Las sirenas de los servicios de emergencia aullaban en el aire.
Olivia corría de casa en casa, llamando a las puertas para alertar a los vecinos de St. Croix y decirles que debían evacuar la población. Johan, su madre y Glenn Magnus se apresuraban cruzando las manzanas embarcados en la misma misión piadosa. Nadie hacía preguntas. Todo el mundo conocía los riesgos que suponía vivir en la cuenca del río; antes o después, alguien les explicaría que el agua se acercaba.
El mayor peligro estribaba en la velocidad. La mayoría de las inundaciones se producían en cuestión de días, cuando la nieve invernal se derretía; ahora que la presa había desaparecido, disponían tan sólo de unos pocos minutos. Tal vez una hora.
Olivia oyó neumáticos que derrapaban y chirriaban en las calles a medida que las familias se dirigían hacia el este y el oeste huyendo del río. Se detenía lo suficiente para asegurarse de que los vecinos la tomaban en serio. No, no bromeaba; sí, tenían que marcharse enseguida. Algunos se desesperaban y vacilaban a la hora de elegir entre sus posesiones: qué llevar consigo, qué abandonar. Era difícil decidirse, sabiendo que a su regreso tal vez no quedara nada.
Si es que regresaban.
Algunos no mostraron inquietud alguna. Cuando llamó a la puerta de Loren Werner, el viudo de ochenta y seis años se limitó a pedirle que se calmara, recuperara el aliento y hablara más despacio. Olivia le explicó lo que ocurría y el hombre asintió, cogió las llaves de un cuenco dispuesto cerca de la puerta de entrada y salió con ellas a la calle. Luego le dio una palmadita en la mejilla, se metió en su Cutlass Supreme de 1981 y la saludó con la mano mientras se alejaba. Eso fue todo. No miró hacia atrás para despedirse de su casa ni una sola vez.
Al cabo de media hora, Olivia había advertido a más de veinte vecinos. Se hallaba en el extremo oriental del pueblo, al otro lado de los campos de maíz y el depósito de agua, donde las vías del tren discurrían paralelas a la carretera que se dirigía hacia el sur. Vio una fila de coches que abandonaban velozmente las tierras bajas de Barron. Se preguntó cuántos habrían escapado y cuántos estaban ya atrapados en sus tejados. Los más afortunados, los que vivían en el risco que dominaba el pueblo, probablemente estaban dando las gracias a Dios mientras contemplaban desde lo alto la catástrofe que se propagaba a sus pies.
—¡Olivia!
Era su madre que, desde el extremo opuesto del pueblo, la llamaba al tiempo que agitaba los brazos. En su voz se distinguía un matiz de pánico. Se estaban quedando sin tiempo.
Olivia tomó la ruta del río para volver a casa; quería calibrar el alcance de los daños. Siguió las vías del tren hasta el puente donde solía citarse con Johan y obtuvo su respuesta. La situación estaba fuera de control. El perezoso arroyo se había convertido en un torrente. Ya no quedaba espacio para saltar desde la plataforma al agua; de hecho, la corriente sobrepasaba en unos pocos centímetros la plancha de acero gris. Tres vagones rebotaban contra el puente como misiles y despedían chorros de agua por encima de las vías. Oyó el sonido de la madera al aplastarse y partirse.
Corrió por el sendero ahora embarrado que se extendía por detrás de las casas, sin mirar hacia el agua. Contempló una franja de magma pardusco que se rizaba en remolinos alrededor de sus pies y se cubrió la boca en un gesto de horror al distinguir los escombros procedentes de Barron arrastrados por su estela como infaustos trofeos. Vio postes de luz girando como si fueran simples ramitas, los cables de sujeción del puente peatonal, ventanas destrozadas como metralla e incluso un Toyota Corolla blanco que pirueteaba en la corriente antes de que ésta lo arrastrara hacia los márgenes y lo lanzara al borde de un campo de maíz.
—Dios mío —murmuró.
Olivia bajó la vista hacia sus pies. Los tentáculos del río avanzaban como gusanos por el barro.
Se alejó a toda prisa del camino en dirección a su casa. Al ver la ventana de su dormitorio pensó en todas las veces que había trepado y escapado aferrada a la cañería del desagüe y supo que nunca volvería a hacerlo. Avanzó hasta el porche delantero, donde vio a su madre llevando una caja llena de envases de sopa a su todoterreno. La cara de Hannah adoptó una expresión de enfado y alivio a la vez.
—Olivia, ¿dónde estabas?
—Quería comprobar el estado del río. Ya casi ha cubierto la ribera. Será mejor que nos demos prisa.
—Corre a la iglesia y ve a ver qué hace Glenn; quiero saber qué es lo que lo retiene. Y luego vuelve directa aquí.
—¿Dónde está papá?
—Llegará en cinco minutos. ¡Ve!
Olivia cruzó la calle corriendo y subió por la ancha franja de terreno hasta los escalones de la iglesia. El campanario se alzaba por encima de su cabeza, dominando la vista de St. Croix. No encontró a Glenn Magnus. El pueblo bullía como un enjambre mientras los residentes cargaban sus vehículos a un ritmo frenético para unirse a la caravana en fuga. Buscó al pastor entre los rostros, pero no logró dar con él.
Abrió las puertas de la iglesia.
—¡Señor Magnus!
No obtuvo respuesta.
—¡Señor Magnus! —volvió a llamar.
Oyó un gemido. La puerta de roble del santuario estaba parcialmente bloqueada, y al tirar y abrirla encontró a Glenn Magnus tendido boca abajo en el suelo. El pastor volvió a gemir y se apoyó en las manos y las rodillas para tratar de ponerse en pie. Había sangre apelmazada en su nuca.
—¡Dios mío! —Olivia sujetó a Glenn Magnus de un brazo y lo ayudó a levantarse—. ¿Qué ha pasado?
La voz del pastor sonaba débil; al tocarse levemente la parte de atrás de la cabeza, su boca de torció en una mueca.
—He venido a recoger algunas cosas de la iglesia y, no sé cómo, me he dado un golpe en la cabeza.
—Será mejor que nos marchemos —dijo Olivia—. Mamá puede ayudarle.
Magnus le rodeó los hombros con el brazo para apoyarse mientras ella le ayudaba a salir de la iglesia. Su casa estaba a escasos cincuenta metros aunque, al ritmo que avanzaban, parecía más lejana. Olivia era consciente de la crecida del agua; no faltaba mucho para que las rutas de salida quedaran bloqueadas. Cuando habían cubierto la mitad de la distancia, Hannah salió corriendo a su encuentro para ayudarles y los tres entraron en la casa. Hannah acomodó a Glenn en una silla y cogió un trapo húmedo de la cocina para limpiarle la nuca. Johan bajó desde el primer piso con una caja en las manos; al ver a su padre en la silla junto a la puerta, con los ojos cerrados, la dejó en el suelo enseguida.
—¡Papá!
El pastor le dedicó a su hijo una débil sonrisa.
—Estoy bien.
—¿Qué te ha pasado?
—No lo sé. Estaba en la iglesia y lo siguiente que recuerdo es que Olivia vino en mi ayuda. Debo de haber resbalado y me he golpeado la cabeza.
Hannah les interrumpió.
—No hay tiempo; tenemos que salir de aquí. Olivia, Johan, meted las cajas que quedan en la furgoneta. Eso le dará a Glenn un minuto para reponerse. Si por entonces Chris no ha aparecido, le llamaré y le diré que nos vamos, y que nos encontraremos en el risco. Vamos, deprisa —los conminó.
Johan volvió a levantar la caja y Olivia cogió otra de la mesa de la cocina; ambos se dirigieron al porche y cruzaron el terreno hacia la furgoneta. El río se había desbordado. Avanzaron chapoteando a través del agua, que alcanzaba ya una altura de un par de centímetros y parecía crecer ante sus ojos. La corriente era tan rápida y resbaladiza que podían notar cómo, bajo la suela de sus zapatos, trataba de derribarlos. Olivia apiló las cajas en el portaequipajes del todoterreno y cerró de un portazo.
Luego, dejándose llevar por un impulso, se lanzó al cuello de Johan y lo rodeó con los brazos.
—Lo siento mucho.
—¿El qué?
—Lo tuyo, lo de Ashlynn, todo. Fui una estúpida.
—No, soy yo el que lo siente, Olivia. Debería haber confiado en ti.
Johan se agachó hacia ella y Olivia volvió a sentir su abrazo, fuerte y familiar. Se perdió en sus ojos azules y sintió una oleada de deseo cuando él acercó su cara a la de ella y la besó. Al principio fue un beso tranquilo, suave, pero los largos meses de pérdida y violencia se derramaron a través de los poros de su piel y lo transformaron en pasión. Sus lenguas, sus rostros, sus manos y sus cuerpos se apretaron uno contra el otro, hasta quedar fundidos en uno solo.
Olivia sabía que no tenían tiempo; el río lamía sus tobillos desnudos. Se separaron, sin aliento; antes de que pudiera volverse hacia el porche, oyó un extraño bang que resonó a su alrededor como un eco.
—¿Qué coño ha sido eso?
Johan también lo había oído y miraba a su alrededor, confundido.
—No lo sé.
Volvieron a oír el mismo sonido, en todas partes y en ninguna. Olivia vio una extraña salpicadura a pocos centímetros de sus pies y unas ondas que se desplazaban en círculos sobre la corriente de agua. ¿Qué estaba ocurriendo? Dio un paso cauteloso hacia la calle y, en ese momento, el parabrisas del Explorer se hizo añicos junto a ella.
—¡Olivia! —gritó Johan—. ¡Agáchate!
Johan dio un salto hacia ella, que seguía sin entender nada. Olivia volvió a oírlo al tiempo que él la alcanzaba, pero esta vez Johan soltó un grito y ella vio una mancha roja de sangre que cubría su hombro. El rostro del chico se retorció en un gesto de dolor mientras se apretaba la camiseta con la mano. La sangre se escurría entre sus dedos.
—¡Johan, no!
Alguien les estaba disparando.
Olivia le rodeó la cintura con el brazo y lo condujo hacia el porche, tambaleándose. Gotas rojas caían en el agua. Las balas les siguieron y levantaron salpicaduras de agua a ambos lados mientras les perseguían hasta el interior de la casa. Otra ventana se hizo añicos cuando cruzaban la puerta, antes de cerrarla tras de sí.
Estaban atrapados.
El agua seguía creciendo.
En el campanario de la iglesia, Lenny Watson permanecía de pie entre un lecho de cajas de cartuchos y casquillos. Desde allí, desde su atalaya, podía ver cómo el río se lanzaba por ellos. No sabía qué había ocurrido y no le importaba. Había oído la explosión y ahora, minuto a minuto, veía cómo el pueblo de St. Croix se inundaba ante sus ojos.
Las calles estaban inquietantemente vacías. De hecho, ya no había calles: ni pavimento, ni bordillos ni esquinas, sólo señales con el nombre de las calles que sobresalían entre los rápidos. Casi todo el mundo se había marchado. Lenny los había dejado escapar, pero a Johan Magnus no iba a permitírselo. A él no. Y a Olivia tampoco. No quería herirla, pero los había visto besarse, manosearse como animales y había empezado a disparar, disparar y disparar. Quería detenerlos. Quería separarlos. No iban a humillarlo obligándolo a verla con otro chico.
Aquello era lo que Kirk habría hecho. Su hermano estaría orgulloso de él. «Por fin eres un hombre, Leno».
Volvió a deslizar el cañón del rifle entre los listones de madera del campanario. Cada vez que disparaba, la campana emitía una vibración metálica a su espalda, como una melodía religiosa. Apuntó hacia otra de las ventanas de la casa de Hannah Hawk y apretó el gatillo.