El insigne Justo Sierra, espíritu generoso, y maestro no tan soñador como lo quiere su fama, nos insinuaba a menudo que si era muy importante el problema económico de México, no lo era menos nuestro problema educativo.

Este juicio, poco original, pero interesante en los días en que la opinión unánime se aferraba a las teorías materialistas, todavía nos parece tímido; en parte, porque nuestra necesidad educativa no sólo es comparable a nuestra necesidad económica, sino que en mucho la supera; y, en parte, por lo equivocado de nuestro concepto de la educación nacional.

En todo caso, si nos es permitido referir los acontecimientos de la vida de un pueblo a lo que obra en ellos como elemento preponderante, no cabe duda de que el problema que México no acierta a resolver es un problema de naturaleza principalmente espiritual. Nuestro desorden económico, grande como es, no influye sino en segundo término, y persistirá en tanto que nuestro ambiente espiritual no cambie. Perdemos el tiempo cuando, buena o mala fe, vamos en busca de los orígenes de nuestros males hasta la desaparición de los viejos repartimientos de la tierra y otras causas análogas. Éstas, de grande importancia en sí mismas, por ningún concepto han de considerarse supremas. Las fuentes del mal están en otra parte: están en los espíritus, de antaño débiles e inmorales, de la clase directora; en el espíritu del criollo, en el espíritu del mestizo, para quienes ha de pensarse en la obra educativa. Sin embargo, la opinión materialista reina aún y, entendida de otro modo, ha venido a constituir, sincera o falsamente, la razón formal de nuestros movimientos armados a contar de 1910.

En las páginas que siguen he tratado de desentrañar algunas enseñanzas de nuestras convulsiones de un siglo; he querido poner de manifiesto el dato interno que apunta por entre la maleza de conceptos fragmentarios que han informado nuestra vida política doctrinal: padecemos penuria del espíritu.

No soy escéptico respecto de mi patria, ni menos se me ha de tener por poco amante de ella. Pero, a decir verdad, no puedo admitir ninguna esperanza que se funde en el desconocimiento de nuestros defectos.

Nuestras contiendas políticas interminables; nuestro fracaso en todas las formas de gobierno; nuestra incapacidad para construir, aprovechando la paz porfiriana, un punto de apoyo real y duradero que mantuviese en alto la vida nacional, todo anuncia, sin ningún género de duda, un mal persistente y terrible, que no ha hallado, ni puede hallar, remedio en nuestras constituciones —las hemos ensayado todas— ni depende tampoco exclusivamente de nuestros gobernantes, pues —¡quién lo creyera!— muchos hemos tenido honrados. Vano sería, por otra parte, buscar la salvación en alguna de las facciones que se disputan ahora, en nuestro territorio o al abrigo de la liberalidad yanqui, el dominio de México; ninguna trae en su seno, a despecho de lo que afirmen sus planes y sus hombres, un nuevo método, un nuevo procedimiento, una nueva idea, un sentir nuevo que alienten la esperanza de un resurgimiento. La vida interna de todos estos partidos no es mejor ni peor que la proverbial de nuestras tiranías oligárquicas; como en éstas, vive en ellos la misma ambicioncilla ruin, la misma injusticia metódica, la misma brutalidad, la misma ceguera, el mismo afán de lucro; en una palabra: la misma ausencia del sentimiento y la idea de la patria.

Finalmente, por fuera de propósito que llegue a parecer lo que en estas páginas se dice, algo hay en ellas que quedará en pie, aun en el peor de los casos: la afirmación del deber imperioso, insoslayable ya, de hacer una revisión sincera de los valores sociales mexicanos, revisión orientada a iluminar el camino que está por seguirse —la entrada de ese camino que no podemos encontrar—, y no a pulir más nuestra fábula histórica.