H. K.
En los últimos años de la primera Guerra Mundial y en los primeros que siguieron a la Revolución de Noviembre, el teatro literario alemán conoció un momento de esplendor. También al director Oskar H. Kroge le fueron bien las cosas, a pesar de la difícil coyuntura económica. Dirigía un Teatro de Cámara en Frankfurt del Main, un sótano angosto, pero con mucho ambiente, donde se reunían todos los intelectuales de la ciudad y, sobre todo, una juventud inquieta, sacudida por los sucesos, amante de la discusión y entusiasta, particularmente cuando se trataba de una reposición de Wedekind o Strindberg o un estreno de Georg Kaiser, Sternheim, Fritz von Unruh, Hasenclever o Toller. Oskar H. Kroge, que escribía también ensayos y odas, concebía el teatro como una aula moral: desde el escenario había que educar a la juventud en unos ideales para los cuales se creía que había llegado ya la hora: los ideales de la libertad, de la justicia, de la paz. Oskar H. Kroge era patético, confiado e ingenuo. Cada domingo por la mañana, antes de la representación de una obra de Tolstoi o de Rabindranath Tagore, hablaba a sus fieles. La palabra «Humanidad» se repetía una y otra vez; a los jóvenes, que se apretujaban en los pasillos, les decía con voz emotiva: «Tened el valor de ser vosotros mismos, hermanos», y cosechaba ardorosos aplausos al concluir con las palabras de Schiller: «Recibid un abrazo, millones.»
Oskar H. Kroge era querido y respetado en Frankfurt del Main y en todos los lugares del país donde se seguían los atrevidos experimentos del teatro intelectual. Su cara expresiva, de frente ancha, arrugada, el cabello ralo y gris y los ojos bondadosos, prudentes tras las gafas de estrecha montura dorada, se veía frecuentemente en las pequeñas revistas de vanguardia, a veces incluso en las revistas importantes. Oskar H. Kroge era uno de los más activos precursores del expresionismo dramático.
Sin lugar a dudas, fue una equivocación —de la que muy pronto se dio cuenta— dejar su pequeño teatro de Frankfurt, con su estupendo ambiente, pero en 1923 le ofrecieron la dirección del Teatro de los Artistas, en Hamburgo, que era mayor, y por esto último aceptó. Al público de Hamburgo no se llegaba con el apasionado y exigente experimento con tanta facilidad como a aquel círculo que, con rutina y entusiasmo al mismo tiempo, había sido fiel a las obras de cámara en Frankfurt. En Hamburgo tenía que escenificar una y otra vez El rapto de las sabinas y Pensión Scholler, junto a las obras que a él le parecían importantes. Y esto le hacía sufrir. Todos los viernes, cuando se elaboraba el plan para la semana siguiente, libraba una pequeña batalla con el señor Schmitz, el gerente de la casa. Schmitz quería incluir farsas y comedietas porque eran obras que hacían taquilla; Kroge se empeñaba en poner el repertorio literario. Casi siempre cedía Schmitz, que en verdad sentía una cordial amistad y admiración por Kroge. El Teatro de los Artistas continuaba siendo literario, con el consiguiente perjuicio para los ingresos.
Kroge se quejaba en particular de la indiferencia de la juventud hamburguesa, y del materialismo de una sociedad que se había apartado de todo lo que tuviera altura, en general.
—¡Cuán rápida ha sido la evolución! En 1919 se acudía a ver a Wedekind y a Strindberg, y hoy no se desea más que ver operetas —decía con amargura.
Oskar H. Kroge era exigente y no poseía un espíritu profético. ¿Se hubiera quejado del año 1926 si hubiera podido imaginarse lo que iba a ser 1936?
—Nada bueno atrae ya —protestaba—. Hasta con Los tejedores estaba la sala vacía.
—A pesar de todo, mantenemos el equilibrio.
El gerente Schmitz intentaba consolar a su amigo: le dolían las arrugas de consternación en su rostro, aunque a él tampoco le faltaran motivos para disgustarse, y en su cara rosada hubiera también arrugas.
—¡Pero cómo! —Kroge no se dejaba consolar—. ¿Cómo nos vamos a equilibrar? Tenemos que invitar a conocidos artistas de Berlín, igual que hoy, para que los hamburgueses vengan al teatro.
Hedda von Herzfeld, antigua colaboradora y amiga de Kroge, que ya había estado con él en Frankfurt como actriz y consejera literaria, observó:
—¡Otra vez lo ves todo negro, Oskar H.! No es una vergüenza invitar a Dora Martin. Es maravillosa, y además nuestros hamburgueses vienen también a ver a Hofgen.
Al nombrar a Hofgen, la señora von Herzfeld sonrió inteligente y cariñosa. Su rostro empolvado, de nariz carnosa, y sus dorados ojos se encendieron súbitamente.
—A Hofgen se le paga demasiado —dijo Kroge, gruñón.
—A la Martin también —añadió Schmitz—, Sin menoscabo de su atractivo y reconociendo que arrastra al público, mil marcos por velada me parecen mucho.
—Son las exigencias de las estrellas berlinesas —dijo Hedda, burlona.
Nunca había trabajado en Berlín y afirmaba menospreciar el movimiento teatral de la capital.
—Mil marcos al mes para Hofgen es también exagerado —afirmó Kroge, irritado de pronto—, ¿Desde cuándo cobra mil marcos? Antes cobraba ochocientos, lo que ya me parecía suficiente.
—¿Qué otra cosa podía hacer sino aumentarle? —se disculpó Schmitz—. Entró en mi oficina como un rayo y se me sentó en las rodillas. —La señora Herzfeld observó divertida que Schmitz enrojecía mientras contaba el suceso—. Me hacía cosquillas en la barbilla y decía: «¡Tienen que ser mil marcos! ¡Mil, directorcito! ¡Es una suma tan redonda y bonita!» ¿Qué remedio me quedaba? ¡Dígame!
Era costumbre de Hofgen entrar como un nervioso viento de tormenta en el despacho de Schmitz cuando necesitaba un adelanto o un aumento de sueldo. En estas ocasiones hacía el papel de jovencito maniático y caprichoso, porque sabía que el bobalicón de Schmitz estaba perdido si le alborotaba el cabello o le oprimía insolentemente el estómago con el índice. Como esta vez se trataba de un sueldo de mil marcos, hasta se le había sentado en las rodillas. Schmitz lo confesó enrojeciendo.
—¡Eso son tonterías! —Kroge movía con disgusto la cabeza—, Hofgen es un necio integral. Todo en él es falso, desde sus aficiones literarias hasta su pretendido comunismo. No es un artista, sino un comediante.
—¿Qué tienes contra nuestro Hendrik? —la señora von Herzfeld se esforzaba por hablar con ironía; en realidad no la sentía al referirse a Hofgen, a cuyos estudiados encantos no era del todo insensible—. Es lo mejor que tenemos, y podemos estar contentos de que no se nos vaya a Berlín.
—Pues yo no estoy especialmente orgulloso de él —admitió Kroge—. No es más que un actor de provincias, con cierta experiencia. Eso lo sabe, en el fondo, hasta él.
—Por cierto, ¿dónde anda metido? —preguntó Schmitz.
—Está en su camerino, escondido detrás de un biombo. Me lo ha contado el pequeño Bock. Siempre que vienen invitados de Berlín se pone sumamente nervioso y celoso. Dice que no va a llegar tan lejos como ellos, y se esconde, histérico perdido, detrás del biombo. La Martin le saca especialmente de sus casillas, es una especie de odio-amor lo que siente por ella. Dicen que esta tarde ha tenido un ataque producido por el alcohol —dijo, sonriente, la Herzfeld.
—¡Ahí veis su complejo de inferioridad! —apuntó triunfante Kroge—. Más aún: en cierto modo se valora exactamente a sí mismo.
Los tres estaban sentados en la cantina del teatro, a la que llamaban H. K, por las iniciales del Hamburger Künstlertheater (Teatro de los Artistas de Hamburgo). Detrás de las mesas, cuyos manteles estaban llenos de manchas, colgaba de la pared una galería de retratos polvorientos: los de todos aquellos que, en el paso de los decenios, se habían promocionado desde allí. La señora von Herzfeld sonreía a veces a las ingenuas damas jóvenes, al cómico, al actor de carácter, a los juveniles amantes, a los intrigantes y a las damas de sociedad, que pasaban inadvertidos a Schmitz y Kroge.
Abajo, en el teatro, actuaba Dora Martin, quien con su ronca voz, la delgadez atrayente de su cuerpo de efebo y sus grandes ojos trágicos, infantiles, insondables, embrujaba al público de las grandes ciudades alemanas. La gran actuación tocaba a su fin. Los dos directores y la señora von Herzfeld habían abandonado su palco después del segundo acto. Los demás miembros de la compañía habían permanecido en la sala para ver a su colega de Berlín, a la que admiraban y odiaban por partes iguales.
—La compañía que se ha traído no resiste la menor crítica —opinaba Kroge despectivo.
—¿Qué quiere usted? ¿Cómo ganaría mil marcos por velada si llevara actores caros consigo? —replicó Schmitz.
—Ella, en cambio, está cada vez mejor —dijo la despabilada Herzfeld—, Se puede permitir cualquier amaneramiento. Podría hablar como un bebé subnormal, y arrollaría.
—No está mal lo de bebé subnormal —reía Kroge—. Parece que abajo han terminado —añadió, mirando por la ventana. La gente subía por el camino adoquinado que, pasando por delante de la cantina, llevaba al portal que daba a la calle.
Poco a poco se llenó la cantina. Los actores saludaban con respetuosa cordialidad hacia la mesa de los directores y bromeaban con el encargado del bar, un anciano de barba blanca y nariz amoratada. Papaíto Hansemann, el dueño de la cantina, era para la compañía casi tan importante como Schmitz, el gerente. De Schmitz se podía sacar un adelanto cuando se sentía generoso, pero Hansemann les fiaba si el día quince se les había acabado el sueldo y no habían conseguido el adelanto. Todos le debían algo. Se decía que Hofgen le debía más de cien marcos. A Hansemann no le hacía falta responder a las bromas de sus poco serios clientes; con gesto impávido y solemne seriedad en la frente servía coñac, cerveza y bocadillos que nadie pagaba.
Todos hablaban sobre Dora Martin; cada uno tenía su opinión sobre la categoría, sobre la capacidad de Dora; sólo en un punto estaban de acuerdo: ganaba demasiado. La Motz explicaba:
—El teatro se hunde con esta economía de estrellas —a lo que asentía su amigo Petersen.
Petersen era un actor de carácter con pretensiones de héroe; le gustaban los papeles de reyes y nobles espadachines maduros en obras históricas. Desgraciadamente, era demasiado bajo y gordo para estos papeles, cosa que intentaba paliar con una postura firme y luchadora. En su rostro, que expresaba falsa sinceridad, hubiera cuadrado una barba de marinero, pero como no la tenía, su cara parecía como calva, con el labio superior afeitado, y unos ojillos muy azules y expresivos. La Motz lo quería más de lo que él la quería a ella, eso lo sabían todos. Como él había asentido, ella se dirigió directamente a él en tono íntimo:
—¿No es cierto, Petersen, que sobre esta triste economía ya hemos hablado en otras ocasiones?
—Sí, mujer —confirmó él mansamente, e hizo un guiño a Rahel Mohrenwitz, que iba de muchachita perversa y demoníaca: flequillo negro hasta las cejas afeitadas y un gran monóculo con montura negra en la cara, que aparecía infantil, mofletuda y deformada.
—Es posible que en Berlín atraigan las monerías de la Martin, pero a nosotros no puede engañarnos —sentenció la Motz—; nosotros somos profesionales de toda la vida.
Miró a su alrededor como si esperara los aplausos. Era la actriz de carácter; algunas veces le permitían hacer papeles de dama de sociedad. Le gustaba reír mucho y fuerte, por lo que se le señalaban arrugas alrededor de la boca, en cuyo interior brillaba el oro. En estos momentos tenía una expresión digna, seria, casi furibunda.
Rahel Mohrenwitz comentaba, jugando con la punta de su largo cigarrillo:
—Nadie puede negar que la Martin posee una enorme personalidad. Haga lo que haga sobre el escenario, lo hace siempre con la mayor intensidad, ya sabéis lo que quiero decir…
Todos lo habían entendido, la Motz indicaba con la cabeza su desacuerdo, mientras la pequeña Angelika Siebert declaraba con su vocecita tímida:
—Yo admiro a la Martin. Exhala una fuerza maravillosa, me parece…
Se puso muy colorada por haber osado pronunciar una frase tan larga y atrevida. Todos la miraron con una cierta emoción. La pequeña Siebert era encantadora. Su cabecita, pelo corto y rubio con raya a la izquierda, parecía la de un muchacho de trece años. Sus ojos claros e inocentes no eran menos atractivos por ser cortos de vista; al contrario, algunos pensaban que esa forma de guiñar los ojos al mirar era precisamente su mayor encanto.
—Nuestra pequeña quedó otra vez prendada —dijo el atractivo Rolf Bonetti, riendo demasiado fuerte.
Él era el miembro de la compañía que recibía más cartas de amor del público. De ahí su expresión orgullosa, hastiada, casi repugnante por su indolencia. Le gustaba la pequeña Angelika, a la que cortejaba desde hacía tiempo. En el escenario tenía a menudo la posibilidad de abrazarla, se lo permitían sus papeles de galán. Pero fuera del escenario era esquiva. Con increíble cabezonería depositaba su cariño allí donde menos posibilidad tenía de ser correspondida, allí donde quizá ni era deseada. Conmovedora y deseable como era, parecía hecha para ser amada y mimada. Pero la especial constancia de su corazón le hacía permanecer fría y burlona ante las tormentosas protestas de Rolf Bonetti y llorar, en cambio, amargamente ante la poca atención que le dedicaba Hendrik Hofgen.
Rolf Bonetti decía con aire de entendido:
—Como mujer, esa Martin no vale gran cosa; es un increíble producto híbrido; por sus venas debe correr algo así como sangre de horchata.
—Yo la encuentro bella —dijo Angelika en voz baja, pero decidida—. Para mí es la más bella.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Angelika lloraba a menudo, aunque no tuviera un motivo especial.
—Es curioso —dijo—, noto cierta semejanza enigmática entre Dora Martin y Hendrik…
Esta afirmación maravilló a todo el mundo.
—La Martin es judía.
Fue el joven Hans Miklas el que dijo esto de repente. Todos lo miraron sorprendidos y algo hastiados.
—Miklas es delicioso —dijo la Motz rompiendo el silencio, e intentó reír.
Kroge arrugó la frente, maravillado y asqueado al propio tiempo, mientras que la señora von Herzfeld no podía sino mover la cabeza; también se había puesto pálida. La pausa resultaba larga y penosa; el joven Miklas se apoyaba, pálido y altivo, en la barra. Entonces el director Kroge dijo, punzante:
—¿A qué viene eso? —y adoptó un gesto tan furibundo como le fue posible.
Otro actor joven, que había estado hablando con Papaíto Hansemann hasta este momento, dijo, enérgico y conciliador:
—¡Anda, hombre, que te has pasado! Déjalo, Miklas, eso le puede ocurrir a cualquiera. Tú eres un buen muchacho.
Al mismo tiempo daba palmadas en el hombro del joven, y sonreía tan cordialmente, que todos asintieron; incluso Kroge se permitió un ataque de hilaridad, aunque un poco envarado: se dio una palmada en el muslo, inclinó la parte superior del cuerpo hacia delante y pareció de pronto tremendamente divertido. Miklas estaba serio; volvió el rostro obstinado hacia un lado, los labios apretados.
—De todas formas, es judía.
Habló tan bajo, que nadie le oyó; sólo Otto Ulrichs, que acababa de salvar la situación con tanta naturalidad, lo escuchó y le reprendió con una seria mirada.
El director Kroge, después de haber demostrado que sabía tomar el desliz de Miklas por su lado cómico, hizo una seña a Ulrichs.
—¡Ah, Ulrichs, venga usted un momento, por favor!
Ulrichs se sentó a la mesa con los directores y la señora von Herzfeld.
—No es que me quiera meter en sus asuntos, de verdad que no —Kroge dejó ver que la situación le resultaba profundamente penosa—. Pero cada vez es más frecuente que hable usted en reuniones comunistas. Ayer volvió a participar en una de ellas. Esto le daña a usted, Ulrichs, y también a nosotros —Kroge hablaba bajo—. Ya sabe usted lo burgueses que son los periódicos —dijo, insistente—. La gente es suspicaz cuando uno de nuestros miembros se expone políticamente; esto nos puede perjudicar, Ulrichs.
Kroge bebía su coñac con abandono, incluso había enrojecido.
—Me alegra, señor director, que desee usted hablar conmigo de este tema —respondió Ulrichs, tranquilo—. Por supuesto, yo también he reflexionado sobre ello. Quizá sea mejor que nos separemos, señor director, y crea que no me es fácil proponerle esto. Pero no puedo renunciar a mi actividad política. Pensando en ustedes, creo que tendría que rescindir mi contrato, aunque eso sería para mí un gran sacrificio, puesto que me gusta estar aquí.
Hablaba con voz agradable, tenue, cálida. Y mientras hablaba, Kroge lo miraba con simpatía paternal en su rostro lleno de fuerza. Otto Ulrichs era un hombre bien parecido. Su frente ancha, suave, de la que se separaba el cabello negro, y los ojos castaños, rasgados, inteligentes y alegres, inspiraban confianza. Por eso, el director se puso casi furioso.
—¡Pero Ulrichs —exclamó—, eso no hace falta ni discutirlo! ¡Usted sabe de sobra que no lo dejaría ir!
—No podríamos prescindir de usted —añadió Schmitz.
El hombre gordo sorprendía de cuando en cuando por su voz, clara y atractiva, que brillaba extraordinariamente. A esto asintió la Herzfeld.
—No le pido más que un poco de discreción —aseguró Kroge.
Ulrichs dijo, cordial:
—Sois todos muy amables conmigo, de verdad, muy amables, y voy a intentar por todos los medios no comprometeros demasiado.
La Herzfeld le sonrió confidencialmente y dijo:
—Ya debe saber que nosotros simpatizamos ampliamente con usted desde el punto de vista político.
El hombre con el que había estado casada en Frankfurt, y cuyo apellido conservaba, era también comunista. Era mucho más joven que ella y la había abandonado. Ahora trabajaba como director de cine en Moscú.
—Ampliamente —acentuó Kroge con el dedo índice alzado, como si estuviera impartiendo una lección—. Aunque no del todo, no en todos los aspectos. No todos nuestros sueños se han hecho realidad en Moscú. ¿Pueden realizarse los sueños, las esperanzas, las exigencias del espíritu bajo la dictadura?
Ulrichs contestó serio. Sus ojos se rasgaban más aún y adquirían una expresión casi amenazadora.
—No sólo los intelectuales, o los que se hacen llamar así, tienen esperanzas, exigencias. Más urgentes son las exigencias del proletariado. Tal como está hoy el mundo, éstas sólo se podrían realizar mediante la dictadura.
En este punto el gerente Schmitz mostró un gesto confuso. Ulrichs, para dar a la conversación un tono más ligero, dijo sonriente:
—Por cierto, ayer casi estuvo representado el Teatro de los Artistas por su miembro más destacado. Hendrik quería haber hablado en la reunión, pero en el último momento le fue imposible asistir.
—A Hofgen siempre le será imposible en el último momento asistir si se trata de algo que pueda suponer un obstáculo en su carrera.
Kroge hacía con la boca un gesto despectivo mientras decía esto. Hedda von Herzfeld lo miraba suplicante y llena de preocupación. Pero sonrió aliviada cuando Ulrichs dijo:
—Hendrik es de los nuestros. Es de los nuestros —repitió—. Y lo demostrará con hechos. Su obra será el Teatro Revolucionario, que se inaugurará este mes.
—Pero aún no está inaugurado —Kroge sonreía malévolo—. Hasta estos momentos no existe de él más que papel de cartas con el bello membrete Teatro Revolucionario. Pero imaginemos que se llegara a inaugurar. ¿Cree usted que Hofgen se arriesgará a debutar con una obra revolucionaria?
Ulrichs respondió con vehemencia:
—¡Naturalmente que lo creo! Ya hemos escogido la obra, y se puede decir con toda seguridad que es una obra revolucionaria.
Kroge mostró, con gesto y ademán, su duda, cansada y despectiva.
—Ya veremos.
Hedda von Herzfeld, que observó el repentino y violento enrojecimiento de Ulrichs, creyó oportuno cambiar de conversación.
—¿Qué significará esa fantástica, ligera afirmación de Miklas? ¿Será cierto que el chico es antisemita y tiene algo que ver con los nacionalsocialistas?
Al pronunciar la palabra nacionalsocialista su rostro se contrajo en una mueca de asco, como si hubiera tocado una rata muerta. Schmitz miró despectivo; por su parte, Kroge dijo:
—¡Uno de éstos es justo lo que nos faltaba!
Ulrichs, mirando de reojo, se aseguró de que Miklas no podía oírlo, antes de aclarar con voz apagada:
—Hans es, en el fondo, un buen muchacho. Lo sé, he hablado con él muchas veces. De un joven como él hay que ocuparse mucho y con paciencia; así se le podría ganar para una buena causa. No creo que esté perdido para nosotros. Su rebeldía, su descontento general han caído en mal lugar: ¿comprenden lo que quiero decir?
Hedda asintió. Ulrichs murmuraba:
—El pensamiento de una persona tan joven está confundido, no ve nada con claridad. Como Miklas, pulula por ahí un montón de gente, impregnada de odio, de un odio positivo, hacia lo que existe. Pero si tiene mala suerte, un chico así cae en manos de los tentadores, y éstos corrompen su odio positivo, sano. Le cuentan que los judíos tienen la culpa de todo lo malo, y le hablan del Tratado de Versalles, y él se cree toda esa porquería, olvidando quiénes tienen en verdad la culpa, aquí y en todas partes. Esta es la famosa maniobra de desorientación, y tiene éxito con todas estas cabezas jóvenes, confusas, que nada saben y no pueden discurrir coherentemente. Y al final nos encontramos ante un nuevo desgraciado que se deja tachar de nacionalsocialista.
Los cuatro miraron hacia Hans Miklas, que se había sentado en una pequeña mesa, en la esquina más alejada de la estancia, con la gorda, vieja apuntadora señora Efeu, con Willi Bock, el pequeño guardarropista, y con el portero del teatro, el señor Knurr. De éste se decía que llevaba escondida tras la solapa de la chaqueta una cruz gamada y que tenía su piso lleno de fotos del «Führer» nacionalsocialista, que no se atrevía a colgar en su garita de portero. El señor Knurr sostenía acaloradas discusiones y disputas con los trabajadores comunistas del teatro, que, por su parte, no frecuentaban la H. K., sino que tenían una mesa fija en el bar de enfrente, donde a veces los visitaba Ulrichs. Hofgen no se atrevía casi nunca a ir a la mesa de los trabajadores; temía que éstos se rieran de su monóculo. Por otra parte, se quejaba de que le resultaba incómoda la presencia del nacionalsocialista Knurr.
—¡Este condenado pequeño burgués —decía Hofgen de él—, que espera a su dirigente y salvador como una virgen al hombre que la deje embarazada! Me dan retortijones cuando paso por su garita y pienso en la cruz gamada que lleva bajo la solapa…
—Naturalmente, ha tenido una infancia espantosa —dijo Otto Ulrichs, que aún hablaba de Miklas— Algo me ha contado sobre ella. Creció en algún triste lugar de la baja Baviera. El padre cayó en la Guerra Mundial, y la madre parece ser una persona nerviosa y poco razonable; armó un buen jaleo, fácil de imaginar, cuando el joven anunció que quería trabajar en el teatro. El es ambicioso y trabajador y tiene talento; ha aprendido muchísimo, más que la mayoría de nosotros. En un principio quería ser músico, aprendió el contrapunto, y toca bien el piano, sabe hacer acrobacias y bailar claqué, y tocar el acordeón, y… todo. Trabaja las veinticuatro horas del día, aunque seguro que está enfermo: su tos suena de espanto. Como es lógico, piensa que se le relega a un segundo plano, que no obtiene bastante éxito y que carga con los peores papeles. Creé que estamos conjurados contra él por sus erróneas convicciones políticas.
Ulrichs seguía mirando, atento y serio, al joven Miklas.
—Noventa y cinco marcos de sueldo al mes —dijo de pronto, mirando amenazador al gerente Schmitz, que, intranquilo, se hizo atrás en su silla—, con esto resulta difícil seguir siendo decente.
También la Herzfeld miraba atentamente a Miklas.
Hans se solía sentar con el guardarropista Bock, la apuntadora Efeu y el señor Knurr siempre que se sentía indignamente perjudicado por la dirección del Teatro de los Artistas, a la que calificaba de «judaizante» y «marxista» cuando estaba con sus correligionarios. Por encima de todos, odiaba a Hofgen, aquel «asqueroso comunista de salón». Hofgen era, si se podía dar crédito a las palabras de Miklas, celoso y altanero; Hofgen tenía delirios de grandeza y quería arrebatar a todos los demás sus papeles, sobre todo a él, a Miklas.
—Es una faena que no me haya dejado el Moritz Stiefel —decía amargado— si él mismo dirige El despertar de la primavera. ¿Por qué tiene que hacer también el mejor papel? No deja nada para ninguno de nosotros. Y sobre todo, es demasiado gordo y viejo para el Moritz. Tendrá un aspecto bien grotesco con los pantalones cortos.
Miklas miraba rabioso sus propias piernas, delgadas y musculosas.
El guardarropista Bock, un muchacho tonto, de ojos acuosos y cabellos muy rubios y duros, cortados a cepillo, reía sobre su vaso de cerveza: nadie sabía si de Hofgen, que tendría un aspecto muy cómico vestido de bachiller, o de la impotente furia del joven Miklas. Efeu, la apuntadora, se mostraba indignada; coincidía con Miklas en que aquello había sido una mala faena. El interés maternal que la mujer vieja y gorda sentía hacia el joven le reportaba a éste ventajas de tipo práctico. Por otra parte, también simpatizaba políticamente con él. Le zurcía los calcetines, le invitaba a cenar, le regalaba embutidos, jamón y conservas.
—Para que engordes, muchacho —le decía mirándolo con ternura, aunque le gustase precisamente la delgadez de su cuerpo entrenado, no muy alto, sin grasa.
Cuando el espeso cabello rubio se le despeinaba por la nuca, la Efeu decía:
—¡Pareces un golfillo! —y sacaba un peine de la bolsa.
Hans Miklas parecía realmente un golfillo, al que no le iban las cosas demasiado bien, pero que reprimía terco su agresividad. Su vida era agotadora: ensayaba todo el día, exigía demasiado de su delgado cuerpo, y de ahí venían posiblemente su irritabilidad y la expresión ausente de su joven rostro… Este rostro tenía mal color; bajo los fuertes pómulos, las mejillas se deformaban, formando negros hoyos. También, alrededor de los claros ojos, las ojeras eran casi negras. Por el contrario, la frente pura e infantil parecía rodeada de una pálida y sensible claridad, y también la boca brillaba, demasiado roja, pero de forma poco sana; en los labios salientes y carnosos parecía concentrarse la sangre que no aparecía en todo el rostro. Bajo aquellos encantadores labios, de los que la apuntadora Efeu no podía separar a veces la mirada, decepcionaba el mentón, demasiado débil, corto, caído.
—Esta mañana, en el ensayo, tenías un aspecto horrible —le decía la Efeu, preocupada—. ¡Esos hoyos tan negros en las mejillas! ¡Y qué tos! Era bronca, daba lástima.
Miklas no podía resistir la compasión; sólo aceptaba gustoso las dádivas en que ésta se traducía, aunque fuera con palabras lacónicas. Simplemente, ignoraba la charla ruidosa de la Efeu. Por el contrario, deseaba enterarse por Bock:
—¿Es cierto que Hofgen permaneció toda la velada escondido en su camerino, detrás de un biombo?
Bock no quería hablar de ello. A Miklas le encantaba que Hofgen mostrara un comportamiento tan necio.
—Ya lo decía yo. ¡Es un bufón! —reía triunfal—. ¡Y todo por culpa de una judía, que anda con la cabeza metida entre los hombros!
Encorvaba la espalda, imitando el aspecto de la Martin; la Efeu se divertía cordialmente.
—¡Y una cosa así pretende ser estrella!
Con su irónica exclamación se podía referir tanto a la Martin como a Hofgen. Los dos pertenecían, a su juicio, a la misma pandilla privilegiada, no alemana, reprobable.
—¡La Martin! —siguió hablando con el joven rostro enfadado, sufrido, atractivo, enterrado entre las no muy limpias manos—. También ella usará esas frases de comunista de salón, pero cobrando sus mil marcos por velada. ¡Menuda banda! ¡Pero a todos éstos se les quitará de en medio! También Hofgen tendrá que ir haciéndose a la idea.
En general, no solía hablar en la cantina de cosas tan peligrosas, especialmente cuando Kroge estaba cerca. Pero hoy no se había podido contener, aunque procuró hablar en voz no demasiado alta; había mantenido un tono susurrante, aunque vehemente. La Efeu y Knurr asintieron, mientras Bock miraba con ojos acuosos.
—Ya llegará el día —dijo aún Miklas, en voz baja pero apasionada y con un brillo febril en sus ojos claros, rodeados por las negras ojeras.
Tuvo entonces un terrible ataque de tos; la Efeu le daba palmadas en la espalda y en los hombros.
—De nuevo suena horriblemente bronca, como si viniera de lo más profundo del pecho —dijo asustada.
El angosto local estaba lleno de humo.
—El aire es tan denso que lo podríamos cortar con un cuchillo —se quejaba la Motz—. Esto no lo resiste ni el más fuerte. ¡Y mi voz! Hijos, mañana me veréis pudrir en la sala de espera del otorrino.
Nadie tenía ganas de verla pudrirse. Rahel Mohrenwitz exclamó irónica.
—¡Horror, nuestra cantante de gorgoritos!
A cambio recibió una mirada irritada de la Motz, que ya tenía algo en contra de Rahel: Petersen sabía por qué. El día antes lo habían encontrado de nuevo en el camerino de la demoníaca muchacha, y la Motz no había podido reprimir las lágrimas. Pero hoy parecía no estar dispuesta a dejarse aguar la velada por aquella simplona que se creía ser alguien con su monóculo y su estrafalario peinado. Por el contrario, cruzó las manos sobre el regazo y observó con humor tranquilo:
—¡Qué ambiente más agradable! ¿No es cierto, Papaíto Hansemann? —y hacía guiños al dueño del bar, al que debía aún 27 marcos, y que por eso ni se inmutó. Inmediatamente después la actriz se disgustó, porque Petersen había pedido un filete y un huevo.
—¡Cómo si unas salchichas no hubieran bastado!
En sus ojos había lágrimas de ira. Entre Motz y Petersen había siempre discusiones, porque el actor de carácter, según opinión de su amiga, era un derrochador. Siempre pedía cosas caras, y las propinas que daba eran también excesivas. La Motz, fuera de sus casillas, preguntó a la Mohrenwitz si Petersen la había invitado a una copa de champaña:
—¡Veuve Cliquot extrafino!
Y pronunció con toda enemistad la marca del champaña, con tal finura que la legitimaba en su papel de dama de sociedad. Esto ofendió en serio a la Mohrenwitz.
—¡Ya está bien! —chilló—, ¿Es un chiste?
El monóculo se le cayó del ojo. Su rostro, que ya no parecía demoníaco, enrojeció del disgusto. Kroge miraba extrañado. La señora von Herzfeld sonreía irónica. El bello Bonetti dio unos golpecitos en el hombro de la Motz, y al mismo tiempo en el de la Mohrenwitz, que se había acercado con cara de buscar disputa.
—¡No os peleéis, chiquillas! —les dijo; alrededor de la boca sus arrugas parecían más cansadas y aburridas—. No sacaréis nada en limpio. Mejor será que juguemos a las cartas.
En este momento se oyeron voces. Todo el mundo miró hacia la puerta. Dora Martin estaba en el umbral. Detrás de ella se apretujaba su compañía, al modo que en escena el séquito detrás de la reina.
Dora Martin reía y saludaba a todos los miembros del Teatro de los Artistas, mientras hablaba con su ronca voz de aquella forma tan personal, que copiaban miles y miles de jóvenes actrices en todo el país: alargando una palabra en cada frase.
—¡Hijos, estamos invitados a un banquete aburridísimo; es una verdadera lástima, pero tenemos que asistir!
Parecía parodiar su propia forma de hablar, por lo gratuito de las palabras que alargaba. Pero a todos les sonó agradablemente, incluso a aquellos que no podían ver a la Martin, por ejemplo al joven Miklas. No se podía negar que su presencia causaba siempre gran efecto. Sus profundos ojos, muy abiertos, infantiles, enigmáticos bajo la frente amplia e inteligente, confundían y encantaban a todos. Hasta Hansemann dejó escapar una risa tonta, deslumbrada. La Herzfeld, que había sido amiga de la Martin, la llamó:
—¡Qué pena, Dorita! ¿No te puedes sentar un poco con nosotros?
El respeto en que se tenía a Hedda aumentó al oiría tutear a la Martin. Pero ésta negó con su sonriente rostro, que casi desaparecía en el cuello alzado del abrigo de piel marrón, con los hombros muy levantados:
—¡Una gran pena! —suspiró, y al girar la cabeza voló su rojiza melena rizada, libre de sombrero—. ¡Ya llegamos demasiado tarde!
Entonces alguien se abrió paso por detrás de ella, por entre su séquito. Era Hendrik Hofgen, que llegaba. Lucía el smoking que usaba en escena para los papeles mundanos, y que visto de cerca aparecía rozado y lleno de manchas. Sobre los hombros le caía un pañuelo de seda blanco. Jadeaba, con las mejillas y la frente vivamente ruborizadas. La nerviosa risa que lo sacudía producía una impresión intranquilizadora, mientras él, con apresuramiento, rodeado por el pañuelo de seda, se inclinaba sobre la mano de la diva, todo ello con cierta sinceridad enajenada.
—Disculpe —dijo, con la cara, en la que sorprendentemente aún se mantenía el monóculo, inclinada sobre la mano de la actriz—. Es fantástico: he llegado demasiado tarde. ¿Qué pensará usted de mí? ¡Algo fantástico…! —dijo preso de la risa, y con el rostro cada vez más rojo—. Pero no quería que se fuera usted —al fin se enderezó— sin decirle cómo he disfrutado de esta velada. ¡Qué maravillosa ha sido!
Repentinamente la cómica situación que le había provocado aquel ataque de risa pareció haberse disuelto; puso un gesto muy serio.
Ahora era a Dora Martin a la que le apetecía reír un rato, y lo hizo alegre y encantadora.
—¡Tramposo! —parecía que no iba a terminar nunca la «o» alargada—. ¡Usted no ha estado en el teatro! ¡Se mantuvo escondido! —y le pegó ligeramente con el guante de piel de cerdo—. Pero no importa —le sonreía—, creo que tiene usted talento.
Hofgen se asustó tanto de aquella sorprendente afirmación que sus mejillas empalidecieron. Con una voz que parecía en pleno deshielo, dijo:
—¿Yo? ¿Talento? Eso no son más que rumores sin probar…
También él sabía alargar las vocales, no sólo Dora Martin lo conseguía. Su coquetería al hablar tenía estilo propio, no necesitaba copiar a nadie. Si Dora Martin arrullaba con su voz, él, de puro amaneramiento, cantaba. Al tiempo, sonreía como lo hacía cuando, en los ensayos, en alguna escena tenía que ilusionar a la dama: descubría los dientes y era bastante malicioso. El la llamaba sonrisa «canallesca» («Canallesca ¿entiendes, querida?: ¡canallesca!» advertía a Rahel Mohrenwitz o a Angelika Siebert, y les hacía una demostración.) Dora Martin también enseñaba sus dientes, pero mientras su boca hacía un gesto de bebé y la cabeza se hundía coqueta entre los hombros levantados, sus ojos grandes, inteligentes, tristes, a los que no se podía mentir, escrutaban el rostro de Hofgen.
—Usted demostrará su talento —dijo en voz baja.
Y durante un segundo fue seria no sólo su mirada, sino también su cara. Con el rostro serio, casi amenazador, asentía. Hofgen, que hasta hacía un cuarto de hora había estado escondido tras el biombo, aguantó aquella mirada. Después, la Martin volvió a reír; arrullaba:
—¡Llegamos con demasiado retraso!
Saludó y desapareció con su séquito.
El encuentro con Dora Martin había puesto a Hofgen de un humor excelente, festivo. De su semblante surgía un brillo indulgente. Todos lo miraban, ahora casi con tanta humildad como anteriormente a la diva de Berlín. Antes de saludar al director Kroge y a la señora von Herzfeld, se acercó al guardarropista Bock:
—Escucha, pequeño Bock —cantó, cautivador, ante él: las manos enterradas en los bolsillos de los pantalones, los hombros levantados y en los labios la sonrisa «canallesca»—. Me tienes que prestar por lo menos siete marcos y medio. Quiero cenar decentemente y tengo la sensación de que Papaíto Hansemann exige hoy pago al contado.
Sus ojos irisados como piedras preciosas enviaron una mirada suspicaz a Hansemann, que estaba sentado, con la nariz amoratada, detrás de la barra.
Bock se había levantado. Sus ojos se habían vuelto más acuosos y sus mejillas más rojas de miedo a los ojos de Hofgen, honrados por un lado, por el otro horribles. Mientras Bock rebuscaba en los bolsillos, nervioso y mudo, y Miklas observaba el trance con mirada hostil y tensa, se adelantó apresuradamente la pequeña Angelika.
—Pero, Hendrik, ¡si necesitas dinero, yo te puedo prestar cincuenta marcos hasta el día uno! —dijo, tímida.
Los ojos de Hofgen se volvieron, fríos como el hielo. Arrogante, le espetó por encima del hombro:
—No te mezcles en nuestros negocios de hombres, pequeña mía. Bock me lo presta con gusto.
El guardarropista asintió excitado, mientras la Siebert, con los ojos húmedos, se retiraba. Hofgen metió en el bolsillo del pantalón las monedas de plata de Bock, sin siquiera darle las gracias. Miklas, Knurr y Efeu miraban con ceño adusto, Bock no salía de su asombro y Angelika lloraba, mientras él, con paso cadencioso, el pañuelo de seda blanca aún sobre el hombro, atravesaba el local.
—Papi Schmitz me deja morir de hambre —aclaró, con la cabeza vuelta hacia la mesa de los directores y sonriendo victorioso.
Desde la mesa lo saludaron algunos «¡Hola!»; hasta Kroge se impuso una cordialidad ruidosa un tanto falsa.
—¿Qué hay, viejo pecador? ¿Cómo le va? ¿Ha pasado bien la velada?
Alrededor de su boca de gato surgieron pronunciadas arrugas, casi como las de la Motz, y sus ojos adquirieron un brillo falso; de repente se le notó que no sólo escribía ensayos político-culturales e himnos en verso, sino que desde hacía más de treinta años trabajaba en el teatro. Hofgen y Otto Ulrichs se daban la mano con confianza, mudos, largamente. El gerente Schmitz hizo alguna broma intrascendente, con voz suave y agradable; la señora von Herzfeld sonreía irónicamente, mientras que sus ojos castaños, húmedos de fervor y casi suplicantes, se dirigían a Hendrik. Él se dejó aconsejar por ella a la hora de elegir la cena, lo que le dio a Hedda pie para aproximarse a él, acercándole sus pechos, que respiraban profundamente. Su sonrisa canallesca parecía no asustarla: estaba acostumbrada a ella, le gustaba.
Cuando Papaíto Hansemann hubo tomado nota, empezó Hofgen a hablar de su puesta en escena de El despertar de la primavera.
—Me parece que va a quedar muy bien —dijo con seriedad, mientras sus ojos inquisitivos resbalaban por el local, sobre los actores, como los de un general sobre sus tropas.
—En la Wendla, la Siebert no puede estropear nada; Bonetti no hace un Melchior Gabor ideal, pero lo saca adelante; nuestra demoníaca Mohrenwitz da una Ilse de primera.
No ocurría muy a menudo que hablara así, sin efectismos, en serio y concentrado en el asunto como ahora. Kroge lo escuchaba con atención, no sin sorpresa. Fue la Herzfeld la que de nuevo deshizo el encantamiento al observar, entre sarcástica y aduladora, con su empolvado rostro de melocotón muy cerca del de Hofgen:
—Y en lo que se refiere al Moritz Stiefel, acaba de ser confirmado por la persona más indicada para ello, por la propia Dora, que el joven actor al que hemos confiado el papel no es del todo malo…
Kroge arrugó disconforme el ceño; Hofgen por su parte simuló no haber oído la indirecta.
—¿Y cómo va a estar usted de señora Gabor, querida? —preguntó a la Herzfeld directamente.
Fue una burla abierta y áspera. Que Hedda era una actriz con poco talento era una realidad bien conocida; todos sabían también que esto era para ella un sufrimiento. A todos les gustaba bromear sobre su impotencia para dejar el teatro, o al menos reducir sus actuaciones a discretos papeles de madre. Ante la insolencia de Hendrik intentó encogerse de hombros con indiferencia; pero su semblante, ya no tan joven, adquirió un fuerte tono rojo, casi violeta. Kroge se dio cuenta, y el corazón se le encogió en una compasión próxima a la ternura. Kroge había tenido un romance con la Herzfeld años atrás.
Para cambiar de tema, o para volver al único tema que de verdad le interesaba, Ulrichs empezó a hablar, sin preocuparse de la hilación, del Teatro Revolucionario.
El Teatro Revolucionario estaba planteado como una serie de representaciones los domingos por la mañana, bajo la dirección de Hendrik Hofgen y el patrocinio de una organización comunista. Ulrichs, para el cual el teatro era ante todo y sobre todo un instrumento político, había puesto una tenaz pasión en el proyecto.
—La obra escogida para la inauguración es muy indicada. La he estudiado otra vez con detenimiento. En el partido hay mucho interés hacia nuestra idea.
Al tiempo que lo explicaba, miraba a Hofgen con aire de complicidad, sin ver a Kroge, ni a Schmitz, ni a la Herzfeld, pero orgulloso de que todos lo oyeran y de la impresión que pudiera causarles.
—Sin embargo, a mí el partido no me pagará daños y perjuicios si el público de Hamburgo boicotea mi teatro —rezongaba Kroge, a quien pensar en el Teatro Revolucionario llenaba de enojo y escepticismo—. En 1918 se podía permitir uno un experimento así, pero hoy…
Hofgen y Ulrichs intercambiaron una mirada que contenía un acuerdo secreto, valiente, y no mucha atención hacia los temores de pequeño burgués que interponía Kroge. Esta mirada fue larga. La señora von Herzfeld, que la observó, sufría. Por fin, Hofgen se dirigió en tono paternal y condescendiente a Kroge y a Schmitz.
—El Teatro Revolucionario no nos va a perjudicar, seguro que no, ¡créalo, Papá Schmitz! Lo que es verdaderamente bueno no compromete jamás. ¡Y el Teatro Revolucionario será bueno, magnífico! Una obra tras la que hay una creencia auténtica, un entusiasmo verdadero, convencerá a todos, hasta los enemigos enmudecerán ante esta manifestación de nuestras ardientes convicciones.
Sus ojos brillaban, miraban ligeramente de soslayo y parecían observar arrobados la lejanía, donde se toman las grandes decisiones. Adelantaba orgullosamente el mentón; en su rostro pálido, echado hacia atrás, sensible, aparecía el fulgor de aquel que está seguro de su victoria. «Está realmente conmovido», pensaba Hedda von Herzfeld. «Por mucho talento que tenga, esto no es una representación.» Miraba triunfalmente a Kroge, que no podía ocultar cierta emoción. Ulrichs tenía un aire solemne.
Mientras todos estaban como ausentes por efecto de su emocionado entusiasmo, Hofgen cambió de pronto su postura y su expresión. Inesperadamente empezó a reír, mientras señalaba la fotografía de un «héroe maduro», que colgaba de la pared, junto a la mesa: brazos amenazadoramente cruzados, mirada leal bajo las negras cejas, ancha barba cuidadosamente colocada sobre un fantástico jubón de cazador. Hendrik no se podía tranquilizar, por lo cómico que le parecía el viejo personaje. Entre risas, después de que Hedda le diera unos golpes en la espalda, ya que amenazaba ahogarse con la ensalada, contó que él mismo había tenido un aspecto semejante, casi igual, yendo de gira con el Teatro Ambulante del Norte de Alemania.
—Cuando aún era un muchacho —decía alegre— parecía fantásticamente mayor. Hacía papeles de padre, y por el escenario andaba siempre encorvado, de la turbación que sentía. En Los bandidos me dieron el papel del viejo Moor. Hice un viejo Moor estupendo. Cada uno de mis hijos era veinte años mayor que yo.
Cuando reía tan alto y contaba anécdotas del Teatro Ambulante, desde todas las mesas se acercaban los colegas: ya se sabía que iban a empezar las historias, pero no las viejas conocidas sino otras nuevas, y seguramente buenas. Hendrik raras veces se repetía. La Motz se frotaba las manos de placer, mostraba el oro del interior de su boca y exclamaba con inaudita jovialidad:
—¡Ahora empieza lo divertido!
Inmediatamente tuvo que lanzar una mirada glacial a Petersen, que había pedido un coñac doble. Rahel Mohrenwitz, Angelika Siebert y el bello Bonetti pendían de los labios de Hendrik. Hasta Miklas escuchaba, aun contra su voluntad; las refinadas bromas del odiado personaje le arrancaban pequeñas risas gruñonas y testarudas.
Como su favorito protestón se divertía, también la gorda Efeu se puso alegre. Jadeando, acercó su silla al sillón de Hendrik y murmuró:
—Si no les importa a los señores…
Dejó descansar sus agujas de punto y se puso la mano derecha en forma de embudo ante la oreja, para que a su sordera no se le escapase nada.
Fue una velada maravillosa. Hofgen estuvo totalmente en forma. Encantaba, brillaba. Como si hubiera tenido un numeroso público ante sí en lugar de aquel puñado de colegas, derrochó, con altiva generosidad, chistes, encanto y anécdotas. ¡La cantidad de cosas que le habían sucedido en aquel teatro ambulante donde le daban papeles de padre! La Motz ya ni podía respirar, de tanto reírse.
—¡Hijos, ya no puedo más! —gritaba.
Y como Bonetti la abanicaba, entre pícaro y galante, con el pañuelito, no se dio cuenta de que Petersen había pedido de nuevo aguardiente. Cuando Hofgen empezó a imitar a la joven sentimental del Teatro Ambulante con voz chillona, gestos veleidosos y ojos terriblemente estrábicos, hasta Hansemann perdió su aspecto pétreo, y el señor Knurr tuvo que esconder su risa tras el pañuelo. Un triunfo mayor no se podía obtener de la situación. Hofgen se interrumpió. También la Motz se puso seria al ver lo ebrio que estaba Petersen. Kroge hizo señas de retirarse. Eran las dos de la mañana. Como despedida, la Mohrenwitz, que siempre tenía ocurrencias originales, le regaló a Hendrik su boquilla para los cigarrillos, un objeto decorativo, pero sin valor.
—Por lo enormemente divertido que has estado esta noche, Hendrik.
Su monóculo relampagueaba frente al de él. Se pudo ver cómo a Angelika Siebert, de pie junto a Bonetti, se le ponía la nariz pálida de celos y se le llenaban los ojos de lágrimas con algún destello maligno.
La señora von Herzfeld había pedido a Hendrik que la acompañara a tomar una taza de café. En el local, vacío ya, empezaba Hansemann a apagar las luces. A Hedda aquella semioscuridad la favorecía: su cara blanda y ancha, de ojos suaves e inteligentes, parecía ahora más joven o, al menos, perdía edad. Este no era ya el rostro ensombrecido de la mujer intelectual, que envejecía. Las mejillas ya no estaban cubiertas de pelusilla, sino que eran tersas. La sonrisa de los labios entreabiertos con desidia oriental no resultaba ya irónica, sino que era casi seductora. Tranquila y cariñosa, la señora von Herzfeld miraba a Hendrik Hofgen. No se daba cuenta de que ella misma estaba mucho más atractiva que de ordinario; sólo se fijaba en el rostro de Hendrik, con el rasgo de sufrimiento en las sienes y el noble mentón, que, pálido y patente, se recortaba en la penumbra. Disfrutaba de ello.
Hendrik había apoyado los codos sobre la mesa y unido las yemas de los dedos estirados. Se permitía esta exigente postura como si tuviera las manos alargadas, especialmente bonitas, pero sus manos no eran alargadas; antes bien, con su rudeza poco bella, parecían querer llevar la contraria a los rasgos de las sienes. Los dorsos de las manos eran anchos y estaban cubiertos por un vello rojizo, y anchos eran también los largos dedos, rematados por uñas cuadradas no demasiado limpias. Precisamente eran las uñas las que daban a las manos su carácter innoble, poco agradable. Parecían estar hechas de un material malo: se astillaban, no tenían brillo, ni forma, ni convexidad.
Esta fragilidad y defecto permanecían ocultos en la favorecedora penumbra. En contraposición, los ojos verdosos causaban una impresión enigmática y atractiva con su mirada ensoñadora, perdida.
—¿Qué piensa, Hendrik? —preguntó la Herzfeld con voz tierna y sofocada, después de un largo silencio.
—Pienso que Dora Martin no está en lo cierto… —contestó Hofgen, también en voz baja.
Hedda lo dejó hablar en la oscuridad, por encima de sus manos juntas, sin preguntar o contradecir.
—Yo no voy a demostrar mi talento —se quejaba en la penumbra—. Porque no tengo nada que demostrar. Nunca seré un actor de primera categoría. Soy un provinciano.
Enmudeció, apretó los labios, como si él mismo se hubiera asustado ante el reconocimiento, ante la confesión a que le empujaba aquella hora extraña.
—¿Y qué más? —preguntó la señora von Herzfeld con un suave reproche—. ¿No piensa usted en nada más? ¿Siempre en eso?
Como él continuara en silencio, pensó ella: «Sí, ciertamente, esto es lo único que le interesa de verdad. Lo del teatro político de antes y su entusiasmo por la revolución no eran más que una comedia.» Este descubrimiento la decepcionó profundamente, pero de alguna manera también la satisfizo.
Los ojos de él brillaban, pero no tenía respuesta alguna.
—¿No se da usted cuenta de cómo tortura a la pequeña Angelika? —preguntó la mujer—. ¿No siente que hace daño a otras personas? De alguna forma tendrá usted que pagar todo esto —no apartaba de él la mirada, una mirada de reproche y de búsqueda—. De alguna forma tendrá usted que expiarlo, y amar.
En seguida le pareció violento haber hablado así. Se había excedido, no se había sabido controlar. Rápidamente Hedda desvió su rostro del de Hofgen. Se sorprendió de que no la castigara ni con una sonrisa malévola ni con una palabra burlona. Su mirada permaneció brillante, desviada y fija, dirigida a la oscuridad, como si buscara en ella una respuesta a preguntas urgentes, la calma para su duda y la visión de un futuro que no tuviera más sentido que hacerle grande a él.