Capítulo 26

Ya había anochecido. Bajo la tenue luz plateada de la luna, los campos abiertos del valle del río Spirit se habían vuelto prácticamente invisibles.

Chris se detuvo en la cuneta, en el punto en que la calle Ciento veinte se desviaba hacia el río, apagó los faros y dejó el motor encendido. Los árboles se cernían sobre el asfalto y sus ramas caían como una cortina sobre el techo del Lexus. Se agarró al volante mientras decidía hacía dónde girar. Llevaba todo el día dándole vueltas a qué era lo que tenía que hacer. En la vida, había ciertas líneas indelebles; si las cruzabas, no había marcha atrás.

La pistola descansaba en el asiento del acompañante, junto a él.

Su hija estaba en el hospital. La habían agredido brutalmente. Se recuperaría, pero la huella de aquel ataque la acompañaría siempre, como un tatuaje impreso en su cerebro. Como un grafiti garabateado en un cuadro perfecto y hermoso. Su cólera era tan profunda que no encontraba palabras para describirla. Tenía que hacer algo; alguien tenía que pagar por el daño que le habían infligido. Pensó en Marco Piva, quien en poco tiempo se había convertido en su brújula y su conciencia. «Está enfadado con el mundo». Era cierto, pero ahora su ira se centraba en un objetivo concreto: Kirk Watson.

A medio kilómetro de distancia, distinguió unos faros que se acercaban por la carretera. Nadie podía verle allí, así que debía tomar una decisión: quedarse o huir. Pisó levemente el acelerador, se metió entre los árboles que bordeaban el camino del río y avanzó hacia el agua. Las bellotas y las ramitas secas crujían bajo los neumáticos. Forzó la vista, pero se movía prácticamente a ciegas. Las luces titilaban entre los árboles, señalando la ubicación exacta del puñado de casas construidas dentro del bosque. Bajó la ventanilla y aspiró el olor a humedad del cercano río. Delante de él, allí donde las luces se desvanecían al borde del agua, el camino terminaba. No se atrevía a llegar más allá.

Hizo una maniobra para cambiar de sentido y aparcó en un punto apartado del camino. En lugar de salir del vehículo, se quedó sentado mirando la nada. Las hojas mojadas colgaban sobre el parabrisas. Un cuervo graznó en las copas de los árboles. Cogió la pistola y sintió su peso en la palma de la mano. Él era como Hannah: siempre había odiado las armas. Hasta este momento, nunca había concebido que tuvieran un lugar en el mundo.

Chris bajó del vehículo en silencio. Dejó el llavero sobre el asiento del conductor, con cuidado, y separó la llave de encendido del resto para poder encontrarla sin tener que buscar en la oscuridad. Luego cerró la puerta con un silencioso clic y sujetó con fuerza la pistola.

Avanzó con cautela. El pulso le latía en la garganta y rugía en su cerebro. Las ramas de los pinos le rozaban la cara como si fueran dedos, sobresaltándolo cada vez. Se detuvo y aguzó el oído. Algo salió disparado entre los arbustos, un animalillo alarmado por su presencia. El agua del río lamía la orilla. En el aire en calma, oyó un murmullo de voces. Alguien reía.

Las luces de la última casa, la casa de Kirk, brillaban a veinte metros de distancia.

En la esquina del garaje, una bombilla amarilla parpadeaba como si emitiera un mensaje en morse; la de la esquina opuesta, la más cercana a la casa, estaba fundida. Había una camioneta Ford de la serie F aparcada junto a la pared. La casa en sí era pequeña, de una sola planta, pintada de un blanco desconchado. El porche estaba a oscuras, igual que la terraza que daba al río. Las luces que veía y las voces que había oído provenían de la parte más cercana, detrás del garaje. La ventana quedaba enmarcada en un cuadrado de luz.

Chris se acercó a la camioneta manchada de barro. El suelo entre el garaje y la casa estaba mojado y tapizado de hierba alta y marrón. La luz titilante de la pared del garaje proyectaba sombras tenues y movedizas. Se dirigió a la esquina y uso las mangas de la camisa para desenroscar la bombilla y quedar a oscuras: ahora su figura resultaba invisible para cualquiera que mirara hacia el bosque. Avanzó hacia la casa y se deslizó hasta la ventana batiente trasera, abierta y sin mosquitera. Chris distinguió dos voces masculinas que subieron de volumen. Kirk no estaba solo.

Echó un vistazo al interior de la habitación. Había una cama de matrimonio arrimada a la pared más cercana, justo debajo de la ventana abierta, sin cabezal; estaba vacía, con las sábanas y las mantas hechas un ovillo. Al otro lado, un televisor de alta definición; la pantalla era como mínimo de cincuenta pulgadas. En la esquina del cuarto había un costoso equipo de levantamiento de pesas. Las paredes estaban pintadas de azul marino y había varios agujeros en el yeso, del tamaño de un puñetazo.

Kirk Watson estaba sentado en un sillón abatible de cuero con el torso desnudo, calzoncillos a cuadros y la larga melena suelta sobre los hombros. Los músculos de sus brazos y piernas se veían bien torneados. Lenny Watson, más delgado y joven, con el vendaje todavía cubriéndole la mejilla, estaba de pie en la puerta de la habitación. Lenny miró hacia la ventana y Chris se puso tenso, esperando que lo viera y soltara un grito. En lugar de eso, Lenny siguió hablando con su hermano, incapaz de distinguir nada en la oscuridad más allá de la ventana.

—Ya ves, tío, las seis de la mañana —dijo—. Joder, qué pronto.

—Bueno, no es la clase de negocio que uno hace a mediodía y delante de los juzgados, Leno. No seas estúpido. —Kirk alargó el brazo para coger un botellín de cerveza—. Si prefieres quedarte en la cama, hazlo y disfruta de tus sueños húmedos. No me haces ninguna falta.

—No, quiero ir contigo.

—Pues asegúrate de estar listo. No voy a despertarte, Leno, ¿lo pillas?

—Lo pillo.

—Te quiero preparado a las seis y media. El sol sale a las siete.

—Ya, ya lo sé.

—Recuerdas el trato, ¿verdad? Te dejo junto al monumento con los prismáticos y tú controlas todos los coches que salgan de Barron hacia el lugar de la entrega.

—Ya lo sé, tío; no es la primera vez que lo hago.

—Un solo error podría ser fatal, Leno. Me avisas cuando se acerque y me avisas cuando vuelva al pueblo. Si hace algo extraño, gritas, y si hueles a la poli, me haces la señal de emergencia, agachas la cabeza y te quedas ahí.

—No voy a fallarte, tío.

Chris distinguió las ganas de agradar en el tono de Lenny. Los hermanos pequeños solían convertir a sus hermanos mayores en héroes, aunque no lo merecieran. No sabía qué chanchullo planeaban, pero estaba seguro de que tarde o temprano la influencia de Kirk llevaría a Lenny en una sola dirección: la cárcel o algo peor.

Kirk se desperezó, bostezó y se levantó del sillón.

—Me apetecería echar un polvo.

—¿Con quién? —preguntó Lenny.

—No lo sé. ¿Tú qué opinas?

—¿Qué te parece la chica nueva, Sammi?

—¿La punk con el pendiente en la nariz? Sí, ¿por qué no? Pásame el teléfono.

Lenny le alargó el teléfono a su hermano y Kirk marcó un número.

—¿Sammi? Soy Kirk Watson. ¿Qué pasa, preciosa? Voy a dar una fiesta, con priva incluida. ¿Te quieres venir? Sí, tráete a una amiga, coño, claro que sí. Lenny irá a recogerte con mi camioneta. Veinte minutos. Y ponte lo que quieras.

Kirk colgó el teléfono. Así de fácil, como pedir una pizza. Chris estaba horrorizado.

Cayó en la cuenta de que se estaba quedando sin tiempo para matar.

—Coge la camioneta, Leno —le indicó Kirk a su hermano—, y que no te pare la poli, pringado.

—Antes tengo que plantar un pino.

—¿Qué pasa? ¿Las chicas te dan diarrea, Leno? Sammi va a traer a una amiga, así que no te cagues en los pantalones, ¿vale? ¿Quieres que te las pase cuando haya terminado?

Lenny se encogió de hombros.

—Bah, no.

—Coño, Leno, no serás marica, ¿no?

—¡No!

—Entonces ¿por qué siempre que te ofrezco la posibilidad de echar un polvo dices que no? Oh, olvídalo, la única chica a la que quieres es Olivia Hawk.

El cuerpo de Chris se tensó. Esperó inmóvil como una piedra lo que vendría a continuación. Quería una prueba definitiva. Algún tipo de declaración, de confesión. Quería oír de boca de Kirk lo que había hecho. Cuando apretara el gatillo, no quería albergar ninguna duda: iba a hacer justicia.

Las palabras fluyeron de los labios de Kirk con tanta facilidad como el curso de un río. El significado era inequívoco.

—Bueno, tuviste tu oportunidad, Leno, y la desaprovechaste.

Chris sintió deseos de gritar. Aquel tipo acababa de confesar lo que le había hecho a su hija. No quería utilizar una pistola: quería rodear la garganta de aquel animal con sus propias manos. Quería ver cómo se le salían los ojos de las órbitas, cómo le reventaban las venas y el oxígeno se escapaba de su piel. Quería matarlo.

Lenny Watson no respondió a la provocación de Kirk, pero frunció el gesto en una mueca que parecía de frustración e impotencia. Entonces apretó las piernas y contuvo el aliento para soltar un pedo monstruoso. El chico maldijo en voz alta, dio media la vuelta y corrió hacia el baño.

Kirk se agarró las rodillas, muerto de risa. Sus carcajadas siguieron a Lenny por el pasillo y Chris oyó como la puerta del lavabo se cerraba con un golpe. Aquélla era su oportunidad, Kirk estaba solo. Eran sólo ellos dos. Podía apretar el gatillo y largarse, y nadie lo sabría nunca. Todos sospecharían, pero nunca lo sabrían.

En silencio, bajó el percutor de la pistola y deslizó el dedo sobre el gatillo.

Kirk encendió el televisor, se tumbó en la cama, puso un DVD y gruñó de satisfacción. Era una película porno con dos chicas. Una rubia de pechos enormes y oscilantes levantaba el culo en el aire mientras enterraba la boca entre las piernas de una morena que gemía exageradamente de placer.

—Joder, sí —murmuró Kirk al tiempo que se metía la mano por dentro de los calzoncillos y el algodón se levantaba formando una tienda de campaña.

Chris dio un paso hacia la ventana. Era la ocasión perfecta, un momento congelado en el tiempo. Lenny estaba ocupado y Kirk, distraído. La nuca de aquel monstruo se hallaba a sólo unos pocos centímetros. Lo único que tenía que hacer era disparar una vez y contemplar cómo le explotaba el cráneo en una masa viscosa de huesos, sangre y materia gris. Alzó la pistola. Kirk no tenía idea de lo que ocurría detrás de él, ningún sexto sentido que le advirtiera de que la muerte estaba tan cerca.

Chris pensó en Olivia. Por su cabeza pasaron destellos de imágenes de su cuerpo tendido de bruces en el vagón de tren, maltrecho y magullado. La respiración se le aceleró hasta sonar tan alto e irregular que temió que Kirk la oyera, pero la mente del chico estaba absorta en los cuerpos desnudos que se entrelazaban en la alta definición de la pantalla gigante. En la cabeza de Chris, Olivia lloraba, suplicaba que la ayudaran.

Sujetó el arma con firmeza; no le temblaba el pulso. Apenas tendría que presionar el gatillo. Se dijo a sí mismo: «A la de tres».

Uno.

Dos.

Tr…

Trató de disparar, pero fue incapaz. Pensó en Olivia y Ashlynn en el parque, mientras Olivia sujetaba la pistola. Olivia, desesperada en busca de venganza, furiosa, confundida, herida, sola. Su hija, dispuesta a acabar con una vida inocente.

Kirk Watson no era inocente. No era lo mismo, y aun así, sí lo era.

No había nada que Chris deseara más que matarlo, pero con cada segundo que pasaba su oportunidad se alejaba, y sabía que no había vuelta atrás. Tictac, tictac. Lenny no tardaría en volver. El tiempo se agotaba. No importaba. Pasara un segundo o una hora, él seguiría allí de pie, incapaz de disparar.

Dejó caer el brazo.

Sacó el dedo del gatillo y puso el seguro del revólver.

Hizo exactamente lo mismo que había hecho Olivia: se alejó, horrorizado por lo cerca que había estado de unirse a las filas de los malvados.