Capítulo 39

Chris estaba sentado en el aparcamiento del instituto mientras la lluvia caía sobre su coche. La previsión anunciaba que seguiría lloviendo casi toda la noche, con el peligro de que se desbordaran ríos y acequias. La temperatura se estaba desplomando. Esperó en mitad del frío, con el motor y los faros apagados, preguntándose si George Valma se presentaría. El científico llegaba ya quince minutos tarde. Pensó en volver a llamarlo, pero cuando estaba a punto de hacerlo distinguió el brillo de unos faros borrosos en las calles residenciales de Barron. Un sedán blanco avanzó bordeando lentamente los campos de deporte y aparcó junto al coche de Chris. El científico, del tamaño de un defensa de fútbol americano, salió de su vehículo y ocupó en el asiento del acompañante del Lexus.

—Te agradezco que hayas venido —dijo Chris.

George se sacudió la lluvia del pelo gris.

—Esto ha sido un error. Si alguien me ve contigo, podría perder mi trabajo. No debería haberte contado nada. Tengo que pensar en mis hijas.

—Entiendo tu situación.

George se revolvió con impaciencia.

—¿Qué pasa ahora? ¿Qué quieres?

—Ashlynn encontró algo —le informó Chris.

—¿Qué?

—Le contó a otra chica que tenía una prueba de que Mondamin estaba relacionado con los casos de cáncer en St. Croix.

George negó con la cabeza.

—No lo hizo. Eso no es cierto.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no se puede demostrar una cosa así. El cáncer no funciona de ese modo. Hay fumadores que viven hasta los noventa y cinco años y deportistas que sucumben a los veintiséis. Dios no elige a los pecadores.

Chris pensó en Hannah, que había tomado todas las decisiones correctas a lo largo de su existencia y ahora luchaba por conservar la vida. Podías culpar a Dios o a la mala suerte; eso no cambiaba nada. El cáncer era un enemigo despiadado.

—De acuerdo, tienes razón —admitió Chris—. Pero, encontrara lo que encontrara, la horrorizó tanto que estaba dispuesta a desenmascarar a su propio padre.

—¿Florian estaba implicado? —preguntó George.

—Eso es lo que ella dijo.

—No sé de qué podría tratarse.

—Creo que sí lo sabes, George. Creo que Vernon Clay envenenó a los habitantes de St. Croix, y Florian lo encubrió.

El científico negó con la cabeza.

—No.

—Vernon Clay era un enfermo mental. Obsesivo, delirante, esquizofrénico: ésa es la clase de hombre del que hablamos, George. Imagina que eres un científico loco. Si se te metiera en la cabeza la idea de sembrar el caos en un pueblo, ¿podrías hacerlo?

El científico asintió a regañadientes.

—Sí, alguien con los conocimientos de Vernon y acceso a pesticidas peligrosos podría haber hecho cosas horribles. Podría haber utilizado cualquiera entre una docena de compuestos químicos en cantidades grotescamente peligrosas. Eso no significa que lo hiciera y, aunque así fuera, tampoco implica que la contaminación fuera la causa de los cánceres. Los humanos reaccionan de formas diversas a las toxinas medioambientales. Puede que originara una epidemia o que no tuviera ningún efecto.

—Aun así, si lo hizo, en la sala de un juzgado la verdad habría resultado devastadora. Habría supuesto el fin de Mondamin.

George encogió sus descomunales hombros.

—Tú eres el abogado.

—Florian también lo es. Si descubrió que Vernon había provocado una contaminación química a gran escala, sabía que corría el riesgo de perderlo todo. Si ese hecho hubiera salido a la luz, habría tenido un efecto catastrófico.

—Exacto. Así que ¿por qué iba Florian a financiar una investigación independiente cuando le demandaron? —contraatacó George—. No lo habría hecho. Se habría opuesto con todas sus fuerzas para asegurarse de que nadie se acercara a las tierras de Vernon Clay.

—Tal vez las hubiera descontaminado ya. Tal vez supiera que no había nada que encontrar.

—Uno nunca puede estar seguro de algo así —insistió el científico—. Con el equipo adecuado, un experto habría encontrado residuos, sobre todo si la cosa fue tan extrema como estamos presumiendo. Con la tecnología de que disponemos hoy en día, es imposible ocultar pruebas. Y Florian lo sabe.

Chris pensó en Aquarius y en la portada del informe de Lucia Causey.

—Por otra parte, si un experto independiente realizara todas las comprobaciones y no encontrase nada, los rumores se acallarían para siempre. No más demandas. No más preguntas de las agencias medioambientales.

—Eso es justo lo que ocurrió —confirmó George.

—Así que puede que la experta la cagara.

—Imposible. Lucia Causey es una epidemióloga de prestigio. Manejaba un equipo de vanguardia. Si había algo que encontrar, estoy seguro de que lo habría encontrado.

—¿Y si Florian logró llegar hasta ella? —preguntó Chris—. ¿Y si trató de influir en ella?

—No estamos hablando de una asesina a sueldo —protestó George—, sino de una científica de primera línea.

—No pretendo ofenderte, pero hay un montón de científicos dispuestos a ponerse al servicio de cualquier abogado que les ofrezca una buena suma de dinero. Ésa es la razón por la que la justicia empezó a buscar formas de cribar los argumentos pseudocientíficos.

—No creo que una profesional como Lucia se vendiera —replicó George—. Estoy de acuerdo contigo en que existen científicos dispuestos a ofrecer sus conclusiones al mejor postor, pero ella no pertenece a ese grupo. Su historial demuestra que no se inclina en favor de la defensa ni en favor de la acusación, actúa con independencia. Si no tuviera fama de ser imparcial, el juez no la habría escogido.

—¿Conoces lo bastante a Lucia como para llamarla? —preguntó Chris.

—¿Para decirle qué? «Hola doctora Causey, soy George Valma, de Mondamin. Me estaba preguntando si aceptó usted un soborno de nuestro director ejecutivo y falseó los datos de su informe». ¿Crees que va a admitirlo sin más?

—No.

—Entonces ¿qué esperas que haga? No pude ayudar a Ashlynn y no puedo ayudarte a ti.

—Espera un momento —objetó Chris—. ¿Ashlynn? ¿También se interesó por Lucia Causey?

George encogió sus fornidos hombros.

—Sí, quería hablar con ella. Se puso en contacto con el departamento de epidemiología de la Facultad de Medicina y no quisieron facilitarle ningún dato. Ashlynn me pidió que llamara.

Chris recordó los registros del móvil que había revisado y cayó en la cuenta de que había pasado por alto un detalle importante. Stanford. Había creído que buscaba información acerca del proceso de admisión, pero la llamada adquiría ahora un significado completamente distinto.

—¿Hiciste la llamada? —quiso saber.

—No. Le dije lo mismo que a ti.

—George, esto es importante. ¿Tienes algún contacto en Stanford?

—Tengo un colega que ocupa una plaza de profesor visitante.

Chris metió la mano en el bolsillo de su abrigo, sacó el teléfono y se lo tendió.

—Llámale.

—Aunque me pase con Lucia Causey, ¿qué se supone que voy a decirle?

—Pregúntale si Ashlynn se puso en contacto con ella. Pregúntale qué le dijo.

George rechazó con un gesto el móvil de Chris; sacó el suyo del bolsillo de sus pantalones, repasó la agenda y marcó un número. Al tercer timbre, Chris oyó una voz que contestaba la llamada.

—¿Chester? Hola, soy George Valma. Sí, hace mucho tiempo, lo sé… Así es, ahora trabajo en un pueblo de Minnesota. No es exactamente Palo Alto.

Los dos científicos charlaron de trivialidades y Chris se impacientó, aunque esperó sin presionar a George. Al final, cuando su colega de Stanford le preguntó a George qué quería, el científico de Mondamin fue al grano.

—Verás, Chester, estoy intentando ponerme en contacto con una investigadora de la Facultad de Medicina. Me preguntaba si podrías facilitarme su número directo. Se llama Lucia Causey. Te lo agradecería mucho.

George esperó y, mientras tanto, cubrió el auricular.

—Si Lucia contacta con Florian por esto, ya sabes qué va a pasarme.

—Di que es culpa mía —le sugirió Chris.

—No es tan sencillo.

El colega de George volvió a ponerse al teléfono.

—¿Estás seguro? —preguntó George, con expresión de desconcierto—. Deja que te lo deletree.

Deletreó el nombre de la epidemióloga, pero unos instantes después meneó la cabeza.

—Sí, gracias, Chester. No, no pasa nada. Te veré en la conferencia, en mayo, ¿de acuerdo?

George colgó.

—Lucia Causey no está en el directorio de Stanford —le explicó a Chris—. Ya no trabaja allí.

—¿Adónde ha ido?

—No tengo ni idea.

—¿Estuvo allí en algún momento?

—¿Preguntas si era una impostora? ¿Un fraude? No. Trabajaba allí y se ha marchado. Probablemente recibió una oferta mejor. Puede ocurrir.

—¿Y cómo la localizamos?

—Querrás decir cómo la localizas. Lo siento, Chris, pero ya me he arriesgado demasiado por ti. Se acabó.

Chris asintió.

—Entendido. Agradezco tu ayuda, George. De verdad.

Cuando el científico abrió la puerta, la lluvia se coló por la abertura y salpicó los asientos de cuero. George Valma cerró con un portazo que sacudió el Lexus, se metió de nuevo en su sedán blanco y abandonó el aparcamiento. Dejó a Chris a solas, sentado en silencio mientras las luces traseras de su coche desaparecían.

A Chris no le gustaban las coincidencias. No le gustaba el hecho de que una investigadora de primera hubiera abandonado una de las mejores universidades del país poco después de completar la investigación en Mondamin. Lucia Causey no era Vernon Clay; no podía desvanecerse de la faz de la tierra. Alguien en Stanford tenía que saber adónde había ido.

Chris abrió su teléfono y llamó a información telefónica. Consiguió el número de la Facultad de Medicina de Stanford y, cuando la recepcionista contestó, le pidió que lo comunicara con la sección de epidemiología. Transfirieron su llamada al departamento de Investigación y Políticas de Salud, donde una secretaria llamada Leanne le preguntó en qué podía ayudarle.

—Leanne, estoy tratando de encontrar a una epidemióloga llamada Lucia Causey —le explicó Chris—. Antes trabajaba en su departamento y me preguntaba si alguien podría facilitarme su actual dirección.

—Disculpe, ¿cuál era el nombre? —le preguntó la secretaria con un leve acento de Georgia—. Soy nueva aquí y aún no conozco a todo el departamento.

Chris le deletreó el nombre.

—De acuerdo, espere un momento.

Chris conservó la paciencia durante el primer minuto de silencio, pero éste se prolongó dos minutos y luego tres. Sabía que aún estaba en línea por la música que sonaba en su oído. Era una sinfonía de Mahler. Al cabo de cinco minutos empezó a preocuparse, y su inquietud aumentó cuando una voz masculina se puso al teléfono y lo saludó con tono serio.

—Soy el doctor Naresh Vinshabi —se presentó—, ¿en qué puedo ayudarle?

Chris repitió su petición y dio su nombre.

—¿Puedo preguntarle por qué trata de ponerse en contacto con Lucia Causey, señor Hawk? —preguntó el doctor.

—Tengo algunas cuestiones de seguimiento acerca de un informe que redactó como experta en un litigio en Minnesota.

—Ya veo. Lo lamento, pero no puedo ayudarle.

—Sí, sé que la doctora Causey ya no trabaja en la universidad. Esperaba que supiera adónde había ido.

Su interlocutor de mantuvo en silencio durante un largo rato, aunque Chris le oía respirar.

—No ha ido a ninguna parte —respondió el hombre al fin.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que ha muerto —le informó.