Capítulo 32

Hannah rodeó a su hija con los brazos cuando Chris la llevó a casa desde el hospital. Olivia era quince centímetros más alta que su madre y tuvo que inclinar la cabeza para apoyarse en el hombro de Hannah. Hacía años que la relación entre ellas era distante, pero tanto madre como hija habían firmado una tregua. Cuando Olivia subió a su habitación en el piso de arriba, los ojos llorosos de Hannah la siguieron. Chris percibió la oleada de alivio que embargaba a su exmujer por tener a su hija sana y salva de vuelta en casa.

Esperó a que Olivia cerrara la puerta de su habitación.

—La terapeuta dice que es una chica fuerte —explicó—. Se parece a ti.

—No me siento muy fuerte —replicó Hannah, secándose los ojos como si se sintiera culpable por haberse dejado llevar por la emoción.

—Se pondrá bien. De verdad. Sólo necesita algo de tiempo.

—Lo sé.

Hannah alargó el brazo y le puso una mano en el hombro. Para Chris, el más leve contacto encerraba un gran significado.

—¿Quieres que prepare el desayuno?

—Sería estupendo.

Ella bajó la vista para mirarse. Llevaba una sencilla bata de felpa, iba sin maquillar y estaba descalza.

—Antes tengo que ducharme y vestirme. ¿Puedes esperar?

—Claro. Siento haber hecho que te acostaras tarde.

—No lo sientas; me alegro de que llamaras. Fue como en los viejos tiempos.

—Tómate tu tiempo —dijo él—. Esperaré.

—¿Por qué no vienes y hablas conmigo?

Hannah subió las escaleras y él la siguió; su dormitorio se encontraba al final del pasillo. Ella se metió en el baño para ducharse y dejó la puerta entreabierta.

—¿Te alojas en el motel Riverside? —preguntó, elevando la voz por encima del ruido del agua.

—Así es.

—Es un antro, ¿verdad?

Él se rió.

—Bah, no está tan mal. El propietario es un tipo decente. Se esfuerza mucho.

Hannah asomó la cabeza por la puerta.

—¿Por qué no te quedas aquí con nosotras, Chris?

Él se sorprendió tanto que no supo qué decir. Hannah notó que vacilaba.

—Lo siento —se disculpó—. Por favor, no te sientas obligado.

—No, me encantaría. ¿Estás segura de que no te molestaré?

—Claro que lo harás —contestó ella, y sonrió.

Su rostro desapareció y Chris oyó como Hannah abría y cerraba la mampara de la ducha. Estudió la habitación, que no se parecía en nada al moderno dormitorio que habían compartido. El mobiliario de roble era de segunda mano y el barniz estaba desvaído. Sobre la cama de matrimonio había una colcha cosida a mano colocada de un modo informal sobre la funda nórdica. En la cómoda se veían fotos de Olivia en todas las etapas de su vida junto con otras más antiguas. Los padres de Hannah. Su hermano de Ohio. Había incluso una foto de él mismo, aunque a Chris no le parecía excesivamente favorecedora. Aparecía más joven, sin afeitar, despeinado y con una sonrisa de oreja a oreja. Ése era el hombre al que ella había elegido recordar.

Las tuberías de la ducha quedaron en silencio y volvió a oírse la voz de Hannah.

—¿Qué quieres desayunar? Supongo que beicon y huevos.

Él se quedó de pie junto a la puerta y contestó:

—Últimamente, he empezado a desprenderme de los buenos hábitos. Unos cereales y algo de fruta estaría bien, si tienes.

—Tengo muesli casero.

—Genial. —Y añadió—: ¿Qué toma normalmente Olivia?

—Beicon y huevos. ¿A quién te recuerda?

—Por suerte, ha heredado tu delgadez —señaló él.

—Tú también te estás quedando bastante delgado, Chris. Ya te he dicho que tenías un aspecto estupendo, ¿no?

—Sí, lo has hecho. Gracias.

—Admiro tu fuerza de voluntad. Supongo que es mucho más fácil sin tenerme a mí encima todo el día diciéndote que lo hagas.

—Eso no lo recuerdo.

—Mentiroso.

Él se rió.

—Espero que Olivia sea una esposa más comprensiva de lo que fui yo —añadió Hannah.

—Pues no lo sé. Se parece mucho a ti. Y eso es un buen comienzo.

—Recuérdame que alerte a su futuro marido —le pidió ella.

—He dicho que Olivia va a ser una buena esposa —replicó Chris con una risita—, pero no que tú vayas a ser una buena suegra.

No hubo respuesta desde el baño y Chris temió que Hannah se hubiera enfadado.

—¿Hannah?

Seguía sin oírse nada. Pasaron los segundos.

—Hannah, era sólo una broma.

Chris dio un ligero golpe en la puerta con el codo, aunque permaneció en el umbral.

—¿Estás bien?

Ella seguía en silencio.

—Hannah, voy a entrar.

Chris dio un paso hacia el baño. El vapor llenaba el aire, confiriéndole calidez y cercanía al reducido espacio. Hannah estaba de pie frente al lavabo, apoyada con ambas manos. Estaba desnuda, y su piel cubierta de gotas de agua. Se había quitado la peluca que utilizaba en público y su cabeza se veía calva y suave, más pálida que el resto del cuerpo. Reconoció su espalda, con la columna curvada como las vías del tren; la cicatriz del hombro, recuerdo de una quemadura infantil, y la cara interna de sus rodillas, donde le gustaba que la besaran.

Estaba sollozando en silencio.

Miraba su rostro en el espejo como si fuera el de una desconocida y lloraba. Un leve temblor sacudía sus hombros. Las lágrimas le corrían por las mejillas como el agua de la ducha. Él se acercó por detrás sin decir nada, le puso las frías manos en el cuello y la inclinó con suavidad hacia su pecho. Ella abrió la boca, intentando respirar. Chris acarició su desnuda cabeza con delicadeza, le dio la vuelta, la estrechó entre sus brazos y sintió cómo ella se aferraba a él y dejaba que su desesperación se desbordara.

—No lo veré —murmuró Hannah en un tono apenas audible—. No estaré ahí.

Él sabía a qué se refería. Olivia casada. Cenas de Acción de Gracias. Nietos. El futuro.

—Lo estarás.

Ella levantó la cabeza para mirarle con los ojos enrojecidos.

—Mírame.

—Lo estoy haciendo. Eres hermosa.

—No me mientas.

—Yo nunca miento. Soy abogado.

Ella se rió entre las lágrimas.

Él le levantó la cabeza poniéndole un dedo bajo la barbilla y le rodeó la nuca con la otra mano, se inclinó y la besó, un beso que duró sólo un segundo, un beso igual que miles de otros besos que habían compartido a lo largo de su vida. Y aun así era distinto. Era como su primer beso. Era su beso más importante.

Pero hizo que ella llorara todavía más y lo apartara.

—No tienes por qué hacer esto. No quiero que me compadezcas.

—¿Bromeas?

La atrajo hacia sí y volvió a besarla. Era consciente del tacto de su piel desnuda bajo sus manos y de su torso desnudo atrapado contra su pecho, y no tardó en excitarse. El cuerpo de Hannah también respondió. No se dejaron llevar por la pasión; ambos sabían quiénes eran. No eran unos críos y tampoco unos recién casados. Eran una pareja divorciada ya no tan joven en un mundo que se estaba volviendo loco y, en ese momento, necesitaban una vía de escape.

Ella le ayudó a quitarse la ropa, ahora también empapada, y lo guió hacia la cama con un brazo alrededor de su cintura. No se cogieron de la mano. Ella le estaba diciendo que le necesitaba, no necesariamente que le quisiera. No importaba. Se tumbaron juntos en la cama y él dejó que ella tomara la iniciativa y recorriera su cuerpo, mientras él le cubría la boca para ahogar sus sollozos. Así era como hacían el amor los padres, entre silenciosos murmullos y detrás de una puerta cerrada. Ella se inclinó hacia delante con sus menudas manos sobre el torso de él, sus pechos oscilantes. Su cara resultaba distinta sin la larga melena pegada al brillo del sudor de sus mejillas, pero el óvalo que formaba su boca mientras se abría en una sonrisa jadeante era tal como lo recordaba. Sus ojos eran los mismos, abiertos de par en par cuando se acercaba al clímax, fijos en él. Hacer el amor con Hannah con los ojos abiertos había sido siempre la experiencia más íntima y erótica de su vida.

Cuando ambos hubieron terminado, cuando ella cayó sobre él y apoyó la cabeza en el hueco de su cuello, Chris tuvo un fugaz pensamiento sobre lo que ocurriría entre ellos a continuación. Hannah debía de tener las mismas dudas, pero ninguno de los dos quería estropearlo hablando. La respiración de Hannah se calmó a medida que se deslizaba hacia el sueño. Él se sentía contento de abrazarla. Intentó mantenerse despierto para saborear la sensación, pero se dio cuenta de que estaba agotado hasta la extenuación y acabó por dormirse. Fue el sueño más reparador que había tenido desde que llegara a St. Croix.

Olivia estaba tumbada sobre el edredón, con la vista fija en el techo. Era consciente de todos los puntos del cuerpo que le dolían.

Al moverse, no podía sino recordar lo que le habían hecho: llevaba las marcas impresas en la piel. Aun así, se negaba a pensar en ello. No le importaban los horribles moratones; sabía que se desvanecerían y curarían. No pensaba en ella, sino en Ashlynn en el parque. Ésa era la herida que permanecería siempre abierta. El remordimiento que nunca la abandonaría.

Visualizó a Ashlynn en una esquina de la cama, viva, luminosa, todavía exasperantemente hermosa, del modo en que lo estaría ahora si Olivia la hubiera llevado a casa.

—Tú me abandonaste —le recordó Ashlynn con la voz impregnada de tristeza.

Olivia no replicó, porque las palabras de Ashlynn eran ciertas. No importaba que estuviera enfadada y celosa de ella por haberle quitado a Johan. No importaba qué secretos ocultara Ashlynn. Le había pedido ayuda y Olivia se la había negado. Tendría que vivir con eso. Ésa era la persona en la que se había convertido: alguien que abandonaba a una chica que necesitaba desesperadamente su ayuda.

—Tú me abandonaste —repitió Ashlynn.

Sólo eso, siempre lo mismo. «Tú me abandonaste. Tú me abandonaste. Tú me abandonaste».

Olivia cerró los ojos y, al abrirlos de nuevo, Ashlynn había desaparecido. La culpa excavó en ella un profundo túnel, como si quisiera atravesarla. Sólo podía pensar en formas de detenerla. Formas estúpidas. Se acercó a su armario abierto y miró la ropa, dispuesta ordenadamente en el colgador. En el extremo más alejado del estante, vio una fina caja dorada. La llevó a la cama y abrió la tapa. La caja contenía una corbata de seda que, tres años atrás, había comprado para regalársela a su padre; con el torbellino del divorcio, nunca llegó a dársela.

La sostuvo entre los dedos y acarició el suave tejido, apretando los labios con tanta fuerza que se le volvieron blancos. Se enrolló la corbata alrededor del cuello, sólo para saber qué se sentiría. Cogió ambos extremos y tiró, hasta que la presión empezó a dolerle. Tendría que estar mucho más prieta. Tendría que hacer un nudo que le impidiera aflojarla con los dedos. Un extremo anudado y el otro, atado a la barra del armario.

Olivia se acercó al espejo de cuerpo entero que había en la puerta del armario. Los extremos de la corbata azul marino le colgaban sobre la camiseta.

«Tú me abandonaste».

Cogió el lado más grueso de la corbata entre las manos, miró su cara en el espejo y la imaginó amoratada, con la lengua hinchada y los ojos desorbitados como los de un bóxer. Espantosa.

Oyó la voz de Kimberly en su cabeza, y supo qué le diría su amiga: «No te atrevas a hacerlo, Livvy».

Olivia suspiró; sabía que Kimberly tenía razón. Era incapaz de hacerlo. Pasó el extremo ancho por encima del estrecho, volvió a meterlo por el nudo y lo ajustó hasta que quedó perfecto. Ahora era sólo una corbata, no una soga. Le sacó la lengua a su reflejo, y luego se soltó la corbata y la lanzó al armario.

Olivia oyó un afilado ping en la ventana de su dormitorio. En ocasiones, algún pájaro desorientado chocaba contra el cristal. En ocasiones, el viento lanzaba bellotas contra su ventana. Miró hacia el río y, mientras lo hacía, volvió a ocurrir. Un guijarro golpeó el cristal y rebotó. Había alguien lanzando piedrecitas desde abajo para llamar su atención.

Sabía quién era, y el corazón se le aceleró. Corrió hacia la ventana y le vio oculto entre los árboles de la ribera del río, haciéndole gestos con las manos.

Johan.

Olivia abrió la ventana, pero se lo pensó mejor antes de llamar. No creía que sus padres quisieran que hablara con él, así que se escapó como había hecho en tantas otras ocasiones: se agarró del canalón y saltó al suelo. Esta vez la caída le dolió. Corrió hacia los árboles y, antes de que pudiera decir una palabra, él la atrajo hacia la orilla del río, fuera de la vista de la casa, y la abrazó con fiereza.

—Esos hijos de puta —susurró—. ¿Estás bien?

Olivia notó que el cuerpo del chico temblaba de rabia. Cuando la sujetó por los codos, lo miró un segundo y vio que no era el Johan que ella conocía. No se trataba sólo de los cortes y los cardenales de su rostro: sus ojos eran distintos. No lo reconoció.

—Estoy bien —contestó—, de veras.

—Mientes.

Así era, pero no hacía falta que él supiera la verdad.

—No te preocupes por mí. ¿Cómo estás tú?

Él se encogió de hombros, como si sus propias heridas no significaran nada.

—Fue Kirk —le dijo—. Él y los otros. Ellos lo hicieron.

—Qué sorpresa.

—Obligué a Lenny a contármelo.

Olivia le miró las manos y vio que tenía los nudillos ensangrentados.

—Johan, ¿qué has hecho?

—Nada comparado con lo que voy a hacer.

Olivia había percibido ese odio en las voces de otros chicos de St. Croix, pero nunca en la de Johan.

—No te metas en esto —le suplicó—. Por favor. Ésta no es tu guerra.

—Sí, sí lo es. Llevo años escuchando a mi padre, pero está equivocado. Me niego a aceptar lo que venga. No puedes tumbarte y dejar que te cosan a patadas. Antes o después, tienes que devolver el golpe.

—Saldrás herido, te meterás en problemas… y nada de eso cambiará lo que ha ocurrido.

—No me importa. No soporto quedarme sin hacer nada. ¡Mira lo que te hicieron! ¡Mira lo que le hicieron a Ashlynn!

—Nada de lo que hagas va a traerla de vuelta ni a hacer que esto desaparezca. Sólo conseguirás empeorar las cosas.

Johan cayó de rodillas.

—Estaba embarazada, Olivia —gimió con la garganta cerrada por el dolor.

—Lo sé.

—El bebé iba a morir. Nuestro bebé. Tuvo que someterse a un aborto.

—Me lo han contado. Es horrible.

—Es culpa suya. De todos ellos. De Elorian, de Mondamin, de Kirk, de Barron. Tengo que hacer algo.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Olivia.

—Pienso ir por Kirk esta misma noche. Cuando acabe con él, el enfrentamiento habrá terminado.

—No. Por el amor de Dios, Johan, no lo hagas. No dejaré que lo hagas.

—Voy a hacerlo por ti. Por Ashlynn. Y también por Kimberly.

—Sólo conseguirás echar a perder tu vida. No quiero perderte también a ti.

Johan se levantó y la atrajo hacia él.

—He intentado seguir el camino de la paz. He intentado poner la otra mejilla. Y mira adónde nos ha llevado eso. Me niego a seguir bajando la cabeza. Voy a devolver el golpe.

—Se lo contaré a tu padre. A la policía. Ellos te detendrán.

Él la agarró y negó con la cabeza.

—No lo hagas.

—Maldita sea, Johan. Esto es una locura.

—Si todavía me quieres, no se lo cuentes a nadie. No les digas lo que voy a hacer.

La besó, como si supiera que ella no podría resistirse, y susurró:

—Por favor.

Olivia trató de retenerlo, pero él echó a correr por la orilla del río sin mirar atrás. Cuando los árboles lo engulleron ella siguió oyendo sus pasos entre los arbustos. Se quedó de pie junto al agua, desgarrada por la indecisión. Se dijo que Johan no hablaba en serio. No iría por Kirk. Johan no. Haría lo mismo que ella: conseguiría dominar al fin sus enloquecidos pensamientos y se echaría atrás antes de que fuera demasiado tarde.

Pero en sus ojos se leía otra cosa. Se leía la palabra «asesinato».

Tenía que detenerlo.