. Sólo se sentía verdaderamente protegido en un lugar elevado, por encima de una masa que sólo existía para aclamarle, admirarle, aplaudirle.

Un día se descubrió que junto a aquel lago, cuya belleza había recomendado tan ardorosamente Nicoletta, tenía Theophil Marder una casa de verano; Barbara, cuando lo supo, quedó silenciosa y sus ojos se hicieron más negros por el mucho cavilar. Primero se negó a visitar al escritor, pero al final se dejó convencer por Nicoletta. Partieron con el barco blanco de adornos dorados que tantas veces habían observado desde el embarcadero, y atravesaron el lago. El tiempo era hermoso; un ligero viento fresco movía el agua, tan azul como el radiante cielo. Cuanto más alegre estaba Nicoletta, más pensativa se mostraba su amiga Barbara.

Theophil Marder esperaba a sus huéspedes en la orilla. Llevaba un traje sport de cuadros grandes, con pantalones bombachos y salakof de explorador, lo que causaba un curioso efecto. Ni para hablar quitaba de su boca la corta pipa inglesa. Al preguntarle Nicoletta desde cuándo fumaba en pipa, contestó riendo, como ausente:

—El nuevo hombre tiene nuevas costumbres. Yo me transformo. Cada mañana me asusto de mí mismo, pues al despertar ya no soy el mismo que se durmió la noche anterior. Mi espíritu ha crecido durante la noche en altura y fuerza. Siempre llegan a mí durante el sueño las más monstruosas intuiciones. Por eso duermo tanto: por lo menos catorce horas al día.

A esta información, que no dispensaba en absoluto la intranquilidad producida por el salakof, siguió una risa cordialmente satisfecha. Después Theophil se volvió a comportar correctamente. Tenía para Hendrik y Nicoletta los detalles más cariñosos, a Barbara la ignoraba.

Después de la comida, que hicieron en un elegante y claro comedor revestido de madera natural, Theophil pasó el brazo por el hombro de Hofgen llevándolo aparte.

—Y bien, de hombre a hombre —dijo el dramaturgo mirando vacilante y moviendo los azulados labios bajo el bigote—. ¿Está usted contento con su experimento?

—¿Con qué experimento? —quiso saber Hendrik.

Theophil rió fuerte, moviendo aún más los ávidos labios.

—¿Y a usted qué le parece? ¡Me refiero, naturalmente, a su matrimonio! —susurró áspero—. ¡Está usted loco, meterse en algo así! Esa hija de académico es durita de pelar. ¡Yo lo intenté también! —confesó, y su mirada adquirió un aire enfadado—. Con éstas pocas satisfacciones tendrá, amigo. Es una sosa, créame a mí, que soy el más competente especialista del siglo: una pava sosa.

Hendrik quedó tan perplejo por esta expresión, que se le cayó el monóculo del ojo. Marder, entre tanto, divertido, le daba golpecitos en el estómago.

—¡No lo tome usted a mal! —repentinamente se puso de buen humor—. Quizá lo consiga usted. Nunca se sabe. Usted es un tipo sorprendente.

Durante toda la tarde se quejó de la falta absoluta de disciplina que caracterizaba tan tristemente a su época. Jamás se cansaba de repetir las mismas afirmaciones y exclamaciones. Una y otra vez aseguraba:

—No hay personalidades. ¡Sólo yo! Por muy atentamente que mire a mi alrededor, nunca encuentro a nadie más que a mí.

Con hastío se comparó a algunos grandes hombres del pasado, desde Holderlin hasta Alejandro Magno; excitado, alabó «los buenos tiempos pasados» de su juventud, y al hacerlo mencionó al académico Bruckner.

—El viejo profesor es colosalmente aburrido, pero tiene clase, de la vieja escuela; no es un charlatán. Una persona digna de respeto, sin duda. Es peor lo que viene después. Nuestra época no produce más que cretinos o criminales.

Más tarde acompañó a los tres jóvenes, Nicoletta, Barbara y Hendrik, a la biblioteca, que contaba con más de mil volúmenes, y los conminó:

—Lo primero, aprender algo. ¡Nadie sabe nada! —gritó inesperadamente—. La incultura general y el entontecimiento claman al cielo. Totalmente desmoralizada, esta generación. ¡Inevitable pues, la catástrofe europea y, desde los más elevados puntos de vista, justificada!

Cuando se empeñó en examinar a Hendrik de los verbos griegos irregulares, a Barbara le pareció que ya era hora de marcharse.

En el barco, de vuelta al hotel, Nicoletta aclaró que su padre, el aventurero, tenía que haber sido muy parecido a Theophil Marder.

—No poseo ningún retrato de papá —dijo mirando al agua, que ya no reflejaba la luz del sol, sino el gris perla inmóvil de la tarde que caía—. Ningún retrato, sólo la pipa de opio. Pero tiene que haber muchos rasgos comunes entre él y Theophil Marder. Lo intuyo. Por eso me noto tan emparentada con Marder.

Después de una pequeña pausa, Barbara se hizo oír:

—Estoy segura de que tu padre fue mucho más simpático que Marder. Marder no es nada simpático.

Los verdes ojos felinos de Nicoletta miraban misteriosos y divertidos; se reía para sí.

Casi a diario Nicoletta iba en el barco hasta la orilla opuesta, donde se encontraba la villa de Marder. Salía a mediodía y regresaba por la noche. Barbara estaba cada vez más silenciosa y pensativa, especialmente durante las pocas horas que Nicoletta pasaba cerca de ella.

Por lo demás, el irrazonable y extraño flirt de Nicoletta no era la única circunstancia que llevaba a Barbara a ensimismarse. Por la noche, cuando estaba acostada sola en su cama —y se acostaba siempre sola—, escuchaba en su interior para descubrir si el comportamiento singular y un poco infamante de Hendrik, al que también se podía calificar de fracaso, suponía para ella un alivio o una decepción. Sí, era un alivio, y también una decepción…

Las habitaciones de Barbara y Hendrik estaban comunicadas. Hofgen solía entrar ya muy tarde en la habitación de su esposa, decorativamente envuelto en su bata lujosa y gastada. Encogido de hombros, los párpados caídos sobre la mirada centelleante y distraída, atravesaba deprisa la habitación y aseguraba a Barbara con voz cantarina lo contento y agradecido que estaba, diciéndole también que ella sería para siempre el centro de su vida. La abrazaba, pero sin entusiasmo, y mientras la tenía entre sus brazos palidecía. Sufría, se estremecía, se le llenaba la frente de sudor y, con la vergüenza y la ira, de lágrimas los ojos.

No estaba preparado para este fracaso. Había creído amar a Barbara; sí, la amaba de verdad. Pero ¿hasta tal punto le había corrompido la amistad con la princesa Tebab? No se podía imaginar en las bellas piernas de Barbara las botas verdes de caña alta… Los abrazos lamentables y sin consecuencias se convertían para él en un suplicio. Creía leer burla y reproche en los ojos de Barbara, cuando no contenían más que una pregunta silenciosa y algo sorprendida. Para salir de la terrible situación, charlaba de lo que se le ocurría en el momento, procuraba alegrarse, una nerviosa risa le sacudía, paseaba por la habitación de arriba abajo.

—¿Tienes tú también pequeños recuerdos abominables como yo? —preguntó a Barbara, que estaba inmóvil en la cama observándolo—. Ya sabes: de esos recuerdos que le hacen a uno sentir escalofríos cuando piensas en ellos, y se ve obligado a recordarlos a menudo…

Permaneció en pie, apoyado en la cama de Barbara; con prisa febril, un color insano en las mejillas y alterado por la risa, empezó a contar.

—Tendría yo once o doce años cuando cantaba en el coro del colegio. A mí me gustaba muchísimo, y me creía que cantaba mejor que los demás chicos. Y ahora viene el pequeño recuerdo endiablado. Escucha, no va a sonar tan duro si lo cuento ahora. Nuestro coro tenía que cantar en la ceremonia de una boda. Era una gran ocasión y todos estábamos bastante excitados. Pero a mí se me metió el demonio en el cuerpo. Deseaba sobresalir muy especialmente. Cuando nuestro coro inició la piadosa canción, yo tuve la espantosa idea de cantar una octava más alto que todos los demás. Estaba muy creído de mi soprano y pensé que haría un efecto maravilloso oír mi tono aflautado resonar en la bóveda, y allí estaba yo, orgulloso y cantando fuerte… Entonces me miró el profesor de música, que dirigía el coro, con una mirada en la que había más espanto que enfado, y sólo dijo: «¡Cállate!» ¿Comprendes, Barbara? —preguntó colocando las manos delante de la ardiente cara—. ¿Comprendes lo infernal que es algo así? Secamente, muy bajo, me dijo: «¡Cállate!» Y yo que me sentía en esos momentos como un arcángel en el coro…

Quedó en silencio. Después de una larga pausa dijo:

—Recuerdos así son como pequeños infiernos, a los que a veces tenemos que bajar…

Con una expresión de desconfianza en el rostro preguntó:

—¿Tú no tienes recuerdos de este tipo. Barbara?

No, Barbara no tenía recuerdos de esa clase. Esto le irritó, casi le enfureció de repente.

—¡Ahí está! —dijo en tono desagradable, y de sus ojos surgió una luz malévola—. Eso es exactamente: tú no te has tenido que avergonzar nunca… A mí me ha sucedido a menudo; ésta fue la primera vez. A menudo me tengo que avergonzar profundamente, me tengo que avergonzar hasta el infierno… ¿Entiendes lo que quiero decir. Barbara?