Capítulo III

Knorke

La temporada continuaba, y no era mala para el Teatro de los Artistas de Hamburgo. Oskar H. Kroge había sido decididamente injusto al decir que era excesivo pagar mil marcos a Hofgen. Sin este actor y director, la institución no se habría podido mantener; el rendimiento de Hofgen era enorme, y tan incansable como creativo. Él hacía toda clase de papeles, de galán o de carácter. No sólo Miklas tenía motivos para estar celoso de él; también Petersen e incluso Otto Ulrichs podían tenerlos; pero este último estaba ocupado en cuestiones más importantes, y no se tomaba muy en serio las cosas del teatro burgués. Hofgen se ganó los corazones infantiles como el inteligente y hermoso príncipe del cuento de Navidad; las señoras le encontraban irresistible en las comedias de salón francesas y en las obras de Oscar Wilde; los interesados en literatura discutían sobre sus creaciones en El despertar de la primavera, como abogado en Fantasmagoría, de Strindberg, como Léonce en Léonce y Lena de Büchner. Podía ser elegante, pero también trágico. Tenía la sonrisa «canallesca», pero también el rasgo de sufrimiento en las sienes. Encantaba con audaz «esprit», imponía con el mentón señorialmente avanzado, con el tono de mando cortante y con gestos orgullosos y nerviosos; conmovía con su humildad, con su mirada divagante y desvalida, con su suave perturbación de soñador. Era bondadoso o malvado, arrogante o cariñoso, cortante o humillado, según lo exigiese el repertorio. En Intriga y amor, de Schiller, representaba alternativamente al mayor Ferdinand y al secretario Wurm —el amante exaltado y el intrigante desalmado— aunque no hubiera sido necesario subrayar su capacidad de transformación de forma tan coqueta. Por la mañana ensayaba Hamlet, por la tarde una farsa: Mieze hace todo. Estrenaron la farsa la noche de Fin de Año y fue un gran éxito, Schmitz estaba contento; sobre el Hamlet Kroge se enfurecía, ya en el ensayo general quería prohibir la representación.

—¡Nunca he permitido tamaña porquería en esta casa! —se indignaba el viejo luchador por el teatro literario—. ¡Hamlet no se liquida como un folletín!

Hofgen lo liquidaba; tenía un aspecto imponente con el traje negro, muy cerrado, con ojos misteriosamente bizcos y rostro sufriente, macilento. La prensa aseguraba en sus críticas que había sido una creación interesante, quizá no muy estudiada, algo improvisada, pero con momentos de gran tensión. Angelika Siebert había hecho de Ofelia, y en cada ensayo se había deshecho en lágrimas; en el estreno apenas podía salir a escena a causa de su llanto. Por cierto, algunos entendidos en cuestiones teatrales encontraban que su creación había sido la mejor en aquella escenificación dudosa.

Hofgen trabajaba dieciséis horas al día y tenía por lo menos dos ataques de nervios a la semana. Estas crisis empezaban con mucha virulencia y revestían diversas formas. Una vez Hofgen cayó al suelo y se contrajo mucho. En la siguiente ocasión permaneció de pie, pero gritó terriblemente durante cinco minutos, sin interrupción. Otra vez afirmó en el ensayo, ante el estupor de todos, que no podía despegar las mandíbulas, que las tenía anquilosadas y, por tanto, no podía más que murmurar, y efectivamente tan sólo murmuraba. Antes de la representación de noche, en el guardarropa, le pidió a Bock —que aún no había recobrado sus siete marcos y medio— que le hiciera un masaje en la parte inferior de la cara, mientras suspiraba y murmuraba con los dientes apretados. Un cuarto de hora más tarde, en el escenario, sus mandíbulas le obedecían como de costumbre.

Un día que la princesa Tebab no se presentó, lloraba, gritaba y se contraía en convulsiones simultáneamente: fue un ataque terrible. Lo rodeaba, tímida y amedrentada, la compañía, a pesar de que ya estaba acostumbrada a sus números. Al final, la señora von Herzfeld le echó un cubo de agua fría. Por lo demás, Juliette daba a su amigo pocos motivos de queja; llegaba casi siempre puntualmente a su piso para hacer exactamente aquello que de ella esperaba Hendrik, y éste resurgía fortalecido y refrescado, más ocurrente todavía, dominante y endurecido, de estas tardes de diversión. Le decía a Juliette que la quería, que era el centro de su vida. A veces, incluso él se lo creía. ¿Acaso no expiaba él con la Venus Negra su altivez? ¿No pisoteaba su orgullo ante ella? ¿No la amaba de verdad? Podía ocurrir que él diera vueltas a estos pensamientos en el camino a casa desde la H. K. Entonces se decía a sí mismo: «Sí, la quiero, seguro.» Una voz más profunda aún le espetaba: «¿Por qué te mientes a ti mismo?» Pero casi siempre conseguía hacerla enmudecer. La voz profunda callaba. Hendrik podía seguir creyendo que era capaz de amar.

La pequeña Angelika sufría; Hofgen no se preocupaba de ello. La señora von Herzfeld sufría; él la abrumaba con conversaciones intelectuales. Rolf Bonetti sufría por la pequeña Angelika, que permanecía tanto más insensible cuanto mayores eran las insinuaciones de él. El joven enamorado se tenía que consolar con Rahel Mohrenwitz; pero lo hacía en contra de su voluntad y sin que desaparecieran de su cara los gestos de repugnancia. Hans Miklas odiaba—, pasaba hambre si la Efeu no le regalaba bocadillos; hablando de política con sus amigos, despotricaba de marxistas, judíos y siervos de judíos; ensayaba con dureza, le daban pequeños papeles y bajo sus pómulos los hoyos eran cada vez más negros.

Otto Ulrichs estaba también cada vez más metido en política. Precisamente, ante sus compañeros le resultaba penoso el hecho de que hubiera que aplazar la inauguración del Teatro Revolucionario. Hofgen encontraba cada semana una nueva excusa. A menudo Ulrichs llevaba aparte a su amigo, después del ensayo, para suplicarle:

—Hendrik, ¿cuándo empezamos?

Entonces Hofgen comenzaba a hablar, rápida y apasionadamente, de la abyección del capitalismo, del teatro como instrumento político, de la necesidad de una acción vigorosa, bien estudiada, de carácter político-artístico, para terminar prometiendo que, inmediatamente después del estreno de Mieze lo hace todo, empezarían los ensayos para el Teatro Revolucionario.

Pasó, sin embargo, el estreno de fin de año. Pasaron también muchos otros estrenos. La temporada llegaba a su fin, casi había terminado: del Teatro Revolucionario sólo existía el bonito papel de cartas con que Hofgen mantenía una correspondencia viva y variada que tenía como interlocutores a destacados autores de convicciones socialistas. Cuando Otto Ulrichs suplicó y apremió de nuevo, Hendrik le explicó que, desgraciadamente, y como consecuencia de fatales circunstancias, para aquella temporada se había hecho demasiado tarde: había que esperar hasta el otoño siguiente. Esta vez el gesto de Ulrichs se oscureció, pero Hendrik puso el brazo sobre el hombro del amigo y compañero de ideología y le convenció con su voz irresistible, que primero cantaba y se estremecía, para hacerse después cortante y enérgica mientras Hofgen condenaba la decadencia de la burguesía y alababa la solidaridad internacional del proletariado. Ulrichs se dejó conformar. Se separaron con un largo apretón de manos.

En esta época se estaba preparando la última novedad de la temporada: Hendrik iba a hacer el protagonista de la comedia Knorke, de Theophil Marder. La obra de Marder, una dramática crítica social, tenía mucha fama; todos los entendidos alababan su forma, de características profundamente personales, su efectismo infalible sobre el escenario y su maldad despiadada, intelectual. Para el estreno vendrían críticos de Berlín. También se esperaba al autor, y no sin nerviosismo, pues el alto concepto en que Marder se tenía a sí mismo era tan conocido como su gesticulante impertinencia y su tendencia a las disputas gratuitas, pero fuertes y duraderas.

A pesar de ese miedo, Hofgen se alegraba de la presencia del famoso dramaturgo; prácticamente no tenía la menor duda de que su interpretación causaría gran efecto al perspicaz y experimentado autor. «Tengo que estar muy bien en Knorke», se prometía Hendrik a sí mismo.

Para poder dedicarse por entero al papel, Hofgen dejó la dirección escénica a Kroge, especialista en las comedias de Marder. Knorke pertenecía a un ciclo de obras satíricas que mostraba con ironía a la burguesía alemana durante el reinado de Guillermo II. El héroe de la comedia era un advenedizo que, con el dinero ganado cínicamente gracias al constante brío de su propio ser y a una inteligencia sin escrúpulos, rastrera y consciente, conquista poder e influencia en los más altos niveles. Knorke era grotesco, pero a la vez imponente. Representaba el tipo burgués, cursi de altos vuelos, vital, totalmente divorciado del espíritu. Hofgen se prometía estar magnífico en este papel. El personaje poseía su mismo acento cruel y cortante y, en algún momento, su desamparo. Todo lo llevaba él consigo: la grandeza de porte y gestos, cruelmente hábil, de quien hace caer a todos para elevarse sólo él; el gesto demacrado, fijo, casi heroico del poseso de ambición, y hasta la mirada de espanto por su propia ascensión, que es demasiado fraudulenta y podría acabar de modo insospechado. Sin lugar a dudas. Hofgen causaría sensación en este papel.

Su compañera, la esposa de Knorke, es tan poco escrupulosa como él, aunque más débil, porque ama: ama a Knorke. Su compañera en la genial comedia iba a ser una muchacha especialmente recomendada por Marder en cartas enérgicas y casi iracundas. Nicoletta von Niebuhr tenía aún poca experiencia teatral, sus actuaciones habían sido escasas y siempre en ciudades pequeñas, pero era una criatura tan segura de sí misma, que casi intimidaba. Marder, intransigente, había amenazado al pobre Oskar H. Kroge con el peor de los escándalos si la dirección del Teatro de los Artistas no contrataba a la señorita von Niebuhr para un papel principal… Kroge, que se achicaba y amedrentaba ante la agresividad verbal del dramaturgo, dejó a Nicoletta actuar en Knorke como actriz invitada. Ella se presentó con muchas maletas de charol rojo, un sombrero negro de caballero, de ala ancha, un abrigo de plástico rojo fuego, una gran nariz aguileña y brillantes ojos de gato bajo la amplia y bella frente. Todos constataron inmediatamente que tenía una gran personalidad: así lo dijo la Motz en la H. K., con voz emocionada por el respeto, y nadie le llevó la contraria, ni siquiera Rahel Mohrenwitz, que estaba profundamente disgustada por la llegada de la nueva; en efecto, Nicoletta era también una dama joven demoníaca, aunque no necesitara ni del monóculo ni del estrafalario peinado para demostrárselo al mundo.

Rolf Bonetti y Petersen discutían sobre si cabría calificar a Nicoletta de bella. El entusiasta Petersen la encontraba «sencillamente deslumbrante»; en cambio, el cauteloso entendido Bonetti sólo la consideraba «interesante».

—Con esa nariz, no se puede hablar de belleza —dijo, despectivo.

—Pero sus ojos son maravillosos —contestó Petersen, después de comprobar que la Motz no estaba en las cercanías—. ¡Y qué apostura! Casi diría que majestuosa.

Fuera, ante sus ojos, pasó Nicoletta del brazo de Hendrik, cosa que llamó inmediatamente la atención. Su cabeza, con la atrevida nariz, la mirada resplandeciente y la ancha frente, semejaba la de un jovencito del Renacimiento. Así lo observó con tristeza la señora von Herzfeld, que seguía celosa a la pareja. Nicoletta caminaba muy erguida. Sus labios, pintados de color vivo, articulaban las palabras con cortante precisión; cada frase tintineaba por su meticulosidad: pronunciaba las vocales muy avanzadas, lo que hacía que sonaran limpias y lisas, sin perderse ni una consonante; el giro más vulgar se convertía en una exhibición de buena dicción.

En aquellos momentos Nicoletta estaba explicando, con cuidado demoníaco, que ella era ambiciosa y, si fuera necesario, también intrigante.

—Naturalmente, querido —le decía con laconismo a Hofgen, al que conocía desde un par de horas antes— Todos queremos salir adelante. Hay que saber utilizar los codos.

Hendrik, que miraba su perfil, pensaba si en esos momentos era sincera o se trataba de una pose. Era difícil de precisar. Quizás este cinismo tan radicalmente decidido era la máscara tras la que se escondía un rostro diferente. Pero, ¿quién podría asegurar que esta otra cara oculta poseía también una nariz tan atrevida y unos labios tan dibujados como el gesto que ahora mostraba con orgullo?

Hendrik no podía ocultarse a sí mismo que la mujer que iba a su lado le impresionaba. Sin duda era la primera mujer a la que había mirado con interés desde que conocía a Juliette. Ese mismo día se lo confesó a la Venus Negra, de la que recibió terribles golpes, que esta vez no tuvieron su origen en el ritual, porque así eran las reglas del juego, sino en la convicción y la pasión auténticas; la princesa Tebab se había disgustado. Hendrik sufrió, suspiró, disfrutó y, finalmente, aseguró a la princesa que seguiría siendo su auténtica señora y amada. Pero cuando volvió a ver a Nicoletta le fascinaron de nuevo su forma cortante de hablar, su mirada fulgurosa y penetrante y su postura contenida con orgullo.

Sus piernas no eran realmente bonitas, sino más bien gruesas, pero las mostraba, enfundadas en medias de seda negra, de forma triunfal, que impedía cualquier duda sobre su belleza, al modo como Hendrik sabía mover sus manos dando la sensación de que eran alargadas, finas y góticas. Nicoletta cruzaba las piernas, miraba deslumbradora, sonreía misteriosamente y se subía la falda por encima de la rodilla. Hendrik se daba cuenta de que todo eso formaba parte de una actuación, y precisamente por ello le encantaba. Por cierto, no le era muy difícil imaginar estas piernas, de las que ya se había prendado hasta el entendido Bonetti, enfundadas en botas de caña alta color verde, circunstancia que añadía atractivo a la muchacha. Hendrik bajó la cabeza y dejó vagar sus ojos ávidos. Nicoletta le gustaba.

También le gustaba lo que ella le confiaba, con expresiones precisas, sobre su origen y su pasado. Proviniendo como provenía de medios burgueses, a él le fascinaba lo excéntrico, lo dudoso y aventurero. Nicoletta le contaba que no había conocido a sus padres.

—Mi padre era un estafador —decía con la cabeza alta, contenta y orgullosa—; mamá fue bailarina en la Ópera de París: era muy tonta, según tengo entendido, pero tenía unas piernas divinas —miró retadoramente las suyas, de las que presumía como si también lo fueran—. Papá fue Un genio. Siempre supo vivir a lo grande. Murió en China, donde dejó diecisiete casas de té y enormes deudas. El único recuerdo que me queda de él es su pipa de opio.

En su habitación del hotel mostró a Hendrik aquella reliquia. Luego, con una corrección tras la que se podía presumir algo diabólico, le preguntó si quería té o café. El encargo se lo hizo al camarero por teléfono, como si se tratara de una sentencia terrible, proclamada con una helada falta de compasión. Después siguió contando extensamente cosas de su juventud.

—Aprender, no he aprendido mucho —dijo—. Pero sé caminar sobre las manos, correr sobre una bola en movimiento y gritar como una lechuza.

Su manual era la muy recomendable revista La Vie Parisienne. Creció en parte en varios escogidos internados franceses, de los que era expulsada en seguida por su terrible falta de educación, y en parte en casa del académico Bruckner, al que designaba como amigo de infancia de su padre.

Hofgen ya había oído hablar del académico Bruckner. Las obras del historiador eran famosas, pero Hendrik no las había leído. Con todo, sabía que la posición del académico era tan destacada como desacostumbrada. Aquel investigador y pensador no sólo era una de las figuras más controvertidas del mundo cultural alemán y europeo, sino que también se le atribuían influyentes relaciones en los círculos políticos. Se sabía de su amistad con un ministro socialdemócrata; por otro lado, tenía relaciones con el ejército, pues su difunta esposa era hija de un general. La gira de conferencias que realizó por la Unión Soviética fue motivo de muchos comentarios. En aquella época la prensa nacionalista inició contra él una campaña difamatoria. Desde ese momento se constató con amargura que la visión de la historia de Bruckner estaba impregnada de conceptos marxistas. También sucedió que los estudiantes lo abuchearon cuando entró en su cátedra. Su fama universal y su postura tranquila, de superioridad, hicieron que se calmaran sus nervios. Bruckner salía victorioso de los escándalos. Seguía siendo intangible.

—El viejo es maravilloso —dijo Nicoletta de él—. Él sí que entiende algo sobre los seres humanos; hacia papá, por ejemplo, sentía mucho apego. Por eso a mí siempre me lo consentía todo, y yo, por mi parte, era paciente soportando su delicado aburrimiento.

La mejor amiga de Nicoletta, casi su hermana, era Barbara, la hija de Bruckner.

—Una criatura bellísima… ¡y tan buena!

La mirada de Nicoletta se ablandó mientras decía esto; pero no pudo prescindir de la pronunciación tintineante y exacta.

Para el estreno de Knorke no sólo se esperaba a Theophil Marder, sino también a Barbara.

—Siento curiosidad, ¿te gustará? —preguntó Nicoletta a Hendrik— Quizá no te haga mucha gracia, pero hazme el favor de ser simpático con ella. Es algo tímida —aclaró Nicoletta, haciendo resonar las vocales.

Barbara Bruckner llegó el día del gran estreno; Marder lo hizo por la tarde en el rápido de Berlín. Hofgen conoció a Barbara mientras se tomaba un coñac en la cantina, poco antes de la representación. Nicoletta hablaba con claridad modélica y voz chillona:

—Esta es mi mejor amiga, Barbara Bruckner —e hizo un gesto ceremonioso bajo la capa plisada.

Hendrik estaba demasiado excitado como para mirar con atención a la muchacha. Acabó apresuradamente su coñac y desapareció. En el camerino encontró dos grandes ramos de rosas: lilas blancas de Angelika Siebert y rosas de un suave color amarillo té de la Herzfeld. Para asegurarse el beneplácito del cielo con una buena obra, dio al pequeño Bock, que antes de un estreno siempre tenía aspecto lloroso, una moneda de cinco marcos, con lo que la deuda de siete marcos y medio no quedó aún saldada.

El estreno de Knorke transcurrió brillantemente: las mordaces escenas de Marder pegaron fuerte. El ritmo ascendente del diálogo provocaba risas en el público, en parte preocupadas, en parte felices; pero sobre todo entusiasmó la compenetración exacta, patética, perfecta desde cualquier punto de vista, entre Hofgen y la nueva actriz, Nicoletta von Niebuhr, que actuaba como «estrella invitada». Después del segundo acto tuvieron que salir varias veces a saludar a la animada sala. En el entreacto apareció Theophil Marder en el camerino de Hofgen. Nicoletta lo acompañaba.

La mirada intranquila pero inquisitiva de Marder analizó todos los objetos del camerino, para fijarse después en el propio Hendrik, que estaba sentado ante el espejo, agotado. Nicoletta, en respetuoso silencio, permaneció de pie junto a la puerta. Tras larga pausa, dijo Marder con penetrante voz de mando:

—¡Da usted un tipo despampanante!

Sus ojos, que escrutaban cruelmente, no se separaban del rostro bellamente maquillado de Hendrik.

—¿Está usted satisfecho, señor Marder?

Hofgen intentaba encantar al autor satírico con miradas fulgurosas y sonrisa fatigada. Pero Theophil dijo: —En fin…, y añadió, con descaro:

—En fin… Señor… Perdón, ¿cómo se llama?

Hendrik se sintió ofendido; a pesar de ello, le dijo su nombre con su característica voz cantarina, conquistadora. A lo que Marder contestó:

—Hendrik, Hendrik, un nombre divertido, hay que reconocerlo, muy divertido —lo dijo con tanta ironía, que Hendrik notó que una sensación de frío le corría por la espalda—, ¡Hendrik! ¿Por qué Hendrik? ¡Pero, claro, en realidad se llama usted Heinz! —exclamó el escritor, con una alegría que daba miedo—. ¡Se llama realmente Heinz, pero se hace llamar Hendrik! ¡Ja, ja, ja, qué chistoso!

Reía con voz penetrante, cordial, prolija. Hofgen, estremecido por tanta clarividencia, se había puesto pálido bajo la rosada máscara y temblaba. Nicoletta, sin inmiscuirse, miraba a uno y otro con sus ojos gatunos, brillantes. Theophil se puso de nuevo serio. Parecía reflexionar; movía ininterrumpidamente los azulados labios bajo el negro bigote. El nervioso juego de sus labios recordaba, de forma misteriosa, el sorber ávido de ciertas plantas carnívoras o el respirar de la boca de un pez. Finalmente dijo:

—Pero es usted un tipo despatarrante, un talento loco. Lo huelo, tengo un olfato muy fino para estas cosas. Hablaremos. Comeremos juntos. ¡Ven, niña!

Tomó a Nicoletta del brazo y abandonó el camerino. Hofgen quedó allí, profundamente consternado.

No se rehízo del todo hasta que estuvo de nuevo en el escenario, bajo los focos. En el tercer acto superó todo cuanto hasta entonces había mostrado en lo que se refería a su ardoroso ímpetu. Cuando cayó el telón, el auditorio hervía de entusiasmo. Nicoletta estrechó a Hofgen entre sus brazos llenos de flores y dijo:

—Theophil ha encontrado de nuevo la palabra exacta: ¡eres realmente un tipo despatarrante!

Kroge se acercó para pronunciar unas palabras de agradecimiento. Aseguraba a la señorita von Niebuhr que sería un placer seguir trabajando con ella; que se pasara al día siguiente por su oficina para discutir las condiciones. Nicoletta adoptó una expresión alevosamente correcta, hizo una reverencia solemne y expresó, con agudas palabras, su contento por la decisión del director.

Theophil Marder había invitado a las dos jóvenes y al actor Hofgen a cenar en un restaurante muy caro, más bien burguesamente sólido que mundano. Hendrik no había estado nunca en él, lo que dio pie a Marder para afirmar que ésta era la única «tasca» en Hamburgo donde servían una comida decente, alimentos sólidos, con buen estilo y a la antigua usanza, si se podía dar crédito a las palabras del dramaturgo: «Por todas partes no hay más que grasa rancia y asados malolientes, pero aquí vienen finos caballeros de edad que todavía saben vivir; la carta de vinos es también muy escogida.»

Era cierto. En el salón poblado de mesas marrones y de cuyas paredes colgaban escenas de caza y bellos tapices, no había más que personas de edad con aspecto de poseer grandes capitales. Y más digno todavía que todos ellos parecía el maitre: en el respeto con que anotó el encargo de Theophil se intuía algo irónico. Marder propuso empezar con langostas.

—¿Qué le parece, estimado Hendrik? —preguntó al actor, con aquella corrección alevosa que Nicoletta tal vez había aprendido de él.

Hendrik no tenía nada que objetar. Por lo demás, se sentía algo inseguro y desconcertado en aquel señorial restaurante. Le parecía como si el camarero hubiera tasado con menosprecio su smoking, lleno de manchas y, en algunos lugares, muy rozado. Bajo la mirada calculadora del elegante camarero, Hendrik se sintió consciente, superficialmente pero con fuerza, de su convicción revolucionaria. «Mi puesto no está en un local como éste, para explotadores capitalistas», pensaba, iracundo, mientras le llenaban la copa de vino blanco. Ahora lamentaba haber aplazado la apertura del Teatro Revolucionario. Marder le había decepcionado. El crítico de la sociedad burguesa, clarividente, sin compasión, peligroso, se descubría a sí mismo al estar sentado frente a él, cara a cara, como persona de sospechosas tendencias reaccionarias. Tenía una ronca voz de mando, una mirada pérfida, llevaba un traje de confección demasiado perfecta y una corbata elegida con cuidado; y de las langostas, que ya estaban sobre la mesa, elegía las mejores con conocimiento de causa. ¿No tenía mucho en común con aquellas figuras a las que criticaba irónicamente? Ahora alababa los buenos tiempos pasados de su juventud, con los que no se podían comparar estos de ahora, superficiales y degenerados. Y mantenía continuamente sus ojos fríos, inquietos, ávidos, sobre Nicoletta, la cual no sólo movía sinuosamente la boca, sino también el cuerpo dentro del traje de noche de brillo metálico. Barbara estaba silenciosa.

Hendrik, asqueado por el provocativo flirteo de Nicoletta con Marder, o quizá simplemente celoso, dedicó su atención a Barbara. Entonces se dio cuenta: lo había estado observando inquisitivamente. Hofgen se asustó. Se asustó porque en su fuero interno encontraba a Barbara revestida de un atractivo que jamás advirtiera en ninguna otra mujer. Había conocido todo tipo de mujeres, pero nunca una como ésta. Mientras la miraba, recordaba en un resumen rápido, pero exacto, como si se dispusiera a correr un velo sobre un pasado sucio, a todas aquellas criaturas con las que había tenido relación. Les pasó revista para reprobarlas a todas: las vigorosas y alegres renanas, que le habían introducido sin mucho aparato, sin mucho refinamiento, en la áspera realidad del amor; damas maduras, pero firmes, amigas de Bella, su madre; jóvenes, pero en absoluto delicadas, amigas de su hermana Josy; las expertas prostitutas berlinesas y las no menos aplicadas de provincias, que solían hacer aquellos servicios especiales que él exigía, y que le hicieron perder el gusto por otros placeres menos fuertes, menos particulares; las colegas, arregladas artísticamente, expertas y siempre complacientes, a las que sólo en contadas ocasiones concedía su favor y que se tenían que conformar más bien con su camaradería caprichosa, unas veces cruel, otras seductoramente coqueta; la bandada de admiradoras tímido— juveniles, patético-sombrías o irónico-inteligentes. Todas se presentaban de nuevo, mostraban su rostro, su figura, para retirarse, diluirse, hundirse frente a la recién descubierta naturaleza de Barbara. La propia Nicoletta, la hija del aventurero, la fascinante conversadora, cayó también: resultaba casi cómica con toda su depravación y exactitud. Hendrik renunció a ella, abandonó su interés por ella. Pero ¿qué es lo que no habría abandonado en aquel momento llevado por el destino, decisivo y dulce? Mientras miraba a Barbara ¿no estaba traicionando por primera vez a Juliette, la sombría amante, a la que había llamado centro de su vida y gran fuerza en la que se renovaban y descansaban sus propias fuerzas? Nunca hubiera engañado seriamente a Juliette con Nicoletta, cuyas piernas tan bien se imaginaba dentro de las verdes botas de caña alta; hubiera sido, en el mejor de los casos, un sustitutivo de la Venus Negra, nunca su contrincante. La contrincante estaba ahora allí, sentada, y había estado observando inquisitivamente a Hendrik, mientras él charlaba con Marder y Nicoletta. Como él la miraba ahora fijamente, no con desvío seductor ni con centelleos enigmáticos, sino con la auténtica emoción que le deja a uno desvalido, ella bajó los ojos y giró la cabeza hacia un lado.

Su sencillo traje negro, en el que un entendido apreciaría la hechura de modista casera, que se completaba con un cuello duro y blanco, como uniforme de colegio, dejaba ver el cuello y los delgados brazos. El delicado y perfecto óvalo de su rostro era pálido. El cuello y los brazos tenían el tono moreno, dorado brillante del matiz maduro y suave, muy noble, que tiene la manzana que ha adquirido su aroma durante un largo verano. A Hendrik le costó localizar ese color, que le impresionaba todavía más que el aspecto de Barbara. Recordó los retratos de mujer pintados por Leonardo, y se emocionó al pensar en tan elevados objetos mientras Marder presumía de su conocimiento de viejas recetas francesas; sí, en determinados cuadros de Leonardo estaban esos colores de piel lisos, suaves, frágiles y delicados; también los tenían algunos de sus jovencitos, que levantaban el brazo amoroso en la oscuridad llena de sombras. Jóvenes y madonas de antiguos cuadros poseían una belleza semejante.

La visión de Barbara hizo, pues, que entusiasmado Hendrik pensara en jóvenes y madonas. Los muchachos formados según los cánones clásicos tenían esa bella delicadeza de miembros; las madonas tenían esos rostros. Así se abrían esos ojos, exactamente como Barbara lo hacía ahora: ojos bajo largas pestañas, negras y rizadas, pero naturales; ojos de un vivo color azul oscuro, casi negros. Barbara Bruckner tenía unos ojos así, que miraban serios, inquisitivos, con curiosidad amistosa y a veces casi picara. Todo su rostro tenía rasgos picaros: no expresaba llanto ni súplica como los de las madonas, sino más bien astucia. Los labios grandes, húmedos, sonreían ensimismados, pero no sin gracia. En aquella cabeza soñadora de mujer ponía una nota graciosa el moño, de abundante cabello rubio ceniza, al estar un poco ladeado sobre la nuca. La raya, por el contrario, estaba exactamente en el centro.

—¿Por qué me mira así? —preguntó Barbara finalmente, ya que Hendrik no retiraba la vista de ella.

—¿No me lo permite? —preguntó a su vez Hendrik en voz baja.

Ella dijo con jovial coquetería, tras la que se escondía su timidez:

—Si le divierte…

A Hendrik le pareció que su voz era literalmente un placer para el oído, como el color de su rostro lo era para los ojos. También su voz parecía impregnada de un tono maduro y suave. También ella resplandecía, con un preciado brillo oscurecido. Hendrik la escuchaba ahora con el mismo fervor con que antes la había mirado. Le hacía preguntas para que siguiera hablando. Quería saber cuánto tiempo pensaba quedarse en Hamburgo. Ella dijo, mientras aspiraba el humo de su cigarrillo con la poca destreza propia de la falta de costumbre:

—Mientras Nicoletta actúe aquí. Depende del éxito de Knorke.

—Ahora me alegro de que el público haya aplaudido tanto esta noche —afirmó Hendrik—, Creo que también tendremos buenas críticas.

Se informó sobre sus estudios. Nicoletta había mencionado que Barbara iba a la Universidad. Ella habló de Sociología, de Historia.

—Pero todo lo hago muy irregularmente —dijo, ensimismada y algo burlona.

Y puso los codos sobre la mesa, apoyando la cara en las manos delgadas, morenas. Un observador menos benevolente que Hendrik en aquellos momentos habría calificado sus movimientos, que a él le parecieron deliciosamente tímidos y bellos, de torpes y casi groseros. La rigidez de su postura traicionó a la joven dama de provincias, a la poco desenvuelta hija del profesor, y realzó el contraste con la inteligente, alegre sinceridad de su mirada. Poseía la inseguridad de la persona amada y mimada en un medio limitado, pero que fuera de éste tiende a tener complejo de inferioridad. En presencia de Nicoletta, sobre todo. Barbara parecía estar acostumbrada a desempeñar un papel secundario. Por eso estaba contenta y un poco divertida de que un actor maravilloso, Hendrik Hofgen, se dedicara tan abiertamente a ella, y continuó la conversación sin disgusto.

—Hago un montón de cosas —dijo pensativa—, en especial dibujo… He hecho algunos decorados para teatro.

Esta fue una palabra clave para Hendrik: reavivó la conversación. Con celo y un pálido rubor en sus mejillas, habló él de las transformaciones en el estilo de los decorados, de todo lo que quedaba por descubrir en este campo y de todo lo que se podía recobrar. Barbara escuchaba, contestaba, miraba inquisitivamente, sonreía, movía con conmovedora torpeza los brazos, su voz sonaba bromista y ensimismada al contestar con conocimiento, sensatamente.

Hendrik y Barbara hablaban bajo, absortos, con tono íntimo. Entre tanto, Nicoletta y Marder se miraban seductoramente. Los dos utilizaban todas sus artes. Los bellos ojos gatunos de Nicoletta estaban más relucientes que nunca; la perfección de su lenguaje adquiría un carácter triunfal. Entre los labios pintados de vivo color, resaltaban al reírse o hablar los pequeños dientes. Por su parte, Marder daba suelta a todos los fuegos de artificio de su ingenio. Su boca móvil, convulsiva, cuyo color azulado no parecía muy sano, hablaba casi ininterrumpidamente. Por cierto que Marder tendía a decir siempre las mismas cosas, con gran afecto. Insistía sobre todo, con cabezonería apasionada, en que la época actual, de la que él era el más atento y calificado juez, resultaba la peor de todas las imaginables, la más degradada, la menos esperanzadora. No había en ella ningún movimiento espiritual, ninguna tendencia general, ninguna realización especial que hubiera podido hacer valer sus derechos. Marder opinaba que en ella faltaban ante todo personalidades; él, Marder, era la única, y un día llegaría en que todos lo tendrían que reconocer. Lo desconcertante era que el observador y juez de la decadencia europea no opusiera a este desconsolador presente la imagen de un futuro que fuera tan deseable Como para rechazar lo existente, sino que para denigrar el presente alababa un pasado que él mismo había liquidado irónica y críticamente. La febrilmente animada Nicoletta no estaba en condiciones de maravillarse de nada; si no, se habría sorprendido al ver que precisamente el hombre que se llamaba a sí mismo «el clásico crítico de la época burguesa», elevaba a la condición de figuras ideales a oficiales del antiguo ejército alemán y a industriales renanos que conjugaban con éxito una intachable disciplina y una resuelta personalidad. El antiguo burlón, cuyo radicalismo, autocrático pero sin dirección espiritual, había caído y degenerado en lo reaccionario, proclamaba con estridentes alabanzas las cualidades físicas y morales de los generales prusianos y se burlaba, con la nerviosa voz de un sargento, de la debilidad vacilante de la raza actual.

—¡En ninguna parte hay casta! ¡En ninguna parte disciplina! —gritó en voz tan alta y furiosa que los caballeros sentados ante sus botellas de exótico vino tinto volvían hacia él las cabezas, sorprendidos. También las mujeres habían perdido la disciplina, afirmaba el exaltado Marder. Ya no entendían el amor, de cada donación hacían un negocio; al igual que los hombres, se habían vuelto superficiales y vulgares. Aquí Nicoletta rió de forma tan retadora que él se vio obligado a decir:

—Naturalmente, hay excepciones.

Después continuó protestando. Llegó al extremo de afirmar que los hombres alemanes habían perdido todo sentido del orden y del respeto desde que había desaparecido el servicio militar obligatorio. Hoy, en una democracia destartalada, todo era falso, un fraude montado por la publicidad.

—Si fuera de otra manera —preguntó Marder amargado—, ¿no tendría que ser yo el primer hombre en el Estado? Por la increíble fuerza y la competencia de mi cerebro ¿no estaría llamado a decidir todos los asuntos vitales de la vida pública? Mientras que ahora, como se ha perdido todo instinto y medida para la verdadera clase, mi voz no es más que la mala conciencia pública, casi desoída.

Sus ojos lanzaban llamas, su rostro enjuto, cuya palidez contrastaba con la negrura del bigote, estaba desfigurado. Para calmarlo, Nicoletta le recordó que ningún otro autor vivo era tan representado como él. Entonces él sonrió, ligeramente satisfecha su vanidad. Pero a los pocos segundos se ensombreció de nuevo. Repentinamente preguntó a gritos a Hendrik Hofgen, que estaba muy abstraído en su conversación con Barbara:

—¿Ha hecho Vd. el servicio militar?

Hendrik, sorprendido por la pregunta, volvió hacia él, silencioso, el rostro perplejo. Marder exigió:

—Conteste, señor.

—No, claro que no… Gracias a Dios… —consiguió decir Hendrik con una ligera sonrisa.

Entonces Marder rió triunfante:

—Otra vez lo que dije antes. ¡Ni disciplina ni personalidad! ¿Acaso tiene usted disciplina, señor? ¿Es usted tal vez una personalidad? ¡Todo oropel, un sucedáneo, villanía se mire donde se mire!

Esto fue una impertinencia, y Hendrik no sabía cómo reaccionar. Sentía que le afloraba la ira; por las damas presentes y porque le imponía la fama de Marder, decidió evitar el escándalo. Experimentó la certeza de que el escritor estaba enfermo de los nervios. ¡Qué cambio tan sorprendente y perturbador se produjo entonces en Marder! Su voz adquirió tono de horror y sus ojos un aire profético:

—Todo terminará de forma espantosa —dijo en un murmullo.

¿Qué lejanías o qué profundidades veía ahora su mirada, que en un momento tomó una fuerza terriblemente penetrante?

—Va a ocurrir lo peor —prosiguió—, pensad en mí, hijos, cuando llegue. Yo lo he previsto, lo he predicho. Este tiempo es la podredumbre, apesta. Pensad en mí: yo lo he olido. A mí no se me engaña. Yo siento la catástrofe que se avecina. No va a tener parangón. Va a devorar a todos, y por nadie habrá que lamentarse, excepto por mí. Todo lo que está en pie explotará. Está podrido. Yo lo he sentido, comprobado y rechazado. Cuando caiga nos va a enterrar a todos. Lo siento, hijos, pues vosotros no vais a poder vivir vuestra vida. Yo, en cambio, he tenido una vida hermosa.

Theophil Marder tenía cincuenta años. Había estado casado tres veces. Había tenido enemigos y había sido objeto de burla; había conocido el éxito, la fama y la riqueza.

Como él callaba y sólo respiraba con fuerza, en silencio, los demás callaban también; Nicoletta. Barbara y Hendrik habían bajado los ojos.

Marder cambió radicalmente el ambiente. Llenó las copas de costoso vino meridional y se mostró encantador. A Hofgen, al que había ofendido unos momentos antes, le cumplimentó por su capacitada actuación.

—Sé muy bien —dijo altanero— que el papel es magnífico, que mi diálogo está inigualablemente salpicado de ingenio. Pero las figuras lamentables que hoy día se llaman actores, consiguen que resulten absolutamente aburridas hasta mis obras. Usted, Hofgen, tiene por lo menos una idea clara de lo que es teatro. Entre los ciegos, usted destaca como el tuerto. ¡Salud!

—Parece que no lo pasa mal con nuestra Barbara —añadió, alegre, dirigiéndose al actor.

Barbara recibió la mordaz insinuación con una mirada seria. Hendrik vaciló antes de brindar con Theophil. Encontró improcedente la manera de hablar del escritor al referirse a la maravillosa Barbara. Parecía como si Marder, que presumía ostentosamente no sólo de su conocimiento sobre vinos y salsas, sino también de su certero instinto para reconocer el valor de una mujer, ignorara la presencia de Barbara. Sólo tenía ojos para Nicoletta, la cual, por su parte, evitaba cuidadosamente contestar a la mirada tierna y preocupada que Barbara le dirigía de cuando en cuando.

Para los dulces Marder había pedido champaña, que el fino camarero servía en aquel momento. Era ya más de medianoche; el aristocrático local, donde ya no quedaba nadie aparte aquellos cuatro especiales clientes que eran ellos, normalmente habría cerrado ya sus puertas; pero Marder había dado a entender a los camareros que tendrían una buena propina si prolongaban su servicio un poco más de lo normal. El gran satírico, la conciencia vigilante de una civilización acabada, mostraba ahora su talento para la diversión intrascendente. Contaba chistes de ambiente familiar prusiano y judeo-oriental. De vez en cuando miraba a Nicoletta y observaba:

—¡Magnífica muchacha! ¡Persona disciplinada! ¡Una cosa muy rara hoy!

O miraba a Hofgen y decía, divertido:

—¡Este llamado Hendrik! ¡Un tipo sensacional! ¡Un fenómeno colosal, divertido! ¡Me encanta, me lo tengo que apuntar!

Hendrik lo dejaba hablar, presumir, irradiar. Le concedía cualquier triunfo. No tenía las más mínimas ganas de hacerle la competencia. ¡Que dominara aquella mesa! El se reía, alegre, con sus chistes. El placer que le producía a Hofgen la situación era delicado y original: ante el pronunciado buen humor de Theophil se sentía él mismo tranquilo y educado, lo que le sucedía muy raras veces. Y tranquilo y educado quería aparecer ante Barbara, que seguramente no valoraba mucho el estilo ruidoso de Marder. Hendrik sentía que la mirada examinadora de Barbara manifestaba una curiosidad llena de simpatía. Le parecía que le gustaba a la muchacha. Las más bellas esperanzas llenaron su emocionado corazón.

Se separaron tarde, de un humor excelente. Hendrik recorrió a pie el camino hacia su casa. Siguió pensando en Barbara. Sentir un enamoramiento puro era algo totalmente nuevo para él, y ese sentir se vio reforzado por los efectos de las selectas bebidas alcohólicas de la cena. «¿Cuál es el secreto de esta muchacha?», pensaba arrobado. «Creo que es el secreto de la perfecta decencia. Es la muchacha más correcta que he conocido en mi vida. Es también la persona más natural que jamás haya visto. Podría ser mi ángel bueno.»

Se paró en medio de la calle, la oscuridad era suave y olía agradablemente. Llegaba el verano. Ni se había dado cuenta de que había habido primavera. Y ahora era ya casi verano. Su corazón se conmovió por una felicidad que nunca había conocido, para la que no se encontraba preparado por ningún suave ejercicio.

«Barbara será mi ángel bueno.»

Hendrik estaba aterrorizado ante su próximo encuentro con la princesa Tebab. Tenía que pedir a la maestra de baile que no volviera a aparecer por su casa. Le obligaba a esta decisión su nuevo, elevado sentimiento por otra muchacha. Pero sufría ya ante el pensamiento de no poder ver más a Juliette, y además tenía miedo de su previsible arranque de ira. Cuando se encontró frente a ella para aclararle la nueva situación con tranquilidad, su voz temblaba, no lograba que le saliera la sonrisa canallesca; más aún, se ponía alternativamente pálido y encarnado, y gruesas gotas de sudor cubrieron su frente. Juliette saltó, amenazó, gritó que a ella no se la despedía como a una cualquiera, que le iba a arrancar los ojos a esa señorita Nicoletta, porque por su culpa se le exigía irse. Hendrik, que se había hecho a la idea de volver a ver la fusta, le pidió que se tranquilizara y subrayó que la señorita von Niebuhr no tenía nada que ver en el asunto.

—Tú me dijiste que yo era el centro de tu vida y otras tonterías semejantes —refunfuñó la princesa Tebab.

Hendrik se mordió los pálidos labios e intentó disculparse.

—¡Has mentido! —gritó la hija de príncipes—. Yo creí siempre que sólo te mentías a ti mismo, pero no, me has mentido también a mí. Nunca se llega a saber lo malvados que son los hombres.

Su voz chillona y su gesto expresaban drásticamente disgusto y la más amarga decepción.

—Pero no voy a ir detrás de ti —terminó orgullosa—, yo no soy de esas que corren detrás de los hombres. Si tienes ahora otra que te pegue… ¡pues adelante!

Hendrik estaba contento de que no pensase perseguirle. Le hizo un regalo en metálico, que ella aceptó entre protestas. Cuando ella ya estaba en la puerta, le sonrió triunfante.

—No creas que hemos terminado —dijo vivamente—. Si me necesitas otra vez, ya sabes dónde encontrarme.

Theophil Marder se había marchado después de sostener una catastrófica discusión con Oskar H. Kroge. El autor de Knorke había querido obligar al director a prometer en acta notarial que representaría su obra por lo menos cincuenta veces. Kroge, naturalmente, se había negado, tras lo cual Marder amenazó con un abogado, y al ver que esto no surtía el efecto deseado, insultó al director del Teatro de los Artistas de Hamburgo, tachándole de completa nulidad, de no tener disciplina ni personalidad, de negociante fraudulento, de hombre trivial sin ideas y de típico representante de una sociedad fétida, muerta. Ante estas chillonas ofensas Kroge, por lo general hombre tranquilo, reaccionó sin poder evitar la amargura. Se pelearon durante una hora entera. Después, Marder se subió de un humor excelente al expreso de Berlín.

Hendrik, Nicoletta y Barbara se encontraban a diario. En algunas ocasiones Hendrik y Barbara salían sin Nicoletta. Iban a pasear, remaban en el Alster, se sentaban en las terrazas, visitaban galerías. Se acercaban uno a otro, hablaban. Barbara supo de Hendrik lo que él le dejó saber: declamaba patéticamente sus ideas, expresaba su esperanza de la revolución mundial y la proyección del Teatro Revolucionario. De forma dramáticamente adornada le contó la historia de su niñez, describió el ambiente de su casa, le habló de su padre Kobes, de su madre Bella, de su hermana Josy.

También Barbara habló de su niñez. Hendrik comprendió cuáles habían sido las dos figuras centrales de su vida hasta entonces: su querido padre y Nicoletta, la amiga hacia la que sentía un tierno apego. La muchacha, aventurera y llamativa, le había dado muchas preocupaciones; pero lo que más le inquietaba a Barbara era la nueva relación de Nicoletta con Marder. Barbara lo despreciaba, Hendrik lo había imaginado en seguida. De sus ligeras bromistas insinuaciones, se podía deducir que Theophil había hecho la corte apasionadamente a Barbara antes de conocer a Nicoletta. Pero ella lo había rechazado hasta un grado hiriente: por eso Theophil la odiaba. Tuvo más suerte con Nicoletta. Ésta explicaba con palabras precisas a quien quisiera escucharla que Theophil Marder era el único hombre importante, valioso y digno de ser tomado en serio que Europa poseía en aquel momento. Casi a diario hablaba con él por teléfono largo y tendido, a pesar de que Barbara le mostraba con qué profundidad y dolor lo reprochaba. Nicoletta, por su parte, contemplaba con ojos brillantes, benévolos, lo que se preparaba entre Barbara y Hendrik. Le gustaba que Barbara, cuyo interés pedagógico-cariñoso le estorbaba, tuviera aventuras sentimentales. Así, en lo que estaba de su mano, Nicoletta avivaba esta relación. Una tarde entró en el camerino de Hendrik y le dijo:

—Me alegro mucho de que intimes con Barbara. Os casaréis. De todas maneras, la muchacha no sabe qué hacer de sí misma.

Hendrik hacía poco caso de este tipo de expresiones, pero temblaba de alegría cuando preguntó:

—¿Crees que Barbara piensa en ello…?

Nicoletta, con su risa tintineante, contestó: —Naturalmente que piensa en ello, ¿no notas lo cambiada que está? No te dejes engañar, tesoro, porque parezca compadecerte. Yo la conozco, es de esas mujeres en las que el afecto se mezcla siempre con la compasión. ¡Cásate con ella!, es lo más práctico para los dos. Por cierto, también será positivo para tu carrera: el viejo Bruckner tiene influencias.

Hendrik también había pensado en esto. El delirio de su enamoramiento —que aún existía—, por muy profundo que fuera —y él quería creer que iba a ser duradero—, no le impedía razonamientos más realistas. El académico Bruckner era un gran hombre y no pobre; la unión con su hija le traería ventajas materiales además de felicidad. ¿Tenía Nicoletta razón con sus cínicas y decididas palabras? ¿Consideraba Barbara la posibilidad de una unión con Hendrik Hofgen? ¿Hasta dónde llegaba su interés hacia él? ¿No era sólo de naturaleza juguetona y superficial? Su cara de madona con rasgos de muchacho travieso resultaba impenetrable. Su voz, llena de tonos dorados, musical, no traicionaba nada. ¿Qué delataban sus ojos indagadores, que tan a menudo se posaban en Hendrik con curiosidad, con compasión, con amistad, quizá con ternura?

Tenía que apresurarse si quería saberlo; la temporada tocaba a su fin, se estaban dando ya las últimas representaciones de Knorke; Barbara y Nicoletta se marcharían. Entonces, Hendrik se decidió. Nicoletta le había dicho claramente que iba a dar un largo paseo con Rolf Bonetti. Barbara se había quedado sola. Hendrik acudió a verla.

Fue una larga conversación, que acabó con Hendrik de rodillas y llorando. Llorando, pidió a Barbara que tuviera compasión.

—Te necesito —sollozaba con la frente sobre el regazo de ella—. Sin ti caeré en el abismo. Hay en mí demasiada maldad. Solo no conseguiré reunir fuerzas para vencerla, pero tú vas a fortalecer lo mejor que hay en mí.

Estas patéticas y penosas palabras se las arrancaba la desesperación. La mirada desconcertada de Barbara le había hecho comprender que la tan convencida afirmación de Nicoletta no había sido más que un error o un engaño: Barbara Bruckner no había pensado nunca en una unión con el actor Hofgen.

Él levantaba con lentitud su rostro cubierto de lágrimas del regazo de ella; su boca temblaba; el brillo de piedra preciosa de sus ojos había desaparecido, eran ahora unos ojos que miraban ciegos de miseria.

—No te gusto —dijo lloroso—. No soy nada, nunca seré nada. No me quieres, estoy acabado…

No pudo seguir hablando. Lo que habría querido añadir quedó en balbuceos.

Con los párpados bajos. Barbara miró su cabello. Era ralo. En lo alto de la cabeza, los mechones perfectamente peinados que deberían cubrir la pequeña calva, estaban totalmente desordenados. Quizá fue la vista del pelo fino y pobre lo que conmovió a Barbara.

Sin rozar con sus manos el rostro húmedo que él le ofrecía, sin alzar los párpados, dijo despacio:

—Si tanto lo deseas, Hendrik… Podemos intentarlo… Podemos intentarlo…

Al oírlo, Hendrik Hofgen emitió un pequeño, un ronco grito, que sonó a contenido triunfo.

Así se formalizó el compromiso.