El cementerio de St. Croix estaba desierto.
Era última hora de la tarde, el sol estaba bajo y apenas alumbraba. Chris no vio a nadie en las calles del vecindario ni en las ordenadas hileras del pequeño camposanto luterano. Llamó a la puerta de la casa anexa, donde vivía Glenn Magnus, pero el pastor no respondió. Supuso que estaría acompañando a su hijo en el hospital. La puerta de la iglesia no estaba cerrada con llave, por si alguien quería entrar a rezar.
Chris la abrió.
El silencio resultaba perturbador. Se metió las manos en los bolsillos y permaneció inmóvil en el vestíbulo. A su derecha, por encima de la sinuosa escalera que llevaba al campanario, oyó el silbido del viento en la torre y la leve vibración de las campanas de la iglesia. Los largos bancos de madera del santuario estaban vacíos. Chris estaba solo.
Bajó por la escalera que conducía al sótano de la iglesia. Olía a moho, como si la humedad se hubiera filtrado en las paredes. A través de una puerta abierta vio una sala de reuniones; el suelo era de linóleo moteado, y había mesas y sillas plegables apoyadas contra la pared. Una de las mesas estaba abierta, y sobre ella distinguió un montón desordenado de biblias infantiles y algunas cajas con lápices de colores. La tenue luz del atardecer se colaba por varias ventanas pequeñas y cuadradas que quedaban al nivel de la calle. Encendió los fluorescentes y la habitación quedó bañada en una luz fría. El invierno había quedado atrás, pero nadie había descolgado todavía los murales navideños, elaborados con cartulinas de colores y pegados con cinta adhesiva amarilla.
Deambuló por el perímetro de la habitación para estudiarlos. Había dibujos del niño Jesús en el pesebre, ovejas que parecían bolas de algodón, ramas de acebo puntiagudas como alambre de espino, los tres Reyes Magos con largas barbas blancas y, en uno de los murales, una leyenda con una letra de cada color: «Ama a tu prójimo». Cuando Chris se acercó a mirar vio que alguien, en una caligrafía diminuta, había escrito debajo: «EXCEPTO A LOS DE BARRON».
Chris apagó las luces y abandonó la estancia.
—¿Hay alguien? —gritó en mitad del pasillo del sótano.
Su voz resonó en el vacío. No obtuvo respuesta.
Vio una puerta cerrada de la que colgaba un gran crucifijo de madera y varias fotos clavadas con chinchetas. Johan salía en todas ellas, casi siempre con el brazo por encima de los hombros de algún niño. Una amplia sonrisa iluminaba el atractivo rostro del chico. Algunas de las fotos estaban tomadas en acontecimientos deportivos, otras al salir de la iglesia. Le resultó llamativo no ver a Olivia ni a Ashlynn en ninguna. Por lo visto, allí todo el mundo mantenía su vida real en secreto.
Chris volvió a llamar en voz alta pero nadie respondió. Miró tras de sí hacia el pasillo vacío e hizo girar el pomo. La puerta no estaba cerrada con llave. Entró en la habitación, dejó la puerta entornada y encendió la luz del techo.
Para ser la de un adolescente, la habitación de Johan estaba muy ordenada. La cama estaba hecha y las esquinas bien recogidas. Sus libros de la escuela (cálculo, biología humana, la guerra civil, economía y Moby Dick) descansaban en orden al fondo de un escritorio de madera. En el monitor de su ordenador brillaba una luz verde, aunque la pantalla estaba en negro y el teclado, dentro de un cajón. Vio sobres. Vio carpetas de cartulina y apuntes tomados con una caligrafía precisa. Los bolígrafos estaban metidos dentro de una taza de la Iglesia Evangélica Luterana en América, con la punta hacia abajo.
Encima de la cama de Johan, Chris vio una ventana rectangular que daba a la calle. Imaginó a Olivia en cuclillas al otro lado, dando golpecitos en el cristal a la una de la madrugada. «Johan, despierta, tenemos que hablar».
Encendió el ordenador, pulsó la tecla de inicio y buscó los documentos del disco duro en los que figurara la palabra clave «Ashlynn». Esperaba hallar borradores de correos electrónicos o cartas, pero si existía comunicación escrita entre ellos, se limitaba a mensajes de móvil o a e-mails de servidores online. Sí encontró un archivo de imagen con el nombre de Ashlynn, lo abrió y vio una foto dolorosamente hermosa de Ashlynn Steele, tomada en invierno, con los tobillos hundidos en la nieve. Vestía un chaleco acolchado; llevaba la larga melena rubia suelta y agitada por el viento, y tenía las mejillas rojas a causa del frío. Su boca se abría en una sonrisa franca y despreocupada.
Por lo que había descubierto hasta el momento, Chris no creía que Ashlynn hubiera disfrutado de muchos momentos de felicidad como ése en sus últimos meses. Le complació ver un brillo de alegría en su rostro y le apenó pensar en la tragedia que la había consumido. Aquel caso se había convertido para él en algo más que el mero hecho de salvar a Olivia. Quería averiguar qué había ocurrido para destruir la paz de aquella chica y arrebatarle la vida.
Inspeccionó el resto de la habitación de Johan. Los cajones de la cómoda estaban llenos de pilas de ropa doblada. La puerta del armario estaba cerrada; al abrirla, vio dos cestas de ropa sucia en el suelo, rebosantes de ropa blanca y de color. El espacio cerrado olía levemente a sudor. Se agachó y fue sacando las prendas de color, examinándolas una a una y dejándolas en el suelo. Casi al fondo de la cesta encontró un par de vaqueros azules lavados a la piedra, con manchas de barro en las rodillas y suciedad y hierba seca pegadas al dobladillo.
Reconoció una mancha de color marrón rojizo que se extendía por la pernera, alargada y oscura. Era sangre. Dejó los vaqueros a un lado, revisó con rapidez la ropa blanca y encontró una camiseta de béisbol con manchas similares en las mangas.
Más sangre. Mucha.
—Hola, Chris.
Se volvió hacia la voz, sobresaltado. Lo habían pillado y no tenía excusa. Glenn Magnus lo miraba desde el quicio de la puerta. Su cara no mostraba ninguna emoción.
Chris se apoyó en el marco de la puerta del armario.
—Glenn.
—Podrías haberlo pedido —señaló el pastor.
—Tienes razón.
—Supongo que imaginabas que ya lo habría lavado.
—Eres padre —dijo Chris—. Sé cómo piensan los padres.
—Eso es cierto.
Chris sostuvo la camiseta en alto.
—Estuvo allí, Glenn.
—Lo sé. Él me lo contó.
—¿La mató?
—Johan es incapaz de cometer un acto de violencia semejante.
—Cualquiera puede perder el control —señaló Chris—. Esto es sangre. Johan me dijo que no había tocado nada en el escenario del crimen, pero me mintió. Y mintió también a la policía al no decirles que estuvo allí.
El pastor frunció el ceño, enfadado.
—Johan mintió para proteger a Olivia. Fue una estupidez, pero también un acto de nobleza. Por lo que respecta a la sangre, ¿qué crees tú que hizo al ver a la chica de la que estaba desesperadamente enamorado tendida sin vida en el parque? Se arrodilló a su lado, la abrazó. Lloró por ella.
—Es posible.
—Es lo que ocurrió.
—No digo que no sea cierto, Glenn, pero eso no cambia lo que tengo que hacer.
—Soy consciente de ello. Llévate la ropa y habla con la policía. Si una acusación en falso ayuda a Olivia, que así sea.
—Ella es inocente.
—Johan también lo es.
El pastor entró en la habitación de su hijo, se sentó en la cama y pasó la mano por los pliegues del edredón. Estaba perdido. Chris se preguntó si creía de verdad que Johan no había matado a Ashlynn, o si le preocupaba que su hijo se hubiera dejado arrastrar por la pasión y el dolor. Ni siquiera los hombres de fe podían huir para siempre de las dudas.
—Johan está desolado por lo que le ha ocurrido a Olivia —prosiguió Magnus—. Siente verdadero cariño por ella. Cuando Johan me contó que quería romper con tu hija, me mostré severo con él. No quería que fuera cruel. No quería que le rompiera el corazón.
—Se lo rompió de todos modos —dijo Chris.
—Aun así, no quiero que pienses que Johan es displicente con las chicas. Es un chico guapo y, a esa edad, las chicas se encaprichan con facilidad; sin embargo, le he inculcado que debe tratarlas siempre con respeto.
—Olivia y él mantenían relaciones sexuales —declaró Chris.
El pastor frunció el ceño.
—Sí, lo sé, y no me parecía correcto. Creo que durante un tiempo tanto Johan como Olivia creyeron que estaban enamorados, pero está claro que las cosas llegaron demasiado lejos.
—¿Ha habido otras chicas?
—No que yo sepa. Hasta Ashlynn.
—¿Había más chicas que estuvieran enamoradas de él? Aunque él no sintiera lo mismo.
—Unas cuantas, seguro.
—¿Tanya Swenson?
Magnus arqueó una ceja.
—¿Tanya? No tengo ni idea. Pasaba mucho tiempo con él, pero Johan nunca mencionó que ella sintiera algo. ¿Por qué?
—Ashlynn llamó a Tanya el día antes de morir. Me preguntaba si podía tratarse de otro triángulo. Uno no correspondido.
—Si es así, nunca oí hablar de ello.
—Johan me explicó que conoció a Ashlynn a través de ti —comentó Chris—. Que ella venía a verte aquí, a la iglesia.
—Sí, acudió a mí en busca de consejo religioso. Buscaba maneras de tender puentes entre ambos pueblos. Estábamos muy unidos. Ashlynn era una de las chicas más adorables y espirituales que he conocido nunca. Lo sucedido ha sido un golpe tremendo. La echo de menos.
—¿Cómo esperaba reconciliar los dos pueblos? —quiso saber Chris.
—Tenía diecisiete años. Las chicas de esa edad creen que pueden con todo. Quería curar la herida causada por las muertes de los niños de St. Croix. Yo le insistía en que estaba asumiendo una carga demasiado pesada, pero ella no me escuchaba. Se había fijado una meta y se aferraba a su misión. En una ocasión, se empecinó en que la acompañara a rezar a la divisoria continental[4]. Dijo que era algo muy simbólico.
—¿A la divisoria continental?
—Sí. Las crestas glaciales se encuentran cerca de Brown Valley, al norte de Ortonville. A un lado de la divisoria, los ríos fluyen hacia el norte, hacia la bahía de Hudson. Al otro lado, las aguas viajan en dirección sur hasta el golfo de México. Para Ashlynn, ése era el problema entre Barron y St. Croix: éramos vecinos que vivíamos puerta con puerta y sin embargo que fluíamos en direcciones opuestas.
—Por lo que cuentas, era una chica excepcional.
—Lo era. Johan iba muy en serio con ella. Yo estaba convencido de que terminarían casándose.
—Y a pesar de ello, Ashlynn rompió con él.
—En ese momento no lo entendí, pero ahora sé por qué —dijo Magnus—. Supongo que sentía que no podía hablar de su embarazo con ninguno de los dos. A pesar de su espiritualidad, era una chica joven. No estaba preparada. Aun así, me cuesta imaginar que se sometiera a un aborto. No era propio de Ashlynn. Debe de tratarse de un error.
Chris negó con la cabeza.
—No es un error, y no es lo que crees. El bebé era anencefálico.
—Lo siento, ¿qué significa eso?
—Se trata de una grave malformación congénita, indefectiblemente fatal. Si el bebé sobrevive al parto, muere al cabo de unas pocas horas o días. En esencia, el feto se desarrolla sin cerebro.
Magnus negó con la cabeza, mudo por el horror.
—Deberías explicárselo a Johan —sugirió Chris—. Si la policía aún no lo ha averiguado, pronto lo hará. Será mejor que lo sepa por ti.
—Sí, sí, por supuesto.
—¿Estás seguro de que Ashlynn no le contó lo del bebé? —preguntó Chris en voz baja.
—¿A Johan? Nunca. No habría podido guardar tal secreto.
Magnus alzó la vista hacia el techo con la cara desencajada, como si se cuestionara la misericordia de Dios.
—No puedo ni siquiera imaginar lo que habrá sufrido esa chica. Debía de creer que era un castigo.
—¿Un castigo? ¿Por qué?
—Por los casos de cáncer. Estoy seguro de que pensaba que Dios iba a llevarse a su hijo igual que se había llevado a Kimberly y los otros.
—Sus muertes no tenían nada que ver con ella —señaló Chris.
—Tal vez, pero era difícil hacérselo entender. Ésa fue una de las razones por las que acudió a mí en busca de consejo. Estaba convencida de que la epidemia de cáncer en St. Croix era real, y que la empresa de su padre la había desencadenado.