Chris no regresó al motel de inmediato; no quería quedarse a solas con su conciencia. Se dijo que era otro, no él, quien había permanecido en la oscuridad apuntando a la cabeza de un hombre con una pistola. No estaba preparado para lidiar con aquella mentira, así que al llegar a la bifurcación de la carretera que se dirigía hacia el norte, cerca de Barron, siguió la empinada ladera hasta lo alto de la colina. Maxine Valma vivía a pocas manzanas del instituto.
La propia directora, alta y de piel oscura, le abrió la puerta. Seguía vestida con ropa de calle y sus cejas finas como agujas se arquearon con sorpresa al verle.
—Señor Hawk.
—Señora Valma, lamento molestarla. Espero no interrumpir.
En el rostro de la directora se dibujó la violenta expresión de alguien cuya educación le impedía admitir que aquella visita constituía una intrusión indeseada.
—George y yo acabamos de llegar; hemos cenado en el pueblo. Está acostando a las niñas.
—Tengo un par de preguntas que hacerle. No la entretendré demasiado.
Ella se encogió de hombros.
—Pase.
Valma lo guió hacia el interior de la casa. La sala estaba decorada con muebles antiguos meticulosamente restaurados. De la pared colgaban láminas enmarcadas de la década de los veinte, la época de esplendor del jazz en Harlem. Parecían originales. En el estéreo sonaba música de saxofón a un volumen bastante alto, y Maxine lo bajó mientras tomaba asiento en una butaca.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Hawk?
—Bueno, para empezar puedes llamarme Chris.
—De acuerdo. Chris. Me he pasado por el hospital a ver a Olivia; espero que no te importe.
—En absoluto. Me alegro de que lo hayas hecho.
—No estoy segura de que se alegrara de verme. Creo que sigue relacionándome con Mondamin debido al trabajo de George en la empresa. Aun así, quería asegurarme de que supiera que en la escuela todos pensamos en ella.
—Te lo agradezco.
—Diría que no has llegado a ver el verdadero corazón de este pueblo —le dijo Maxine—. Está lleno de bondad. Lo creo de verdad.
—Espero que estés en lo cierto.
—¿Qué querías preguntarme, Chris?
—Bueno, sé que es una pregunta un tanto extraña, pero ¿puedes confirmarme si Ashlynn y Tanya Swenson coincidían en una asignatura durante este trimestre? La clase de estudios religiosos, los martes y los jueves.
—Me gustaría poder decirte que he memorizado el horario de todos y cada uno de los alumnos de mi instituto, pero me temo que no es así.
—¿Podrías consultarlo desde aquí?
Ella asintió con desgana.
—Supongo que sí. Tardaré un poco; el despacho está arriba.
—Te lo agradecería mucho.
Maxine Valma lo dejó solo. Chris oyó el preciso taconeo de sus zapatos sobre los escalones de madera, y luego el rumor de voces preocupadas. Tras un silencio cortante, unos pasos más pesados descendieron a la planta baja y un corpulento hombre negro apareció en el umbral. La cara de George Valma, al igual que la de su mujer, reflejaba una cortesía tensa, como si Chris hubiera interrumpido algo importante entre ellos. Se preguntó si quizá se encontraban en mitad de una discusión.
George le estrechó la mano con la fuerza de un jugador de fútbol americano. Su voz era envolvente e inusualmente suave para un hombre de semejante envergadura. Tenía el pelo hirsuto y canoso, y llevaba una camisa de seda azul marino con el cuello abierto y unos pantalones de vestir grises. Era algunos años mayor que su mujer; debía de estar en plena cincuentena. A pesar de su tamaño, se le veía en forma, no grueso.
—¿Le ha ofrecido Maxine una copa de vino? —preguntó George mientras se sentaba en el sofá.
—Gracias, estoy bien.
—Lo que le ha ocurrido a su hija es terrible.
—Sí, lo es.
—Yo tengo dos hijas, de nueve y doce años. Si alguien le hiciera algo parecido a una de mis niñas, creo que le arrancaría la cabeza con mis propias manos.
George transmitía la impresión de ser capaz de cumplir su amenaza.
—Somos padres —dijo Chris.
—Exacto.
—Su esposa me ha dicho que trabaja usted en Mondamin.
George asintió.
—Así es. Me incorporé a la empresa cuando fue absorbida; antes trabajaba en la empresa matriz, en Missouri.
—Es un lugar controvertido.
Los labios de George se retorcieron como una oruga al pronunciar su respuesta:
—Soy científico. Me mantengo al margen de la política y las relaciones públicas.
—¿Le costó trasladarse a Barron? En las zonas rurales, los desconocidos no siempre son bienvenidos.
—¿Más si cabe los desconocidos afroamericanos?
—Me refiero a cualquier desconocido, aunque Barron no sea exactamente St. Louis en términos de diversidad.
—En este barrio se escucha mucho más a Hank Williams que a Charles Mingus, sin duda. A veces me siento como un animal de zoológico, pero las personas que viven aquí son cristianos decentes. No puedo decir que nos hayan hecho sentir que no somos bienvenidos. Nos han aceptado en su iglesia, y prefiero que mis hijas crezcan aquí a que lo hagan en una ciudad como St. Louis. Voy a trabajar todos los días con una sonrisa en la cara.
Su voz se elevó de una manera extraña al pronunciar aquellas palabras, como si tratara de convencerse a sí mismo.
—¿Qué clase de trabajo realiza?
—Me temo que no puedo hablar de ello. Lo siento.
Chris alzó las manos.
—No es mi intención robarle secretos profesionales.
—No, pero le sorprendería saber hasta dónde puede llegar la gente. Algunas empresas contratan a detectives privados para que hagan de ascensoristas durante las reuniones de trabajo, de modo que puedan escuchar a hurtadillas las conversaciones entre los investigadores. Otros contratan a prostitutas para conseguir información. Este negocio es despiadado.
—Debe de haber mucho dinero en juego.
—Miles de millones.
Maxine Valma regresó a la sala. No se sentó junto a su marido, sino que se quedó de pie en el quicio de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Chris pensó que no quería que él permaneciera en la casa más tiempo del necesario.
—¿Le estás haciendo preguntas sobre Mondamin? —quiso saber—. Ya te advertí que después tendríamos que matarte, ¿recuerdas?
La broma sonó hueca. Ninguno de los tres se rió y George le dirigió a su esposa una mirada de incomodidad.
—En cualquier caso, la respuesta es sí —prosiguió Maxine—. Ashlynn y Tanya estaban juntas en la clase de estudios religiosos de este trimestre.
—Gracias por comprobarlo.
—¿Querías alguna cosa más? —preguntó ella.
—¿Qué sabes de la relación entre ellas?
—Me sorprendería que existiera siquiera una relación, dada la situación. ¿Por qué?
—Ashlynn llamó a Tanya el día antes de que la mataran. Le dijo a su padre que quería preguntarle por los deberes.
—Suena razonable.
—Sí, supongo que sí —convino Chris—. En fin, siento haberos molestado.
Se levantó para marcharse. Pero entonces lo recordó:
—De hecho, tengo una pregunta más. Ashlynn llamó a tu casa hace dos semanas. ¿Recuerdas qué quería?
La directora negó con la cabeza.
—Los alumnos suelen llamarme con frecuencia, pero no recuerdo haber atendido ninguna llamada de Ashlynn.
—Seguro que sí, Maxy —le recordó George—. Te comentó que una de las puertas de salida del gimnasio se atascaba. Le preocupaba que supusiera un riesgo para la seguridad.
Maxine parpadeó y su expresión se suavizó.
—Claro, es verdad. Había olvidado que fue Ashlynn quien me advirtió de ello.
—¿Te habló de algo más? —preguntó Chris.
—Los típicos comentarios.
—¿Nada fuera de lo común?
Ella sonrió.
—Lo lamento.
Chris asintió. Todos los caminos que tomaba acababan en un callejón sin salida.
—Bueno, muchas gracias por tu tiempo.
—De nada.
Les estrechó la mano a ambos y se despidió. La directora lo acompañó hasta la puerta y la cerró tras él. Mientras Chris enfilaba el camino de entrada al final de las escaleras, la luz del porche se apagó y el jardín delantero quedó a oscuras. Avanzó a ciegas hasta su coche, aparcado en la calle, y se sentó a pensar. Encendió el motor y, antes de que pudiera arrancar, alguien dio unos golpecitos en la ventanilla del acompañante.
George Valma estaba fuera.
Apagó el motor y el corpulento científico abrió la portezuela y se sentó a su lado con gesto incómodo, con las manos en el regazo y los gruesos labios apretados. Parecía un gran oso en el asiento del acompañante. Chris esperó y, al final, George volvió la cabeza y desafió su mirada inquisitiva.
—Esta conversación nunca ha existido —dijo.
—De acuerdo.
—Si se lo cuenta a alguien, lo negaré.
—Entendido.
—Maxine y yo somos muy cuidadosos con lo que decimos en casa. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.
—¿Está diciendo que cree que le han instalado micrófonos en casa?
—No lo sé, pero es mejor ser precavido.
—¿Quién iba a hacer algo así? ¿Florian?
—Quizá. O quizá otra persona. Siempre hay alguien interesado en escuchar.
—¿Y qué es lo que quería contarme? —preguntó Chris.
George volvió su voluminoso cuello hacia uno y otro lado para escrutar la calle, como si buscara extraños entre las sombras o coches desconocidos en el vecindario. Una vez convencido de que estaban solos, rugió:
—La llamada no transcurrió como le he explicado.
—¿Cómo fue entonces?
—Ashlynn no llamó a Maxine —afirmó George—. Me llamó a mí.
George le daba indicaciones a Chris mientras éste conducía. Se mantuvieron alejados de la carretera nortesur y, en su lugar, avanzaron por caminos llenos de baches y sin asfaltar a través de los campos vacíos. Chris no tardó en perderse en el laberinto de cruces sin señalizar, pero el científico poseía un sentido de la orientación infalible. Chris le acribilló a preguntas, pero durante los quince minutos de trayecto George apenas habló.
—Pare aquí —señaló al final el científico.
Chris obedeció. George bajó del coche y se dirigió hacia un campo abandonado, un mar de barro y piedras. El hombre avanzó con las manos hundidas en los bolsillos y los hombros encorvados. Chris le siguió. Se hallaban cerca de un camino de grava que no conducía a ninguna parte, sin edificios a su alrededor. Los gigantescos árboles empequeñecían la figura de los dos hombres y conferían a la parcela una sensación de aislamiento. Bajo la tenue luz de la luna, resultaba fácil distinguir las constelaciones por encima de sus cabezas.
—¿Dónde estamos, George? —quiso saber Chris.
A pesar de que se hallaba a sólo un metro y medio de distancia, la oscura piel de George lo hacía casi invisible.
—Estos terrenos pertenecieron a un hombre llamado Vernon Clay.
—¿Quién es?
—Hasta hace cuatro años, trabajaba como investigador en Mondamin. Compartíamos la misma especialidad.
—¿Me va a contar cuál es?
George vaciló.
—Pesticidas.
—¿Se refiere a DDT, atrazina, el Round-Up de Monsanto y todas esas porquerías?
—Si se les da un uso adecuado, no son porquerías.
—Y cuando no se le da un buen uso, te crece una cola, ¿no?
—Eso es una burda exageración —resopló George—. Los extremistas medioambientales elevan quejas absurdas sobre los riesgos de los pesticidas en la cadena alimentaria basándose en datos no contrastados. Si no dispusiéramos de pesticidas para proteger las cosechas, no podríamos alimentar al mundo, sobre todo a los países en vías de desarrollo. Mis investigaciones se centran en la mejora de las cosechas partiendo de una menor exposición química.
—De acuerdo, ¿y qué hacemos aquí? ¿Qué relación tiene todo esto con Ashlynn Steele?
Chris oyó la respiración entrecortada de George Valma en la oscuridad. El científico reunió el valor necesario para seguir hablando.
—El pasado otoño, Ashlynn me llevó aparte durante una fiesta en casa de Florian. Me preguntó qué sabía acerca del trabajo de Vernon Clay en Mondamin.
—¿Le explicó por qué quería saberlo?
—Dijo que estaba preparando un trabajo sobre investigación agrícola para su clase de Biología. En ese momento no lo puse en duda. Viniendo de la hija de Florian, me pareció una petición razonable.
—¿Qué le contó?
—Le conté lo que sabía de Vernon. Al menos la versión oficial. Vernon Clay era joven, pero se trataba de uno de esos científicos que desarrollan un paradigma completamente nuevo en su campo. Mondamin dio un golpe maestro al contratarlo. Era uno de los pioneros en el uso de nanopartículas metálicas en los pesticidas, mientras el resto de nosotros seguíamos secuenciando el ADN del maíz.
—Como los experimentos del doctor Frankenstein.
—Es justo lo contrario. ¿Preferiría comer los tomates de un campo tratado con toneladas de pesticidas químicos o los de otro donde la cosecha ha desarrollado una resistencia estructural a los insectos?
—Preferiría comer los tomates que cultiva mi vecino en su jardinera.
Antes de que George pudiera protestar, Chris añadió:
—¿Cuál es la versión no autorizada sobre Vernon Clay?
—Corría el rumor de que estaba enfermo. Abandonó Mondamin hace cuatro años y desapareció. No ha vuelto a dar señales.
—¿Qué quiere decir con «enfermo»? ¿Tenía cáncer?
—Más bien una enfermedad mental.
—Entonces, ¿qué tienen que ver estos terrenos en el asunto?
—Probablemente nada.
—Estoy seguro de que no me ha arrastrado hasta este sitio por nada, George.
El científico se agachó y Chris le oyó apretar un puñado de barro entre los dedos.
—Las preguntas de Ashlynn despertaron mi curiosidad. No es frecuente que alguien como Vernon desaparezca en la cima de su carrera. Empecé a preguntar por él en Mondamin y me topé con un muro de silencio. Nadie quería hablar de él, y eso aumentó mi curiosidad. Busqué sus datos en una vieja agenda y ésta era su dirección. Justo donde estamos ahora. Sólo que, cuando vine por primera vez, no encontré nada. Buscando en Google Earth descubrí que, hace cinco años, en este sitio había una casa.
—Muy bien, ¿y dónde está?
—Ha desaparecido. La demolieron. Araron los campos y los esterilizaron. La tierra está muerta, aquí ya no crece nada. Y adivine quién es el dueño de la propiedad. Ya no pertenece a Vernon Clay.
—Florian Steele —dedujo Chris.
—Así es.
—¿Ha hablado con alguien de esto?
—Diablos, no. No se lo conté a nadie. No quería perder mi trabajo.
—¿Y por qué me lo cuenta ahora?
George se puso en pie y Chris oyó crujir sus rodillas.
—Ashlynn me llamó hace dos semanas y volvió a preguntarme por Vernon. Quería saber dónde estaba y dónde podía encontrarle.
—¿Qué le dijo?
—Que no lo sabía.
—¿Le explicó por qué quería localizarlo?
—Estaba intentando averiguar si las investigaciones que Vernon estaba llevando a cabo podían ser las responsables de los casos de cáncer en St. Croix. También quería saber si los pesticidas que estaba desarrollando podían causar malformaciones congénitas.
«Anencefalia».
—¿Qué le contestó? —continuó Chris.
—Le dije que no. Imposible. Aunque se acepte que los factores medioambientales pueden desempeñar un papel en algunos cánceres, se requieren años de exposición para provocar un impacto. Mondamin sólo lleva una década instalada en Barron, y los primeros casos de leucemia se desarrollaron hace seis años. Para que pudiera establecerse una conexión, habría sido necesario un nivel de exposición catastrófico.
—¿Catastrófico?
—Sí. Lo cual significa que tendría que haber sido deliberado. Además, la demanda propició una investigación por parte de una de las mejores epidemiólogas del país, Lucia Causey. La conozco; es rigurosa. Si hubiera existido la más remota posibilidad de que los casos de cáncer estuvieran relacionados con Mondamin, la habría encontrado. Así que la respuesta es no. No hay ninguna conexión. Eso fue lo que le dije a Ashlynn.
Chris detectó la convicción en la voz del hombre. Era la convicción de alguien que quería creer que estaba en lo cierto.
—Entonces ¿qué hacemos aquí?
—Yo soy científico, Chris. Sólo creo en lo que puedo demostrar. No confío en las coincidencias.
—No ha respondido a mi pregunta.
George Valma habló en voz baja. Sus palabras se perdieron en la noche.
—¿Sabe dónde estamos?
—Hace kilómetros que perdí la noción del espacio —contestó Chris—. ¿Dónde estamos?
George posó una férrea mano sobre el hombro de Chris y lo volvió hacia los árboles oscuros que bordeaban el terreno.
—Detrás de esos árboles, a menos de medio kilómetro, se encuentra el pueblo de St. Croix —señaló—. Comparte acuífero con esta tierra. Todo lo que se plante en ella se abrirá camino hasta su abastecimiento de agua.