Kirk Watson dejó a Lenny junto al monumento indio treinta minutos antes de la hora de entrega estipulada.
Por el este, el horizonte se veía teñido de rosa. Un cardenal trinó desde las ramas de un árbol desnudo y pasó volando junto a Lenny en un destello de rojo. El muchacho subió por el camino de gravilla que salía de la carretera y conducía hasta un parque ubicado en la suave ladera, dominado por un obelisco de piedra gris y áspera. El campo que rodeaba el monumento estaba salpicado por gigantescos árboles. Una vez que estaba realmente aburrido se había acercado a leer la inscripción al pie del obelisco y descubrió que se erigía en honor a una victoria de los primeros colonos en una lejana batalla de frontera, cuando los indios dakota se rindieron ante un coronel de Minnesota y dejaron en libertad a cientos de granjeros que mantenían cautivos. Si Lenny hubiera sido indio, les habría advertido: «Os van a matar de todos modos, chicos».
Se sentó en un banco del parque para observar el tráfico que entraba y salía por la carretera de Barron. Dos pares de faros aparecieron desde la claridad del este previa al alba. El grave rugido del motor le indicó que el primero de los vehículos era un camión articulado. Alzó los prismáticos que llevaba colgados del cuello, los enfocó y lo siguió mientras se acercaba. Cuando pasó junto al camino de entrada al monumento vio que se trataba de un tráiler blanco con sólo unos números pintados en el costado, como un código. En una ocasión, Kirk le había explicado que la mayoría de los camiones sin rotular eran vehículos militares que transportaban cargas secretas. Éste se dirigía hacia el oeste a no menos de cien kilómetros por hora y Lenny se preguntó que habría en el interior.
Detrás del camión, el otro par de faros no se movía. El vehículo estaba aparcado en el arcén, a un kilómetro y medio de distancia. Lenny no pudo identificarlo y no recordaba si ya estaba cuando subía al parque desde la carretera. Se preguntó si los habían seguido. Los faros de aquel coche lo observaban fijamente, sin pestañear, y al cabo de dos o tres minutos sus temores aumentaron. Estaba a punto de avisar a su hermano cuando los faros se movieron y Lenny vio el parpadeo rojo de las luces traseras mientras el coche cambiaba de sentido. Luego desapareció y giró hacia el sur por uno de los largos caminos de entrada a las granjas. Lenny respiró más tranquilo.
Su teléfono empezó a sonar. Era Kirk.
—Un camión se dirige hacia el oeste —le informó Lenny—. No hay nada raro.
—En cuanto veas a nuestro tipo me llamas, ¿vale?
—Vale.
—Y cuando veas que se dirige de nuevo hacia el este me lo dices. Quiero asegurarme de que no intenta jugárnosla.
—Lo sé, lo sé, no te preocupes.
—Si ves algo que te huela a poli, me llamas.
Lenny pensó en el coche aparcado en la carretera, pero hacía ya un buen rato que había desaparecido.
—Entendido.
—Joder, Leno, mantén los ojos bien abiertos y no te quedes dormido.
—No lo haré.
Colgó. Le fastidiaba que Kirk no confiara en él, sin importarle cuántas veces hubieran realizado entregas en diferentes partes del estado. Lenny sabía lo que hacía, pero aun así, Kirk tenía razón. Cuando dabas por hecho que estabas a salvo, cuando dejabas de pensar que te habían tendido una trampa, las mandíbulas de acero se cerraban sobre ti.
Permaneció otros quince lentos minutos sentado en el banco con la barbilla apoyada en las manos y los prismáticos colgados del cuello, balanceándose. A aquella hora de la mañana, el tráfico era escaso. El cardenal, que revoloteaba entre las ramas más bajas de los árboles, le hacía compañía. En los largos ratos en los que la carretera permanecía desierta, Lenny miraba el obelisco, que le recordaba las puntas de lanza que podían desenterrarse de los campos de aquella de zona. De vez en cuando oía ruidos en los árboles que se erguían a su espalda y miraba a su alrededor, nervioso, como si los indios se prepararan para un ataque.
Estaba solo.
Cinco minutos antes de las siete, distinguió el objetivo. Conocía el vehículo; lo había seguido antes. El comprador era puntual, como siempre.
Tecleó el número de marcación rápida de su hermano.
—¿Sí?
—Ya viene.
Lenny colgó. No podía hacer nada más que esperar. El comprador tardaría cinco minutos en llegar al lugar de entrega. Comprobaría los retrovisores, se aseguraría de que estaba solo y aparcaría en la cuneta. Luego abriría la puerta del conductor y lanzaría la bolsa por encima del capó hacia los campos del norte. En pocos segundos, habría terminado; no se quedaría más tiempo del necesario. No esperaría a ver quién aparecía, porque la curiosidad podía matarte. No, daría media vuelta y regresaría por el mismo camino, probablemente aún más rápido, fingiendo creer que la entrega nunca había tenido lugar.
El todoterreno tardaría diez minutos en pasar de nuevo por delante del monumento, de vuelta a Barron. Lenny tenía que asegurarse de que el objetivo se había marchado antes de que Kirk fuera a recoger el dinero. Ningún comprador había intentado tomarles el pelo, pero podía ocurrir. La policía nunca les había tendido una emboscada, pero también podía ocurrir.
Lenny mantuvo la vista fija en la carretera. Durante tres minutos, no pasó nadie. No había ninguna señal que indicara que los polis seguían el vehículo. Todo iba sobre ruedas.
Volvió a llamar a Kirk.
—Nadie por aquí.
—Sigue vigilando.
Lenny cerró el teléfono, alzó los prismáticos y enfocó la carretera vacía.
Al cabo de un instante, sintió que volaba por los aires.
Dos manos lo agarraron por las axilas y lo arrancaron del banco. Salió despedido hacia atrás y vio las copas de los árboles por encima de su cabeza. Cayó con fuerza sobre el suelo mojado. Alguien se apoyó sobre su pecho y le dejó sin aire en los pulmones. Lenny resolló, incapaz de recuperar el aliento. Parpadeó aterrorizado al reconocer a Johan Magnus. Se revolvió, pero el fornido jugador de fútbol lo mantuvo inmovilizado como si fuera un insecto aplastado. Johan cogió la correa de cuero de los prismáticos y tiró de ella. Lenny no podía respirar. Se llevó las manos a la garganta para liberarse, pero fue incapaz de meter los dedos entre la cinta y la piel de su cuello.
—¿Fue Kirk? —le siseó Johan al oído.
Lenny se revolvió y agitó las piernas como si fueran judías saltarinas. Intentó suplicar, pero no podía emitir sonido alguno. Todo se volvió negro y oyó un rugido parecido al de un tren.
Johan aflojó la correa. Lenny escupió y jadeó mientras el aire volvía a entrar en sus pulmones, pero cuando intentó levantarse Johan le propinó un puñetazo en la mandíbula y se golpeó la cabeza contra el suelo. Johan tensó la cinta de los prismáticos y a Lenny volvió a nublársele la vista; la negrura y el rugido cayeron sobre su cerebro como una mortaja.
Al final, la correa se soltó y él trató de recuperar el aliento. Las lágrimas le anegaban los ojos y logró articular una súplica.
—Para.
—¿Fue Kirk?
Lenny sacudió la cabeza llorando, jadeando, sin decir una palabra.
—¿Fue Kirk? ¿Fue él quien atacó a Olivia?
—Por favor. Por favor.
Johan lo abofeteó. El impacto fue como si le hubieran picado un montón de avispas.
—Te juro que volveré a estrangularte —le aseguró Johan.
—No, no lo hagas, no lo hagas.
Johan agarró a Lenny de la camisa, le levantó el torso del suelo y lo sacudió como a una muñeca.
—¿Fue Kirk quien atacó a Olivia? ¿Fue él?
Lenny agachó la cabeza.
—Sí.
—¿Estabas con él?
—Yo llamé… llamé para pedir ayuda. Por favor.
Johan lo levantó hasta ponerlo en pie. El hijo del pastor se elevaba por encima de él con la cara enrojecida de furia. Lenny se encogió de miedo, a la espera de otro golpe. En lugar de eso, Johan lo agarró por un brazo y el cinturón y lo lanzó contra el banco. Lenny dio una voltereta por encima y cayó de rodillas sobre la tierra, donde quedó tendido sin moverse, aterrorizado. Los pasos furiosos de Johan chapotearon sobre la hierba mojada a medida que se alejaba. Lenny apoyó las manos en el suelo y se incorporó, asaltado por escalofríos de dolor que le recorrían la columna vertebral como cuchilladas. La correa de cuero se le había clavado en la piel del cuello y le escocía. Cuando intentó cerrar la boca, sus dientes no se alinearon. Se pasó la lengua por los labios y notó el sabor de la sangre. Se derrumbó sobre su pecho, llorando.
Oyó que el teléfono sonaba sobre el banco, pero no contestó. Era incapaz de ponerse en pie. Era incapaz de enfrentarse a Kirk.
No vio el todoterreno que pasaba frente al monumento en dirección este, hacia Barron.
Un minuto después, tampoco vio que el todoterreno daba media vuelta y aceleraba en dirección al punto de entrega.
El teléfono sonó y sonó, y Leno no contestó. Kirk colgaba y volvía a marcar, colgaba y volvía a marcar. Nada. Su hermano se había quedado mudo.
—¡Cógelo, capullo inútil! —gritó dentro de su camioneta—. ¡Descuelga el jodido teléfono, Leno!
El pulso le latía en las sienes. Bajó del vehículo y le dio una violenta patada al neumático delantero con la punta de la bota. Respiró con fuerza, se apoyó en el capó y se dio unos golpecitos con el puño en la barbilla. Distinguió la mancha de un rojo intenso en el campo. La mochila. El dinero. Se dijo que no había nada de que preocuparse. El comprador había efectuado la entrega y se había marchado con el rabo entre las piernas. Esta vez era igual que todas las anteriores. Sin policías. Sin trampas.
Aun así, que Leno no contestara significaba que había algún problema. Lo más seguro era largarse de allí, pero si lo hacía, otra persona tropezaría con la mochila y le robaría el dinero. No iba a dejar que eso ocurriera. Ni de coña.
Kirk echó un vistazo a la carretera. No vio ningún coche, y el camino era tan llano en aquella zona que le proporcionaba como mínimo un minuto de seguridad antes de que nadie pudiera llegar al punto de recogida. Si se ponía en movimiento enseguida, podía agarrar la mochila y desaparecer. No volvería a Barron; tomaría un camino de tierra y dejaría a Leno en el monumento con los indios muertos. Que le dieran.
Se metió en la camioneta y condujo deprisa, con la vista fija en la carretera. En el cruce, dio media vuelta y la dejó encarada hacia el camino de tierra que se dirigía al norte; bajó, dejó la puerta abierta y corrió a través del campo cubierto de surcos. Sus botas dejaban huellas sobre el terreno, pero no le importaba. La mochila se hallaba a treinta metros del arcén. Alargó la mano, la cogió, abrió la cremallera y comprobó los fajos de billetes. Luego se la colgó del hombro y corrió de vuelta hacia su vehículo.
Oyó el rugido del motor del todoterreno antes de verlo. Aún seguía en el campo cuando pasó disparado junto al lugar de la entrega.
Era él.
El hijo de puta había vuelto para encontrarle.
El todoterreno avanzaba tan rápido que la cara del hombre era apenas un borrón, pero bastó para que ambos se vieran el uno al otro. Sus miradas se encontraron, desde el vehículo en marcha hacia el campo. Kirk lo reconoció, y él reconoció a Kirk. El juego entre ellos había terminado. El hijo de puta aceleró y el todoterreno voló por la carretera. En unos segundos, habría desaparecido.
Kirk no podía perder tiempo. Tenía que largarse de allí.
Deshizo el camino hasta su camioneta y se lanzó hacia el norte. Realizó varios giros aleatorios sin apartar los ojos del retrovisor. Nadie le seguía. Echó un vistazo a la mochila y se preguntó si en su interior habría un dispositivo de seguimiento. ¿Era eso? Quizá no importaba adónde fuera ni lo rápido que condujera; quizá estaban ya tras él, observando su ruta en una pantalla. Se paró en la cuneta, vació la mochila sobre el asiento y revisó el contenido. No encontró ningún dispositivo electrónico, pero sabía que eso no significaba nada. Los federales eran inteligentes.
Esperó en mitad de la nada. Los caminos salían disparados en todas direcciones, como flechas. Los campos estaban vacíos. Al cabo de diez minutos seguía solo y decidió que las sirenas no iban a aparecer. Fuera cual fuese la trampa, aún no se había cerrado alrededor de su cuello.
Entonces ¿de qué iba todo aquello?
Tal vez su presa sólo quería saber quién había estado burlándose de él y ponerle un rostro a la voz infantil del teléfono. Si era así, lo había conseguido. Lo había desenmascarado y ahora ambos estaban en peligro, expuestos. Podían destruirse la vida mutuamente, pero sólo a expensas de sacrificar la suya propia.
La boca de Kirk se curvó en una mueca amarga. No le gustaba no saber.
«¿Qué pasará ahora, papi?».