El Mustang descapotable naranja fuego de Ashlynn renqueó con un neumático pinchado hasta detenerse en la calle principal del pueblo fantasma.
Era casi medianoche, pero la luz de la luna confería a las ruinas un brillo plateado. La gravilla estaba cubierta con las sucias esquirlas de los cristales de las ventanas encaladas de los escaparates. La maleza muerta reptaba como una serpiente por las aceras agrietadas. Junto a Ashlynn, la fachada de uno de los edificios lucía el nombre de Banco Mercantil de los Granjeros del Suroeste cincelado en ladrillo rojo, aunque hacía mucho que los banqueros habían ido a la quiebra, junto con los granjeros y los propietarios de los comercios. Al otro lado de la calle, un anuncio oxidado de 7Up colgaba del cartel metálico desgastado del colmado Ekqvist. Cuando soplaba el viento, un tornillo suelto emitía un chirrido atormentado y tortuoso, como un animal atrapado.
En términos oficiales, el pueblo ya no existía. No figuraba en los mapas, y sólo los adolescentes de la zona iban allí a romper los cristales de las ventanas y pintar grafitis en las paredes. Cien años atrás, aquella calle despertaba cada mañana con el zumbido de la maquinaria y el aroma del maíz y la gasolina. Pero ahora ya no. Año tras año, familia tras familia, la población había ido menguando hasta desaparecer. Incluso los fantasmas se habían marchado, pues ya no quedaba nadie a quien aparecerse.
Ashlynn se había quedado tirada. Comprobó la cobertura del móvil, pero se hallaba en una de esas extensas franjas rurales donde la señal de las torres de comunicación no alcanzaba. Uno podía conducir a lo largo de kilómetros y kilómetros entre los campos de maíz y soja del suroeste de Minnesota, alejarse del mundo y retroceder en el tiempo. Permaneció sentada en el costoso coche que su padre le había regalado el año anterior, al cumplir los dieciséis, y se preguntó qué hacer a continuación. Adónde ir. Cómo llegar a casa.
Cerca del río, había cometido el error de desviarse por el solitario camino de tierra, pero no quería cruzar el pueblo de St. Croix. En esos tiempos, si eras un adolescente de Barron evitabas andar solo por St. Croix. Dejarse ver por aquel pueblo no era seguro para nadie.
Mucho menos para Ashlynn. Mucho menos cuando eras la hija de Florian Steele.
Bajó del coche y se quedó de pie en el centro de la antigua calle principal como si fuera la última mujer sobre la faz de la tierra. Estudió su maltrecho Mustang, cubierto por una capa de polvo. El caucho flácido del neumático posterior izquierdo parecía un helado derretido. A ambos lados de Ashlynn, las ruinas de media docena de edificios abandonados se erguían amenazantes detrás de puertas cegadas con tablones de madera y señales de «No pasar». Entre las construcciones se extendían parcelas cubiertas de maleza, como huecos entre los dientes de una sonrisa putrefacta.
—¿Hola? —llamó, y lo repitió más alto—: ¡Hola!
No esperaba respuesta. La carretera tenía poco tráfico durante el día, y nadie circulaba de noche por aquel pequeño y olvidado rincón en las vastas planicies del valle del río Spirit. Un cuervo contestó a su grito con un graznido. Las ramas desnudas de los imponentes árboles se mecieron con una ráfaga de aire. Nada más.
Sin un lugar adonde ir, deambuló hasta el final de la calle, donde el pueblo se disolvía en un paisaje de campos sin cultivar. Distinguió la superestructura gris de un elevador de maíz, mugriento por el desuso. En el espacio abierto junto a la maquinaria agrícola, bajo unos gigantescos robles, se emplazaba un parque infantil. El suelo, de un marrón invernal, estaba embarrado. Alcanzó a ver la gruesa cuerda y el asiento de madera combada de un viejo columpio que colgaba de una de las ramas bajas del árbol más alto. Avanzó por la hierba empapada y se sentó en él; se balanceó suavemente adelante y atrás agarrada de la áspera cuerda, con los tacones de sus botas de piel de becerro metidos en un charco.
Aquello la hizo sentirse pequeña e inocente de nuevo, y le entraron ganas de quedarse allí para siempre. Cerró los ojos, escuchó el rugido del viento y aspiró el olor a pino hasta perder la noción del espacio. Pensó en su padre cuando ella era sólo una niña y se descubrió murmurando una nana que la hizo sonreír. En los viejos tiempos, él solía cantársela. Durante un rato trató de fingir que las cosas eran distintas, pero fingirlo no borraba lo que había hecho ni lo que aún le quedaba por hacer. En ocasiones, la vida te colocaba en una encrucijada irresoluble.
Cuando abrió de nuevo los ojos, Ashlynn seguía en el pueblo fantasma, pero ya no estaba sola.
Dos siluetas parecían haber surgido de la tierra yerma. Se hallaban de pie en el camino de tierra que había cerca del parque, con la vista fija en ella. Ashlynn se aferró con fuerza a la cuerda del columpio, plenamente consciente de su vulnerabilidad. Su instinto le decía que huyera, pero era incapaz de correr. Se quedaron mirándose, a diez metros de distancia, inmóviles y cautelosas. Nadie se movió; nadie habló. Entonces la más alta de las dos figuras desconocidas se aventuró a acercarse y la segunda la siguió. Ashlynn las reconoció: eran chicas de su instituto.
Chicas de St. Croix.
La más alta se acercó a Ashlynn con actitud arrogante hasta quedar a escasos centímetros de su cara. Llevaba una botella de cerveza en la mano y, al hablar, su aliento desprendió un olor amargo.
—Ashlynn Steele. No me lo puedo creer.
—Hola, Olivia —respondió Ashlynn con serenidad.
Olivia Hawk tenía un año menos que Ashlynn, medía algo más de metro y medio y era escuálida y bonita. Sus piernas eran dos largos palillos metidos dentro de unos vaqueros raídos, y llevaba una chaqueta de franela sin abrochar por encima de una camiseta blanca que dejaba a la vista unos centímetros de su liso vientre. Tenía el pelo largo y castaño, y unos intensos ojos pardos. Era lista y salvaje, y Ashlynn distinguió en su rostro una emoción descarnada.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Olivia con voz desgarrada, más por la aflicción que por la cólera. Estaba borracha.
Había otras chicas que le tenían ojeriza a Ashlynn por ser quien era: la hija de Florian Steele; rica en un pueblo donde los demás apenas se las apañaban; rubia, menuda y bonita. Y a pesar de que con todo eso bastaba, entre Olivia y ella había aún algo más. Aunque no hubiera existido un contencioso entre ambos pueblos, secretos desagradables, ellas dos nunca habrían podido ser amigas.
—Se me ha pinchado una rueda —explicó Ashlynn.
—¿Y dónde has estado esta noche?
—En ninguna parte —contestó Ashlynn.
Oyó la acusación implícita en las palabras que Olivia no había pronunciado: «Has estado en St. Croix, ¿verdad?». No era cierto, pero Ashlynn no tenía intención de compartir con ella lo que había ocurrido en realidad. Aquél era su secreto.
—¿Y vosotras? —preguntó Ashlynn—. ¿Por qué estáis aquí?
—No lo entenderías —replicó Olivia.
—Prueba.
—Estamos aquí por Kimberly, ¿vale? Solíamos venir juntas a este sitio para pasar el rato.
Ashlynn cerró los ojos y sintió como el dolor y la ira de Olivia la anegaban. Lo había captado: se había inmiscuido en algo sagrado.
—Esta noche se cumplen dos años de la muerte de Kimberly, Ashlynn —continuó Olivia—. Aunque es probable que no lo recuerdes.
—Sí, me acuerdo. Claro que me acuerdo.
—Era mi mejor amiga.
—Lo sé.
—Cuando murió, se había quedado calva y pesaba treinta y cinco kilos.
Ashlynn hizo una mueca ante aquella imagen. No conocía bien a Kimberly, pero recordaba su muerte. Kimberly, Vince, Lynn, Gail, Drew: recordaba a todos y cada uno de los adolescentes de St. Croix que habían muerto de leucemia en los últimos cinco años, y sus fantasmas extendían una sombra de culpabilidad sobre ella.
—Fue algo terrible, Olivia —dijo—. Espantoso.
Olivia le acercó un dedo a la cara en señal de advertencia.
—No finjas que lo entiendes. No tienes ni idea de lo que es perder a alguien cercano.
Ashlynn no pudo evitarlo: se echó a reír, que era lo peor que podía hacer. Fue una risa estrangulada y trágica que crispó su cara e hizo que la de Olivia enrojeciera de furia. Trató de recobrar la compostura y reconducir la situación antes de que se descontrolara.
—Lo siento. Por favor, Olivia, no hagamos esto ahora.
—Que te jodan —le espetó Olivia arrastrando las palabras—. Te odio.
Ashlynn sólo quería terminar con aquella discusión, quedarse a solas y llorar. Dirigió su atención a la otra adolescente, que permanecía de pie a un lado del columpio, con la vista fija en el suelo. Si alguien iba a ayudarla, ésa era Tanya Swenson.
—¿Cómo estás, Tanya? —preguntó.
Tanya era una chica con la cara redonda y el pelo rizado y rojizo, tímida e introvertida, alguien que seguía la estela de una amiga lista y extrovertida como Olivia. Era de Barron, pero había terminado uniéndose al grupo de St. Croix debido a su amistad con Olivia y Kimberly… y al papel que había desempeñado su padre. El padre de Tanya era el abogado que había liderado la demanda para llevar a Mondamin Research a juicio.
Así había empezado todo. Así había empezado la sangrienta disputa entre ambos pueblos.
Tanya se metió las manos en los bolsillos.
—Estoy bien.
Ashlynn quería verle los ojos, quería que la otra chica reconociera el vínculo silencioso que existía entre ambas. «Sabes que yo no soy el enemigo».
—¿Has venido en coche, Tanya? —preguntó.
La chica baja y gruesa se removió en su sitio.
—Mmm, sí.
—Pues podrías llevarme a casa.
—No te va a llevar a ninguna parte —las interrumpió Olivia—. Ni de coña.
—¿De verdad, Tanya? —preguntó Ashlynn—. ¿En serio?
—No lo sé… Supongo que no debería.
Ashlynn suspiró, frustrada. No tenía fuerzas para pelearse.
—Vale, no importa. Dormiré en mi coche, Olivia. ¿Eso te hará feliz?
—¿Feliz? ¿Te crees que estamos aquí para echarnos unas risas?
—Ya sé por qué estáis aquí, pero eso no tiene nada que ver conmigo. Llevo horas conduciendo. Estoy cansada; me voy.
Cuando Ashlynn se bajó del columpio, Olivia la empujó con fuerza por la espalda e hizo que se tambaleara, obligándola a agarrarse de la cuerda para recuperar el equilibrio. El columpio se agitó en un círculo alocado y Ashlynn resbaló y cayó de rodillas en el barro. Los calambres le acuchillaban el abdomen con tanta fuerza que se quedó sin respiración. Trató de ponerse en pie pero no pudo, y tuvo que apoyar las manos en el fango.
—Por favor, no —murmuró con la respiración entrecortada.
Olivia estaba llorando.
—¿Tienes idea de lo asustada que estaba Kimberly? —chilló a través de las lágrimas—. Tenía catorce años y se estaba muriendo. ¿Crees que eso está bien? ¿Te parece justo?
—No, no lo es.
—La gente como tú no puede ni siquiera imaginar lo horrible que es. Tú estás ahí sentada con tu vida perfecta mientras el resto de nosotros pasamos por un infierno. ¿Sabes lo que quiero? Quiero que sufras como sufrió Kimberly. Quiero que tengas tanto miedo como ella.
Ashlynn pensó en contestarle también a gritos: «¡Tú no sabes nada!», pero nada de aquello era culpa de Olivia. Apartó la vista para ocultar su propio dolor, pero sólo consiguió empeorar la situación. Olivia malinterpretó su reacción y pensó que a Ashlynn no le importaba, cuando no era cierto. En absoluto.
Olivia hurgó en la bandolera que llevaba colgada del hombro y sacó algo. A Ashlynn le dio un vuelco el corazón, y sintió que el dolor le abrasaba el estómago. Olivia sujetaba un revólver mugriento y viejo, con un cañón de ocho centímetros.
Tanya abrió los ojos como platos al ver el arma.
—¡Livvy! ¿Qué estás haciendo? ¿De dónde has sacado eso?
—Calla —replicó Olivia con brusquedad.
El arma se retorcía entre sus jóvenes dedos. Olivia bajó el percutor con el pulgar y la amartilló. Después apuntó el cañón hacia Ashlynn, sujetándolo tan cerca de su cara que el metal casi le rozaba la frente. Su dedo se deslizó sobre el gatillo.
—¿Asustada? —le preguntó a Ashlynn.
—Sí.
—¿Aterrorizada?
—Sí.
—Bien.
—Livvy, déjalo correr —chilló Tanya—. Basta ya.
Olivia miró a Ashlynn. Sus caras, enfrentadas, se hallaban a sólo unos centímetros. Ninguna de las dos tenía muy claro dónde estaba trazada la línea que las separaba. Hasta dónde llegaría aquello. Lo grave que sería. Ashlynn notó que se le humedecían los pantalones: orina o sangre, no lo sabía.
—Por favor, Olivia, bájala —susurró.
—¿Crees que no tengo agallas? ¿Crees que no sería capaz?
—Matarme no va a cambiar nada.
Olivia apuntó con el arma hacia el grueso tronco del árbol, sujetó la culata con las dos manos y apretó el gatillo. El revólver estalló con un rugido que hizo saltar a las tres chicas. La corteza salió despedida en una nube de polvo mientras la bala penetraba en el cuerpo del árbol. Tanya soltó un grito; Olivia parpadeó y se quedó mirando el arma con expresión atónita, como si acabara de darse cuenta de que la había disparado de verdad.
—¡Livvy, Dios mío! —gritó Tanya.
Ashlynn levantó las manos, mareada por el olor a quemado.
—Esto no es propio de ti, Olivia.
Las lágrimas surcaron el rostro enrojecido de la chica.
—Tú no sabes nada sobre mí —espetó Olivia.
—Te conozco mejor de lo que crees. Estás borracha, enfadada. Vámonos de aquí; no se lo contaré a nadie —continuó Ashlynn.
—No me importa lo que hagas.
Olivia abrió el tambor de la pistola, la sacudió y dejó caer los cartuchos dorados sobre el suelo mojado. Luego recogió uno y volvió a meterlo con una mueca de desesperación en el rostro.
—¿Sabes qué es la ruleta rusa?
—Para —suplicó Tanya a su amiga—. Livvy, ¡no!
—Quiero que sepas lo que se siente cuando alguien juega con tu vida, Ashlynn.
Ashlynn le suplicó en silencio a Tanya: «Haz algo». En lugar de eso, la chica echó a correr y se alejó de ellas sin decir palabra. Era poco grácil y parecía muy joven, como una niña presa del pánico que huye de un monstruo. Ashlynn sintió deseos de gritarle que volviera, pero Tanya estaba muerta de miedo y fuera de su alcance. Su última esperanza de salvarse había salido huyendo.
—Ahora estamos sólo tú y yo —dijo Olivia.
El revólver con una única bala dorada en el tambor apuntaba al rostro de Ashlynn; del cañón se desprendía una voluta de humo. Ashlynn miró los ojos llenos de desesperación de Olivia y se dio cuenta de qué era exactamente lo que estaba ocurriendo entre ellas. Todo el dolor, la pérdida, los celos, la amargura, la humillación, la frustración y la rabia de los últimos tres años habían convergido en ese momento. Era la muerte de Kimberly. Era el fracaso de la demanda. Era la violencia que, como represalia, había estallado entre los dos pueblos a lo largo del año anterior.
Olivia había encontrado a alguien que pagara por todo lo que había sufrido, y ese alguien era Ashlynn.
Pero había algo más.
—Ya sé de qué va esto —comentó Ashlynn.
Las manos de Olivia temblaban como hojas otoñales.
—Contaré hasta tres —replicó.
—¿No quieres hablar de ello?
—Hasta tres —repitió la chica, fingiendo ignorarla.
—Olivia, escucha, tengo que contarte algo —insistió Ashlynn.
—Cierra la boca.
—Por favor, es importante.
—¡Cierra la boca!
Ashlynn cerró los ojos y no añadió nada más. Ya no importaba. Tenía una posibilidad entre seis de morir cuando Olivia apretara el gatillo, pero no le importaba. De verdad que no. Una parte de ella ya estaba muerta.
Oyó como Olivia respiraba, lloraba, contaba.
Uno.
Dos.
T…