Capítulo II

La clase de baile

Para el día siguiente Hendrik había fijado el comienzo del ensayo a las nueve y media. Puntualmente se fueron reuniendo todos los miembros de la compañía que tomaban parte en El despertar de la primavera, algunos en el amplio escenario, otros en el patio de butacas. Tras haber esperado un cuarto de hora, la señora von Herzfeld decidió ir en busca de Hofgen al despacho, donde estaba hablando con Kroge y Schmitz desde las nueve.

Ya al verlo aparecer se dieron cuenta todos de que estaba de un humor imposible. Nada quedaba ya en él del alegre conversador de la víspera. Llevaba los hombros alzados nerviosamente, las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones. Cruzó apresurado el patio de butacas y, con voz casi sin tono a causa de la excitación, pidió un ejemplar del texto.

—Me he dejado el mío en casa.

Con voz amargada, reprochaba a todos que él, Hendrik, hubiera estado olvidadizo y descentrado al salir de casa.

—¿Es que nadie tiene un cuadernillo de ésos para mí? —consiguió que la voz le saliera ahogada y muy cortante.

La pequeña Angelika le ofreció el suyo.

—Ya no lo necesito —dijo ruborizándose—. Me sé mi texto.

—¡Eso espero! —observó lacónico Hendrik, en lugar de darle las gracias. Y le volvió la espalda.

Su rostro parecía muy macilento en contraste con el pañuelo rojo que llevaba en lugar de camisa —o sobre la camisa, ocultándola—. Uno de los ojos miraba, con el párpado entornado, despectivo y enfadado—, ante el otro brillaba el monóculo. Todos se estremecieron cuando, con voz de mando muy clara, penetrante y algo metálica, convocó:

—Empecemos, señores.

Mientras en el escenario se trabajaba, él recorría el patio de butacas. El Moritz Stiefel, el papel que se había reservado, se lo hizo leer a Miklas, cuyo papel propio le daba poco trabajo. Esto fue un acto de refinada maldad, pues el pobre Miklas hubiera dado su vida por hacer el Moritz. Hofgen, provocadoramente soberbio, hacía ver a los colegas que él no necesitaba preparar o ensayar: era el director, estaba por encima de ello; su rutina era tan grande como su genio, su propio papel lo liquidaba como algo secundario; hasta el ensayo general no se vería ni se oiría cómo interpretaría el Moritz Stiefel, cómo haría el sombrío colegial, el amante desesperado, el suicida.

Por el contrario demostraba lo que se podía hacer de la muchacha Wendla, del muchacho Melchior, de la maternal Señora Gabor. Hendrik saltó con sorprendente agilidad al escenario y, verdaderamente, se convirtió en la delicada muchacha, que sale por la mañana al jardín y quiere abrazar el mundo, pues piensa en el amado; en el muchacho ávido de vida, orgulloso; en la inteligente madre, llena de preocupación. Ahora mostraba una apariencia infantil, un segundo después parecía muy viejo. Era un magnífico actor.

Cuando hubo demostrado al bello Bonetti, que alzaba las cejas con una mezcla de respeto y disgusto, o a la tímida Angelika, que luchaba por contener las lágrimas, todo lo que se podía hacer con sus papeles sólo con tener el talento necesario, hizo un gesto cansado y despectivo, fijó el monóculo ante el ojo y volvió al patio de butacas. Desde allí seguía explicando, organizando, criticando. A nadie libraba de sus palabras cínicamente degradantes. Incluso la señora von Herzfeld recibió su sermón, que acogió con una sonrisa irónica. La pequeña Angelika se había tenido que esconder, con los ojos llenos de lágrimas, entre los decorados; en la frente de Bonetti la furia marcaba las venas. Pero el más profundo y apasionadamente irritado era Hans Miklas; su rostro, descompuesto por la furia, parecía llenarse de oscuras cavernas. Como todos sufrían, el humor de Hendrik mejoró sensiblemente. Durante la pausa de mediodía, en la cantina, charló animadamente con la señora von Herzfeld. A las dos y media llamó a los actores para volver al trabajo. Hacia las tres y media surgió en torno a la boca del bello Bonetti un rictus de hastío, metió las manos en los bolsillos del pantalón y gruñó como un niño malcriado:

—¿Es que no va a terminar aún este suplicio?

Hofgen le lanzó una mirada destructiva con sus ojos blandos, fríos como el hielo, y le respondió:

—¡Cuándo va a terminar lo decidiré yo! —y alzó el bello mentón.

Mostró a la amedrentada compañía el rostro de un noble y nervioso tirano, que sin embargo, recordaba la expresión macilenta de un gobernante enervado, ya entrado en años. Todos le temían; especialmente la pequeña Angelika, a la que le corrían a chorro dulces gotas de sudor por la espalda. La humillada inmovilidad duró unos segundos; se podían oír los resuellos con que el grupo reaccionó ante el siguiente gesto liberador de su señor. Hendrik se dignó dar una palmada y echar la cabeza hacia atrás con magnánima jovialidad.

—Continuemos, señores —y su voz tenía un irresistible timbre metálico—. ¿Dónde nos habíamos quedado?

Se ensayaba con sumisión la siguiente escena, pero apenas acabada Hendrik miró el reloj: eran las cuatro menos cuarto, y al verlo se asustó de tal modo, que le dolió el estómago. Recordó que a las cuatro tenía una cita con Juliette en su piso. Su sonrisa resultó forzada cuando dijo a la compañía con palabras precipitadas, amables, que había que dejar ya el ensayo. Con un gesto de la mano rechazó al joven Miklas, que se acercaba a preguntarle algo con gesto malhumorado. Corrió a través del oscuro patio de butacas hacia la salida; rápidamente anduvo el camino entre la salida y la cantina; entró casi sin respiración en la H. K., arrancó del perchero su blando sombrero gris y desapareció.

El abrigo se lo puso en la calle al mismo tiempo que discurría: «Si voy a pie, llegaré un par de minutos tarde, por muy deprisa que vaya; Juliettchen me tendrá preparado un recibimiento terrible. En un taxi llegaría a tiempo; con el tranvía probablemente también. Pero no llevo en el bolsillo más que una moneda de cinco marcos, y eso es lo menos que puedo ofrecer a Juliette. En un taxi no hay ni que pensar, tampoco en el tranvía: me quedarían cuatro ochenta y cinco, demasiado poco para Juliettchen, y encima en monedas, lo que me ha prohibido enérgicamente.»

Mientras así pensaba, seguía corriendo; en el fondo no se había planteado seriamente tomar un taxi o un tranvía, ya que su amiga se habría enfadado de verdad con la calderilla, mientras que su aparente ira por el retraso era un rito irremediable que pertenecía ya a su convivencia.

Hacía un día de invierno claro y muy frío; Hendrik tiritaba embutido en su ligero abrigo de cuero que, además, había olvidado abotonar. Especialmente notaba el hielo en las manos y en los pies: no llevaba guantes, y los zapatos abrochados de tipo sandalia que calzaban sus pies no eran lo más indicado para la estación. Para combatir el frío y llegar antes, caminaba a grandes zancadas, que tendían a convertirse en curiosos saltitos. Muchos transeúntes miraban al estrafalario joven con una sonrisa o con desaprobación: sobre sus ligeros y originales zapatos se movía con una agilidad en parte bufonesca, en parte divina. Y no sólo andaba a saltitos, sino que además cantaba, alternando Mozart con canciones de moda. Y acompañaba las canciones y los saltitos con todo tipo de gestos, cosa que tampoco se ve todos los días. Ahora jugaba a pelota con un ramillete de violetas que había encontrado en el ojal de su abrigo. De seguro que se lo había regalado una de sus admiradoras de la compañía, probablemente era un delicado presente de la pequeña Angelika.

Hendrik pensó en aquella criatura corta de vista y afable, mientras él se convertía en motivo de diversión o de enfado para la gente con sus saltos y canciones. No se dio cuenta de que una dama de la burguesía hizo señas a otra y le comentó:

—Este parece salido del teatro.

A lo que la otra contestó riendo:

—Claro, es ese que actúa siempre en el Teatro de los Artistas, Hofgen se llama. Fíjese, querida, ¡qué movimientos más divertidos hace y cómo parlotea consigo mismo!

Las dos rieron, y en la otra acera rieron también un par de adolescentes. Pero Hendrik, que por su soberbia y por su oficio estaba acostumbrado a registrar y observar la reacción de las personas ante cada uno de sus gestos, no se fijó esta vez ni en las damas ni en los mozalbetes. La carrera a través del frío y la alegría por su encuentro con Juliette le habían transportado a un estado de liviana embriaguez. ¡Rara vez disfrutaba de un humor tan entusiástico! Antes sí, antes era muy a menudo, casi siempre así, tan alado y olvidado de sí mismo: cuando, con veinte años, hacía papeles de padre y de héroe maduro en un teatro ambulante. En aquella época había conocido días divertidos. Entonces su alegría y su espíritu travieso eran más fuertes que su ambición. De ello hacía mucho tiempo, pero no tanto como ahora le quería parecer.

¿Tanto había cambiado en realidad? ¿Era aún alegre y travieso? Tampoco ahora, en plena euforia, sentía absolutamente ninguna ambición. Si ahora se hubieran materializado conceptos como «ambición» o «importante carrera», no hubiera hecho más que reírse. Sólo le importaba en este instante que el aire era frío soleado, y que él mismo era joven aún; y algo más, que corría, que su bufanda ondeaba, que muy pronto estaría con su queridísima Juliette.

El buen humor le hacía sentirse bien dispuesto, por ejemplo, para con Angelika. Si con frecuencia la irritaba y humillaba, ahora pensaba en ella casi con ternura. «Una niña buena, sí, una cría muy buena; esta noche le regalaré algo, para que también ella esté contenta. ¿No se podría convivir con Angelika? Si, sería una existencia cómoda, mucho más que con mi Juliette.» Pero incluso en aquellos momentos de benevolencia tuvo que reír por haber comparado a Angelika con Juliette. ¡A la pobre pequeña Siebert con la gran Juliette, que era, de una manera exacta, lo que él necesitaba! Se disculpó mentalmente con Juliette. Mientras tanto, había llegado ya al portal de su casa.

La anticuada villa, en cuyo entresuelo tenía alquilada una habitación, estaba situada en una de aquellas calles tranquilas que habían contado treinta años antes entre las más elegantes de la ciudad. Con la inflación se había empobrecido la mayor parte de los habitantes de aquel distinguido barrio; sus villas, con muchas terrazas y frontispicios, tenían aspecto inhóspito y abandonado, como los jardines que las rodeaban. También la viuda del cónsul Monkeberg, a la que Hendrik pagaba cuarenta marcos al mes por una amplia habitación, pasaba sus estrecheces, a pesar de lo cual había continuado siendo, al pasar de los años, una dama intachable, orgullosa, que llevaba con dignidad sus viejos vestidos de mangas abombadas y su chal de blonda, con un peinado liso, en el que ni un pelo osaba rebelarse, y alrededor de cuyos delgados labios las pequeñas arrugas eran un signo de ironía, pero no de amargura. La viuda Monkeberg estaba por encima de las excentricidades y de los comportamientos de sus inquilinos; no la asustaban, sino que, por el contrario, buscaba en ellos el lado gracioso. En el círculo de sus amigas, todas mayores, con el mismo refinamiento, la misma pobreza y casi el mismo aspecto que ella, solía contar, con un humor seco, las cosas de sus inquilinos.

—A veces sube la escalera a la pata coja —decía riendo, casi con tristeza—, Y cuando sale de paseo se sienta a menudo en la acera, ¡figúrense ustedes: sobre los sucios adoquines!, porque tiene miedo de tropezar y caerse.

Mientras todas sus amigas movían las grises cabezas, perplejas y divertidas a la vez, y hacían crujir sus mantillas, añadía conciliadora la viuda del cónsul:

—¿Qué quieren ustedes, queridas? Es un artista… Quizás un artista importante.

La anciana patricia hablaba despacio y movía sus enjutos, blancos dedos, en los que hacía más de diez años no lucía anillos, sobre las blancas puntillas del mantel.

Hendrik se sentía inseguro en presencia de la señora Monkeberg; su buena cuna y su pasado lo intimidaban. Por eso no le resultó agradable tropezarse con la anciana en el vestíbulo. Ante su imponente figura se contenía un poco; se colocó la bufanda de seda roja y se fijó el monóculo.

—Buenas noches, señora, ¿cómo está usted? —dijo con voz cantarina, que no se elevó al final de la fórmula de cortesía, con lo cual acentuaba el carácter convencional y vacío de la frase. Acompañó la cortés pregunta con una pequeña inclinación, a la que dio un estilo casi cortesano con su elegante dejadez.

La viuda Monkeberg no sonreía; sólo las arruguitas de experta ironía se marcaron un poco más alrededor de los ojos y de los delgados labios al contestar:

—Apresúrese, querido señor, su profesora le espera desde hace un cuarto de hora.

La malévola pequeña pausa que hizo antes de la palabra profesora, hizo que Hendrik sintiera ardor en su cara: «Seguro que me he puesto colorado», pensaba, con vergüenza y enfado. «Pero ella no lo ha notado en la penumbra», intentó tranquilizarse, mientras se retiraba con la perfecta cortesía de un grande de España.

—Muchas gracias, señora —había abierto la puerta de su habitación.

En la estancia reinaba una rosada penumbra; sólo estaba encendida la lámpara que había sobre la mesita redonda y baja, al lado del sofá-cama, que estaba cubierta con un montón de seda de colores. Envuelto en la matizada penumbra, llamó Hendrik con voz muy suave, humilde, temblorosa:

—Princesa Tebab, ¿dónde estás?

Desde una esquina oscura le contestó una voz fuerte, profunda, enconada:

—Aquí, cerdo, ¿dónde voy a estar?

—Oh, gracias —dijo, aún en voz baja, Hendrik, que había permanecido junto a la puerta con la cabeza gacha—. Sí… ahora te veo… Estoy encantado de verte…

—¿Qué hora es? —gritó la mujer desde la esquina.

—Alrededor de las cuatro… creo —Hendrik contestó con un estremecimiento.

—¡Alrededor de las cuatro! ¡Alrededor de las cuatro! —se burlaba la maligna persona, que seguía invisible en la penumbra—. ¡Muy gracioso! ¡Es estupendo!

Hablaba con fuerte dialecto del Norte. Su voz era tan ronca como la de un marinero que bebiera, fumara y jurara demasiado.

—Son las cuatro y cuarto —puntualizó de repente en voz muy baja.

Con el mismo tono, que no auguraba nada bueno, ordenó:

—¿No querrías acercarte un poco a mí. Heinz? ¡Sólo un poquito! Pero ¡primero enciende la luz!

Al oírse llamar Heinz, Hendrik se estremeció como si le hubieran dado un golpe. No permitía a nadie llamarle así, ni siquiera a su madre: sólo Juliette osaba hacerlo. Excepto ella, nadie sabía en la ciudad que su verdadero nombre era Heinz. ¿En qué dulce y débil hora se lo habría confiado? Heinz era el nombre por el que todos le habían llamado hasta los dieciocho años. Cuando comprendió claramente que quería ser actor y famoso, cambió ese nombre por el más escogido de Hendrik. ¡Qué difícil había sido lograr que la familia se acostumbrara a ese poco corriente Hendrik y lo tomara en serio! ¡Cuántas cartas había dejado sin contestar, porque empezaban «Mi querido Heinz», hasta que Bella, su madre, y Josy, su hermana, se hicieron al nuevo nombre! Con los amigos de la infancia que habían seguido tercos con el Heinz, había roto rigurosamente todo contacto; a fin de cuentas, tampoco tenía mucho valor la relación con compañeros que se empeñaban en contar penosas anécdotas de un pasado insípido, entre las explosiones de risa de un humor sin tacto.

El joven actor Hofgen tenía que librar una amarga batalla con agentes, administradores de teatro y redactores de revistas para que escribieran correctamente su nombre inventado, preciosista. Temblaba de ira y disgusto cuando se veía mencionado en un programa o una crítica como Hendrik. La pequeña «d» en el centro del nombre que había elegido era para él una letra con un significado muy especial, mágico. En el momento en que consiguiera ser conocido por todo el mundo como Hendrik, habría llegado a la meta, sería un hombre hecho y derecho.

Tan predominante papel tenía el nombre en los ambiciosos pensamientos de Hendrik Hofgen, que más que una denominación personal era una tarea, un deber. Y a pesar de ello consentía que Juliette, desde su oscura esquina, lo llamara amenazadora utilizando el abandonado y tan aborrecido «Heinz».

Obedeció sus dos órdenes; apretó el conmutador de la luz, de manera que la claridad le cegó los ojos, y dio un par de pasos, con la cabeza aún gacha, hacia Juliette. Se paró a un metro de ella, pero tampoco esto fue suficiente. Ella murmuró con ronca e intranquilizadora amabilidad, manteniendo los dientes apretados:

—Acércate más, jovencito.

Y como él no se moviera de su sitio, lo llamaba como a un perro, en tono adulador, para castigarlo cruelmente.

—¡Más cerca, bonito! ¡Muy cerca! ¡Sin miedo!

Hendrik seguía sin moverse, con la cabeza aún baja; los hombros y los brazos colgaban hacia adelante; alrededor de las sienes y de las cejas surgía un rasgo tenso, de sufrimiento; las ventanas de la nariz, ensanchadas, percibían un penetrante perfume, dulce y vulgar, que se mezclaba de manera excitante y penosa con otro más salvaje y nada dulce, el olor de un cuerpo.

Como a la muchacha la aburría e irritaba poco a poco la postura lastimera de él, hizo sonar su iracunda voz como un ronco lamento de la selva:

—¡No pongas esa cara de cagado! ¡Animo, hombre! —Majestuosamente añadió:

· Mírame a la cara.

El alzó lentamente la cabeza, mientras se acentuaba el rasgo de sufrimiento. En el rostro macilento, los ojos azul verdosos estaban muy abiertos, de gozo o de miedo. Sin habla, miraba fijamente a la princesa Tebab, a su Venus negra.

Negra lo era sólo por parte de madre —su padre había sido un ingeniero de Hamburgo—; pero la sangre negra había demostrado ser en ella más fuerte que la blanca; no tenía aspecto de mestiza, sino casi de pura raza. El color de su piel tosca, en algunos lugares agrietada, era pardo oscuro, y en determinadas zonas, como en la hundida frente o en el dorso de las delgadas manos, casi negro. La naturaleza sólo había aclarado las palmas de las manos, mientras que ella misma, por medio del maquillaje, había cambiado el color en la parte superior de las mejillas: sobre los pómulos fuertes, brutalmente acusados, el pálido colorete se extendía como un rubor tísico. También llevaba maquillados los ojos: las cejas iban afeitadas y sustituidas por trazos de carboncillo, las pestañas alargadas artificialmente, las sombras azuladas sobre los párpados hasta las delgadas cejas. Por el contrario, había dejado con su color natural los carnosos labios. Los resplandecientes dientes, que descubría al reír o al reprender, parecían toscos como la piel de las manos y del cuello, y de un color violeta, que contrastaba, por lo turbio, con el sano rojo de las encías y de la lengua. En su rostro, dominado por los ojos vivos, crueles, inteligentes, y por los brillantes dientes, no se notaba la nariz, por lo plana y hundida, hasta que se miraba detenidamente. Esta nariz, en efecto, parecía inexistente; no era como una prominencia en aquella máscara salvaje pero atractiva, sino como una depresión.

Como fondo del rostro en extremo bárbaro de Juliette se habría esperado un paisaje selvático en lugar de aquella habitación burguesa, con sus muebles de terciopelo, sus figurillas y sus lámparas con pantallas de seda. Pero el marco de fondo no era lo único defraudante, sino la coronación de la cabeza misma: el cabello. No era negro y crespo como hubiera correspondido a esta frente, a estos labios; por el contrario, sorprendía porque era liso, de color rubio mate. El peinado era muy simple, con raya al medio. La morenita se complacía en decir que su cabello siempre había sido así, que no había cambiado nada en él: su color y características los había heredado de su padre, el ingeniero Martens, de Hamburgo.

Que un hombre con este apellido y profesión hubiera sido su padre, parecía ser cierto, o al menos nadie lo discutía. Por cierto, Martens había muerto años antes. Una temporada de trabajo en el interior de África no le había sentado bien. Debilitado por la malaria, con el corazón arruinado por las inyecciones de quinina y por el exceso de alcohol, regresó a Hamburgo, para morir rápida e inadvertidamente. La negrita que había sido su amante quedó en el Congo, así como la criatura, negra de piel, de la que decía ser el padre. La noticia de la muerte del ingeniero no llegó hasta África. Poco después Juliette perdió también a su madre, y se puso en camino hacia la remota y supuestamente maravillosa Alemania. Esperaba gozar allí del amor paterno. Pero ni siquiera pudo ver la tumba del ingeniero. Los restos mortales de su pobre padre se habían perdido, al igual que su recuerdo.

Fue una suerte para la pobre Juliette saber bailar claqué: lo había aprendido entre los suyos. Así consiguió en seguida un contrato en uno de los mejores locales de Sankt Pauli. Probablemente esta enérgica e inteligente mujer se habría mantenido allí, e incluso hubiera hecho una carrera honrosa, de no haber sido por su ardiente temperamento y por su tendencia irresistible a las bebidas fuertes. Le gustaba, y no podía evitarlo, atacar a sus conocidos o colegas con una fusta de montar si no estaban totalmente de acuerdo con ella. Una costumbre que al principio divertía en Sankt Pauli, pero que acabó siendo demasiado original y molesta.

Juliette fue despedida, y conoció con rapidez alucinante lo que generalmente se conoce como «hundirse por etapas», es decir, tuvo que mostrar sus artes en locales cada vez más pequeños, de peor categoría. Sus ingresos por esta actividad disminuyeron tanto, que pronto se vio obligada a completarlos con otras ganancias. ¿Y qué otra ocupación podía haber para ella sino la de los vespertinos paseos por la Reeperbahn y calles adyacentes? Su bello y oscuro cuerpo, que ella movía con paso firme, orgulloso, casi altanero, no era en verdad de los peores ejemplares en aquella horrorosa venta de cuerpos que allí se ofrecía, noche tras noche, a los marineros durante la escala, tanto a los pobres, como a los honorables hombres de Hamburgo.

El actor Hofgen no había conocido a la Venus Negra en la calle, sino en un bar angosto, lleno del humo y el ruido de los marinos borrachos, donde ella, por tres marcos cada noche, exhibía su cuerpo y su artístico claqué. En el programa del sombrío cabaret la bailarina negra Juliette Martens figuraba como «Princesa Tebab», nombre que sólo podía utilizar en la vida artística, aunque afirmase tener derecho a él en la vida privada. Si daba uno crédito a sus afirmaciones, su difunta madre, la amante abandonada del ingeniero hamburgués, tenía sangre real: era hija de un rey negro riquísimo, generoso, pero que, desgraciadamente, fue devorado por sus enemigos a una edad relativamente temprana.

En lo que respecta a Hendrik Hofgen, lo que de ella le había impresionado no fue el título, aunque también éste le había gustado enormemente, sino sus vivaces, crueles ojos, y los músculos de sus piernas color chocolate. Cuando terminó el número de la Princesa Tebab, Hendrik se acercó a su camerino para hacerle una oferta, que resultaba un tanto sorprendente: deseaba que le diera clases de baile.

—Hoy en día un actor tiene que estar tan entrenado como un acróbata —había añadido Hofgen a modo de aclaración.

Pero la princesa no parecía prestar mucha atención a sus explicaciones. Sin concederse tampoco a sí misma la posibilidad de extrañarse, fijó el precio por hora, y la primera cita.

Este fue el comienzo de las relaciones entre Hendrik Hofgen y Juliette Martens. La morena era «la maestra», es decir, el ama, y ante ella estaba el hombre pálido como «alumno», el que obedece, el que se rebaja, el que recibe con el mismo ánimo el frecuente castigo y la rara, mezquina alabanza.

—Mírame —exigía la princesa Tebab.

Y hacía girar terriblemente los ojos en las órbitas, mientras los de él, solícitos y temerosos, pendían del gesto dominante de ella.

—¡Qué guapa estás hoy! —dijo él finalmente, y los labios parecían obedecerle con dificultad.

—¡Déjate de tonterías! No estoy más guapa que otras veces —dijo ella, enfadada, mientras se alisaba los pliegues de la falda, que le llegaba por encima de la rodilla.

De las medias de seda negra no se veía más que una pequeña franja; las botas de caña alta, de suave charol verde, le cubrían las pantorrillas. Además de las bonitas botas y de la corta falda, llevaba la princesa una chaquetilla de cuero gris, con el cuello alzado por atrás. En los brazos negros, nervudos, tintineaban anchas pulseras de latón corriente. La pieza más elegante de su atuendo era la fusta de montar, un regalo de Hendrik. Era de piel trenzada y color rojo fuego. Juliette golpeaba con ella las botas de alta caña con un ritmo duro y amenazador.

—Has llegado con un cuarto de hora de retraso —dijo, después de una larga pausa—. ¿Cuántas veces he de advertírtelo, querido? —frunció con enfado la frente estrecha, abombada— ¡Basta ya! Estoy harta. ¡Dame tus pezuñas!

Hendrik levantó lentamente las dos manos, girando hacia arriba las palmas. No retiraba sus ojos, abiertos, hipnotizados, de la caricatura gesticulante, espantosa, de la amada.

—Uno, dos, tres… —contaba ella con voz chillona, mientras levantaba la fusta.

El trenzado de la fusta cayó cruel, atravesado, sobre las palmas de las manos, en las que aparecieron de inmediato ronchones rojos. El dolor que él sintió fue tan fuerte que se le llenaron los ojos de lágrimas. Torció la boca; al primer golpe soltó un grito ahogado, después se dominó y quedó en pie con la cara blanca y petrificada.

—Para empezar, has tenido bastante.

Juliette mostró una sonrisa cansada que, desde luego, iba en contra de las reglas del juego: no tenía nada de caricatura cruel, sólo contenía broma y algo de compasión.

—¡Cámbiate de ropa! Vamos a trabajar —dijo, despacio.

No había ningún biombo detrás del cual pudiera él desaparecer para mudarse. Con los párpados caídos, mirando con desinterés, Juliette observó cada uno de sus movimientos. Tenía que quitarse toda la ropa y mostrarle a ella su cuerpo claro, demasiado gordo ya cubierto de vello rojizo, antes de embutirse en la camisa sin mangas a rayas azules y blancas, y en el pantaloncito de gimnasia negro. Finalmente quedó ante ella con aquel poco digno atuendo al que llamaba «traje de entrenamiento», y que se componía de zapatos negros, abiertos, blancos calcetinitos, coquetamente enrollados sobre los tobillos, pantaloncillo de satín negro y brillante —como los llevaban los muchachos en clase de gimnasia— y camisa rayada, que dejaba desnudos brazos y cuello.

Ella lo repasaba, crítica y fría:

—Has engordado desde la semana pasada, querido —y golpeaba burlona las botas verdes con la fusta.

—Perdona —suplicó él despacio.

Su blanco rostro, con la línea dura del mentón, las sensibles sienes y los hermosos ojos suplicantes, mantuvo su seriedad, y su cuerpo una casi trágica dignidad, a pesar de la grotesca vestimenta.

La negra se ocupó del gramófono. En medio de la música de jazz, que comenzó a sonar de pronto, dijo hosca:

—Empieza ya.

Al tiempo hacía rechinar los blancos dientes y giraba los ojos furibunda: éste era, exactamente, el juego de gestos que él esperaba y deseaba.

Su rostro estaba ante él como la terrible máscara de un dios extraño que tiene su trono en medio de la selva y que exige con su castañetear de dientes y su girar de ojos un sacrificio humano. Se lo ofrecen, a sus pies salpica la sangre, humea con su nariz aplastada el conocido olor dulce y contonea la parte superior de su cuerpo al ritmo del salvaje tam-tam. Alrededor de él, sus esclavos bailan una vibrante danza orgiástica. Lanzan brazos y piernas a lo alto, saltan, se mecen, entran en paroxismo; su grito se convierte en un suspiro de bienestar, el respiro en jadeo, y acaban por caer. Se dejan caer ante los pies del dios negro al que aman, al que admiran integralmente, de la única forma en que los hombres pueden amar y admirar a Aquel al que han ofrecido lo más caro: sangre.

Hendrik había empezado a bailar con lentitud. Pero… ¿Dónde estaba la ligereza triunfal que el público y los colegas admiraban en él? Había desaparecido; sólo con gran sufrimiento parecía poder mover ahora los pies, sólo sufrimiento que, naturalmente, también suponían placer: así lo confesaban la ensimismada sonrisa de sus labios apretados y su mirada embriagada.

Juliette, por su parte, no tenía intención de bailar. No hacía más que animarle con palmas, gritos toscos y el balanceo rítmico de su cuerpo.

—¡Más rápido, más rápido! ¿Qué tienes hoy en los huesos? ¿Y tú pretendes ser un hombre? ¿Pretendes ser actor y cobrar dinero por dejarte ver? ¡Un cómico pedazo de miseria eres tú!

La fusta restalló sobre las caderas y sobre los brazos. Esta vez los ojos no se le llenaron de lágrimas, permanecieron secos y ardientes. Sólo temblaron sus apretados labios. Y la princesa Tebab le fustigó de nuevo.

Trabajó durante media hora, sin interrupción, como si se tratara de un entrenamiento en serio y no de lo que era, una monstruosa diversión. Finalmente jadeó con violencia. Entró en paroxismo. Su rostro quedó cubierto de sudor. Con dificultad, dijo:

—Estoy mareado. ¿Puedo dejarlo ya?

—Tienes que seguir saltando, por lo menos, un cuarto de hora —dijo ella, consultando el reloj.

Sonó de nuevo la música. Juliette daba frenéticas palmadas. Hendrik intentó otra vez el frenético zapateado. Pero sus atormentados pies se rebelaron dentro de los coquetos zapatos y de los coquetos calcetinitos. Se movió un segundo y luego se quedó inmóvil, quitándose el sudor de la frente con la temblorosa mano.

—¿Qué tonterías son esas? ¿Te detienes sin mi permiso? ¿Dónde se ha visto algo parecido?

Dirigió la roja fusta hacia su cara, y él se retiró justo a tiempo para no recibir el terrible golpe. Hubiera sido demasiado aparecer por la noche en el teatro con un ronchón sangriento desde la frente hasta la barbilla. A pesar del ensimismamiento en que se encontraba, veía con claridad que de ninguna manera podía permitirse una cosa así.

—¡Déjalo! —dijo lacónicamente. Y añadió, mientras se separaba de ella—: Basta por hoy.

Ella comprendió que la broma había terminado. No le contestó nada. Con un suspiro de alivio, le miró mientras se ponía la bata forrada, de seda roja, que por cierto estaba rota en varios sitios, y se echaba luego en la tumbona.

El sofá que utilizaba como cama por la noche estaba cubierto durante el día con paños y cojines de colores. Al lado del canapé se encontraba la lámpara sobre la mesita redonda.

—Apaga la luz y ven conmigo, Juliette —pidió Hendrik, con voz melodiosa y quejumbrosa.

Ella se acercó en medio de la penumbra rosada.

—¡Qué bien! —suspiró cuando ella se detuvo a su lado.

—¿Te ha gustado? —preguntó ella, secamente.

Había encendido un cigarrillo, y le daba fuego a él, que utilizaba para fumar la larga y ordinaria boquilla regalo de Rahel Mohrenwitz.

—Estoy rendido —dijo él.

Al oír esto, ella torció su impresionante boca en una sonrisa bondadosa y comprensiva.

—Estupendo —dijo, inclinándose hacia él.

Hendrik había puesto su ancha, pálida mano cubierta de vello rojizo sobre la brillante rodilla de seda negra. Dijo, soñador:

—¡Qué feas parecen mis manos, tan vulgares, sobre tus maravillosas piernas, cariño!

—¡En ti todo es feo, cerdito: cabeza, pies, manos, todo! —le aseguraba ella con ternura runruneante.

Luego se deslizó junto a él. Se había quitado la chaquetita de piel gris; debajo llevaba una blusa camisera de un tejido de seda brillante, a cuadros rojos y negros.

—Te querré siempre —dijo él rendido—. Eres fuerte, eres pura.

Y miraba sus pechos, duros y puntiagudos, que resaltaban bajo el ceñido fino tejido.

—Lo dices por decir —dijo ella despectiva—. Eso es lo que te imaginas. Algunas personas se tienen que imaginar siempre cosas así, sino se sienten mal.

Él buscaba con sus dedos las suaves y altas botas.

—Pero yo sé que te querré siempre —replicó él, ahora con los ojos cerrados—. Nunca encontraré otra mujer como tú. Tú eres la mujer de mi vida, princesa Tebab.

Ella mecía desconfiada su rostro oscuro, serio, sobre el de él, blanco, cansado.

—Pero a pesar de todo no me dejas ir al teatro cuando actúas.

—A pesar de ello, actúo sólo para ti. Sólo para ti, mi Juliette. De ti tomo mi fuerza.

—No admito que me lo prohíbas. Iré al teatro quieras o no. La próxima vez estaré sentada en el patio de butacas, y me reiré bien alto cuando salgas a escena, mi pedazo de mono.

—¡Eso ni en broma! —dijo él rápidamente. Asustado, abrió los ojos y se incorporó. La visión de su Venus Negra pareció tranquilizarlo. Sonrió, e incluso empezó a recitar:

—Viens-tu du cielprofond ou sors-tu de l’abime, ó Beauté?

—¿Qué tontería es ésta? —inquirió ella, impaciente.

—Es de aquel maravilloso libro —le aclaró, mostrando una edición francesa, encuadernada en amarillo, de Les fleurs du mal, de Baudelaire, que estaba junto a la lámpara, sobre la mesita.

—No lo entiendo.

Pero él siguió en su éxtasis, recitando:

Tu marches sur des morts, Beauté, dont tu te moques.

De tes bijoux l’Horreur n’est pas le moins charmant.

Et Meurtre, parmi tes plus chéres breloques,

Sur ton ventre orgueilleux, danse amoureusement…

—¿Cómo puedes mentir de manera tan tonta? —dijo ella, y rozó con sus dedos la boca que hablaba.

Él continuó con tono melancólico:

—Tú no me cuentas cómo has vivido, princesa Tebab. En tu tierra, quiero decir.

—Ya no me acuerdo de nada —dijo lapidariamente.

Después lo besó, quizá sólo para evitar que siguiera haciendo preguntas indiscretas y poéticas: su boca, muy abierta, animal, con los labios oscuros, enormes, y la lengua de color rojo sangre, se acercaba lentamente a la otra boca, ávida, pálida.

Tan pronto como ella separó el rostro, Hendrik siguió hablando:

—No sé si me comprendiste antes, cuando te dije que actúo sólo por ti y para ti.

Mientras él hablaba blanda, soñadoramente, ella acariciaba con diestros dedos su cabello sedoso, sobre cuya palidez proyectaba la lámpara un tenue brillo dorado. No es que tratara su cabello de forma cariñosa, sino más bien parecía que lo estuviera peinando.

—Yo lo decía literalmente —continuó él—. Si a la gente le gusto un poco, si tengo éxito, a ti te lo debo. Verte, tocarte, princesa Tebab: esto es para mí como un tratamiento milagroso… algo magnífico, un alivio incomparable…

—¡Ah! Tú no sabes más que charlar y mentir —dijo con aire maternal—. Eres el mierda más divertido que he visto en la vida.

Para obligarlo a callar, había puesto las manos sobre su rostro; las anchas pulseras tintineaban junto a su barbilla; las palmas de las manos descansaban sobre sus mejillas. Por fin él calló. Colocó la cabeza sobre el cojín como si quisiera dormir. Al mismo tiempo rodeó con sus brazos a la muchacha negra, con el ademán del que busca ayuda. Mientras descansaba muy quieta en su abrazo, ella dejó las manos sobre el rostro de él, como si quisiera impedirle ver la sonrisa tierna e irónica con que lo miraba.