Capítulo 34

Tras el fin de la tregua, la lluvia había regresado.

Chris oyó las salpicaduras de las calles mojadas bajo sus neumáticos mientras conducía hacia el norte. El aguacero había hecho que todo el mundo buscara cobijo, y las aceras del centro de Barron se hallaban desiertas. Era un mediodía tan oscuro como el anochecer. Se detuvo ante un semáforo en rojo y la cortina de agua golpeó el parabrisas de su coche como si se tratara de los disparos de una ametralladora. Las ondas de lluvia grises, arrastradas por el viento, se desplazaban de oeste a este y martilleaban la superficie oscura del río.

El aparcamiento del motel Riverside se había convertido en un lago. Se detuvo frente a su habitación, en la esquina, donde una cascada se derramaba desde los canalones rebosantes. Al salir del coche metió los pies en un charco profundo y el agua le empapó los calcetines. Abrió la puerta y entró en su habitación. La lluvia retumbaba como si hubiera alguien tocando la batería sobre el tejado. No tenía muchas pertenencias que empaquetar. En dos minutos estuvo listo, regresó al Lexus y echó la bolsa dentro del maletero.

Avanzó a través de los charcos hasta la recepción, donde encontró a Marco Piva sentado en una endeble silla plegable debajo de una sombrilla de picnic con un botellín de cerveza en la mano, como si fuera un domingo de verano. Vestía una camiseta interior blanca; sus gruesos brazos sobresalían de las mangas y el espeso vello negro de su pecho se rizaba por encima del cuello de pico. Llevaba pantalones de pana oscuros, calcetines blancos y unas Nike. Tenía una servilleta de papel extendida sobre el regazo y estaba comiéndose un bocadillo de salami.

Marco alzó la botella de cerveza a modo de saludo.

—Señor Hawk. Únase a mí, por favor.

Chris esquivó el chorro de agua que caía del borde de la sombrilla.

—No es el mejor día para celebrar un picnic, Marco.

El rechoncho dueño del hotel hizo un gesto displicente con la mano. Tenía la piel húmeda y el pelo, hirsuto y entrecano, mojado.

—La lluvia no es nada. Me encanta. Hace un día espléndido.

—Si usted lo dice. —Chris señaló una silla vacía que había junto a Marco—. ¿Espera a alguien? —preguntó.

Marco se encogió de hombros.

—A usted.

—¿Cómo sabía que iba a venir?

—No lo sabía, pero aquí está. Mi mujer siempre ponía un cubierto de más a la hora de cenar, por si se presentaba alguien de improviso. Lo hizo todas las noches de la semana durante más de treinta años.

—¿Cuántas veces apareció alguien? —quiso saber Chris.

—¡Ni una! —se rió Marco.

Chris se sentó en la desvencijada silla plegable. Marco metió la mano en una neverita con hielo y le ofreció una cerveza goteante, pero Chris negó con la cabeza.

—Demasiado pronto para mí —dijo.

—¿Qué me dice de medio bocadillo? Es mi manjar favorito. Hago que me envíen el embutido de Chiaramonte. Hay cosas en la vida a las que me niego a renunciar.

—Huele de maravilla, pero no, gracias.

Marco le dio un buen mordisco a su crujiente bocadillo. Una gota de mostaza marrón se le escapó por el borde la boca y se la limpió con un dedo.

—Le he visto hacer la maleta —comentó—. ¿Me deja?

—Así es.

Chris le tendió la llave de la habitación y Marco se la metió en el bolsillo.

—Mi exmujer y yo hemos decidido que sería mejor que me quedara en su casa. Así podré estar cerca de Olivia.

Marco le guiñó un ojo y su rechoncha cara se iluminó.

—Y también más cerca de su exmujer, ¿eh?

—Creo que quiere que volvamos a ser amigos. No estoy seguro de que haya nada más.

—Tal como lo dice, parece que a usted sí le gustaría que hubiera algo más —señaló.

—En un mundo perfecto, claro.

—¿Quién dice que las cosas han de ser perfectas? —preguntó Marco—. Dios la fastidió con el mundo la primera vez, ¿no? Si la fastidias, vuelves a intentarlo. Me encantaría tener una discusión más con mi mujer, sólo para poder reconciliarnos después.

—Creía que eran almas gemelas —observó Chris con una sonrisa.

—Oh, los amantes discuten mejor que nadie, usted lo sabe. Yo le gritaba que trabajaba demasiado, que siempre estaba de viaje. Ella me gritaba que odiaba lo que yo hacía, que odiaba los riesgos. Luego nos tomábamos una copa de vino y nos acostábamos.

—La verdad es que suena perfecto.

—¿Lo ve? Es usted un hombre listo, señor Hawk. La clave de un matrimonio feliz es casarse con una mujer que sea mucho más lista que uno mismo. Por suerte para el género masculino, eso es algo sencillo.

Chris se rió.

—Cierto.

—¿Por qué se separaron usted y su mujer? Por lo que parece, hacen buena pareja. Espero que no la engañara con otra.

—No, nada de eso.

—Eso pensaba. Tengo la impresión de que es usted un hombre honorable, señor Hawk. —Y añadió—: ¿Qué fue entonces lo que pasó entre ustedes?

—Si se lo preguntara a Hannah, le diría que olvidé mis prioridades.

—¿Y estaría en lo cierto?

Chris contempló la lluvia y comprendió por fin la verdad.

—Sí, supongo que sí.

—Pues cámbielas.

—Estoy aquí —dijo Chris—, pero no estoy seguro de que sea suficiente.

—Bueno, ¿a qué está dispuesto a renunciar para recuperarla? ¿Se lo ha preguntado?

—Tres años atrás, no veía por qué tenía que renunciar a nada por ella.

—¿Y ahora?

—Ahora creo que renunciaría a casi todo para recuperar lo que teníamos.

Marco siguió comiéndose el bocadillo tranquilamente y tomó un trago de cerveza.

—A veces, eso es todo lo que hace falta. El pasado ha quedado atrás. Sólo pueden construir algo distinto. La vida cambia, amigo mío.

—¿Es usted el dueño de un motel o un consejero matrimonial? —preguntó Chris, sonriendo.

—Sólo soy un entrometido —contestó Marco con la boca llena—. Mi mujer no está aquí para dar consejos, así que tengo que cubrir su puesto.

Cuando terminó de tragar, su expresión se tornó seria. Marco alargó un puño y golpeó levemente la rodilla de Chris.

—Si con eso pudiera recuperarla, renunciaría a todo. Yo no tengo esa opción, señor Hawk, pero usted sí. Aprovéchela.

—La decisión es de ella, no mía.

—O tal vez esté esperando a que usted le tienda la mano. Alguien tiene que hacerlo, ¿sabe?

Chris se puso en pie. La lluvia había arreciado. A pesar del aire templado, un escalofrío le recorrió la espalda.

—Lo tendré presente.

—Hágalo.

—Ha sido un placer, Marco, pero debo marcharme.

Chris estrechó la mano del hombre.

—Ya sé adónde ir si necesito consejo.

—El placer ha sido mío, señor Hawk, de verdad. Le deseo buena suerte en todo.

Marco le sujetó la mano y añadió en tono sombrío:

—Hablando de opciones, entiendo que no llegó a vengarse de los que le hicieron daño a su hija.

Chris se recordó de pie frente a la ventana de Kirk.

—Casi.

—Dios no nos castiga por las cosas que casi hacemos.

—Aún conservo su pistola —observó Chris—. ¿Le gustaría recuperarla?

—¿Mi pistola? No sé de qué me habla.

Tras un breve silencio, Marco le guiñó un ojo y susurró:

—Quédesela, señor Hawk. Nunca se sabe cuándo puede uno necesitarla.

—Gracias.

Chris dejó al dueño del motel bajo la sombrilla con su cerveza y el último pedazo de su bocadillo de salami y avanzó junto a la hilera de puertas rojas en dirección a su coche. Aunque la mayoría de las habitaciones del motel estaban vacías, oyó el estrépito de un televisor en una de ellas y, en otra, una pareja que hacía el amor a un volumen todavía más alto. Cada cual tenía formas diferentes de escapar de la lluvia.

Antes de meterse en el Lexus, cayó en la cuenta de que no había cerrado con llave la puerta su habitación. La madera estaba abombada y la cerradura no siempre encajaba. La puerta estaba unos quince centímetros entreabierta. Atravesó la cortina de agua que caía del tejado, asió el pomo para ajustaría y, al hacerlo, distinguió el tenue brillo de una lámpara en el extremo de la mesilla.

Estaba seguro de haberla apagado antes de salir.

Chris empujó la puerta con la punta del zapato y las bisagras oxidadas protestaron con un chirrido. Avanzó con paso cauteloso y distinguió el olor a humedad y algo más.

Perfume. Reconoció el aroma. Había aspirado aquella vaharada dulzona en otra ocasión, en las escaleras de una casa en forma de caja en las calles de Barron.

Las cortinas estaban echadas y la bombilla de cuarenta vatios que había bajo la pantalla de la lámpara apenas dejaba la habitación en penumbra. Alguien le esperaba en las sombras. Tanya Swenson estaba sentada en el borde de la cama.