Capítulo 48

Florian hizo lo que le habían indicado y no le mencionó su cita con Aquarius a nadie. Si llevaba a la policía con él, Julia moriría; de modo que fue solo, aunque no sin protección. La Ruger que solía guardar en la guantera estaba a buen recaudo en el bolsillo de su abrigo de lana. El día era frío. Mantendría las manos en los bolsillos, como haría cualquiera. Lo único que necesitaba era una oportunidad para apretar el gatillo.

No sabía quién era aquel hombre ni qué había averiguado, pero no albergaba ninguna intención de dejar que escapara con vida de su encuentro. El juego iba a terminar ese mismo día. Aquarius iba a desaparecer.

La música de Brahms lo acompañó mientras conducía. El sonido resultaba intenso y vivido, como si el pianista estuviera con él en el coche y sus dedos desentrañaran con meticulosidad el rompecabezas de la tranquilizadora melodía. Recordó cuánto le gustaba a Ashlynn ese concierto cuando era sólo una niña. Había adquirido su gusto por la música clásica a muy temprana edad. Cerraba los ojos y fingía que tocaba; cuando la pieza terminaba, se inclinaba ante la silenciosa aclamación del público.

Ashlynn.

Se preguntó si de verdad se había vuelto en su contra. Se preguntó cuánto sabía antes de morir. Detestaba pensar que, en los últimos días de su vida, le había odiado por lo que él había hecho.

Florian pasó junto a la sede de Mondamin de camino hacia el norte, aunque no se detuvo. Los vigilantes de la entrada lo reconocieron y le saludaron con la mano; él les devolvió el gesto tocando la bocina. Las instalaciones funcionaban veinticuatro horas al día los siete días de la semana; nunca estaban vacías, nunca se detenían. Una década atrás, en esa tierra no había nada. Florian había construido todo aquello con su propio esfuerzo, con su visión. De él dependía la subsistencia de muchas familias. Si Mondamin estaba en peligro, si estaba amenazada, tenía que defenderla. Ése era su trabajo.

«Ashlynn, trata de entenderlo».

Si hubiera acudido a él y le hubiera dado la oportunidad de explicarse…

Siguió avanzando a través de la espesura. El punto de encuentro no se hallaba lejos. Los árboles que se alineaban a ambos lados se inclinaban sobre la carretera y, con el rabillo del ojo, vio cómo el río aparecía y desaparecía en el bosque. A lo largo de cinco kilómetros, la carretera se convertía en un túnel que comunicaba un mundo con otro; cuando finalmente salió a cielo abierto, se encontró en el límite del condado. La presa de Spirit se extendía a través del agua y los gruesos árboles dieron paso a franjas de tierra baldía que rodeaban el inmenso embalse. Las nubes, grises y alargadas, moteaban el cielo.

Aparcó en el lado de Barron de la presa y bajó del coche, se abotonó el abrigo y se subió el cuello. El viento procedente del agua le cortó la piel. Hundió las manos en los bolsillos y avanzó por el puente de cemento. A su izquierda, la orilla irregular el pantano se extendía a lo largo de un kilómetro y medio, igual que una araña bien alimentada. Por debajo de él, en dirección al pueblo, el río Spirit danzaba en remolinos de espuma blanca provocados por la corriente constante que la presa descargaba a través de las compuertas hacia el estrecho canal.

Florian vio una furgoneta azul oscuro aparcada en la plataforma de cemento. Tenía las ventanillas tintadas, de modo que no podía ver el interior. Los faros parpadearon; Aquarius le estaba esperando, pero Florian no se apresuró. Mientras cruzaba la presa, miró en todas direcciones para asegurarse de que estaban solos, al tiempo que aferraba la pistola del bolsillo entre los dedos.

La portezuela del conductor de la furgoneta se abrió. Sin sus amenazas anónimas, una vez desenmascarada su identidad, Aquarius resultaba un hombre corriente. Era forastero, pero no resultaba siniestro. Florian no le conocía; lo estudió con detenimiento para evaluar el peligro. Su vestimenta no era la adecuada para el mal tiempo que hacía y no llevaba abrigo. No vio ninguna arma en sus manos y tampoco ningún sitio donde pudiera ocultar una. Se preguntó si era lo bastante estúpido como para pensar que Florian también iba desarmado.

No vio a Julia.

Se acercaron uno al otro con recelo, como espías en un intercambio de prisioneros. Cuando estuvieron a unos tres metros de distancia, Florian se detuvo y Aquarius hizo lo propio.

—Señor Florian Steele —dijo el hombre—. Llevaba mucho tiempo esperando este momento.

—¿Dónde está mi mujer?

—Lo primero es lo primero. Estoy seguro de que esconde un teléfono móvil; láncelo al río, por favor.

Florian metió la mano por dentro del abrigo y sacó su móvil de un bolsillo interior. Se hallaba junto a la barandilla de acero. En los meses cálidos, la gente solía echar los sedales a las aguas agitadas desde aquel punto. Tiró el teléfono al remolino y contempló cómo desaparecía.

—¿Ha venido solo? —preguntó Aquarius—. ¿Sin policía?

—Es lo que me dijo que hiciera.

Florian lanzó una mirada a la furgoneta y el pantano. Aguzó el oído, pero el rugido del agua que pasaba a través de la presa producía tal estruendo que ahogaba cualquier otro sonido.

Aquarius sonrió.

—Se está preguntando si estoy solo, si en la furgoneta hay alguien más con su esposa. O tal vez haya un francotirador en la orilla, con su cabeza en el punto de mira.

—¿Lo hay?

La sonrisa se desvaneció. Aquarius se acercó a la puerta del acompañante de la furgoneta, la abrió y ayudó a Julia a bajar al puente. Su esposa, siempre tan perfecta como las joyas en el escaparate de una tienda, presentaba un aspecto frágil y pálido. Aquarius se sacó una navaja del bolsillo y cortó las ataduras que sujetaban las manos de Julia a la espalda. La mujer movió los dedos para que la sangre volviera a circular.

Sus ojos se encontraron y Florian trató de descifrar su expresión. Vio tristeza y miedo. Ira. También pesar, pero no amor. El corazón de Julia ya no latía por él. Florian se dio cuenta de que es imposible rescatar a alguien de una jaula que has construido tú mismo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella no dijo nada y se apartó el pelo enmarañado de los ojos.

Aquarius extendió una mano en dirección a Florian.

—Las llaves de su coche, señor Steele.

—¿Por qué?

—Le prometí que dejaría marchar a su mujer. Y yo cumplo mis promesas.

—¿Y yo?

—Creí que le había quedado claro, señor Steele —replicó Aquarius—. Usted no va a ninguna parte.

Sintió deseos de reír. La amenaza sonaba hueca, pero los ojos de aquel hombre le decían que no bromeaba. No tendría piedad. Florian se encogió de hombros, sacó las llaves del bolsillo del pantalón y se las entregó a Julia.

—Váyase —le ordenó Aquarius.

Julia negó con la cabeza.

—Me quedo.

—Esto no tiene nada que ver con usted, señora Steele.

—Vete, Julia —le pidió Florian—. Márchate de aquí. Por favor.

Su vacilación resultaba muy reveladora. Tenían mucho que decirse, pero ambos se habían quedado sin palabras. Ella no quería oírle decir que la quería. Estaban más allá de ese punto. No necesitaba que él le diera ánimos en vano y, si lo hubiera hecho, no le habría creído.

—Lo siento —dijo Florian al fin.

Él los había llevado a ese lugar, a ese momento. Era culpa suya. Luego buscó lágrimas y no las encontró. A Julia no le habrían servido de nada.

—Estaba equivocada, Florian —dijo ella—. Dios no quería que nada de esto sucediera.

Cruzó los brazos para protegerse del frío y pasó junto a él sin detenerse. Él oyó el taconeo de sus zapatos a medida que se alejaba, hasta que sus pasos quedaron ahogados por el estrépito del torrente de agua. No se volvió a mirarla, sino que mantuvo la vista fija en Aquarius. Segundos después, oyó el motor de su coche en el otro extremo del puente. Julia lo había dejado atrás, que era lo único que podía hacer.

Estaba a salvo.

—Ahora estamos solos —señaló Florian—. ¿O tiene un cómplice?

—Estamos solos, señor Steele. Sólo usted y yo.

—Eso es todo lo que quería saber.

Florian se sacó la Ruger del bolsillo y apuntó al pecho del hombre.

Entonces disparó.