Él la conocía.
Para él, ella encarnaba la esencia de la juventud, hermosa y vivaz. Era imposible verla y no sonreír, estar en su presencia y no enamorarse. La expresión de su rostro cambiaba a la velocidad de las monedas que caían de una máquina tragaperras, siempre distinta, siempre tentadora. Se movía con gracia y seguridad, no como una adolescente desgarbada que está todavía adaptándose a su cuerpo. Era joven y, aun así, ya madura en todos los aspectos fundamentales. Podías percibirlo en la seriedad de sus emociones cuando hablaba del amor y de la pérdida. No era una de esas adolescentes melodramáticas que lloran al ver un gatito muerto en la calzada. Entendía mejor que la mayoría de los adultos que la vida era frágil: se nacía deprisa y la existencia transcurría en un suspiro.
Al verla, al hablar con ella, al reír con ella, le dolía el corazón. Le recordaba que su propia juventud quedaba ya muy lejos. Le hacía desear dar marcha atrás y volver a vivirlo todo, incluso aunque no pudiera cambiar nada. Pero Ashlynn también hacía cantar a su corazón, porque encerraba una promesa enorme. Cuando se vio atrapado por la maldad del mundo, ella le mostró un rayo de luz. Se la imaginaba creciendo, aprendiendo, trabajando, casándose, quizá teniendo hijos. Alguien como ella estaba destinada a hacer grandes cosas.
Por esa razón, él había esperado protegerla. Habría encontrado el modo de mantenerla a salvo, aunque eso significara llevarla a un santuario del que no pudiera escapar. No permitiría que se convirtiera en una víctima de su plan.
Pero las cosas no habían ido como él pensaba.
Recordó la lluviosa tarde que llamó a su puerta. Hacía mucho que no la veía, y se sorprendió. Sin necesidad de que ella dijera una palabra, él se dio cuenta de que lo sabía. Lo llevaba escrito en la cara. Lo miró de una forma nueva, como si lo viera por primera vez. Tenía el pelo mojado y la lluvia caía sobre su cuerpo, pero no buscó cobijo. Se limitó a mirarlo. Sintió que intentaba llegar a él, como si el secreto que compartían los hubiera unido.
Ashlynn era una chica lista. Podías verlo en sus ojos azules como el océano, a los que no se les escapaba nada. No le sorprendió que hubiera averiguado la verdad. Había conseguido engañar a todo el mundo, pero no a ella.
«Sé quién eres —le dijo Ashlynn—. Sé lo que estás haciendo».
Él no respondió y ella no le concedió ni un segundo para que se lo explicara. Se desvaneció tan rápido como había aparecido, como si no quisiera que nadie la viese. Tal vez sólo quisiera transmitirle una advertencia, hacerle saber que, si ella lo había averiguado, otros también lo harían. No le pidió que lo dejara. No le reprochó nada.
Ahora era ya demasiado tarde para salvarla. Se había convertido en una víctima más de los pecados de Florian Steele. Su muerte le dolía más de lo que jamás hubiera imaginado pero, sobre todo, lo afirmaba en su convicción de que había elegido el único camino posible.
Castigo. Destrucción.
Estaba aparcado detrás de un viejo granero treinta kilómetros al oeste de Barron. Tras pasar meses haciendo acopio de materiales y semanas trabajando por las noches, ya casi estaba listo. Bajó del coche y descorrió el cerrojo de la alta puerta lateral; una vez dentro, volvió a cerrarlo tras de sí. El suelo estaba recubierto de una capa de goma; no podía arriesgarse a que la sequedad del invierno generara electricidad estática. Introdujo el código de seguridad para desactivar la alarma, dotada con un sensor de movimiento, y encendió los fluorescentes que colgaban del techo; la gigantesca nave se iluminó como el hangar de un aeropuerto.
La camioneta Ford E-350 aguardaba en el centro de un espacio húmedo en el que aún se distinguía el olor a fertilizante acumulado durante décadas. La camioneta era de color azul oscuro, sin más ventanas que los cristales tintados del parabrisas y las puertas laterales. La había comprado en diciembre, de segunda mano, a un vendedor de Ames que había localizado en la web de Craiglist y al que había pagado en efectivo. La carga máxima era de dos toneladas, más que suficiente para sus propósitos.
En Ames, había dejado algunas migas de pan para la policía. Había hecho lo mismo en Barron, pequeñas pistas para que, si eran listos, las siguieran. Al final, cuando hubiera ocurrido, quería que todo el mundo supiera por qué. Quería que lo entendieran. Se preguntó si la policía habría empezado a atar cabos, si estaban cerca de dar con él. No importaba. Esa noche sacaría la camioneta del granero para nunca volver. Su plan comenzaba al día siguiente, y no tenía pensado dormir hasta entonces. En los últimos días, a medida que el momento de la ejecución se acercaba, le había sido más difícil conciliar el sueño. La muerte tenía la curiosa capacidad de centrar la mente.
Empezaría en la oscuridad, y con las primeras luces del alba habría terminado.
«Soy la venganza de Dios».
«Mi nombre es Aquarius».