Marco se tambaleó mientras la bala le atravesaba el cuerpo, le abrasaba y le desgarraba los músculos y hacía manar un chorro de sangre, tejidos y piel al salir al aire frío por su espalda, antes de caer en la hierba muerta más allá del río. Cogió aire y sintió como si unos cuchillos le desgarraran el pecho. Al toser, la camiseta de algodón blanco quedó salpicada de rojo. La sangre escapaba a través del agujero de su torso con cada latido de su corazón. Aun así, sus labios se curvaron en una sonrisa. Había esperado que Florian Steele le engañara.
—Bastardo[6] —susurró.
Florian siguió apuntándole con la pistola.
—¿Quién eres?
Marco se concentró más allá de la agonía que le provocaba cada respiración. Se llevó la mano al bolsillo del pecho, de donde sacó una fotografía que ahora había quedado, en parte, empapada en sangre. Contempló a su amada Lucia, en una de las épocas más felices de su vida. Una década atrás, habían pasado un mes en su pueblo natal, en las afueras de Milán. Durante cuatro semanas, se habían emborrachado y habían hecho el amor como adolescentes.
Contempló su rostro, los ojos que le hacían el amor a la cámara, los labios que le lanzaban un beso. Ésa era la imagen de ella que quería llevarse a la tumba. Ese bello recuerdo, grabado a fuego en su cerebro.
Le tendió la fotografía a Florian, quien le dirigió una mirada fugaz y desconcertada. Tardó un momento en reconocerla. En el laboratorio tenía un aspecto distinto, con el pelo recogido y las gafas sobre su nariz perfecta y afilada. La científica sólo pensaba en el trabajo. La esposa y la amante se soltaban el pelo.
—Lucia Causey —dijo Florian al final, recordando su cara.
Entonces estudió el rostro de Marco, agonizando a sus pies.
—Eres su marido.
Marco se dio un golpe en el pecho.
—Durante treinta y dos años.
Florian sacudió la cabeza.
—Chalado hijo de puta. ¿Todo esto nunca ha sido por Mondamin? Diablos, deberías darme las gracias en lugar de intentar matarme. Yo te salvé, os salvé a los dos. Tu mujer se estaba apostando hasta la última gota de vuestra vida. Antes de que yo llegara, estabais a punto de perderlo todo.
Marco le señaló con el dedo.
—Tú la mataste.
—Lucia se suicidó.
—Fuiste tú —insistió Marco.
—¿Qué crees, que envié a un sicario para que la matara? Te equivocas. Quizá te moleste, o quizá no quieras aceptarlo, pero tu mujer se metió sola en ese garaje y eligió acabar con su vida.
Marco se agarró a la barandilla del puente para mantener el equilibrio. Las rodillas le flaquearon y cayó en el suelo, mareado.
—Lo sé.
—¿Lo sabes? —preguntó Florian, furioso—. Si lo sabes, ¿por qué coño estamos aquí? ¡Yo no tuve nada que ver con el suicidio de tu mujer!
Marco agachó la cabeza; había esperado oír esas palabras. La arrogancia de aquel hombre resultaba increíble, y ésa era la razón por la que ni él ni su empresa podían salvarse. Frente a Marco, sin un atisbo de vergüenza, ignorante de su destino, Florian Steele seguía creyendo que era inocente.
—Ashlynn lo sabía —susurró Marco.
—¿Qué pasa con mi hija?
—Ella lo entendió. Ella sabía quién eras.
Florian apuntó a la cabeza de Marco con la pistola.
—¿Qué le hiciste a mi hija?
A Marco le costaba hablar. Había perdido mucha sangre y apenas le quedaban fuerzas.
—Ella sabía… que destrozas… todo lo que tocas.
—Ashlynn me quería.
—Es posible querer… y odiar al mismo tiempo.
Marco rodeó la barandilla con el brazo izquierdo y se apoyó para ponerse en pie.
Él había amado a Lucia, y también la había odiado. Había odiado lo que el juego le hacía, cómo la había sumido en una espiral de desesperación. Había odiado ver cómo su hermosa esposa se convertía en alguien a quien no conocía. Las súplicas, las amenazas, los gritos no habían servido de nada. Lucia era esclava de su enfermedad. No podía parar, no podía evitar echar los frutos de su vida en un pozo de adrenalina y excitación.
Había sólo un frágil salvavidas que mantenía su cordura. Durante todo ese tiempo, un único aspecto de su vida no había sucumbido al veneno: su trabajo, sus investigaciones, su integridad. Entonces Florian Steele se lo arrebató y la dejó sin nada.
Florian la había localizado en Las Vegas; la había seguido hasta allí y la había abordado como un camello cualquiera. Le dio todo el dinero que quiso para recuperar su vida, a cambio de renunciar a todo. Todo lo que significaba algo para ella. Todo aquello a lo que había dedicado su vida. Todos los principios que la habían convertido en quien era. Lucia tuvo que mirar hacia otro lado y obviar los productos tóxicos que encontró en Mondamin, los terribles vestigios de lo que Vernon Clay le había hecho a la gente de St. Croix. Tuvo que fingir que no existían.
Tuvo que mentir. Traicionar a familias y niños. Todo para salvar a Florian y su legado de muerte.
Marco le había suplicado que no lo hiciera. Prefería perderlo todo. Prefería perder su casa y empezar de cero. Sabía cómo acabaría si cruzaba aquella línea. Sabía que Lucia no sería capaz de vivir con lo que había hecho. A partir de ese momento, cada dólar que ganara, cada célula de cada portaobjetos que colocara bajo el microscopio sería una voz que la acusara, que la condenara, que la sentenciara.
«¡Yo no tuve nada que ver con el suicidio de tu mujer!».
Florian Steele podía permanecer de pie ante él y proclamar que no la había matado. Podía argumentar que su fantasma no estaba en el garaje con Lucia mientras ella conectaba la manguera al tubo de escape y se deshacía poco a poco de su dolor hasta caer en la dichosa inconsciencia final. Podía fingir que todo su mundo no era irreparablemente malvado.
No importaba. La decisión estaba tomada.
—Marco.
Oyó su nombre como a través de la niebla. La barbilla le había caído sobre el pecho, pero se esforzó por alzar la vista. La voz provenía de la parte baja del río. Hizo una mueca mientras pugnaba por respirar y siguió la cinta de agua, pero no vio nada. La voz podría haber procedido de las nubes.
—Marco —volvió a oír.
No eran imaginaciones suyas. Florian también lo oyó y escrutó entre los árboles, como si allí le esperara otra amenaza. Entonces lo vio. Christopher Hawk se hallaba de pie en la orilla del río, a unos doscientos metros, llamando a Marco. Estaba gritando, pero su voz le llegaba como un susurro a través del aire.
—No lo hagas.
Marco le hizo un débil gesto con la mano para que se alejara, pero no sabía si su amigo podía verle. Calculó mentalmente la distancia; Chris estaba a salvo de la explosión, aunque no de lo que vendría a continuación. Deseó tener fuerzas para gritarle: «Márchate de aquí; reúnete con tu familia. Sube a una zona elevada».
Marco vio aparecer un gesto de preocupación en el rostro de Florian. El hombre creía de verdad que, armado con una pistola y cargando contra Marco antes de que éste pudiera reaccionar, había ganado. Creía que todo había terminado. No se le había ocurrido pensar que ese encuentro implicara algo más. Al ver a Christopher Hawk, al detectar el pánico en su voz, el desconcierto se apoderó de la expresión de Florian mientras trataba de entender el tono de urgencia en las súplicas de Chris. Poco a poco, la suspicacia de su rostro fue sustituida por el miedo.
Miró a Marco, que permanecía arrodillado sobre un charco de sangre. Contempló la rápida corriente que se arremolinaba a sus pies y fluía plácidamente hacia Mondamin y la población de Barron. Observó el gigantesco pantano más allá de la carretera, cuyas aguas se encaramaban por la orilla debido al deshielo y a las abundantes precipitaciones caídas en las últimas dos semanas. La represa, como hacía siempre en el curso de las estaciones, se congelaba, se deshelaba, empujando, brillando.
Esperando.
Finalmente, la mirada de Florian se disolvió en una expresión de terrible comprensión. Vio la furgoneta aparcada en la presa; a Marco, que le devolvía la mirada sin ningún miedo. Y entonces, por primera y última vez en su miserable vida, supo que su castigo estaba a punto de llegar.
Marco abrió el puño derecho para mostrarle el detonador. Era algo trivial, un trozo de plástico y alambre que apenas alcanzaba el tamaño de un sello, con un botón blanco que cerraba el circuito. Florian levantó la pistola en un gesto frenético para disparar de nuevo y Marco cerró el puño con fuerza. La situación se había convertido en una carrera entre el disparo que alcanzaría a Marco en el cerebro y la presión de su mano sobre el detonador, que enviaría la señal y haría estallar la bomba. La bala tardó sólo un milisegundo en rugir desde el cañón de la pistola y terminar con la vida de Marco, pero un milisegundo resultaba exasperantemente lento comparado con la velocidad de la luz.
Antes de que le diera tiempo a caer, antes incluso de sentir algún dolor u oír algún sonido, Florian Steele y él volaron por los aires.
La detonación hizo que Chris saliera catapultado y cayera sobre el suelo mojado, como si Dios le hubiera derribado con su mano. Quedó tendido de espaldas, sordo, mudo y ciego. Sólo había silencio y oscuridad, y su mente se vació de todo pensamiento excepto uno: «Estoy muerto».
No lo estaba.
Despertó bajo una lluvia de escombros; el aire ardía y una oleada de calor le barrió la piel. Cascotes de cemento afilados como cuchillos salpicaron su cuerpo de cortes y moratones. Una bruma asfixiante penetró en sus pulmones provocándole arcadas. Entornó los ojos cuando fue alcanzado por el polvo, mientras por encima de él los árboles daban vueltas como un caleidoscopio, quebrados en pedazos multicolores, y se sujetó la cabeza para detener el movimiento.
Chris se incorporó apoyándose en los codos. Se sentía solo y a la deriva, bamboleado en un mar interminable. El mundo estaba inquietantemente silencioso, salvo por un estruendo sordo que sonaba a kilómetros de distancia, como una tormenta que se acercara por el horizonte. Chris gritó una advertencia, chilló dos nombres una y otra vez.
—¡Hannah! ¡Olivia!
No oía su voz. No sabía si estaba llamándolas en voz alta o sólo en su cabeza. No importaba; estaban a kilómetros de distancia y no podían oírle.
La vista se le enfocaba y se le desenfocaba, como si estuviera borracho. Cuando finalmente la recuperó y pudo ver con claridad, la tierra que quedaba más allá del alcance de su brazo se había vuelto invisible. No había río, ni presa, ni camino, ni tierra ni árboles. El universo que se extendía ante sus ojos era un muro gris de polvo y humo que se hinchaba, se expandía y se alzaba hacia el cielo como un genio liberado de su lámpara. Se puso en pie mientras la nube le envolvía y tosió al tratar de respirar. Las piernas se le doblaron como si fueran de goma y, tambaleándose, se agarró al tronco desconchado de un abedul, aliviado al sentir el contacto de algo real y sólido bajo sus manos.
Sobre el suelo, sus pies se convirtieron en dos pedazos de hielo, y luego sus tobillos. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que ya no se hallaba en la orilla del río, porque no existía. El río lo ocupaba todo. Entornó la vista en mitad de la nube y, a medida que el polvo se dispersaba en el aire, distinguió una mancha que se extendía y engullía la tierra.
Agua.
Agua convertida en espuma blanca.
Agua que se arremolinaba, que manaba a chorros a través de un agujero dentado de treinta metros allí donde la presa se había derrumbado. El trueno que resonaba en su cabeza brotaba de la reserva sin fondo, liberada de su cárcel, que avanzaba en cascada sobre el valle a una velocidad sorprendente, vertía sus entrañas como una herida abierta y lo arrasaba todo a su paso.
Chris disponía de pocos segundos para escapar; estaba ya hundido hasta las rodillas. Chapoteó por la leve pendiente hacia su Lexus, aparcado en la cuneta, mientras el río le perseguía y crecía centímetro a centímetro bajo sus pies. Cuando se metió en el coche, las lenguas de agua empezaban a deslizarse por la carretera como serpientes. Encendió el motor y viró con un rugido, tratando de alejarse de la inundación que se extendía río abajo.
Manejó con dificultad el móvil en una mano mientras conducía con la otra, zigzagueando por la carretera y tratando de recomponer su alterada mente.
Primero llamó al número de emergencias.
Después llamó a Hannah.
—¡Tenéis que salir de St. Croix ahora mismo!