Capítulo 52

A una manzana de distancia de la iglesia de St. Croix, el Lexus de Chris se despegó del pavimento.

El motor se anegó y se apagó. El agua helada del río cubrió el suelo del sedán, que empezó a girar sobre sí mismo, enloquecido. Chris abrió la portezuela, se desabrochó el cinturón de seguridad y salió a las aguas torrenciales. La corriente lo golpeó y lo hizo caer de rodillas. El Lexus plateado, sin conductor, chocó contra un roble y rebotó corriente abajo por el pueblo como una bola de billar.

Sin dejarle tiempo para lamentarse por la pérdida de su coche, el río se levantó con una extraña salpicadura a menos de medio metro de él. El chasquido del disparo de un rifle resonó y reverberó en sus oídos. Chris rodó hacia la derecha, hundiéndose en el agua, y al alzar la vista hacia el campanario de la iglesia, distinguió el largo cañón de un arma que asomaba a través de los listones y apuntaba hacia las casas. Avanzó arrastrándose de rodillas, y entonces otra bala se hundió en el agua y el barro.

Chris echó a correr tratando de mantener el equilibrio hasta alcanzar el muro de la iglesia y quedar fuera de la vista del tirador apostado por encima de su cabeza. Estaba empapado y sucio, y tenía frío. Su teléfono había desaparecido, perdido en el agua. Alargó la mano hacia la zona baja de su espalda y encontró la pistola de Marco todavía sujeta bajo el cinturón. La deslizó en su mano, preguntándose si le serviría después de haber estado sumergida bajo la crecida de las aguas del río Spirit.

Marco.

Había obtenido su venganza: Florian había desaparecido, igual que Mondamin y el corazón de Barron. Pero la venganza no conocía límites, y el río no había restringido su ímpetu destructor a los confines del pueblo: seguía fluyendo, creciendo, inundando y llevándose todo a su paso.

Chris permaneció bajo los aleros de la iglesia y se deslizó, pegado a la pared, hasta la esquina. Más allá, a unos cincuenta metros, vio la casa de Hannah, convertida en una isla en mitad de un lago cada vez más profundo. Los árboles y las señales con los nombres de las calles sobresalían extrañamente del agua. Percibió un movimiento detrás de una de las vigas esquineras del porche y vio que alguien agitaba frenéticamente los brazos intentando llamar su atención. El corazón le dio un vuelco. Era Olivia, y estaba en el último sitio en el que él deseaba que estuviera. No podía detenerla, de modo que tuvo que limitarse a mirar aterrorizado cómo su hija salía disparada de su escondite y bajaba chapoteando los escalones de entrada. Estaba desprotegida e intentaba llegar hasta él. Otro disparo atravesó las aguas desbordadas y se estrelló cerca de su hija.

—¡Olivia! —gritó, y el agua ahogó su voz entrecortada—. ¡Entra en casa!

Ella se encogió detrás de los escalones, pero Chris podía ver su cara y la mancha rosa de su camiseta. Sus manos se aferraban a las columnas de hierro de la barandilla mientras el agua se arremolinaba a su alrededor.

—¡Es Lenny! —le gritó ella—. ¡Ha alcanzado a Johan!

—¡Entra en casa!

—Puedo ayudar. Puedo hablar con él.

El nuevo disparo del rifle resonó con un eco. Chris no vio las ondas levantadas por la bala y, mientras la explosión se desvanecía, Olivia volvió a abandonar su escondite. Él agitó las manos por encima de la cabeza frenéticamente para detenerla.

—¡No!

Ella se quedó petrificada y volvió la vista hacia la puerta delantera, pero no se movió.

—¡Olivia, da media vuelta! ¡Entra en casa!

La fuerza de los rápidos hizo presa en Olivia, aterrorizada. Resultaba un blanco fácil, una figura inmóvil con el agua hasta las rodillas. Chris sabía que tenía que llegar a Lenny antes de que volviera a disparar. Le hizo un último gesto a Olivia en dirección a la casa y se lanzó escaleras arriba hacia la iglesia, fuera del agua. El río no había alcanzado el escalón superior y, en el interior, el vestíbulo estaba seco y silencioso. A su derecha, la escalera de caracol conducía a lo alto del campanario. Corrió hacia allí y subió los escalones de dos en dos. En el hueco de la escalera no había luz ni ventanas, y Chris tuvo que avanzar a ciegas. Horrorizado, escuchó el estallido de otro disparo y, en la estrechez de aquel lugar, la explosión se le clavó en los oídos. Oyó el canturreo del eco de las campanas. Aguzó el oído a la espera del temido grito de su hija en el exterior y se sintió aliviado al no oír nada.

La luz natural se filtró en la oscuridad. La trampilla del suelo quedaba justo por encima de su cabeza, y estaba abierta. Se agachó y subió otro escalón, lo suficiente para vislumbrar el claustrofóbico interior del campanario. No medía más de tres metros cuadrados, con el techo bajo y una aspillera de madera arqueada en cada pared. La luz se colaba entre los listones y dibujaba sombras paralelas sobre el suelo. Las campanas de bronce ocupaban casi todo el espacio. Oyó como Lenny arrastraba los pies, su respiración aterrorizada. El chico se hallaba justo a la derecha del hueco por donde Chris tenía que subir.

Entonces sacó el torso a través de la trampilla, con la pistola por delante. Allí estaba Lenny, a poco más de un metro, apuntando con su rifle hacia la casa de Hannah.

—Lenny, detente —le conminó con brusquedad.

El chico retrocedió al oírlo, sorprendido, y tropezó con la pared opuesta. El rifle rebotó contra el suelo de madera, pero Lenny cogió una pistola de su cinturón, la levantó y encañonó a Chris. Tenía los ojos abiertos de par en par, como si estuviera drogado, y el brazo que sujetaba el arma le temblaba.

—¡Aléjate de mí! —chilló—. ¡Te mataré!

Se apuntaban mutuamente. Ninguno de los dos iba a errar el tiro.

—Escúchame, Lenny. Escucha. No tienes por qué hacer esto.

—¡Cállate! —gritó el chico mientras agitaba la pistola—. ¡Vete de aquí!

—No puedo hacerlo —le dijo Chris—. Toda mi familia está atrapada al otro lado de la calle. Necesito tu ayuda.

—¡Kirk está muerto!

—Lo sé, pero no eches a perder tu vida por él.

El muchacho sacudió la cabeza.

—Es demasiado tarde. ¿No lo entiendes? Ya he matado a un hombre.

—No, no lo has hecho. El hombre del garaje no está muerto. Las cosas no tienen por qué acabar así.

Lenny vaciló.

—Ya no me importa una mierda.

—Creo que sí te importa.

Chris bajó el brazo que sujetaba la pistola y la dejó sobre el suelo lentamente, donde Lenny pudiera verla. A continuación, alzó las manos.

—Voy a subir, ¿vale?, y hablaremos.

Lenny retrocedió hasta quedar pegado a la pared, sin bajar la pistola. Chris trepó hasta el centro de la torre, aunque no trató de acercarse al chico. El polvo flotaba en los rayos de luz, y del techo colgaban viejas telas de araña. El viento silbaba entre las aspilleras y las campanas, enormes y melancólicas, emitían un coro de contrabajo. El rostro de Lenny estaba manchado de suciedad y sangre, cruzado por las sombras.

—¿Crees que soy un cobarde? —preguntó Lenny—. ¿Es eso?

—Creo que Kirk era un cobarde, tú no.

—Kirk era un héroe, tío.

Chris negó con la cabeza.

—No, no lo era. Era un sádico, un desaprensivo y un asesino. No creo que tú seas como él en absoluto, Lenny.

—Era mi hermano.

—Tal vez, pero hizo cosas malas, y ambos lo sabemos.

—¡No hables así de él!

—Tú sabes qué hizo. Sabes distinguir el bien y el mal. No es necesario que yo te lo cuente.

Dio un paso adelante; Lenny amartilló la pistola y Chris se quedó inmóvil.

—¡Quieto! —le gritó Lenny con la voz rota.

—Sólo quiero que bajes la pistola. Ya has visto lo que está pasando fuera, Lenny. Has visto el río. Nos estamos quedando sin tiempo.

—He disparado a Johan.

—Por eso tenemos que salir de aquí ahora mismo. Necesita un médico.

—No me importa.

—¿Y Olivia? —preguntó Chris—. ¿Te importa Olivia?

Lenny parpadeó rápidamente y ladeó la cabeza, como si sufriera un espasmo en el cuello.

—Ella me odia. Desearía que yo estuviera muerto.

—Eso da igual. Si ella te importa, no le harás daño.

Chris vio como el miedo y la indecisión afloraban al rostro del chico. Estudió el pedazo de suelo de madera sucia que los separaba y supo que si saltaba podría coger la pistola, pero lo más probable era que al hacerlo recibiera un tiro en el estómago. Lenny estaba solo y no tenía nada que perder. Miró hacia el suelo y vio que el chico había acumulado allí un arsenal de armas y munición: podía parapetarse en el campanario y disparar durante horas si se le antojaba.

Pero no disponían de horas, sino de pocos minutos. Tenían que marcharse.

—Eso es todo —dijo Chris—. He terminado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lenny.

—Quiero decir que no puedo quedarme aquí intentando convencerte para que me ayudes. Tienes que tomar la decisión tú solo; yo debo ir a casa de Hannah, con mi familia. Si quieres quedarte aquí arriba y dispararme, adelante.

—Lo haré —aseguró Lenny.

—Adelante. Eso es lo que haría Kirk, ¿no?

—Kirk no tenía miedo a nada.

—Me alegro por él. Yo sí lo tengo, Lenny. Tengo miedo de perder a mi mujer y a mi hija, y por eso voy a marcharme. Tú haz lo que tengas que hacer.

Chris dio media vuelta y tensó el cuerpo, esperando recibir un disparo paralizante en el centro de la espalda. Lenny jadeaba, se debatía en la duda. Chris puso un pie en la trampilla, sin mirar atrás, y desapareció en los negros confines de la torre. Lenny no se movió ni disparó, aunque eso no significaba que el chico no fuera a cambiar de idea y volviera a empuñar el rifle mientras Chris se encontraba en tierra de nadie, entre la iglesia y la casa de Hannah.

Alcanzó la base de las escaleras y sus pies aterrizaron sobre el agua helada. El río se había adentrado en el corazón de la iglesia. Se encaminó hacia las puertas y tuvo que presionar el hombro contra el cristal para conseguir abrirlas. Una vez fuera, contempló con incredulidad aquel mar interior de color marrón chocolate que surcaba el pueblo embravecido, que se elevaba y caía sobre sí mismo en un oleaje profundo. El agua estaba llena de escombros: pedazos de cemento, árboles enteros, restos de paredes y ventanas de las casas destripadas. El aire bullía con el impacto de la madera contra el metal, del metal contra la madera. La escasa distancia que lo separaba de casa de Hannah se había convertido en un campo de minas imposible de cruzar.

Y en mitad de aquel campo minado, vio algo que le heló el cuerpo y lo llenó de desesperación.

«No, no, no, ¿qué has hecho?».

En la calle, frente a la casa, Olivia se aferraba a los pocos centímetros secos del poste metálico de una señal de STOP que sobresalía del agua. Constituía un bote salvavidas muy frágil, y la señal se agitaba al paso rugiente del río, que amenazaba con soltar sus manos y arrastrarla corriente abajo.

Se miraron, y su voz se elevó en un grito desesperado.

—¡Papá!