Lenny pasó la noche en la camioneta y se despertó con las primeras luces del alba, helado y con la cabeza a punto de estallar. Al escapar, se había llevado un paquete de seis cervezas de la casa y, mientras permanecía sentado en la oscuridad, había bebido más que nunca en su vida. El parabrisas estaba cubierto de hilos de escarcha. La lluvia había cesado, pero el agua goteaba de las ramas de los árboles y el capó estaba tapizado de hojas húmedas y muertas. No había sol en el horizonte, tan sólo nubes grises como el acero. La camioneta estaba aparcada en el linde de un parque nacional al oeste de la ciudad. Desde su escondrijo, había visto las luces de los coches de policía que iban y venían a gran velocidad por la carretera del condado. Estaban buscándolo.
Se moría de hambre; no había comido nada desde la porción de pizza del mediodía anterior. Escarbó entre la porquería que se amontonaba en el asiento de atrás y encontró una barrita energética sin abrir, la desenvolvió y la devoró en tres mordiscos, atragantándose con la pegajosa mantequilla de cacahuete. Lo único que consiguió fue que su estómago rugiera y le pidiera más. Pensó en pararse en una gasolinera Holiday para comprar un sándwich de huevo, pero no podía arriesgarse a que lo vieran.
La furgoneta olía a humo y cerveza. Olía a Kirk. La luz del día no había logrado convertir la noche anterior en una simple pesadilla. Su hermano estaba muerto. Kirk nunca volvería a pegarle, nunca volvería a protegerle, nunca volvería a darle dinero ni revistas porno, nunca volvería a llevarle al bosque para disparar, ni a pasarle porros ni a contarle historias sobre las chicas que se había tirado. Kirk había sido el centro de su vida durante años, y ahora ya no estaba.
Lenny se sentó en la camioneta y, a medida que la realidad de su situación se asentaba en su mente, berreó como un niño. Los mocos le bajaron de la nariz a la boca y por la garganta. Tosió con tanta fuerza que se le descarnaron los pulmones. No lloraba por Kirk, sino por él mismo. Estaba enfadado con la gente que había perdido. Todos le habían abandonado, todas y cada una de las personas de su vida: su madre, su padre, su hermano. Se habían ido. Estaba total, absoluta y completamente solo, para siempre.
Sabía que Kirk le habría dicho: «Échale huevos, Lenny», y habría acompañado sus palabras dándole un buen golpe en la cabeza.
Eso mismo. No escaparía para esconderse. No volvería a comportarse como un cobarde. Haría lo que habría hecho Kirk en su lugar.
Les haría pagar por ello. A todos.
Lenny se secó la cara para mirarse en el espejo retrovisor. Los ojos enrojecidos, la barba rala, desaliñada, sin afeitar y con pelos de distinta longitud en la punta de la barbilla, un grano de pus en la base de una narina y el corte hinchado y con signos de infección de la mejilla. Su piel cetrina parecía agua sucia. Estaba hecho un desastre. No se le veía atractivo y poderoso como Kirk, ni como un dios rubio recién afeitado, igual que Johan Magnus. No importaba.
Les haría pagar por ello. A todos.
Lenny encendió el motor, que rugió como un tigre. Kid Rock atronaba en la radio. Comprobó la carretera, pero no vio ningún coche patrulla. Era pronto. Aun así, avanzó por carreteras secundarias, por pueblos de apenas una manzana y granjas vacías donde los pocos habitantes podían contarse con los dedos. Eso era lo que habría hecho Kirk para zafarse. «Mantente alejado de la civilización y no darán contigo, Leno».
Allí donde mirara, veía el agua que había dejado tras de sí la tormenta. Charcos en las carreteras. Lagunas en los campos de maíz. Zanjas llenas como piscinas. Aun sin lluvia, era un día feo, gris y frío. Un día para que ocurrieran cosas malas.
Los baches de los caminos de tierra le martilleaban los riñones y le hacían rebotar en el asiento. Alargó la mano hacia la guantera y sacó unas gafas de sol que costaban doscientos pavos. Nadie las tocaba aparte de Kirk. Lenny pensó que ahora ya no le importaría y se las puso. Le iban un poco grandes y el día era tan oscuro que no las necesitaba, pero al mirarse de nuevo en el espejo sus dientes brillaron en una sonrisa torcida. Le daban un aspecto guay.
Alargó el brazo hacia el asiento del pasajero, donde quedaba una última lata de cerveza del pack de seis. La abrió con el índice y del agujero salió un poco de espuma. Tomó un trago. Estaba caliente, pero no le importó. Se sentía mejor. Tenía un plan.
Se pasó veinte minutos dando vueltas por los caminos, como si jugara al Tetris, y se perdió más de una vez. Sólo había estado en el garaje del U-Stor tres o cuatro veces, y por allí todos los caminos parecían iguales. Los mismos campos, la misma suciedad, ninguna señal. Al final logró distinguir el camino de entrada y la doble hilera de trasteros detrás de las puertas rojas. No había nadie más.
Lenny aparcó frente al garaje de Kirk y bajó de la camioneta. Todavía le quedaba algo de cerveza, y al beber de la lata se le escurrió parte del líquido por la barbilla. Seguía aturdido por todo lo ocurrido durante la noche, la cabeza le daba vueltas. Oyó el estridente graznido de un cuervo en lo alto de un roble; el pájaro, grande y negro, estaba posado en una rama. Le estaba gritando a él y no tenía intención de callar, y el molesto cra, cra empeoraba su dolor de cabeza.
—Cierra la puta boca, pájaro —chilló Lenny.
El cuervo no le hizo caso y graznó aún más alto, como si se riera de él. Lenny cogió una piedra en el suelo y la lanzó contra el árbol, pero ni siquiera se acercó a su objetivo. El cuervo aleteó en gesto desafiante.
Cra, cra. Seguía riéndose.
Lenny escupió en el suelo. Maldito pájaro.
Rodeó la plataforma trasera de la camioneta y metió la mano por debajo del sucio parachoques, cerca del neumático izquierdo. En lugar de llevarla en su llavero, Kirk guardaba la llave del trastero en una caja magnética oculta. Tanteó con los dedos, la encontró y la separó del parachoques haciendo palanca. A continuación abrió la caja, sacó la llave y descorrió el cerrojo de la persiana metálica.
Entró y dejó la puerta abierta a su espalda. El mohoso garaje era el lugar donde Kirk guardaba todo lo que no quería que encontraran los polis. Vio los archivadores con sus documentos, los maletines de las armas, las cajas con lápices de memoria y las carpetas repletas diseminadas sobre el escritorio de su hermano. Aquí era donde Kirk copiaba porno para sus clientes y contaba su dinero mientras escuchaba a Tim McGraw en el iPod.
Dinero. Lenny necesitaba dinero.
Vio la caja fuerte empotrada en la pared trasera. Se agachó, introdujo los cuatro números de la combinación que había memorizado e hizo girar la ruedecilla: 17-4-19-26. Desplazó la palanca hacia la izquierda y la puerta se abrió con un clic. Inclinó la pesada caja hacia delante para vaciar su contenido y lanzó un silbido de alegría. El suelo quedó cubierto de montones de fajos de dinero en efectivo, sujetos con gomas. Había docenas de ellos. Una fortuna. No se detuvo a contarlos; debía de haber miles de dólares, dinero suficiente para sobrevivir durante un año en fuga.
Encontró también una solitaria tarjeta de memoria, no más grande que un chicle. Tenía una etiqueta escrita en rotulador negro con letras gruesas: «Papi».
Lenny sabía qué era, pero no le importaba. No en ese momento. Más adelante se ocuparía de ella. Volvió a meterlo todo en la caja fuerte e hizo girar la ruedecilla para cerrarla. Luego la levantó, gruñendo bajo su peso, la transportó con dificultad hasta el camión y la echó a los pies del asiento del acompañante. Entonces soltó un suspiro de alivio. «Eres rico, Leno», se dijo. Ahora podía ir a donde quisiera. A México tal vez. Podía comprarse una preciosa chica morena y vivir en la playa.
Pero lo primero era lo primero. Tenía cosas que hacer. Necesitaba hacerse con un arma.
Kirk almacenaba sus rifles en un armario cerrado con llave, la cual guardaba en el cajón superior de su escritorio. Lenny la encontró, abrió las puertas de par en par y ahogó un grito de asombro mientras estudiaba el arsenal. La luz se reflejaba en el interior espejado del armario, y olía a aceite de madera. Pasó un dedo por el metal negro de los cañones y, al acariciar los lustrosos mecanismos de los rifles, las manos empezaron a sudarle. Sólo había disparado dos armas en su vida: un rifle de cerrojo Remington y una Ruger semiautomática que parecía un pene de veinte centímetros. El pasado otoño, Kirk lo había llevado a cazar al norte de las cataratas del río Thief y, aunque Lenny no había alcanzado ninguna pieza, le fascinaba el mortífero poder que se sentía al empuñar un arma: no te preguntaba si eras alto o bajo, fuerte o débil, valiente o asustadizo.
Lenny sujetó el Remington entre los brazos, encajó la culata bajo su hombro y apuntó a los árboles que había más allá de la puerta del garaje.
—Bang —dijo al tiempo que apretaba el gatillo y se oía un clic hueco.
En el cajón del escritorio encontró cajas de cartuchos dorados que brillaban como pequeños misiles. Se llevó el Remington y la munición y lo cargó todo en la camioneta, junto al asiento del conductor.
También quería pistolas. Kirk tenía un buen montón de ellas almacenadas en las estanterías de metal. «Son como las bolsas de patatas fritas, Leno. Nunca se tienen demasiadas». Encontró la Ruger que había utilizado para disparar al blanco con Kirk; llenó el cargador y se la metió en el cinturón. Aunque no sabía si iba a necesitar más, encontró una caja de cartón vacía, la llenó con el resto de las pistolas y balas y llevó el revoltijo a la camioneta.
Por el momento tenía todo lo que quería. No sabía con certeza si alguna vez iba a regresar. Era hora de marcharse, pero se quedó de pie en el barro con la puerta de la camioneta y la del garaje abiertas. No podía moverse; estaba petrificado. La soledad volvía a pesarle sobre los hombros, haciéndole sentir enfermo y pequeño. Podía ponerse unas gafas de sol caras, podía cargar la camioneta con armas, pero nada de eso cambiaba quién era. Él no era Kirk.
El cuervo volvió a graznar; seguía riéndose de él desde su posición privilegiada, en el árbol. Cra, cra, cra. Lenny sentía la cabeza a punto de estallar. El pájaro conocía sus secretos y sus temores, y no le temía.
Lenny se sacó la Ruger del cinturón dando un tirón.
—¡Cállate! —gritó, pero el cuervo se limitó a graznar con más fuerza.
Apuntó hacia el árbol, apretó el gatillo y la pistola se disparó con un estallido, haciéndole perder el equilibrio. El tiro se perdió en el cielo, muy alejado del pájaro, que volvió a extender sus alas como si le dijera: «No puedes alcanzarme, no puedes alcanzarme». Lenny disparó otra vez, haciendo volar trozos de corteza. Y otra vez. Y otra.
Aburrido del juego, el cuervo echó a volar, graznando mientras desaparecía más allá de las copas de los árboles.
—¿A qué coño le estás disparando, chico?
Lenny se volvió hacia la voz que sonaba a su espalda y vio a un hombre de sesenta y tantos años de pie junto a la camioneta, con las manos apoyadas en las caderas. Llevaba una gorra de béisbol de los Twins, una sudadera de los Vikings, pantalones de camuflaje y unas botas medio desatadas. Por encima del bigote, espeso y entrecano, sus ojos miraban a Lenny con enfado.
—¿Estás loco? —continuó el hombre—. Baja esa pistola.
Lenny tenía el brazo extendido con el cañón de la pistola apuntando hacia lo alto del árbol, aunque hacía rato que el cuervo se había ido. Sus miradas, la suya y la del viejo, se encontraron. Eran las dos únicas personas en kilómetros a la redonda. Lenny ni siquiera sabía de dónde había salido, aunque su coche debía de estar aparcado fuera de la vista, detrás de la otra fila de garajes.
El hombre echó un vistazo a la camioneta y, por la mueca de su rostro, Lenny supo que había visto las armas. Como quien no quiere la cosa, el hombre desvió la mirada hacia el otro lado, hacia el trastero, donde el armario con los rifles de Kirk seguía abierto. Su expresión pasó del enfado a la preocupación, y el tono de su voz se suavizó y bajó de volumen.
—¿Qué estás haciendo aquí exactamente, hijo?
Lenny movió la pistola y apuntó al pecho del hombre.
—No es asunto tuyo, viejo. ¿Quién coño eres?
El hombre levantó las manos en un gesto defensivo.
—Nadie, hijo. Sólo he pensado que podrías necesitar ayuda. ¿Y si bajas el arma y hablamos un rato?
Lenny se acercó a él con gesto amenazante y sin dejar de apuntarle. El hombre era quince centímetros más alto que él. Todo el mundo era más alto que él.
—Lárgate de aquí.
El hombre se mantuvo en sus trece. Se hallaban a dos metros de distancia.
—Seré sincero: me estás poniendo nervioso con esa pistola. Me sentiría mejor si la bajaras.
—¡He dicho que te largues! ¡Vete! —chilló Lenny con voz temblorosa.
—No sé qué estás haciendo, pero diría que estás con el agua al cuello, hijo. Baja la pistola y hablemos de ello.
—Si no te largas, dispararé —aseguró Lenny—. Lo haré.
El hombre extendió una mano.
—¿Por qué no me das la pistola? No querrás que nadie salga herido.
El brazo de Lenny temblaba.
—No me obligues a matarte.
El hombre dio un paso cauteloso hacia Lenny y su boca se curvó en una cálida sonrisa.
—En la adolescencia, las cosas pueden parecer agobiantes. Yo pasé por eso. Luego te haces mayor y te das cuenta de que lo que de niño creías que era importante no lo es en absoluto.
—¡Para!
—Vamos a hablar de ello, ¿vale? Tú y yo.
Avanzó otro paso. Sus manos estaban a escasos centímetros de la pistola.
El dedo de Lenny se agitaba nerviosamente. Ni siquiera quería disparar, pero lo hizo. La explosión le retumbó en los oídos y el retroceso le sacudió el brazo. Vio como el viejo se tambaleaba y se llevaba las manos al pecho; la sangre se escurría entre sus nudillos y le corría por la piel y la sudadera morada. Tenía los ojos abiertos de par en par y miraba a Lenny con gesto de incredulidad; su cara se retorcía en una mueca de dolor. Al final, cayó de rodillas mientras trataba de respirar.
Lenny echó a correr, enloquecido por el pánico. Se metió en la camioneta de un salto y condujo, girando el volante de forma tan salvaje que casi vuelca al lanzarse hacia la carretera. La puerta del acompañante batió un momento antes de cerrarse. Lenny volvió el torso para mirar por encima de su hombro, y vio al hombre tendido en el suelo. Oh, mierda, mierda, mierda. Ya no había marcha atrás.
«Acabas de matar a un hombre, Leno».